Agradecimientos

Como en ocasiones anteriores, lo que he podido escribir en estas páginas se ha visto enriquecido con el apoyo, la lectura y las observaciones de un grupo de personas cercanas que me han hecho el regalo de su tiempo, su inteligencia y su afecto. Sin ellas, este libro no sería como es.

Gracias a Carlos, amigo del alma, con quien soñé esta pequeña obra y esbocé su contenido.

Mi agradecimiento a Ana y a Gloria, las amigas incondicionales que me han ayudado a pensar algunos aspectos del original.

Gracias a quienes se dejaron entrevistar sobre este tema y compartieron conmigo su experiencia y sus saberes. Esas entrevistas han sido una fuente de incalculable riqueza en mis reflexiones.

Agradezco, por su tiempo y por el cariño que han puesto esa tarea, la paciente lectura y revisión del texto que han hecho mi hijo Guillermo, mis hermanos Yolanda y Javier, así como mis entrañables amigas Esperanza Moreno, Gloria Martínez, Pepa Carrillo y María Onrubia.

1. Preguntarse ¿por qué no?

Ignoramos nuestra verdadera estatura hasta que nos ponemos de pie.

EMILY DICKINSON

La vida es una aventura estimulante. En ella hay espacios en los que es posible imaginar y soñar. Esos espacios son fogatas que iluminan la geografía de nuestra existencia.

El riesgo y el miedo conviven en nosotros a diario. Asumir una decisión o un proyecto requiere una buena combinación de lucidez y coraje, supone la apertura a una experiencia inédita.

Todo ser humano es el poeta de su propia vida. Las elecciones que tomamos conforman en gran parte nuestro destino. Optar con audacia y alegría es preguntarse ¿por qué no…?

La pregunta de los porqués nos persigue a lo largo de la vida. Intentamos explicar de forma lógica lo que vamos a hacer o lo que hicimos. Sin embargo, se trata de una cuestión tramposa que envuelve nuestra nostalgia de ser seres absolutamente racionales y se recrea en el olvido de nuestras experiencias, porque la realidad es que, cuando hacemos algo, lo hacemos condicionados por una lluvia de impulsos entre los cuales están presentes la emoción, las intuiciones, los afectos…, incluso las pasiones. Entonces los porqués quedan relegados a su humilde lugar, precario y momentáneo.

En todo caso, a diario nos movemos entre interrogantes: evaluamos, confrontamos pros y contras… A veces incluso los escribimos en un papel para verlos más claramente. Por lo general, estos procesos nos ayudan a posicionarnos; son como pequeñas luminarias que, aun rodeadas de sombras, nos hablan de la vida todavía no vivida, de lo que podemos ser o hacer cuando nuestra inteligencia y nuestros proyectos vitales crecen juntos.

Pero hay otra pregunta –¿por qué no?– que nos formulamos con menos frecuencia. La eludimos en la medida en que nos aproxima al peligro, nos hace salir del confortable e inexistente lugar en el que nos imaginamos la vida como un depósito a plazo fijo. Es la interrogante que aparece en el filo de los sueños y los amores, de las nostalgias y los insomnios, de los cruces de puertas o la llegada a orillas sin destino. Asumir esta pregunta supone transitar por los caminos del buen vivir y dejar que aparezcan respuestas sin ponerles freno o rechazarlas.

Preguntarse «por qué no» es asomarse a un abismo que tiene mucho de riesgo pero también de oportunidad. Al otro lado, si lo saltamos, aparecen propuestas fértiles, estimulantes, que nos aproximan a lugares donde viven nuestras ilusiones y anhelos más queridos. Vislumbrar ese paisaje nos hace ver un margen de maniobra que ignorábamos, un territorio donde dejan de tener sentido las palabras «siempre» y «jamás»… ¿Será verdad que somos más capaces de arriesgar de lo que creemos?

La incertidumbre que acompaña a cualquier salto puede ser paralizante, sobre todo si confundimos la palabra «ahora» con la palabra «siempre». Nos hemos apegado a nuestro entorno y a las cosas con vocación de permanencia absoluta y esa atadura nos impide saltar más allá del horizonte. Sin embargo, regresar a un ahora incierto no excluye el amor o el cuidado, simplemente los sitúa en el momento donde las cosas ocurren. Nos coloca ante un presente en el que comprendemos que la vida no es una simple imitación del vivir sino una aventura estimulante

Y así, bajo ese reto, algunos se dejan guiar por el aforismo que dice que, frecuentemente, el mayor riesgo es no arriesgar. Que cada sorbo de vida tiene su cuota parte de alegría y de dolor. Que la existencia sabe a seguridad, pero también a promesa, a prólogo de algo por cumplir… Escribir ese prólogo con mano temblorosa es abrirse a una verdad no revelada. Lo que vendrá a continuación será, sin duda, unos capítulos cuyo contenido total desconocemos. Ese es su riesgo y su atractivo…

Generalmente, desechamos lo inseguro. Lo tachamos de irracional por ser poco planificable, por la escasa objetividad que permite. Vivir de forma insegura es, con frecuencia, quedarse a la intemperie, limitar las certezas a una mera posibilidad… Nada fácil, en unas sociedades como las nuestras, que tiran a la cuneta a los que no pueden valerse por sí mismos. Nuestros temores son, por tanto, parte inseparable de la lucidez. Pero, afortunadamente, no son la única.

La lucidez también nos habla de la confianza. Nos señala ejemplos de personas y grupos que supieron confiar en el éxito arriesgando. Ellos imaginaron retazos de futuro y, a fuerza de soñarlos y trabajar a un tiempo, los fueron bautizando con palabras y hechos, con alegrías y logros inesperados… Su ejemplo nos demuestra que en las fronteras del futuro hay grietas, lugares por los que podemos infiltrar nuestros anhelos. Espacios en los que cabe imaginar, aventurarse… Fogatas dispuestas a iluminar la geografía de nuestras vidas.

Entrevisté para este libro a Pello, un ingeniero navarro afincado en Madrid. Él organiza cada primer domingo de mes una mañana de danzas en el Parque del Oeste de la capital, en la que convoca a todo aquel que quiera presentarse, sin hacerle preguntas. Tengo la suerte de disfrutar con frecuencia de esta experiencia única en la que el cuerpo y el alma se expresan al unísono. Tomarse de la mano de personas desconocidas y danzar es, entonces, parte de nuestro feliz presente.

Resulta muy estimulante compartir con doscientas personas de cualquier edad y condición social el placer de la danza y la sonrisa inconsciente que brotan todos cuando la música comienza. En esos momentos no hay preguntas, no hay juicios de valor, solo un archipiélago de pequeñas islas danzantes que, unidas por puentes invisibles, saludan a la vida en una misma canción. Lo demás desaparece. ¿Conocen algo más parecido a una meditación gozosa…?

Le pregunté a Pello cómo se había lanzado a iniciar esta experiencia. Él me confesó que necesitaba bailar y no encontraba en Madrid un lugar para hacerlo así, al aire libre, disfrutando del sol de invierno y de la sombra de un inmenso árbol en verano. Pello me dijo: no había nada organizado, así que la pregunta que me hice fue ¿por qué no probar a hacerlo yo?

Esa pregunta abrió las puertas de su proyecto hace años. Hoy es una realidad hermosa que hace felices a muchas personas y que a él le devuelve un eco invisible de alegría que se renueva cada domingo, al margen de cualquier rutina, porque siempre se estrena como una primera vez.

Pello me confesaba que el primer día estaba muy nervioso, que la noche anterior no había podido dormir… ¿Un chico de «la buena sociedad navarra» danzando en un parque público con gentes desconocidas…? No le habían preparado para eso…

Así nos ocurre a la mayoría de las personas cuando deseamos iniciar algo nuevo. Intuitivamente sabemos que lo que hagamos nos tomará por sorpresa en muchas ocasiones, que el horizonte se verá borroso y convivirán en nosotros el ánimo y la duda, el sueño y el cansancio… Por eso aparecen los miedos, que son también parte de lo humano, incluso un mecanismo de defensa para que no nos estrellemos corriendo detrás de algunos espejismos. ¿Dónde está la línea divisora entre el riesgo y el miedo? ¿Cómo abrirle las puertas al primero sin que el otro levante barricadas?

Se trata de ensayar, y ahí cada persona es infinita en sus experiencias y sus contradicciones, en la cordura y la forma en que la visitan los sueños… Cruzar los puentes, afrontar algún riesgo significa asumir un cierto vértigo en nuestras vidas. Un vértigo que suele revelarse creador, vivificante, y que cada cual ha de administrar según sus fuerzas; lo que hace que existan muchas opciones diferentes. Por eso el éxito vital no puede ser definido, sino construido por cada cual.

Desde luego, asumir una cuota de riesgo exige saber combinarlo con una cierta lucidez para medir las fuerzas. No se trata de lanzarse al vacío sin paracaídas, sino de llevar con nosotros la mochila invisible de nuestras experiencias y capacidades. Pero también requiere un cierto ejercicio de abandono en el que damos poder y batuta a las partes menos racionales de nuestro ser: el corazón, nuestro centro sentimental e intuitivo, y esa zona del vientre que los orientales llaman «Hara» y que se identifica con nuestros impulsos emocionales. Si ellos no participan, no hay riesgo que se pueda asumir con alegría…

El desorden es un aliado natural del riesgo. Hablando sobre él y su papel imprescindible en la vida, un viejo profesor me aconsejaba: no introduzcas más desorden del que puedas controlar. Esa parece ser una medida de prudencia, que no excluye la necesidad, incluso la conveniencia, de abrirle las puertas a lo que nos desorganiza, pero de conocer también nuestros límites para no perdernos y naufragar.

En todo caso, es bueno recordar que la aventura de la vida avanzó gracias al papel del desorden, esa fuerza que impulsa a los sistemas vivos a mantenerse cambiando, tratando de organizarse y de llevarse bien con el entorno. Lo vivo se mantiene aprendiendo a cambiar, son las reglas del juego. Así ha prosperado la naturaleza. Así evoluciona, también, nuestra propia existencia.

Los artistas conocen muy bien esta experiencia porque el desorden es creador. No hay arte sin riesgo. Sin desorden no existe creación. Es más: en muchas ocasiones, el acto creador es una mezcla de disfrute y sufrimiento. La creación multiplica nuestras posibilidades, pero también nos muestra los abismos, porque nos coloca frente al infinito que aparece siempre ante lo incompleto de la obra de arte.

En mayor o menor medida, un cierto desorden creador nos visita a todos, antes o después. Porque, aun sin ser un artista oficialmente, todo ser humano es el poeta de su propia vida, el artífice de su destino. Podemos tomar decisiones, elegir un bosque o un desierto para albergarnos, saludar a la tristeza o demorarnos en la alegría. Todo depende de cómo hayamos establecido vitalmente nuestras prioridades. Y digo vitalmente porque esa palabra incluye los aspectos racionales junto con los sentimentales y los emotivos. Cuando todos ellos se expresan, cada decisión con riesgo es una revelación. Al optar estamos asistiendo, a un tiempo, al deseo premeditado de vivir seguros y a la pulsión de escapar y entrar temblorosos en un territorio desconocido. Entonces, nosotros somos los primeros sorprendidos.

Nuestras elecciones vitales conforman en gran parte nuestro destino; aunque no siempre las manejamos. En muchas ocasiones, ellas nos manejan, dejando que construyamos posteriormente las narrativas que explican por qué hicimos o no hicimos algo. Son el resultado de muchos procesos conscientes, pero también de la vieja pregunta inexplicable, la del inconsciente que emerge sin pedir permiso, para perseguirnos como un viejo amigo inseparable.

Hay que correr riesgos hasta para amar… O tal vez sea ahí donde corremos los mayores riesgos, porque esas son precisamente las ocasiones en las que más difícil resulta armonizar las emociones, los sentimientos y el mundo racional. El amor es casi siempre como una enredadera que entra por la puerta de nuestra casa y crece sin permiso invadiendo las estancias, llenándolo todo de verde, rodeando las mesas y las sillas, para que cambien los colores y las formas… ¿Cómo contenerlo y prevenirnos de sus riesgos? En esas ocasiones, la pregunta «¿por qué no?» nos lanza a un horizonte desconocido, inseguro, como si hubiésemos sido expulsados del territorio de las certezas…

Nos hacemos así seres que aprenden a ganar y a perder… Aprendemos que no arriesgar suele pasar factura a largo plazo. Pero, cuando llega el momento, la incertidumbre de cada apuesta se disfraza de razonamientos, de justificaciones para posponer la decisión… Así vamos avanzando hacia esa difícil sabiduría de la inseguridad que a algunos les viene concedida por la audacia y a otros por los años. Hay quien arriesga porque es joven y hay quienes, en la última etapa de su vida, deciden no morirse sin probar el fruto del árbol del bien y del mal. Todo es posible y cada momento merece la pena.

Úrsula, una joven estudiante a la que entrevisté, me contaba que, en su residencia, cada vez que se aproximan los exámenes, la gente se pone a ordenar los armarios, limpiar las habitaciones… Yo daba a esta actitud una explicación simplista: necesitan un cierto orden a su alrededor para concentrarse en el estudio. Pero ella me corrigió: «No, María, son tácticas dilatorias que usamos de forma inconsciente para no enfrentarnos con el problema de aprobar o suspender».

Lo que me dijo Úrsula me dejó pensativa. ¿Será que somos capaces, en cierta medida, de engañarnos a nosotros mismos para no afrontar las situaciones complejas que implican riesgos…? Caben tantas respuestas como personas… De momento, tal vez podamos aceptar que la humedad del miedo generalmente está más afincada en nuestro interior que los sueños que no tienen un destino seguro. Y que se impone la urgencia de aprender a desalojar poco a poco los temores para acariciar con nuestras manos el color y el calor de una vida vivida.

¿Existe un secreto que pueda ayudarnos en ese camino…?

Tal vez consista en no tenerle miedo al miedo, como me decía un marinero gallego que se marchaba al extranjero en busca de trabajo. El miedo puede ser nuestra patria o nuestro exilio, pero nunca nuestra morada interior. Mejor convivir con él sabiendo que existe, pero negándole presencia. Si germina en nuestra alma, nos paraliza. Entonces la vida se vuelve gris entre temores y presagios. Son los síntomas del duelo por una vida temblorosa… Alcanzan a ricos y pobres, a hombres y mujeres, a expertos y aprendices…

Ya que siempre acabamos siendo adictos a algo, tal vez convenga elegir la audacia y la alegría. Con ellas, al menos, no nos aburriremos. Nuestra vida podrá ser vibrante o tranquila, sorprendente o convencional…, pero en su interior estará poblada de pequeños o grandes refugios para sueños que nos movilizan, lugares que conservan lo vivido y lo imaginado, espacios en los que se unen las ilusiones y las lealtades, incluso la mayor lealtad a nosotros mismos.

Después de todo, queremos ser felices y aprendemos que el camino está por inventar para cada uno de nosotros. Se nos hace evidente que, para transitarlo, no valen todas las renuncias, ni todos los miedos, ni las muertes anticipadas de los deseos. Y así, buscadores en medio de lo desconocido, podemos aceptar o rechazar el camino, pero hemos de vigilar siempre que la decisión no nos lleve a otro lugar: el horizonte gris y repetitivo de la monotonía.

Nos hacemos adultos el día en que descubrimos que tenemos la vida prestada, que la seguridad no existe y que perseguirla es, en sí misma, una actividad insegura. Si corremos tras ella, se nos escapa. Siempre va un paso por delante, como queriendo mostrarnos que prefiere no darse a conocer. ¿Por qué? Porque sabe que, cuando la conocemos a fondo, comenzamos a odiarla, nos invaden el aburrimiento y la rutina…

En ese doble juego entre lo seguro y lo inseguro se manifiestan nuestras contradicciones. Vivimos en un universo dinámico en el que todo fluye. El cambio es la regla de todo lo vivo. Y nosotros, seres vivos por excelencia, pretendemos pasar en medio de esa diversidad y esa riqueza atrapándola en un trozo de papel, en un contrato, una promesa escrita, una renuncia…

¡Cuántas vidas derrochadas por correr huyendo del misterio…! ¡Cuántas vidas reducidas al mero ejercicio de reproducirse, sin la apertura gloriosa que acompaña al goce de inventarse y reinventarse…!

Comentaba Alan Wats en uno de sus libros que para gozar de placeres intensos también hemos de soportar intensos dolores, como si ambos debieran alternarse de alguna manera a fin de que no nos saciemos ni del uno ni del otro y aprendamos a vivir con lo incierto, con el misterio inherente a nuestra existencia. No asumir riesgos es tanto como querer que toda la vida sea controlable. Pero eso, nos decía Wats, es querer que sea algo distinto de la vida. En la realidad, tropezamos a diario con el riesgo y el misterio, amigos inseparables, y las ideas y las palabras nos dan la ocasión de analizarlos o describirlos, pero nunca de controlarlos totalmente.

Entonces aparece la pregunta: ¿Por qué no? Es el desafío que se planteó Einstein cuando se atrevió a superar la ciencia establecida viendo lo que todos veían e imaginando lo que nadie antes había pensado. Es la pregunta de los creadores que se desprenden de viejas concepciones artísticas, científicas o técnicas para destronar lo conocido y abrirnos a mundos hasta entonces deshabitados. Es la pulsión de todos los que sueñan, hombres y mujeres, con explorar los arrabales de la vida, los lugares inclementes, sin aparente horizonte, para avanzar por sus grietas y encontrar nuevas fuentes de luz.

Así crecemos como individuos y como sociedades. Para ello necesitamos una gran dosis de confianza y esperanza. La primera nos permite tomarnos de la mano de otros seres que caminan a nuestro lado y construir la vida con ellos. La segunda hace que la transparencia de los sueños nos invite a hacerlos realidad, a construirlos y dejar que nos construyan. Y siempre ambos sentimientos, confianza y esperanza, nos enfrentan con la pregunta que nos abre al misterio: ¿por qué no…? ¿Por qué no explorar lo desconocido? ¿Por qué no amar cuando llega el instante del amor? ¿Por qué no dejar que sea la audacia la que modele nuestro destino…?

El economista francés Alain Lipietz escribió un libro titulado Elegir la audacia. En él muestra la posibilidad no de pensar que ya no hay más caminos, sino de cambiar de caminos. Nos presenta la visión de un mundo que emerge poco a poco de las prácticas y la esperanza de quienes se han atrevido a ensayar la vida de otra manera. Bajo esa consigna, el atrevimiento se convierte en algo mágico, movilizador…, que nos ayuda a reconstruir las historias personales y colectivas.

No sabemos si vivir es algo seguro o inseguro, pero intuimos que es la audacia de asomarnos a lo desconocido sabiendo que si nos atrevemos, podemos perder, pero si no nos atrevemos, estamos perdidos…

Tal vez la vida consista en navegar como lo hacen los verdaderos marineros: haciéndose a la mar sin excluir la posibilidad de un naufragio. Podemos ser los artífices de nuestro éxito vital si, incluso en altamar, nos preguntamos: «¿por qué no…?».