EN REALIDAD, NUNCA ESTUVISTE AQUÍ

V.1: Octubre, 2017


Título original: You Were Never Really Here

© Jonathan Ames, 2013

© de la traducción, Carlos D. Lozano W., 2015

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2017


Imagen de cubierta: © Caramel Films

Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Principal de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

08037 Barcelona

info@principaldeloslibros.com

www.principaldeloslibros.com


ISBN: 978-84-16223-92-3

IBIC: FH

Maquetación: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización por escrito de los titulares, con excepción prevista por la ley.

EN REALIDAD, NUNCA ESTUVISTE AQUÍ

Jonathan Ames


Traducción de Carlos D. Lozano W.

1

En realidad, nunca estuviste aquí

Joe sintió algo detrás de él. Era presencia de vida y anuncio de violencia, y esa anticipación, esa sensibilidad, le permitió girarse a tiempo y recibir la porra en el hombro, que era mejor que recibirla en la nuca, el envoltorio del cerebro.

Además, era su hombro izquierdo y Joe era diestro, y girando completamente pudo atrapar la muñeca del otro antes de que la porra descendiera nuevamente. Cuando estuvieron cara a cara, a la misma altura, Joe impulsó su frente, como un ladrillo, contra el tabique nasal del otro, destrozando el hueso, y el otro experimentó un impacto y miedo y un dolor rojo, y comenzó a caer, y Joe subió la rodilla mientras el otro bajaba, la subió con fuerza, sin misericordia, contra la mandíbula del hombre, rompiéndosela, y el otro se desplomó completamente, los hilos cortados, como sin vida, pero respirando todavía.

Rápidamente Joe miró a izquierda y derecha. Estaba en un callejón lo bastante ancho para que pasara un coche. Había salido de su hotelucho por la puerta de servicio en mitad de la callejuela y por allí no había pasado nadie ni nadie se había parado en ninguno de los dos extremos. Nadie había visto nada. Llegaba algo de luz desde la avenida, pero el callejón estaba prácticamente a oscuras.

Joe sacudió su brazo izquierdo, tratando de devolverlo a la vida, pues la porra había entumecido toda la extremidad. Arrastró al otro detrás del contenedor de basura y rápidamente le registró los bolsillos de la chaqueta, una cazadora azul. El derrotado era un profesional. Sin cartera. Sin identificación. Solo llaves y un clip con cerca de doscientos dólares. Pero había un teléfono móvil. Así que no era totalmente profesional. Nunca imaginó perder ni consideró que pudieran cazarlo, como había hecho Joe. Joe nunca llevaba consigo un teléfono móvil.

Joe miró la porra. Uso policial. Probablemente un policía corrupto de algún barrio residencial de Cincinnati haciendo horas extra en la gran ciudad, donde su cara no era conocida. Quienquiera que lo haya enviado no quería a Joe muerto. No por lo pronto, en todo caso. Querían llevarlo a algún sitio, hablar con él. Probablemente había un compañero esperando en un coche, aguardando una llamada. Joe se habría puesto en guardia si hubiera visto un coche en el callejón, así que este tipo se había escondido en un portal. De haber abatido a Joe, habría llamado a su compañero, metido el cuerpo en el coche y lo habrían llevado con el jefe. 

Joe leyó el último mensaje de texto enviado: «Deja el motor en marcha. Tendremos que movernos rápido». «Entendido», fue la respuesta. Probablemente, dos policías corruptos. 

En el callejón, la circulación era de un solo sentido. Eso significaba que el compañero debía estar en el extremo izquierdo, esperando, para entrar inmediatamente al callejón sin tener que rodear toda la manzana. Joe vaciló. Estaba listo para marcharse de Cincinnati. Había cumplido su trabajo: sacar a la chica. No necesitaba encargarse del tipo en el coche. Su informante lo había traicionado, les dio su hotel, incluso les había dicho que utilizaba la puerta de servicio, pero esa debía ser toda la información de la que disponían, porque era todo lo que el informante sabía.

Joe reflexionó sobre lo que había en su habitación: un cepillo de dientes, un martillo nuevo, una maleta y una muda. Pero nada importante, nada identificable. Había salido a comer algo e iba a marcharse al día siguiente, pero debería haberse ido en cuanto acabó el trabajo. Me estoy volviendo descuidado, pensó. ¿Qué mierda me pasa? 

Pronto el tipo del coche vendría a husmear. Joe no quería más peleas, porque nunca se ganan todas las peleas. Solo querrían saber cómo había llegado Joe hasta ahí y si llegarían otros, y después lo habrían matado. No hacía falta liquidarlos a todos únicamente porque querían información. Él solo era un hombre. No era el brazo completo de la ley. He hecho suficiente, pensó. La chica está jodida pero libre. 

Así que corrió por el callejón en dirección opuesta, asomó la cabeza un instante y miró a izquierda y derecha. No había un tercer hombre vigilando ese extremo. Nadie sentado al volante de un coche, nadie oculto en un portal tratando de no parecer una planta. Salió a la calle, comenzó a caminar. Era finales de octubre y había un aroma dulce en el aire, como de una flor que acaba de morir. Pensó en la época en que había sido feliz. Habían pasado más de dos décadas.

Entonces Joe distinguió un taxi verde. Le gustaban los taxis de Cincy. Los coches eran viejos. Los conductores eran negros. Se sentía como en el pasado. Subió.

«Aeropuerto», dijo, y acarició con sus dedos el clip con el dinero que llevaba en el bolsillo. Le daría al conductor una buena propina.


*    *    *


Joe estaba tendido en la cama, en casa de su madre. Pensó en suicidarse. Ese pensamiento era como un metrónomo. Siempre presente, siempre sonando. A lo largo de cualquier día, cada tantos minutos, pensaba: debo matarme.

Pero por las mañanas y antes de acostarse, no se limitaba a pensarlo, sino que entraba en detalles. Sabía que eso era una pérdida de tiempo —tenía que esperar a que su madre muriera—, pero no podía evitarlo. Era su historia favorita. Sin duda, la única de cuyo final estaba totalmente seguro.

Durante las últimas semanas todas sus muertes tenían que ver con el agua. Su último plan era arrojarse al Hudson una noche desde el puente de Verrazano durante una marea alta. Las corrientes eran fuertes y le arrastrarían mar adentro. No quería dejar la molestia de un cadáver.

En una ocasión, cuando dejó el Cuerpo de Marines, mucho antes de volver a casa de su madre, estuvo a punto de hacerlo. Tras el proceso que le hizo salir de Quantico, terminó en un motel cerca de Baltimore, bebiendo solo durante algunos días y yendo al cine a ver las mismas tres películas una y otra vez. Entonces, una noche en el motel, tomó un montón de pastillas para dormir y se cubrió la cabeza con varias bolsas de plástico negras, que se ató con cinta americana alrededor del cuello. Sintió cómo se extinguía su consciencia, hasta convertirse en una sombra en la orilla de su mente, y escuchó una voz que decía: «Está bien, te puedes ir. En realidad, nunca estuviste aquí».

Pero desgarró las bolsas y se provocó el vómito. Después de esto, la historia no volvió a contemplar dejar un cuerpo, dejarlo todo hecho un desastre. Eso era vergonzoso. Cuando llegue el momento de borrarse del mapa, eso es lo que será, una eliminación completa. Así que el mar lo aceptará. No le importará acogerlo. 


Oyó a su madre abajo y se levantó de la cama. Hizo cien flexiones y cien abdominales. Su ritual matutino. Eso, caminar bastante y apretar tantas veces como fuera posible una pelota con la mano era todo el ejercicio que hacía. Le gustaba especialmente que sus manos se mantuviesen fuertes. Era útil en una pelea. Si le rompes los dedos al otro, tienes una ventaja inmediata. Hasta al hombre más rudo le aterroriza que le quiebren los dedos, y en una pelea, como en un baile, uno suele agarrarse de las manos.

Así que sus manos eran armas, y todo su cuerpo lo era también, un arma cruel como un bate de béisbol. Un metro ochenta y ocho, ochenta y seis kilos, sin grasa. Tenía cuarenta y ocho años, pero su piel color oliva todavía era tersa, lo que le hacía parecer más joven. Su cabello negro azabache había cedido en las sienes, dejando una pequeña cuña, como la punta de un cuchillo, en la frente. Mantenía su cabello corto, como lo lleva un marine de permiso.

Era mitad irlandés, mitad italiano. Tenía una nariz italiana, larga y torcida, fosas nasales redondas y feroces, e inquietantes ojos de azul gaélico, distantes y profundos, italianos salvo por el color. Era una cara melancólica, una cara ensimismada, con una frente gruesa, otra arma, y una mandíbula demasiado grande y larga, como el pico de una pala. Cuando pasaba por cámaras de seguridad la ocultaba clavándola en el pecho. La gorra negra de béisbol, que nunca se quitaba, escondía el resto de su rostro, que en su conjunto no era feo pero tampoco agraciado. Era otra cosa. Era una máscara que de haber podido se habría arrancado. Era consciente de que no estaba completamente cuerdo, así que se mantenía a sí mismo bajo estricta vigilancia, haciendo de carcelero y prisionero a la vez.


Se puso los pantalones y la camiseta y bajó a la cocina a desayunar. Su madre estaba sentada en la silla junto a la ventana, con su vestido de andar por casa y en zapatillas, esperándole. Había puesto el plato de Joe sobre la mesa. Tenía ochenta años, era de corta estatura y tenía aspecto de viuda mediterránea. En Génova, donde nació, habría vestido de negro, las viudas allí se convierten en una especie de monjas durante el largo y tedioso final de sus vidas.

Llevaba el pelo gris peltre recogido en un moño y usaba grandes gafas que tapaban la mayor parte de su rostro amarillento, que era redondo y triste. Su cabello, que hacía años que no se cortaba, le llegaba hasta la cintura cuando se lo soltaba. En una ocasión Joe la vio en el baño, en su ropa de estar por casa —la puerta ligeramente abierta— y con la cabeza metida en el lavabo. Se estaba lavando con champú, y cuando se irguió y echó su melena hacia atrás, como una mujer joven, el cabello se desplegó en un arco, como una cuerda larga y plateada. Le pareció magnífico. Había sido bella alguna vez.