TAINARON

 

 

 

Leena Krohn

 

Traducción de Luisa Gutiérrez Ruiz

Título original: Tainaron

© Leena Krohn

© de la traducción: Luisa Gutiérrez Ruiz

Edición en ebook: enero de 2017

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B 28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

ISBN DIGITAL: 978-84-16830-39-8

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com

 

 

 

 

 

Para Elias, J. H. Fabre y la casa de la Abeja Reina

 

 

 

 

 

No estás tú en el lugar, el lugar está en ti.

Angelus Silesius

Contenido

Portadilla

Créditos

Cita

Dedicatoria

Autor

 

El prado y la guía de néctar

El susurro de la rueda

Resplandor

Las lágrimas de su madre

La carga

La decimoséptima primavera

Arde en la montaña

Sus incontables moradas

Cual escarabajos enterradores

Auriga

Huellas en el polvo

El día del gran mogol

Prueba de imprenta

Arena

Ruido blanco

Mímido

La gran ventana

El trabajo del medidor

Transeúnte

La pregunta del rey Milinda

No bastan

Dayma

Colgante

Protectora de los bichos raros

Lithomoia solidaginis

Puerta del crepúsculo

Tallos de invierno

En la fecha del sello de correos

Toque de difuntos

Mi hogar crisálida

Contraportada

Leena Krohn

(Helsinki, 1947)


Escritora de gran prestigio en Finlandia, estudió Filosofía, Psicología y Literatura en la Universidad de Helsinki. Su amplia producción se compone de novelas, cuentos, literatura infantil y juvenil y ensayos, y en ella desarrolla muy diversos temas, como la relación del hombre consigo mismo y con la realidad, la moral y la frontera entre realidad e ilusión. En su estilo, Krohn reconoce influencias tanto de grandes poetas finlandeses (Eino Leino,Edith Södergran…) como de autores extranjeros, entre los que ella destaca a Hans Christian Andersen, Antón Chéjov, Franz Kafka, Emily Dickinson y Edgar Allan Poe.

Sus libros han sido traducidos a numerosos idiomas y ha obtenido premios como el Finlandia o el Topelius.

El prado y la guía de néctar

Carta primera

Cómo podría olvidar la primavera, cuando realizábamos paseos por el Jardín Botánico de la Universidad, pues aquí, en Tainaron, también hay tal parque, extenso y cuidado con esmero. Si lo vieras, te asombrarías, ya que contiene muchas plantas que nadie en nuestra patria conoce, incluso una especie que florece bajo tierra.

Personalmente, sin embargo, lo que más me gusta es el prado anexo al jardín, donde sólo crecen flores silvestres: acianos, cardos, linarias, verónicas espigadas.

Mas te confundes si las tomas por corrientes flores de campo. No, son una suerte de híbridas, de un tamaño sobrenatural. Muchas centaureas poseen la altura de un hombre y sus corolas son tan anchas como el rostro de una persona, pero también he visto flores en las que se puede entrar como en un cenador soleado.

Me causa placer imaginar que algún día podría llevarte allí, bajo los cirsios. Sus maravillosas panículas las reviste una telaraña plumosa y undula en lo alto como las coronas de los árboles de un paseo marítimo.

Disfrutarías de una excursión a la pradera, cuando en Tainaron es verano y se pueden observar las flores cara a cara. Están abiertas como el mismo día y los jeroglíficos de las guías de néctar son precisos y límpidos. Las contemplamos, pero ellas sólo contemplan al sol, al que se asemejan.

Es tan difícil creer al calor del corazón del día —tan difícil como ante el rostro de los niños— que el color y la luz de los que han sido hechas son sustancias y que, en algún momento, pronto, esa misma noche, su fulgor se extinguirá y no volverá a ser visible.

En la pradera acontecen muchas cosas, es escenario de acción impetuosa y campo de batalla, mas todo sirve a un único propósito: la inmortalidad. Los insectos que allí sacian anhelos propios desconocen que cumplen la voluntad secreta de las flores más de lo que las flores comprenden que los insectos, a los que consideran sus esclavos, en realidad significan vida y sustento. Y así, el egoísmo individual de cada uno funciona en el prado para la felicidad de todos.

Pero no sólo moscas comunes de las flores e himenópteros acuden a distraerse al campo del Jardín Botánico, sino también los ociosos citadinos pasan allí sus ratos libres y disipan el tiempo de una manera que a nosotros nos resulta sin duda extraña.

—¡Almirante! ¡Almirante! —Oí gritar con deleite a Longuicornio un día festivo, cuando de nuevo deambulábamos por los senderos que se entrecruzan en el prado.

Miré a mi alrededor entre los tallos de las flores —algunos de ellos eran fornidos como troncos de abedules jóvenes—, pero no podía distinguir a quién se dirigía Longuicornio antes de que me señalara la corola de una flor semejante a una orquídea. En sus rojos, radiantes, algo moteados labelos se sentaba —o más bien daba saltitos en el sitio— alguien muy inquieto y feliz.

Agitaba todas sus patas ante Longuicornio, animándose a chillar con frenesí: «Por aquí, damas y caballeros, ¡no sean tímidos!».

Debo admitir que su comportamiento me desconcertaba, pues persistía en su incontrolable danza, rebotando de un pétalo a otro y frotándose en ellos el trasero de cuando en cuando. De pronto se desplomó inerte de bruces y parecía mordisquear con avidez una fina y mullida pelusa que sobresalía en la base de los labelos. Vaya, nos hallábamos en un lugar público y aparté la vista de aquel ser libertino.

Pero Longuicornio lanzó una mirada a mi rostro y se echó a reír, lo que aumentó mi irritación.

—¡Cuánto puritanismo! —exclamó—. ¿Censuras el esparcimiento de fin de semana más inocente y barato de los solitarios? Hacen el amor a las flores y las flores los embriagan, van de flor en flor y al tiempo las polinizan, ¿acaso no resulta afortunado para todo el prado, para toda la ciudad?

En ese preciso instante, aquella amistad de Longuicornio se estiró hacia nosotros sobre el ancho, generosamente arqueado labelo de la orquídea, que se mecía y balanceaba intensamente bajo su peso. Ahora advertía yo que su cuerpo estaba de la cabeza a los pies embadurnado de polen pegajoso, y cuando alcé la vista sombreando los ojos ante el sol, de su larga, titubeante probóscide se deslizó hasta mi barbilla una gota melosa. La espanté de un lametazo, no sabía desagradable, pero con las mismas recordé unas líneas que había leído tiempo atrás.

Ya con más serenidad, sentí deseos de recitárselas inmediatamente a Longuicornio, pero Almirante ejercitaba sin tregua su turno de palabra.

—Queridos amigos —balbuceó—, no habrán visto jamás unos néctares como éstos, aaaah, síganme, rápido, conozco el camino…

Y con las mismas desapareció en las profundidades de la gigantesca corola de modo que ya sólo distinguía una de sus patas traseras, que se agitaba hundida en la cavidad trémula.

—No —dije definitivamente—, yo ahí no entro.

—Está bien —convino Longuicornio conciliador—, continuemos nuestro camino. Tal vez pueda presentarles a ustedes en otra ocasión. Continuemos, veamos si florece la filipéndula.

Mientras caminábamos bajo las flores, percibía su voluntad y su sed, sentía que lo que de ellas resultaba visible, su fastuosidad, era tan sólo el estribo hacia su semilla, y no pude rehuir la tentación de recitarle a Longuicornio los versos que Almirante en su tontería había devuelto a mi mente:

¡Qué son los estambres de las flores, los pistilos

y las aureolas de los pétalos sino

el corazón de una flor,

sombras falaces que ocultan llamas en su interior!

Él escuchaba con aspecto ausente y finalmente me interrumpió.

—¿No lo oyes?

Muy cierto, creí distinguir un aullido desesperado que provenía del sur, del otro lado del prado. Así que era eso lo que Longuicornio había estado escuchando durante mi declamación.

En seguida giramos en la dirección correcta, pues no hubimos de caminar más que un breve trayecto antes de que la voz inquieta jadeara: «¡Estoy aquí, aquí!» y volvimos a toparnos con una flor del tamaño de una habitación, de brillo ultramarino en esta ocasión, en la que forcejeaba alguien, al parecer se había atascado en su pistilo embudado.

—Vaya, vaya —dijo Longuicornio áspero—, justo lo que me esperaba. Se trata de una vencetósigo, una flor trampa.

Se dirigió a quien había caído en el ardid: «No es usted la primera criatura a la que le ocurre».

Y trepó ágil a la corola de fulgor azulado buscando apoyo en las horquillas del tallo. Sin dilación y enérgico agarró a la víctima por las axilas. ¡Alijop! y se oyó un sonido sibilante, como si se hubiese rasgado una tela de seda, la corola se desplomó sobre el suelo y tanto quien ayudaba como a quien la flor había apresado rodaron por el césped.

Pero antes de que yo alcanzara a llegar bajo la hierba rota, ambos se habían puesto en pie y se sacudían el polen de encima y por el aire flotaba una neblina centelleante.

—Pero si está usted cojeando —dijo Longuicornio con severidad a la melindrosa criatura que había salvado.

—Un pequeño accidente, nada más —repuso la infeliz víctima, echando una ojeada a la flor desgarrada como si de ella pudiera aún esperarse un ataque sorpresa—. Había algún tipo de trampa…

—No confíe en las flores —aconsejó Longuicornio—. La próxima ocasión reconsidere dónde mete la cabeza.

No creo que la víctima de la flor albergara la intención de regresar jamás al prado. Ya renqueaba a lo lejos bajo otras plantas igual de traicioneras, y había olvidado dar las gracias. Longuicornio me agarró del brazo, gesto que agradecí, pues sentía que necesitaba apoyo, como si hubiera sido yo quien hubiera sufrido en la prisión de la vencetósigo.

Meditaba mientras el prado susurraba a nuestro alrededor y sus aromas comenzaban a debilitarnos a mi acompañante y a mí. Paseábamos bajo nubes de filipéndulas —en verdad estaban ya en plena floración—, pero en ese momento habría preferido caminar por calles adoquinadas, regulares, duras, fiables.

Ante mí se alzaban constantemente nuevos remolinos centelleantes de luz, extraños, incomprensibles en su silencio. Veía el destello sedoso de las flores, sus alas y proas, veía su pelusa tenue y lustre púrpura y las semillas que una ráfaga de viento lanzaba fuera de sus ceñidos hogares. ¡Oh!, una de ellas me acertó en la mejilla y me hizo daño, era tan grande como un proyectil, mientras otras estallaban al abrirse, de modo que di un brinco en el aire. Percibía batacazos cuando los aquenos se diseminaban desde sus involucros abiertos, y al camino me salían espolones amarillo azufre y labelos inflados. En el cuello cosquilleaban los ápices peludos de las brácteas, los pelillos y pelusas, y por el agujero de mis pupilas, por mucho que trataran de encogerse, penetraba un ardor de colores, y en las fosas nasales, el paladar, los oídos, los gritos de las guías de néctar y miles de aromas imprudentes.

—No, no las conocemos —dije a Longuicornio, y él inclinó silencioso la cabeza.

Sobre la tierra, que ocultaba todas las raíces, comenzó a deslizarse el frío de la noche inminente. Mientras aún brillaba el sol en todo su esplendor en esos grandes rostros que ahora se cerraban, no dudé ni pregunté. Pero en cuanto hacia el cielo subió el primer presagio pálido de marchitamiento y retornamos hacia la ciudad, sólo supe con certeza que era un ser tan perdido como antes.

El susurro de la rueda

Carta segunda

Por la noche me despertó un tintineo y un sonido que procedía de la cocineta abierta. Supongo que sabrás que Tainaron se sitúa en una zona volcánica. Los científicos afirman que ya hemos llegado a un periodo en el cual cabe esperar una gran erupción, una tan fatal que podría significar la destrucción de la ciudad entera.

¿Y entonces? No creas que eso influye en la vida de los tainaronianos. Los temblores nocturnos se olvidan y en el deslumbrar de la mañana, en el mercado que con frecuencia atravieso para tomar un atajo, resplandece la calina melosa en las cestas de frutas y el empedrado bajo los pasos es eterno otra vez.

Y por la noche observo la enorme noria que sobre la colina se perfila, contra una nube de tormenta. Su circunferencia, su centro y ejes están marcados con miles de estrellas de luz. Noria, rueda de la fortuna… A veces mi mirada se absorta en su rotación y hasta el sueño creo oír el constante susurro de la rueda, que es la voz misma de Tainaron.

No creo haber visto en ningún lugar tantas épocas y tantos dioses al mismo tiempo como en Tainaron. ¿Dónde sino en Tainaron puede el ojo con una sola mirada encontrarse los fugaces chapiteles de las catedrales, el oro líquido de las cúpulas de los minaretes y los puros capiteles de los templos dóricos? Aquí se erigen uno al lado del otro, aun así sin compararse, cada uno de ellos en solitario.

denier

Me gustaría tener un traje cosido con sólo esa hebra, una prenda más ligera, más solemne y hermosa no me puedo imaginar.

Pero es un sueño infantil, semejante traje jamás lo recibiré. Pues el filamento es tan pegajoso que se adheriría a mi cuerpo como un pegamento corrosivo.

¿Para qué se utiliza entonces este hilo? No me preguntes, ni lo sé ni deseo saberlo.