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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Marisa Luisa Ayesta Fernández-Pacheco

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Solo contigo, n.º 128 - julio 2016

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Fotolia.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8675-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Cita

Capítulo uno

Capítulo dos

Capítulo tres

Capítulo cuatro

Capítulo cinco

Capítulo seis

Capítulo siete

Capítulo ocho

Capítulo nueve

Capítulo diez

Capítulo once

Capítulo doce

Capítulo trece

Capítulo catorce

Capítulo quince

Capítulo dieciséis

Capítulo diecisiete

Capítulo dieciocho

Capítulo diecinueve

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

A mis hijos

Tengo toda mi fe puesta en vosotros

 

 

Correrán ríos de sangre

antes de que conquistemos nuestra libertad

pero esa sangre, deberá ser la nuestra

MAHATMA GANDHI

 

Las Rozas, Madrid. Diez años atrás

 

–Adiós, adiós, y muchas gracias por traerme –gritó la niña desde la puerta ya abierta de su urbanización. No entró hasta que vio a la madre de su mejor amiga poner la primera marcha y sonrió y saludó con la mano al rostro de su íntima amiga pegado al cristal de la ventana trasera del coche–. Adiós –dijo por última vez ya en voz baja.

Con las impresiones todavía en mente del día tan maravilloso que había pasado en el multitudinario cumpleaños de una compañera de clase que les había invitado a celebrar la jornada en un parque acuático, se agarró a las dos tiras de la mochila colgada en sus hombros mientras sonreía por las bromas y las tonterías que habían hecho y dicho. Pasó de largo ante los porches de las entradas a los pareados de sus vecinos hasta llegar al suyo, el número cuatro. Le encantaban los números pares. Desde siempre. Le gustaba que el número de la calle fuera el ocho. Le gustaba tener catorce años. Aunque encontraba atractivo el número quince, a pesar de ser impar, por aquello de la niña bonita y porque, dijera lo que dijera la ley, con quince años, una chica era ya una mujer en todos los sentidos fisiológicos.

Del bolsillo lateral de la mochila extrajo las llaves con el llavero de la película de El fantasma de la ópera que venía de regalo cuando adquirió el DVD y cuyas canciones tarareaba todo el día encantada con la romántica e imposible historia de amor entre el amante deformado que vive a escondidas entre bambalinas y la maravillosa tenor. La música de No quedan días de verano, de Amaral, que Elena había estado bailando en una de las piscinas pequeñas del parque mientras se contorsionaba y hacía reír a sus amigas a carcajadas, resonó pegadiza en su mente cuando introducía la llave en el bombín. Como hacía habitualmente, tocó dos veces el timbre para que sus padres supieran que llegaba, y abrió recibiendo los familiares olores de su hogar, mezclados con un tenue hedor metálico que en ese momento no reconoció.

–¿Mamá? –llamó asombrada de no escuchar ni un ruido, depositando las llaves en el cuenco de bambú sobre el mueble recibidor.

Se dirigió directa a la cocina, donde el lavaplatos con sus dos luces encendidas indicaba que ya había terminado y se recordó que era ella quien debía recogerlo en cuanto dejase las cosas en su cuarto. La cocina estaba tan limpia como solía a esas horas de la tarde. Su madre nunca se permitía no dejarla inmaculada después de cada comida. De hecho, hasta se podía oler la fragancia a pino del detergente para el suelo.

Miró el reloj digital con números rojos del horno. Marcaban poco más de las siete de la tarde. Pensó que, quizá, sus padres estuvieran leyendo en la terraza acristalada del porche de detrás.

–¿Mamá? ¿Papá? –Salió de la cocina esperando escuchar algún ruido que le indicara la procedencia de sus progenitores. No se planteó que no estuvieran en la casa, pues la puerta no tenía vueltas de llave echadas y le hubieran dicho algo al respecto antes de que ella se fuera por la mañana. Estaban. Solo tenía que descubrir dónde.

Fantaseó con la idea de que se hubieran encerrado en su dormitorio aprovechando que ella estaba fuera y una sonrisa asomó a sus labios al imaginárselo. Inconscientemente, redujo el ruido de las pisadas. Volvió a pasar junto a la puerta de entrada y siguió hasta el salón.

Las escenas que no habían llegado a formarse en su cabeza sobre el posible momento íntimo entre sus padres volaron de un golpetazo ante la imagen que encontró.

En un primer momento no tuvo más reacción que la de pararse en el umbral y seguir mirando fijamente la dantesca fotografía que se presentaba ante sus ojos. Su mente no registró, solo captó, el desastre de la habitación, la lámpara tirada, la silla caída, un par de cojines por el suelo… Todo eso estaba en su retina, pero lo que le impresionó eran las manchas de sangre que había por todas partes. Salpicadas en el sofá blanco, formando charcos inmensos en el suelo sin alfombra, pues siempre las quitaban en verano, y bañando los dos cuerpos tirados en el parqué, como muñecos abandonados por el descuido de un infante, creaban un espeluznante escenario en rojos de distintos matices. Registró la herida en el cuello de su madre, donde además de la sangre se intuía algo blanco que debía de ser de la tráquea, o de algún hueso, ¿cómo lo podría ella saber? Su padre estaba tan manchado que aunque había zonas de su cuerpo, en los brazos, en el pecho, de un tono más marrón, era imposible descubrir una zona única de daño. No se planteó que estuvieran vivos. ¿Cómo podrían estarlo? Estaban inmóviles, como si un director teatral les hubiera ordenado no moverse, como si fuera obligatorio permanecer en el suelo, en silencio y quietos para ganar algún tipo de premio, para pasar una macabra prueba.

Con pasos lentos y rodillas temblorosas se acercó arrastrando sus chanclas de goma. Tocó a su padre en un diminuto hueco limpio que encontró en su antebrazo. La piel se sentía como siempre, cálida al tacto, y le produzco cierto sosiego. Lo zarandeó sin encontrar respuesta. Incorporándose, con náuseas que le pasaron desapercibidas, se agachó al lado de su madre. El charco de sangre había crecido aún más desde el momento en que ella lo vio por primera vez. Sin darse cuenta, lo pisó con sus chanclas y casi resbaló. Oyó un ruido extraño, como de animal, y se dio cuenta de que estaba gimoteando. Intentó parar, acompasar la respiración y, sobre todo, dejar de gemir, pero no pudo. Intuyó que se estaba poniendo histérica, pero no supo qué hacer para frenarlo. Y siguió gimiendo.

De rodillas, cogió con las dos manos el rostro de su madre, acunándolo, y encontrándose con los ojos semiabiertos, que la miraban sin ver, vacíos y atormentados.

Y entonces escuchó el sonido de las pisadas. Antes de que pudiera darse cuenta de que había alguien más en la casa, vio al hombre entrar en el salón. Se desmayó sin llegar a poder reaccionar de algún modo y cayó en la inconsciencia de las sombras.

 

 

Alicante, época actual

 

 

Quita del corazón el rencor y

entrará el verdadero amor,

pues ¿cómo podrás abrazarme

si tienes todavía el pasado entre tus manos?

Isaías, 43, 25

Capítulo uno

 

El inspector de homicidios, Javier Martínez, odiaba que sus amigos le hicieran de casamenteros, pero ya había asumido que cuando un hombre se casaba, se veía acosado por su esposa para presentar a sus amigos solteros a todas sus amigas. Porqué las mujeres creían que la felicidad de un hombre se encontraba en la vida en pareja era algo que escapaba a su entender. Agradecía el interés que Marian, una hermosa periodista casada con su compañero, el también inspector Rafael Aldave[1], mostraba en encontrarle el amor de su vida, pero aunque no le hacía feos a conocer mujeres, estaba plenamente seguro de que a él no iba a picarle el virus matrimonial jamás.

No, pensó Javier, ¿por qué centrarse en una sola mujer, por muy impresionante que esta sea, si puedes disfrutar de varias? Ya que en eso lo tenía claro, si se casaba era para ser fiel. Sabía que era del todo imposible llevar una relación de pareja sin confianza y respeto, y para el policía, la infidelidad era una muestra de falta de las dos cosas. Y comprendía que, cuando de verdad se amaba a alguien, la exclusividad no supondría esfuerzo alguno. Como bien había dicho el inigualable actor Paul Newman en una entrevista: “¿Para qué vas a comerte una hamburguesa fuera si tienes en casa un solomillo?”. Pero para un soltero como él, se repitió Javier, el mundo estaba lleno de mujeres hermosas, por lo que es imposible y antinatural que un hombre se pueda decidir por una sola.

Cierto que él no se consideraba especialmente mujeriego, pero tampoco era un antisocial, y a poco que te relacionases hoy en día, ¿qué iba a hacer un hombre cuando una mujer se ponía a tiro? Se encogió de hombros aceptando lo inevitable.

Por otro lado, su gran amor era su trabajo. Desde muy pequeño había querido ser policía, algo extraño siendo hijo de un tranquilo economista dedicado a llevar la contabilidad en una empresa editorial de una forma absolutamente monótona y pacífica hasta que falleció, demasiado joven, de un infarto cerebral y, provenir, como provenía, de un núcleo con claro predominio matriarcal.

Su abuela, la cabeza de familia, que había fallecido a la longeva edad de noventa y tres años, había sido viuda de guerra y había tenido tres hijas, las tres mujeres. Curiosamente, una de ellas se había separado y había criado prácticamente sola a sus dos hijas, ya que el marido se desentendió y la pequeña jamás se había casado ni había tenido descendencia. Por su parte, su madre, la mediana, había enviudado a los pocos años de casada y Javier se había criado sin figura paterna, con su madre, su abuela y sus tres hermanas, todas en la misma manzana de edificios en el madrileño barrio de Chamberí. Que él hubiera nacido con una gran dosis de masculina seguridad y ciertas cualidades obviamente viriles no era propiamente mérito de ellas. Y aun así, no las cambiaba por una docena de hombres.

Bueno, a veces sí, se corrigió sonriendo.

La realidad era que estaba habituado a estar entre mujeres, las conocía bien y las apreciaba. Quizá también por este historial sabía respetarlas y las valoraba. Jamás se le ocurriría, como había visto que hacían otros hombres, minusvalorar a una mujer: ni su cerebro, ni la fortaleza aparentemente débil de su cuerpo, ni su férrea voluntad. Probablemente entendía, quizá mejor que ninguno de sus congéneres, que no había nada que se pudiera poner por delante cuando a una mujer se le metía algo entre ceja y ceja, aceptaba que tenían una inteligencia emocional que daba mil vueltas a la del hombre, así como que eran mucho más pragmáticas, responsables y capaces.

Pero también había aprendido a tratarlas y a obtener de ellas lo que quería… con la susodicha mano izquierda, siempre que era posible, y con una innegociable autoridad cuando no había más remedio.

Aparcó, imitando a los demás coches de la calle, subiendo la mitad del automóvil a la acera, y se dijo que los de tráfico se mesarían las manos ambiciosos, con la cantidad de multas que podían poner. Pero no creía que fuese muy habitual la visita de los agentes a aquella zona tan tranquila y poco frecuentada de Cabo Huertas. Lo sabía por experiencia, pues su casa, su formidable casa que apenas podía creer todavía que fuera suya a pesar del tiempo que llevaba ya viviendo en ella, estaba en la siguiente calle paralela, y si sus compañeros locales pasaban por allí, era más por completar la vigilancia que para multar.

Acariciando el volante del lujoso Lexus, se maravilló una vez más del coche que poseía y volvió a sentir, como siempre que se acordaba, la punzada de pesar que le invadía, combinada con la ternura de los recuerdos. Se repitió a sí mismo, como ya lo había hecho numerosas veces antes para quitarse la congoja, que lo mejor que podía hacer era disfrutarlo y se apeó con renovada energía.

Sobre el asfalto de la calle caía un sol cercano ya a la primavera que hacía posible el uso de una chaqueta ligera que no olvidó ponerse para tapar el arma que llevaba en su habitual sobaquera de cuero.

La casa a la que se dirigió era la última de la calle, arriba de una empinada cuesta. Una verja abierta para acceso peatonal ofrecía la entrada a un camino de tierra rojiza rodeado por el jardín más maravilloso que había visto Javier jamás, quizá porque nunca antes hasta ahora se había interesado por los jardines. Pero aun así, le pareció espectacular. No se podía imaginar cómo siendo todavía invierno estaba tan vistoso y con tantas flores de colores. Seguramente el clima de Alicante ponía la mayor parte del éxito. Se dijo que debería preguntar a los dueños de la casa por su paisajista o vivero, pues era exactamente lo que le gustaría hacer con todo el terreno que pertenecía a su hogar y, se apremió en recordar, no le vendría nada mal tenerlo preparado antes de que su madre cumpliese su amenaza de visitarle.

Una breve escalinata llevaba a un porche de piedra que conducía a una puerta antigua de madera barnizada, abierta también y por la que salía de dentro el alegre sonido de voces, conversaciones y muebles arrastrándose.

Javier echó un vistazo a la fachada. La carpintería de madera y las contraventanas le recordaron más a una casa del norte que a las de estilo Mediterráneo y casi ibicenco que se prodigaban por la zona. La pared de piedra, en un cálido color mostaza, mostraba tres alturas de ventanales de cuarterones. De casi todas las ventanas colgaban geranios en flor de todos los tonos de rojo y rosa que hicieron a Javier volver a pensar en lo que le gustarían a su madre si los viera.

–¡Javi! –Quizá esperando que llegara, Marian, una de las mujeres más hermosas que Javier había conocido, salió a recibirle. –¡Has llegado!

–No ha sido difícil –le sonrió mientras le daba los dos besos de rigor y le pasaba, con afecto, la mano por la espalda–, tal y como me dijiste, soy prácticamente vecino.

–Luego te presentaré a la dueña, primero quiero que conozcas a mi amiga Carolina. Es periodista, como yo, pero trabaja en la radio.

“Ahí está”, pensó el policía con resignación.

No le disgustó la morena larguirucha con melenita corta y amplia boca que le sonrió coqueta y pensó, con ironía, que había formas peores de pasar la tarde. Sabiendo lo que se esperaba de él, puso su mejor gesto al conocerla.

Mientras intercambiaban lugares comunes, les invitaron a pasar a un salón con suelo de parqué que brillaba con fuerza, cubierto por dos enormes alfombras de la Real Fábrica de Tapices sobre las que se derramaba a chorros la luz de la tarde que entraba por los grandes ventanales. La vista más inmediata daba a un porche amplio con muebles atemporales pensados para durar y detrás se veían, apacibles, las mansas olas del Mare Nostrum. Identificó que era prácticamente la misma vista de la que gozaba desde su propia casa y a la que a pesar de estar mirando desde hacía un lustro prácticamente a diario, creía que nunca se iba a acostumbrar por su belleza.

Desvió los ojos con pesar hacia la sala, en la que habían dispuesto las sillas del comedor –un comedor antiguo con una robusta mesa de caoba– formando un círculo junto a los sofás de un alegre tapizado de flores y ocupados ya, Javier observó que en su mayoría por mujeres, y dirigidos todos hacia un asiento central, todavía vacío, con una mesita baja en la que descansaba un vaso y una jarrita de agua, así como una servilleta de hilo, sobre una bandeja de plata.

Marian insistió en que se sentara junto a Carolina en dos sitios vacíos que quedaban entre otro asiento ocupado y un mueble auxiliar de estilo francés de blanco gustaviano con una imponente lámpara de pie de porcelana. Una señora mayor, de aire regio, con un bastón perfectamente perpendicular al suelo situado delante de sus piernas, correctamente dispuestas, firmes y juntas, estaba sentada delante de ellos, y fue entonces cuando Javier reconoció que no sabía a qué había venido. Llevaba tanto tiempo eludiendo los intentos de Marian de presentarle a Carolina que esta vez había accedido sin tener ni idea de cuál era el plan, y parecía evidente, pensó con desagrado, que había accedido a asistir a algún tipo de acto o presentación.

Reparó en que el noventa por ciento de los allí sentados llevaban el mismo libro, y el amante de la lectura que había en él valoró con aprecio que se tratara de la última novela de uno de sus escritores favoritos y, como le habían encantado sus anteriores obras, silbó para sus adentros cuando del brazo de la propia Marian entró el famoso escritor y autor reconocido tanto por la crítica como por el público, de numerosas ventas y recomendadísimo entre el gremio de los libreros.

Y durante la siguiente hora y media llegó a olvidar dónde se encontraba. La tertulia, porque no fue en ningún caso un monólogo, se convirtió en uno de los momentos más amenos que recordó haber pasado. El novelista desveló a un gran ser humano, de palabra fácil, accesible, natural y que no se limitó a hablar de su libro, sino de la vida, la historia, el amor y las circunstancias.

Antes de irse, al ponerse en pie, la atenta mirada del policía captó un gesto en el invitado dirigido a alguien concreto del público, un guiño particular. Buscó disimuladamente entre las cabezas y entonces la vio. Estaba aún más atrás de la última fila, separada de los demás. Era una joven morena, de pelo liso por debajo de los hombros, una piel de tono oliváceo, unos pómulos altos sobre los que unos ojos grandes y rasgados ocuparían toda la cara si no fuera por la boca, ¡qué boca! Aun cerrada y haciendo un mohín de negación a la señal del autor, eran gruesos, rojos, y a Javier se le antojaron de la suavidad de la crema.

La joven bajó la cabeza y su melena, al caer, le ocultó el rostro. Y entonces el policía se sobresaltó y entrecerró los ojos. Le mosqueó no recordar de dónde la conocía, porque la conocía. Su mente trabajó en paralelo mientras escuchó al escritor despedirse. Jamás olvidaba una cara, y aunque había sido un débil reconocimiento que no conseguía ubicar, sabía que la había visto antes.

–Quiero dar las gracias por su hospitalidad a doña Asunción –la viejecita al lado de Javier se levantó con un ligero esfuerzo apoyada en su bastón– y… –y como Javier estaba mirando fue testigo del rostro asustado de la joven negando con la cabeza– a todos vosotros por haberme escuchado –consintió el autor sin nombrar a la muchacha. Y Javier miró divertido cómo, aun así, el rubor se extendió por la cara de la joven.

“Así que tímida”, dedujo con acierto.

El rumor de las conversaciones y los comentarios fue creciendo mientras unos se acercaban al escritor con la esperanza de que les dedicase sus ejemplares y otros hablaban entre sí.

–¡Qué pasada de señor!, ¿verdad? –Se había olvidado de Carolina quien, para hacerse oír, se acercó a él y se colgó de su brazo–. Me ha encantado.

–Ha estado muy bien –le confirmó él.

Y mientras hablaron de este y otros libros, aceptaron una copa de vino que les pasó una muchacha vestida con uniforme negro de catering y fueron pescando entre las bandejas de canapés hasta que Marian vino a interrumpirles.

–Ven, Javier, que te quiero presentar a la dueña de la casa. –Y dirigiéndose a la anciana que había estado al lado de Javier todo el rato, esperó que despidiera al escritor junto a la joven que tanto le había llamado la atención al policía.

–Doña Asunción, este es Javier, el compañero de Rafa y, al revés que mi marido, lee un montón.

–Un hábito excelente –le saludó la anfitriona con una mano y voz tan firmes que desmentían su apariencia engañosamente débil.

–Me lo inculcó mi madre desde pequeño y nunca lo he dejado, siempre tengo un libro en la mesilla de noche.

–Y esta es Elena. –Oyó por fin a la mujer de su compañero decir.

–¿Elena? –Javier volvió a entrecerrar los ojos–. Me suena muchísimo tu cara. –Y observó asombrado cómo la joven volvía a ruborizarse.

–¡Qué original! –se burló Carolina detrás de él, a la que francamente y para su propio disgusto, Javier prefirió que no estuviera ahí.

–Es la verdad –se vio en la obligación de decir–. Soy muy buen fisonomista –y alardeó con razón–: jamás olvido una cara.

–Bueno –quitó hierro Elena, –es que yo tengo una cara muy común.

–No, todo lo contrario. –Y recibió con agrado el asombro en sus facciones–. Y yo te he visto antes.

–Sin temor a equivocarme, te puedo asegurar que no.

–¿Así de categórica?

–¿Has venido antes a alguna de las tertulias de mi abuela?

–La verdad es que no.

–Y no será que no te he insistido veces, Javier –le regañó Marian.

–Sí, y nunca como hasta ahora me he arrepentido de no haberte hecho caso.

–¿Te ha gustado, entonces? –le preguntó curiosa Elena.

–Muchísimo –le aseguró mirándola a los ojos.

La entrada de otro de los presentes al grupo motivó que Javier y Elena quedaran ligeramente separados de los demás.

–Estoy dándole vueltas, pensando dónde te he podido ver.

–Estoy convencida de que no me has visto.

–Sé que sí.

–A lo mejor me confundes con otra persona.

–Sería la primera vez que me pasara.

–Siempre hay una primera vez para todo.

–No, hay para cosas para las que no.

Y como Elena sabía que tenía razón, que ella se había privado de muchas primeras veces, se calló.

–¿Has estado en Madrid?

–Nací allí y viví hasta los quince años.

–Pues a lo mejor es de esa época.

Si no hubiera estado tan entrenado, no se hubiera dado cuenta del cambio que se produjo en el semblante de ella. Doña Asunción, como afirmando la sensación de que algo no iba bien, cogió cariñosamente la mano de su nieta.

–Me vais a perdonar que os interrumpa –pero Javier se dio cuenta de que no había ningún pesar en sus palabras y sí preocupación mientras miraba al rostro de su nieta–, pero esta joven me tiene que ayudar a acostarme que ya no puedo más. –Y con teatral gesto elevó los ojos al cielo.

–Claro, abuela. Adiós, encantada.

Y con una sensación extraña de no entender realmente qué acababa de pasar, Javier vio desaparecer a las dos figuras tras el umbral de la puerta mientras escuchaba las propuestas infinitas de Carolina de continuar el plan en tal y cual lugar. Le hubiera gustado pararles y preguntarles qué había pasado, pues evidentemente, nombrar Madrid había cambiado las facciones de la muchacha, pero lógicamente, no era quién para hacerlo.

 

 

–¿Qué ha pasado? –preguntó inquieta Asunción a su nieta.

Como le habían dado tiempo a recomponerse, Elena miró a su abuela con ternura.

–Absolutamente nada.

–Pues te ha cambiado la cara, me has preocupado.

–Te quiero –dijo, sintiéndolo en verdad, pero con el deseo de distraerla, y le besó su arrugada mejilla.

–Hacía tiempo que no veía a un hombre tan guapo. –Le guiñó el ojo su abuela.

Como Elena estaba de acuerdo, asintió:

–No está mal. Pero ya está cogido, abuela.

–¿Y qué? No hay hombre que se precie que no lo esté. Si no está cogido, no te interesa.

Elena se rio en voz alta, aunque interiormente le podía la tristeza.

–¿Cuándo vas a dejar de azuzarme con ese tema?

–Cuando funciones como una mujer normal y corriente.

Elena suspiró. No quería hacerle daño, pero no quería tampoco otra campaña pronoviazgo por parte de su abuela. Todavía recordaba con horror la época de las fiestas. Solo esperaba, le gustaba creer, que esos encuentros literarios tenían un único fin cultural, y no el de activar la inexistente vida social de su nieta.

–Es que, abuela, como bien sabemos las dos, no soy una mujer normal y corriente.

–¡Qué tontería!

Elena no se molestó en discutir. Su silencio no era el del que otorga, sino el de que ya lo tiene claro, clarísimo.

La encargada del catering cruzó ante ellas directamente al salón con una bandeja vacía donde fue recogiendo las copas de los distintos rincones y su abuela le hizo un gesto con el brazo para que no dijera nada delante de ella.

–Ha salido todo perfecto, abuela, como siempre –le dio el gusto su nieta de cambiar de tema. –El Chaflán de Luceros –mencionó, refiriéndose al popular restaurante alicantino que había servido el cóctel– es siempre un acierto.

Y de ahí pasaron el rato comentando sobre el escritor y cotilleando sobre los asistentes.

Como tantas otras veces a lo largo de su vida en común, dejaron en el olvido el tema que nunca trataban del todo y que, sin embargo, era un constante molesto invitado.

 

 

Javier condujo escuchando a medias el parloteo de Carolina. No se molestó en preocuparse por analizar qué demonios le pasaba. Estaba sentado al lado de una joven atractiva y a todas luces bien dispuesta y, sin embargo, seguía dándole vueltas al rostro de Elena.

Sabía que la había visto antes y la seguridad de ella en negarlo le molestaba, porque nunca se equivocaba con las caras. Y fue cuando ya habían aparcado en una de las calles cercanas al teatro Principal cuando las imágenes se sucedieron: el chalé del extrarradio madrileño, las dos muertes y la niña ensangrentada, pero ilesa, desmayada ante él.

¡Elena Rodríguez-Sallar!

Haciendo caso omiso de la disertación que Carolina estaba soltando sobre la mejor forma de preparar un gin-tonic y que su favorito era el que se servía con cardamomo, le preguntó:

–¿Habías ido antes de hoy a la casa donde ha sido la tertulia? ¿A Bella Vista? –preguntó, señalando el nombre que tenía la vivienda.

Aceptando educada el cambio de tema, su compañera le contestó:

–Se puede decir que soy una asidua. Doña Asunción empezó hace unos tres años con una reunión mensual. No siempre consigue traerse a autores, pero sí logra que sea un encuentro cultural de bastante calidad.

–¿La conoces mucho?

–¿A doña Asunción? Me la presentó Marian, que como ya sabrás se encarga de la sección de Cultura del diario Información. Vino a uno de los encuentros para hacer una entrevista a no me acuerdo ahora qué autor, y desde entonces, tanto ella como yo, que nos encanta leer, procuramos venir siempre que podemos.

–¿Qué tipo de gente viene?

–¡Ah! pues no te creas que es muy general. Es más selectivo de lo que parece. Primero porque no hay tanta gente que lea. Hay muchos a los que les cuesta leer un libro al mes. Y luego porque desde el principio, venimos casi siempre los mismos. Amigos de doña Asunción y de su nieta y amigos de sus amigos.

–La chica morenita es la nieta, ¿no? Elena, ¿no?

Carolina asintió suspicaz.

–¿Por qué?

–Me ha dado la impresión de ser muy tímida. –Y se encogió de hombros como si le diera igual.

–No habla prácticamente nada. Al igual que hoy, suele quedarse siempre sentada en la última fila y es poco o nada participativa. –Y como le había molestado el interés de él por ella, dejó escapar su opinión–: Es la típica sosaina, la verdad. De esas que no sabes nunca lo que están pensando. Yo, como soy tan extrovertida, no suelo congeniar nada con ese tipo de gente. Me gusta la claridad, ir de frente, que me miren a los ojos cuando me hablan. ¿A ti no?

Javier la miró a los ojos. Habían llegado a la puerta de Teatre, un pub de moda cercano a la Rambla, y mientras le sujetaba la puerta del local abierta para que entrase, le aclaró:

–A mí también, pero comprendo que no todo el mundo tiene la misma facilidad para expresarse. Hay gente incapaz, y muchas veces, ese tipo de personas, me pican la curiosidad precisamente porque suponen un reto.

–Y en la mayoría de las veces se convierten en una decepción cuando excavas un poco, te lo digo yo, porque no es que sean incapaces de expresarse, es que no tienen nada que decir –contestó Carolina, que estaba sintiendo el ramalazo de los celos.

 

 


[1]  La historia de amor entre Rafael Aldave y Marian Alises, a los que se refiere este primer párrafo, se cuenta en la novela de la misma autora, De toda la vida.

Capítulo dos

 

La Jefatura General de la Policía de la calle Isabel la Católica hervía de actividad aquella mañana. Había novedades acerca del cadáver sobre el que habían iniciado una investigación. Al día siguiente de que un vecino de las Mil Viviendas[2] encontrara el cuerpo quemado en un solar abandonado, el forense había descubierto que no había muerto por el fuego, sino que había fallecido de cuatro disparos en el pecho.

Aunque nadie había denunciado su desaparición, le habían terminado por identificar por una chapa metálica en el llavero en la que el nombre grabado del difunto no había terminado de fundirse. Santos Ruiz. Su mujer, de unos cuarenta años, con hijo adolescente, se había mostrado suficientemente entristecida y apenada, pero el chaval, un macarrilla sin oficio ni beneficio, había dado qué pensar tanto a Javier como a su compañero, debido a su no oculta del todo alegría, que las relaciones familiares no eran buenas.

Aquella mañana, puesto que la pandilla de amiguetes del chaval no pisaba el instituto, habían dado un garbeo por el barrio y habían hablado con un par de compañeros del hijo. Reacios a soltar prenda a la pasma, no tuvieron problema sin embargo en reconocer que el fallecido era un mal bicho. “Un hijo de puta”, habían declarado firmemente.

Siguiendo una intuición, Javier había solicitado a la Generalitat, previa orden judicial, los informes de salud del quinceañero y de su madre. El largo historial de “accidentes” domésticos padecidos por el muchacho, junto a lo que se habían declarado como lesiones resultado de peleas callejeras, mostraban toda la pauta de los malos tratos.

Javier silbó ante el informe.

–¿Qué pasa? –le preguntó su compañero Rafael Aldave.

–Nuestro quemado no ganaría el concurso a Padre del Año ni aunque estuviera en el jurado la viuda negra y una mantis religiosa.

–¿Malos tratos? –preguntó lo obvio.

–No han sido denunciados jamás –aclaró Javier–, pero está la pauta.

–¿Los de balística han confirmado ya el tipo de arma?

–Calibre 22 LR. Por el tipo de disparo, de arma corta. Ya sabes que Ripoll –dijo refiriéndose al experto en armas– nunca falla, pero es modesto como él solo, así que cree que una beretta o una start. Cualquiera de ellas son fáciles de conseguir.

–¿Qué hay de los amigos del chaval?

–En ello estoy –dijo Javier suspirando.

–Yo me voy. –Se encogió de hombros molesto–. Ya te comenté que esta semana Marian sale tarde por un especial que está haciendo y me ha pedido que esté a mi hora en casa.

Javier sonrió con condescendencia. A Aldave la vida le había cambiado completamente desde que se había casado, y más aún desde que había tenido a las pequeñas, pero no parecía importarle. Él, por su parte, prefería mil veces seguir allí sentado con el rompecabezas que suponía un asesinato que tener que atender a dos niñas de dos años y medio y seis meses. Sin embargo, para su compañero, las tres mujeres lo eran todo en su vida.

Para Javier, en cierto modo, los casos eran simplemente eso, acertijos. Problemas de lógica que había que ir resolviendo con el reloj en mano mientras se iban despejando las incógnitas. Al contrario de lo que aparecía en las películas y series policíacas de televisión, en las que predominaba la acción, el trabajo de investigación exigía mucho despacho, ir dando vueltas a distintas piezas de manera que se formaba un tapiz con todas ellas. Una vez orquestado el diagrama con el tipo de vida del sospechoso, o de la víctima, siempre había algo que apuntaba a la solución.

Había aprendido, casi desde que empezó en su profesión, que no debía, ni podía, implicarse, así que estudiaba y analizaba las pruebas poniendo una barrera sentimental de hormigón armado para no permitirse juzgar, padecer o compadecer. Entendía perfectamente cuál era su papel ante la ley, y aunque su madre alguna vez le había mostrado su preocupación porque fuera tan duro en ese aspecto, él sabía que era necesaria esa dureza en su trabajo tanto para poder hacerlo bien como para poder continuar sin volverse loco.

Admiraba a compañeros, como a Rafael, por ejemplo, que eran capaces de sentir con las víctimas e incluso simpatizar o excusar las conductas de los acusados. Él no. Hacía su trabajo y finalizaba cuando aportaba su testimonio ante el juez. Por su parte, era a lo que se había comprometido y sabía, porque creía en su trabajo, que su profesión era fundamental para que se desarrollase un Estado de Derecho y consideraba que cumplía con su responsabilidad y se enorgullecía de ello y de las veces, cada vez más numerosas debido a su experiencia y formación, en que iba resolviendo los crímenes.

La noche llegó a su despacho en la comisaría sin que prácticamente se diera cuenta y fue su estómago el que le recordó que desde un café aguado y un Huesitos a media tarde, no había vuelto a tomar nada.

Le llegó un mensaje de WhatsApp de Carolina. Le comentaba que casualmente tenía dos entrecots de tres dedos de gordo cada uno y le invitaba a ir a su casa a cenar si todavía no lo había hecho. El policía miró su reloj de muñeca. La periodista se lo había jugado un poco, pues eran casi las once de la noche. Se atrevería a pensar, si fuera más vanidoso, que Marian podría haber avisado a su amiga de que él todavía seguía en comisaría. Sonrió, ya que no era la primera vez que una chica le tiraba los tejos. Su estómago rugió recordándole que existía y que estaba vacío. Se encogió de hombros y asintió dándole las gracias con el teclado del móvil. Como ya se había dicho muchas veces: ¿qué puede hacer un hombre cuando una mujer bonita se le pone a tiro, más que dejarse querer? Otra cosa era cuando no se ponían a tiro y a pesar de ello, al hombre se le despertaba el interés. Jamás le había sucedido.

Hasta que vio a Elena en Bella Vista.

Le había gustado nada más verla. Tenía una belleza discreta, pero no era eso lo que le había llamado la atención. Había despertado algo en él, seguramente, trató de explicarse mientras conducía hacia el piso que Carolina tenía en el barrio de San Blas, porque el asesinato de los Rodríguez-Sallar, además de uno de los casos más sonados en España, que ocupó páginas y litros de tinta, programas de televisión y tertulias de la radio, fue uno de los primeros con los que se enfrentó en su carrera de policía… y seguía sin resolver.

Apenas se sintió mal por acudir a casa de una mujer dándole vueltas a la cabeza sobre cómo poder ver a otra. Y fue cuando llegó al portal de la urbanización de la joven locutora y vio los periquitos completamente abiertos a esas horas de la noche, que se le ocurrió el plan.

 

 


[2]  Mil Viviendas, barrio de Alicante.