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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Susan Bova Crosby

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Enigmas del pasado, n.º 996 - noviembre 2019

Título original: The Baby Gift

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-681-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

El jefe de policía J.T. Ryker no podía dormir. Seguramente era el silencio lo que lo había despertado, la sensación de que ocurría algo. Su corazón no latía acelerado por la vieja pesadilla, sino a causa de algo indefinible.

J.T., que había aprendido a confiar en su instinto, saltó de la cama y miró por la ventana. Poco después de medianoche había empezado a nevar con fuerza, obligando a los vecinos a dar por terminadas las celebraciones de Año Nuevo. Tres horas después, la nevada se había convertido en una tormenta de nieve.

En lugar de ponerse el uniforme, J.T. eligió algo de más abrigo y se dirigió hacia la puerta con Agente, el perrito de raza Beagle que había heredado con la posición de jefe de policía, que lo siguió hasta la calle principal donde empezó a tomar la delantera. Protegidos de la nieve por los soportales de madera que cubrían las tiendas del pueblo y la pequeña comisaría, patrullaron aquel perdido rincón del mundo para asegurarse de que todo iba bien.

Acostumbrado a la rutina de su dueño, Agente se paró frente a la primera tienda y puso la nariz en el cristal. J.T. empujó el picaporte y suspiró. De nuevo, la señora Foley había dejado su tienda de ropa interior abierta. Tres puertas después, en la tienda de accesorios de automóviles de Aaron Taylor, no brillaba la luz de la alarma. Como siempre.

J.T. intentaba educar a sus convecinos, pero ellos seguían ajenos al peligro. El mayor delito cometido en el pueblo últimamente había sido una pintada y la propia madre del delincuente, después de reconocer la letra, lo había acompañado a la comisaría.

Era muy diferente de los nueve años que había pasado en el departamento de policía de Los Ángeles. Un año en aquel pequeño pueblo en medio de la montaña era como un día en cualquier comisaría de la ciudad más peligrosa de Estados Unidos. Y J.T. estaba encantado, especialmente porque, siendo el jefe de policía y el jefe de bomberos, no tenía ayudantes. Pero en un pueblo de 514 habitantes, con casas esparcidas a través de kilómetros de terreno, no podía aburrirse. Aunque tampoco podía recordar la última vez que se había tomado un fin de semana libre. ¿En septiembre quizá?

Agachando la cabeza para evitar el viento helado, J.T. se metió las manos en los bolsillos de la cazadora.

–Un fin de semana en el Caribe no estaría mal, ¿eh? –sonrió, mirando a su perro–. ¿Te gustaría ponerte un bañador?

Agente ladró una vez, algo que J.T. siempre tomaba por una afirmación, y después echó a correr en dirección a la comisaría.

Cuando J.T. levantó la cabeza vio un bulto frente a la puerta. El viejo John, imaginó, demasiado borracho como para recordar que podía morir de frío. Demasiado borracho como para descolgar el teléfono que había en la puerta y que conectaba directamente con su casa.

La cola de Agente se movía como un metrónomo, con su trasero moviéndose a la misma velocidad. Cuando J.T. se acercaba, el viento le llevó la suave risa de una mujer.

–Estoy despierta. Deja de lamerme la cara –la oyó decir. Hablaba en voz baja, pero no parecía estar borracha ni sufrir hipotermia–. Estáte quieto, bobo.

J.T. se inclinó frente a ella. La luz de la oficina iluminaba su anorak rojo, pero la capucha le impedía ver su cara. Con un violento escalofrío, la mujer empezó a acariciar al perro.

–Buenas noches. El perro que está acariciando se llama Agente y yo soy J.T. Ryker, el jefe de policía.

–Ah. Entonces usted es la persona que estaba esperando.

Le castañeteaban los dientes, el único rasgo de su cara que podía ver.

–¿Cuánto tiempo lleva aquí?

La mujer se encogió de hombros, apretando al animal entre sus brazos para entrar en calor.

–He descolgado el teléfono, pero no había nadie.

No podía llevar allí más de diez minutos, pensó él.

–¿Quiere entrar?

–¿Me enseña su identificación?

J.T. vaciló un momento. Habían pasado más de tres años desde la última vez que alguien le había pedido que se identificara. La mujer tomó la placa con sus manos enguantadas y la miró con curiosidad.

–Hay una fotografía detrás –murmuró él, preguntándose qué edad tendría y qué estaría haciendo en medio de la nieve a las tres de la madrugada–. ¿Cómo se llama?

Pasaron unos segundos sin que ella contestara. Incluso Agente podía notar la tensión y miraba a la mujer con la cabeza inclinada.

–No lo sé.

–¿Cómo ha llegado aquí?

–Mi coche se salió de la carretera y, cuando desperté, estaba en la cuneta. He venido andando hasta aquí. Casi un kilómetro, según un cartel indicador.

–¿Iba usted conduciendo?

Ella asintió.

–¿Dónde estoy?

–En Objetos Perdidos.

–¿Un departamento de objetos perdidos?

–No. Este pueblo se llama así, Objetos Perdidos. Yo también me quedé de piedra la primera vez.

–¿Está en California?

–Sí. En medio de Sierra Nevada, al norte del estado. La ciudad más próxima es Sacramento, a una hora y media de aquí. Vamos dentro, le prepararé algo caliente –dijo J.T., alargando la mano.

–Me duele la cabeza.

–Llamaré al médico ahora mismo.

–Estoy embarazada –dijo ella entonces, tomando su mano. J.T. observó su abultado vientre, que el anorak rojo no podía ocultar. ¿Había caminado un kilómetro por la nieve en su estado?–. Pero me encuentro bien, no se preocupe.

Cuando J.T. miró la cara de la mujer, su corazón dio un vuelco y el sudor se congeló de golpe sobre su frente.

La conocía. Aquella mujer embarazada y amnésica era Gina Banning, una parte de su pasado que casi había conseguido olvidar.

En su primera conversación, ella había bromeado sobre las siglas de su nombre. En la última, le había dicho que lo odiaba.

Una semana más tarde se había casado con el hombre que era su compañero en el departamento de policía de Los Ángeles.

 

 

Ella no sabía qué pensar de aquel J.T. Ryker. Al principio había sido todo amabilidad y, de repente, la miraba con una expresión helada. La había llevado a la clínica, a unos metros de la comisaría, donde, afortunadamente, estaba encendida la calefacción.

Estaba envuelta en una manta esperando que llegara el médico mientras él paseaba arriba y abajo. De vez en cuando la miraba como si quisiera hacerle alguna pregunta, pero parecía haber perdido el habla.

«¿Quién soy?», se preguntaba ella una y otra vez, aturdida. Para distraerse, se concentró en el hombre. Debía tener poco más de treinta años y tenía una cara con carácter. Alto, de hombros anchos y caderas estrechas; tan fuerte como para reducir a un hombre sin tener que sacar la pistola. Había tirado la cazadora sobre una de las sillas de la sala de espera en cuanto la había envuelto en la manta, mirándola casi con fiereza, en contraste con el tono suave de su voz. Sus ojos eran de color miel, un poco más claros que su pelo. Las arrugas de su frente parecían formar parte de su expresión.

Ella hubiera deseado saber qué lo había enfadado.

Había tantas cosas que la confundían… tantas preguntas sin respuesta. Cada vez que intentaba recordar algo, su cabeza parecía estallar. Y lo peor de todo era que el niño no se había movido desde… tampoco podía recordar eso.

Se quitó los guantes, se puso las manos sobre el vientre y entonces descubrió una alianza en el dedo. Alguien debía estar echándola de menos, su marido, el padre del niño. Él la estaría buscando y podría llenar el vacío que había en su mente.

–¡Oh! –exclamó, sorprendida y aliviada cuando notó que el niño se movía.

–¿Ha recordado algo? –preguntó el jefe de policía parándose frente a ella. Agente, que estaba durmiendo bajo una silla, levantó la cabeza.

–El niño se ha movido –murmuró ella con lágrimas en los ojos–. Estaba tan preocupada…

Él miró su vientre y la alianza que había en su mano.

–Está casada.

–Claro que estoy casada –replicó ella–. Estoy embarazada.

–Una cosa no tiene por qué ir con la otra –sonrió J.T.

–Para mí sí.

–¿Cómo lo sabe?

Ella frunció el ceño.

–Simplemente lo sé. Hay cosas que no se olvidan.

–¿Cómo se llama? –preguntó J.T., poniéndose en cuclillas. Su expresión se había vuelto fiera de nuevo y la miraba como si quisiera traspasarla.

–No lo recuerdo.

–Este no es momento para interrogatorios, J.T.

Los dos se volvieron y vieron a un hombre de la edad del jefe de policía entrar en la clínica. Delgado, con el pelo liso y ojos amables, se inclinó frente a ella y tomó su mano.

–Soy el doctor Hunter y voy a cuidar de usted.

–Muy bien –susurró ella, con un nudo en la garganta–. Gracias.

Max Hunter siempre ejercía ese efecto en sus pacientes. Había nacido para eso. No era mucho más joven que J.T., pero parecía haber vivido dos vidas.

Max le hizo algunas preguntas a la mujer, pero ella parecía cada vez más confusa.

–No puede recordar nada, Max.

El doctor Hunter se levantó.

–Vamos a hacer una ecografía para ver cómo está el niño. Espere aquí un momento mientras lo preparo todo –dijo, apretando suavemente su hombro.

–La dejo en las competentes manos de Max… –empezó a decir J.T.

–¡No! –exclamó ella, tomándolo por el puño de la camisa–. ¿Y si recupero la memoria y usted no está?

J.T. se recordó a sí mismo que debía tratarla como a cualquier otro ciudadano.

–Tengo que ir a ver su coche. Debe tener alguna identificación. Agente le hará compañía.

Ella se bajó la capucha del anorak y una cascada de cabello oscuro cayó sobre sus hombros. Lo miraba con unos ojos tan oscuros como su pelo, pero el brillo que él recordaba parecía escondido bajo una nube de angustia.

El nudo que J.T. sentía en el estómago le decía que solo se había engañado a sí mismo pensando haber dejado atrás el pasado.

–¿Cómo va a encontrar mi coche con esta tormenta?

–Es mi trabajo –contestó él. Temía que ella hubiera dejado a alguien en el coche o, peor, en medio de la nieve. No podía esperar hasta el amanecer–. ¿Tiene las llaves?

–Creo que las dejé puestas.

Él le pidió indicaciones para encontrar el coche y, en ese momento, volvió a aparecer Max. Cuando ella entró en la consulta, J.T. tomó al doctor del brazo.

–La conozco, Max. Se llama Gina Banning, o al menos ese era su apellido hace tres años. Su marido era mi compañero en el departamento de policía de Los Ángeles. Murió en un accidente de tráfico poco antes de que yo me marchase. Gina iba con él y estuvo en el hospital durante un mes.

–Ah.

–¿Qué?

–Su amnesia puede haber sido causada por el recuerdo de ese accidente. Sabré algo más cuando la examine –contestó Max–. ¿Por qué no le has dicho quién es?

–Iba a hacerlo, pero no sabía si sería contraproducente. ¿Tú qué crees?

–Creo que es mejor esperar. Si necesita esconderse durante algún tiempo, hay que dejar que lo haga. Su memoria volverá cuando pueda soportar las consecuencias de haber vivido tras el accidente.

–Pero debe tener un nuevo marido preocupado por ella. Obviamente, ha vuelto a casarse porque está embarazada.

–No he estudiado suficiente sobre la amnesia como para saber qué podría pasar si se la obliga a recordar, pero lo comprobaré. Y estoy de acuerdo en que hay que informar a su familia.

«Su familia». Las palabras de Max sonaban como un eco en su cerebro mientras entraba en el jeep que hacía las veces de coche patrulla.

J.T. llegó a la gasolinera que había a las afueras del pueblo poco después. En Objetos Perdidos no solía nevar con tanta fuerza, pero durante un par de días al año se convertía en una clásica estampa navideña. Aunque él hubiera deseado que no fuera precisamente aquel día.

Poco después, vio un coche rojo en la cuneta.

J.T. encendió las luces de cruce y sacó una linterna. No llevaba cadenas. Había tenido mucha suerte saliéndose de la carretera en aquel punto. Unos kilómetros después, habría caído por una pendiente mortal.

¿Cómo podía ir conduciendo en medio de aquella tormenta de nieve sin cadenas? ¿Por qué habría hecho algo tan tonto? Estaba a quinientos kilómetros de su casa, conduciendo en medio de la noche en una carretera que no conocía… Y no podía imaginar cuál era su destino.

¿Lo estaría buscando a él? J.T. no creía en coincidencias. ¿Habría sido otra de sus decisiones impulsivas?

Furioso, abrió la puerta del automóvil. Al menos, tenía suficiente sentido común como para conducir un buen coche, pensó, mientras vaciaba su bolso en el asiento. Dentro encontró pañuelos arrugados, gafas de sol, un paquete de chicles, barra de labios, crema de manos, vitaminas, un frasco de perfume, un talonario, un mapa… También encontró dinero dentro de un sobre. Casi tres mil dólares. Silbando, abrió su cartera. Varias tarjetas de crédito y el permiso de conducir, todo a nombre de Gina Banning.

J.T. se apoyó en el respaldo del asiento, sorprendido. ¿Gina no había vuelto a casarse? Eso no tenía sentido. Sabía que ella no era la clase de mujer que tendría un hijo fuera del matrimonio. «Tan leal como un cachorrillo. E igual de confiada», le había dicho una vez sobre ella su difunto marido.

Eric Banning era un experto jugando con las debilidades de los demás, una dudosa habilidad que le había servido de mucho en su trabajo. Enseguida había sabido cómo aprovecharse de lo que J.T. consideraba su punto fuerte, su sentido del deber, haciendo que pareciera una debilidad.

Se preguntaba si Gina recordaría eso de Eric. Si se acordaría de él…

Todo aquello era muy confuso. Gina llevaba una alianza, aunque su marido había muerto tres años antes. Estaba embarazada, pero no podía estarlo sin estar casada.

Y llevaba tres mil dólares en el bolso.

J.T. golpeaba rítmicamente la cartera contra el volante. ¿Qué estaba ocurriendo?, se preguntaba.

Cuando abrió el maletero del coche encontró una bolsa llena de ropa y otra con pijamas de niño, todo con la etiqueta puesta. Incluso estaba el recibo. Lo había comprado el día anterior en Bakersfield. En otra bolsa había varios paquetes con pañales para recién nacido.

Gina debía haber tenido prisa. Mucha prisa.

¿De qué estaría huyendo? ¿De quién era su hijo?