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Luis Guitérrez Maluenda

Después de dedicarse buena parte de su vida a ejercer de ejecutivo informático, decide abandonar para escribir novelas de género negro. Su primera novela, Putas, Diamantes y Cante Jondo, fue finalista del premio Mejor Primera Novela de 2005 otorgado por la Asociación de Novela Negra y Policíaca Brigada 21. Otras de sus novelas son 806 Solo para adultos, finalista del premio Yoescribo.com, Música para los muertos (2007) y Una Anciana Obesa Tranquila (2009).

Ha publicado también ensayos y cuentos en diferentes medios culturales, como las revistas El coloquio de los perros y Prótesis o el fanzine LH’ Confidential; su cuento «Harlem» figura en la antología La Lista Negra que reúne a los nuevos valores de la novela policíaca española. Asimismo, su conferencia sobre la importancia del jazz y el blues en la novela negra, se incluye en el libro Geografías en Negro. Complementa su tiempo asistiendo como invitado a conferencias y mesas redondas en torno a su tema preferido, novela negra, jazz y blues.

Aquella era una gran fiesta, uno de esos eventos en que nadie hablaba de crisis, la mayoría de los asistentes porque tenían la oportunidad de divertirse, algunos porque otros problemas les ocupaban la mente, y la chica del cuarto de aseo del primer piso debido a que cuando te apuñalan dejas de pensar en los problemas para llegar a final de mes. Cuatro personajes que no se conocen, o no sienten el menor interés en conocerse, se ven involucrados en la muerte de la chica. Ellos son los narradores, y los encargados de esclarecer el misterio hasta llegar a un final como el lector jamás creería posible encontrar en una novela. Añádanle un inspector de policía capaz de convertir a Colombo en Caperucita Roja y respiren hondo, que despegamos. Mucho más que una novela negra.

LA FIESTA

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Primera edición: febrero de 2013

© de la presente edición: Editorial Alrevés, 2013

Diseño e ilustración de portada: Mauro Bianco

info@alreveseditorial.com

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Código IBIC: FF

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LA FIESTA

LUIS GUTIÉRREZ MALUENDA

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PRIMERA PARTE

 

 

RAÚL

Aquella fiesta estaba resultando una mierda hasta que apareció el cadáver de aquella chica. Estaba en el cuarto de aseo del primer piso y alguien la había degollado. Nos anunció su presencia un chillido agudo y prolongado que bajó rebotando por la escalera, luego subió y quedó prendido del techo del salón como una nube ominosa. Al menos esa era la impresión que daba vernos a todos mirando hacia arriba, buscando al autor del alboroto.

En algún momento de la noche ya se había escuchado algún que otro alboroto, pero eran provocados por una demostración de alegría histérica o por el exceso de alcohol. Nada que ver con lo que escuchamos entonces, por eso todo el mundo calló y miramos en dirección al primer piso. Todo cambió a partir de aquel grito, incluyendo una parte de mi vida.

No puedes decir que una fiesta es una mierda si tienes un muerto en el cuarto de aseo, no es justo banalizar a alguien a quien acaban de asesinar. Por insignificante que seas, si te degüellan tienes tu momento de gloria, la gente te presta atención, hablan de ti, al principio bien, conforme van pasando los minutos, las horas y los días, depende. Pero el momento de gloria no te lo quita nadie.

Además, quien lo había hecho estaba allí, entre nosotros. Seamos sinceros, eso acojona, ¿no? Todos nos mirábamos disimuladamente, tratábamos de ver un cuchillo ensangrentado asomando por algún bolsillo.

Yo, aquella noche, no quería ir a aquella fiesta, pero Marta se empeñó, dijo que habría gente interesante.

Marta es mi esposa. Bueno, en realidad, por aquellas fechas estábamos en trámites de divorcio, separación temporal o ya veríamos qué, lo estábamos planificando como gente civilizada. O sea, más o menos a hostias, como hace todo el mundo por civilizado que sea.

A la fiesta también había acudido Salvio, el amante de mi mujer, aunque de su presencia me enteré cuando Marta hizo que nos saludáramos. Un ejemplo fantástico de la gente interesante que ella dijo que acudiría. Yo estaba encantado en aquella fiesta. Cuando Marta dijo: «Mira, Salvio, este es Raúl, ya os conocíais, ¿verdad?», al pobre tipo casi se le cae de las manos el canapé de anchoa. Yo solo me atraganté con el whisky.

Y para acabarlo de arreglar, un muerto en el cuarto de aseo del primer piso. O sea que ya me contarán.

En el momento en que sonó aquel grito ya me había bebido tres whiskies de malta del arsenal de Pablo, el tipo que daba la fiesta, un capullo con montones de pasta, aunque gasta un whisky de malta excelente y no le importa compartirlo. A Pablo, aunque solo sea por su excelente disposición a compartir su whisky de malta, no lo definiría exactamente como escoria, pero sí como uno de esos elementos a los que no es aconsejable dejar en prenda a tu hija menor. Yo al menos no lo haría, desconfío de las personas que te miran francamente cuando están frente a ti, pero no dejan de observarte mirando hacia otro lugar o persona cuando simplemente ocupas espacio cerca de su radio de acción. Digamos que no me gusta la forma de no mirar que tiene Pablo.

El whisky de malta y yo hacemos buenas migas, aunque me marea un poco cuando es gratis y lo trajino en cantidades inapropiadas. Aquella noche me mareó lo justo para soportar a Marta y al hijo de puta que se la estaba tirando, aunque reconozco que no me hubiese gustado estar en su lugar. Así que hasta le sonreí en un par de ocasiones, no mucho, pero le sonreí.

¿Por qué no iba a sonreírle? A mí, quien se trajine a Marta me la suda. Uno no puede ir por el mundo sufriendo por lo que haga su exesposa, o casi exesposa. No es bueno, acabas recurriendo a los tranquilizantes. O peor todavía, te tienta una reconciliación. Pero prefiero que no me lo refrieguen por las narices, al tipo que se la trajina me refiero.

Cuando sonó el alarido que anunciaba la presencia del cadáver en nuestras vidas, yo estaba echando un vistazo al material femenino que corría por allí. Alguien a quien pudiese refregar en las narices de Marta. Le había echado el ojo a un par de sirenas que conversaban animadamente al lado de la bandeja de canapés. Una de ellas, alta y fornida como un quarterback, lucía, lo que imaginé, lo más resplandeciente y extravagante de su vestuario. A pesar de sus esfuerzos, mostraba el deslumbrante encanto de un viejo maniquí vestido únicamente con un braguero ortopédico. La otra tenía encanto suficiente para restregárselo en las narices a mi casi ex. Me acerqué a ellas con la intención de averiguar hasta qué punto se mostraría dispuesta a dejarse restregar. Remoloneé alrededor de la bandeja de los canapés mientras las escuchaba. Su conversación giraba en torno a la manera en que se podría convencer a los hombres de que eran la parte prescindible del género humano.

—Como animalillos curiosos tienen su gracia, pero no los puedes tomar en serio, ni siquiera en la cama. —El quarterback sostenía con delicadeza un canapé de picadillo de cangrejo y movía la cabeza con desencanto.

—En la cama menos que en ningún sitio —le respondió la bella, echando una mirada de reojo en mi dirección. Mientras lo decía me lanzó una mirada que decía que si me portaba correctamente y no estropeaba el mobiliario de aquella casa tan bonita me regalaría un libro de autoayuda. El quarterback siguió la mirada de su amiga y me envolvió con el mismo desprecio que reservaba a cualquier hombre que se acercase lo suficiente a la bandeja de canapés.

Animalillos curiosos, ya se sabe.

Opté por una retirada estratégica y di un vistazo por el salón sin ver nada que me interesara a corto plazo. Lo más llamativo era el culo de una mujer que estaba subiendo la escalera en dirección al piso de arriba; pensé que sería la pareja de Pablo o una empleada, ya que el espacio reservado a las fiestas se circunscribía a la amplia planta baja y a unos jardines por los que se podría organizar un desfile de las fuerzas armadas del ejército norcoreano. Me largué al jardín. En el cielo, iluminado por el nacimiento de una luna llena en su máximo esplendor, las nubes componían un bosque de extraños árboles que cambiaban de forma a impulsos del viento. Cerca de mí, una pelirroja con expresión de acabar de perder a su pareja y no sentir el menor deseo de recuperarla balanceaba sus caderas al ritmo de una música que solo ella era capaz de escuchar.

—¿Quién canta? —le pregunté.

—Lárgate —respondió sin mirarme.

Cerca de la pelirroja que bailaba con sus fantasmas, un tipo con más sentido de la realidad que el que yo mostraba acababa de coger el último canapé de jamón ibérico de la bandeja e iniciaba con él una historia de amor.

Regresé al salón, al menos allí aún no habían acabado con el contenido de las bandejas. Justo en ese momento sonó el alarido.

A uno de los camareros que paseaba entre los invitados con una bandeja llena de copas vacías, el sobresalto le hizo dar un ligero traspié y el tintineo de cristal roto contribuyó a acrecentar la sensación de desastre inminente. Nos miramos unos a otros desconcertados, buscando en nuestras miradas una explicación que nadie parecía tener.

SUSANA

Había bebido demasiado cava y tenía la apremiante necesidad de encontrar un aseo. Le pregunté a uno de los camareros que paseaban entre los invitados portando bandejas de canapés y bebidas que se vaciaban con la celeridad de una merienda campestre en Sudán, quien me señaló un pequeño pasillo cerca de la salida al jardín. Me abrí paso entre los grupos de invitados con la mayor celeridad posible y sin perder la compostura y traté de abrir la puerta, que estaba cerrada. Una voz de mujer, desde el interior, me informó:

—Cariño, si tienes prisa es mejor que busques otro, yo tengo para rato y no pienso estropear lo que estoy haciendo, prueba en el del jardín. —La imaginé con un canuto pegado a la nariz y decidí seguir su consejo.

En el jardín, el rumor del agua de la piscina renovándose no contribuyó a tranquilizarme. No sabía dónde estaba el aseo, y las parejas o pequeños grupos de gente charlando animadamente no me parecían la mejor fuente de información. Divisé a una camarera con una bandeja de copas en la mano y me dirigí hacia ella. Uno de los invitados mosconeaba a su alrededor tratando de ligar, ella lo desanimaba con elegancia y con la pericia que da la práctica. Me acerqué, tomé una copa y la puse en la mano del tipo que pretendía ligar con ella, luego la tomé del brazo y la aparté para preguntarle dónde estaba el aseo del jardín. Me dijo que al lado de la piscina. No se podía negar que aquella era una fiesta bien organizada, los camareros se habían aprendido la ubicación de todos los aseos y se mostraban dispuestos a compartir la información con quien se lo preguntara.

De camino hacia la piscina me cerró el paso el tipo que trataba de ligar con la camarera, mantenía la copa que yo le había pasado intacta en la mano y sonreía con petulancia. Le devolví la sonrisa, le tome con suavidad la copa de la mano, mirándolo a los ojos, y se la derramé sobre los zapatos. El tipo se quedó contemplando sus zapatos con asombro, trataba de entender la razón por la cual una mujer como yo no había sido capaz de apreciar sus asombrosamente sugestivos intentos de ligar conmigo. Seguí mi camino, pasé al lado de una mujer pelirroja que mantenía una amarga discusión con un hombre de pelo entrecano. El hombre parecía prestar más atención a su vaso de whisky que a las palabras de la pelirroja.

—Alguien debería romperte el corazón de un disparo, eres un ser despreciable —le decía ella.

—Supongo que es genético, mi amor —le respondió el tipo canoso.

—De acuerdo, también habría que matar a tus padres.

El tipo cabeceó asintiendo y miró con tristeza su vaso vacío, luego se largó en dirección a una de las mesas de bebidas. Ella miró un momento cómo se alejaba, luego se puso a bailar.

El cuarto de aseo de la piscina estaba ocupado por una pareja que estaba follando. Ella apoyaba la espalda en la repisa del lavamanos y rodeaba con sus piernas la cintura de su pareja, él se las apañaba como podía para no perder el equilibrio y alcanzar con su boca uno de los pezones de la chica. La cuestión del equilibrio debía de ser un problema para el pobre hombre, ya que tenía los pantalones de un chillón color rojo ciñéndole los tobillos y dificultando sus movimientos. Desde la puerta, tenía una vista magnífica del culo peludo del hombre. La chica enterraba la cara en los hombros del tipo, parecía joven y tenía un curioso peinado en forma de cresta y una mecha de color calabaza poco elegante, al menos para aquella fiesta. Jadeaban como si el mundo estuviese a punto de acabar.

Por lo que a mi respectaba, sería cierto si no encontraba pronto un cuarto de aseo libre.

Fui de nuevo al salón dispuesta a salir a la calle si era necesario. Desde un ángulo del salón, una prometedora escalera se empinaba hacia el piso superior. La subí tratando de mantener un paso digno. Normalmente, en estas circunstancias procuro que mi paso sea algo menos digno, tengo un culo precioso y no me importa lucirlo si hay hombres mirando. Y en aquella fiesta, hombres mirando había muchos.

Al final de las escaleras encontré un pasillo semicircular con tres puertas y recé para que una de ellas fuese un aseo. Me fijé que las tres tenían cerradura exterior y casi me puse a llorar. De cualquier forma, probé; si el dueño de la casa sabía el uso que daban sus invitados a los cuartos de aseo en sus fiestas, no sería extraño que hubiese puesto cerradura exterior en los aseos de la zona más privada de la casa.

La primera puerta estaba cerrada con llave, la segunda estaba abierta, pero era un dormitorio pequeño con un balcón que daba al exterior, y decidí que si la tercera puerta no cumplía con mis deseos regresaría al balcón y rezaría para que nadie estuviese debajo. La tercera puerta estaba cerrada, pero cedió cuando empujé la manezuela. Era un cuarto de aseo enorme, limpio y lujoso. Entré, cerré, apoyé mi espalda en la puerta y solté un suspiro de alivio, luego me senté en la taza de un elegante color violeta pálido y, con los ojos cerrados, dejé que mi cuerpo hablase por mí. Tal vez, de lo que estoy hablando, no sea un placer excesivamente intelectual, pero en aquel momento me pareció la obra cumbre del ingenio humano.

Cuando abrí los ojos me pareció que en la enorme bañera del final del cuarto alguien me observaba y pensé que de nuevo había pillado a una pareja haciendo guarradas. Follar siempre me parecía una guarrada si no era yo misma la que follaba, o al menos, si no estaba del humor adecuado para entender a quien lo hacía. Pero allí había algo raro, la cortina no mostraba el menor movimiento y al entrar no había escuchado ningún rumor, mucho menos jadeos. Y la luz estaba apagada cuando abrí la puerta; al encenderla, alguna expresión de sorpresa debería haber provocado a quien estuviese allí, a no ser que durmiese. Aunque si dormía, con más razón, ya que lo habría despertado.

Me acerqué a la bañera y corrí lentamente la cortina.

Entonces grité. Al menos abrí la boca y traté de que algún sonido saliese de ella. Mientras trataba de salir de allí, aunque sin conseguir desplazarme, vi mi imagen en el espejo: tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, pero de ella no salía ningún sonido. Abrí la puerta, me apoyé en el marco y lo intenté de nuevo. Entonces lo conseguí, solté un alarido que hubiese hecho palidecer de envidia a una actriz de reparto en una película de terror.

A la mujer que yacía en la bañera con una fea y enorme herida en el cuello por la que la vida se le había ido escapando mientras se desangraba no la impresionó en absoluto.

Me dio la sensación de que el rumor de las conversaciones, abajo en el salón, se atenuaba. Grité de nuevo, entonces cesaron del todo.

MARTA

Yo lo escuché perfectamente porque en aquel momento estaba al pie de la escalera que conduce al primer piso. Empezó como un jadeo ascendente, algo así como uno de esos orgasmos que hombres de vergas enormes, en las películas porno, provocan a rubias rasuradas que han olvidado quitarse las medias y los zapatos de tacones afilados. Algo que, en mi opinión, debe de ser incomodísimo, aunque de utilidad si lo que pretendes es marcar a tu hombre como a una res. Cuando el jadeo se convirtió en un alarido agudo que parecía no terminar nunca, se me heló la sangre. Yo nunca había entendido muy bien la diferencia que hay entre gritar y soltar alaridos, aquel día lo supe sin ningún lugar a dudas.

Entonces apareció aquella chica en la escalera. Con una mano trataba de taparse la boca, aunque estaba tan nerviosa que ni eso conseguía hacer bien. Y no paraba de chillar. Al principio pensé que alguien trataba de violarla. Con tanto tío salido en aquella fiesta no hubiese sido extraño. Además, la chica estaba bien, quizás algo exuberante para resultar elegante, pero ya se sabe que a los hombres ese tipo de chica les llena de fantasías de difícil realización. Creo que he leído alguna estadística que afirma que es ese tipo de mujeres las que tienen un mayor número de posibilidades de ser objeto de una agresión sexual. Pero si alguien hubiese tratado de violarla, en aquel momento ella estaría bajando la escalera a toda prisa. Sin embargo, no se movía de sitio, parecía que alguien le hubiese soldado la mano a la baranda de la escalera. Solo chillaba. Cada vez con más fuerza.

Los chillidos histéricos de aquella chica me hicieron comprender de una forma abstracta que la idea de venir a aquella fiesta no había sido la mejor. Yo quería fastidiar a Raúl, y la ocasión era demasiado buena para desperdiciarla. Encontré deliciosa la idea de hacer convivir a Raúl y a Salvio durante un tiempo prolongado en un espacio reducido. Siempre que puedo humillarlo lo hago, y él también hace lo suyo para humillarme a mí. Díganle a Raúl que les cuente lo de Zuleima, su putilla adolescente. Quizás Salvio sea mi Zuleima, aunque si he de decir la verdad, sería más exacto decir que Zuleima es su Salvio.

Qué más da quién empezó primero.

Aunque fui yo.

Y me alegro.

No crean a quien les hable de una ruptura sentimental sin acritud y les cuente que ella y su marido han llegado a un acuerdo con serena tristeza, un pacto tácito de no agresión. Una mierda, eso no existe, te come la ira por dentro, te descompones. Matarías para sentirte en paz. Intentar una ruptura serena es tan absurdo como pretender que el Padre Santo fiche cada mañana para empezar su trabajo. Deseas hacer daño y lo haces, pegas y encajas, buscas la yugular del otro con tal pasión que olvidas proteger la tuya. Hay momentos en los que no pretendes hacer daño de forma consciente. Da igual, lo haces de forma inconsciente, lo que importa es el sabor de la sangre del otro en tus labios.

Lo que importa es repartir el dolor.

Y cuanto más le toque al otro, mejor.

Cuando te encuentras en una situación de ruptura sentimental, los disgustos se acumulan en tu vida como los folletos publicitarios en el buzón del vecino que está de vacaciones. Y se descargan sobre tu cabeza como una mala noticia en un día ya suficientemente malo por sí mismo.

Así que si quieren divorciarse no busquen una ruptura amistosa, péguenle un tiro a su marido. Hasta él lo comprenderá.

Entonces vi a Raúl, aún mi marido, subiendo la escalera, caminaba con paso mesurado y llevaba un vaso en la mano. Raúl es médico, supongo que nadie mejor que él para atender a aquella mujer presa de un ataque de histeria. La fiesta la daba Pablo, el gerente de una multinacional de publicidad, el lugar donde yo trabajo, así que, gozando del espectáculo, no creo que hubiera muchos médicos. Aunque, si así fuera, tres cuartas partes de ellos estarían borrachos casi con seguridad.

Y Raúl es así, le encanta ir por la vida de buen samaritano, y si a quien hay que ayudar es a una mujer, se convierte en el mejor buen samaritano del mundo. Que se lo pregunten a Zuleima.

La chica de la escalera, entre alarido y alarido, observaba a Raúl y se aferraba al pasamanos señalando algo con la mano extendida y los dedos separados, una forma absurda de señalar. ¿Recuerdan aquellas películas antiguas de terror en las que una rubia pechugona con una mano en el pecho y la otra señalando hacia la puerta por donde aparecería el monstruo de turno componía una expresión aterrada poco creíble? Bueno, algo así, pero a aquella chica nos la creíamos todos.

A mi lado, un grupo de mujeres observaba a Raúl con la adoración reservada para los gilipollas que se ponen en peligro con tal de auxiliar a la muchacha desvalida. Lo tenían tan bien considerado como una jarra de fresca agua cristalina en mitad del Sahara. Un par de ellas incluso se retocaron el peinado.

—Es mi marido —les dije.

SALVIO

La loca aquella que chillaba agarrada a la baranda de la escalera era lo único que le faltaba a la puta fiesta. Marta, la mujer a quien me estaba beneficiando desde hacía algunos meses, me había pedido que la acompañase a una fiesta a la que acudiría gente interesante. En un principio me había negado porque estaba cansado y venía de una semana particularmente agotadora. Además, ese tipo de acontecimientos sociales no son los que me hacen soñar en momentos felices. Pero ella insistió de tal manera que pensé que acabaríamos antes acompañándola un rato y desapareciendo a la primera oportunidad que se me presentara.

Y estaba lo de la gente interesante.

Interesante de cojones, si hemos de ser sinceros. Su marido por ejemplo, un tipo que me sonrió con cara de no saber dónde esconderse. La misma cara que imagino estaba poniendo yo. Marta, sin embargo, era el paradigma de la felicidad y la naturalidad. Se mostraba dicharachera y radiante.

¡Hija de puta!

Me había contado que ella y su marido tenían un acuerdo tácito. De hecho, explícito en muchos puntos, y que no pasaba nada. Muy bien, no pasaba nada, pero en mi horizonte no figuraba la idea de entrar a formar parte de sus problemas y sus acuerdos, fueran tácitos o explícitos. No quería convertirme en accionista de aquel negocio, ni siquiera de una pequeña parte. Marta es una mujer atractiva y, aunque en la cama es un tanto reservada, nos lo pasamos bien follando. Me gustaba estar con ella, es cierto, y no tengo ningún interés en negarlo. Y quizás en algún momento aún me gustase más y entonces veríamos qué pasaba. Pero eso sería cuando tuviese que ser. Cuando me presentó a su marido me sentí como el más estúpido de los gorilas de Tanzania después de caer en una trampa y verse metido en una red colgando de la rama de un baobab a tres metros del suelo. Me hubiese puesto a gruñir como el puto gorila babeante. Estaba lleno de ira, me tentaba la idea de matar al culpable, siempre, claro está, que mi ira fuese culpa de alguien.

«De Marta, estúpido, la culpa es de Marta», me repetía una voz insidiosa en el interior de mi cráneo.

Pero, pensándolo bien, no era cuestión de matar a nadie, con largarse de la fiesta lo más pronto posible y perder de vista a Marta y a su marido la cosa estaba arreglada. La llamaría al día siguiente y le contaría que la semana había sido terrible, cierto, que tenía dolor de cabeza, falso, y que había pensado que tendido en la cama me sentiría mucho mejor, de nuevo cierto.

Un plan perfecto hasta que empezaron a pasar cosas.

La primera cosa que pasó fue la loca de la escalera dando unos gritos que erizaban el vello de la nuca. Creo que hasta el gorila se hubiese asustado.

Y entonces, camino de la escalera, pasó Raúl, el marido de Marta, el tipo que al presentarnos me había sonreído estúpidamente y daba la impresión de no saber dónde esconderse. Caminaba pausadamente y llevaba cosida a la cara una sonrisa de fulano seguro de sí mismo que no dirigía a nadie en particular. Imaginé que, llegado el caso, cualquiera serviría, son esa clase de sonrisas que te pones para que no te monden a palos si lo que estás a punto de hacer no sale como habías pensado. También llevaba un vaso en la mano. Pensé que sería algo fuerte para hacérselo tomar a la loca que daba alaridos. Pero a mitad de escalera Raúl se paró y se tomó el contenido del vaso de un solo trago. Creo que la chica que gritaba lo miró con cierto desencanto al ver que se mamaba el vaso entero.

Probablemente, él también se sentía como el puto gorila. Quizás, emborracharse no fuese tan mala idea. Podríamos hacerlo juntos.

Yo y Raúl me refiero, al gorila lo dejaríamos colgando en la red a tres metros del suelo.

Cuando llegó a la altura de la chica que gritaba le pasó un brazo por los hombros y le dijo algo que evidentemente no pudimos escuchar. Ella lo miró como si fuese el primer ser humano vivo que veía en toda la noche. Luego nos enteramos que más o menos ya era eso.

La chica dejó de gritar y extendió el brazo en dirección a un punto que no veíamos. La manera de extender la mano me pareció un tanto teatral, pero toda la escena era teatral, así que…

Raúl la tomó de la mano y trató de que ella lo condujese hacia el lugar que señalaba. Ella se separó tanto como pudo de Raúl, se aferró con más fuerza a la baranda de la escalera usando las dos manos y señaló varias veces con la cabeza el lugar que ya había señalado hacía un momento con la mano.

Raúl miró el vaso vacío, movió la cabeza con desconcierto y se dirigió hacia allí. Me llamó la atención que ni estando vacío soltase el vaso.

RAÚL

Mientras subía las escaleras para averiguar cuál era el problema de la chica, me bebí el resto del whisky del vaso que tenía en la mano. En cuanto lo hube hecho empezó a preocuparme la imagen que pudiera estar dando a la gente, que abajo, seguro, estaría mirando. Recordé que en una ocasión una mujer me había dicho que yo tenía un andar preciso. Evidentemente, el día que me lo dijo aún no había comenzado a beber.

Aunque, tal vez, la que había estado bebiendo era ella y se sentía rodeada de nubes de color rosado y tipos de andares precisos.

Desde abajo, mirando a la mujer que gritaba, me dio la impresión de que estaba ante un caso claro de ataque de nervios, un brote histérico. Luego pensé que, dado el ambiente de la fiesta, también podía ser que aquella muchacha estuviese sufriendo un principio de delírium trémens: enormes arañas jaspeadas en verde y rosa descolgándose del artesonado con la intención de visitar su escote. Así que beberme el resto de mi bebida no me pareció que fuese tan mala idea. Aunque dudaba que si el delírium trémens me alcanzaba a mí, ella pudiera ayudarme con las arañas.

Recapitulando:

A) tenía a una muchacha en pleno ataque de nervios, jadeando como un perro, afectada por un ataque de arterioesclerosis agresiva y gritando dos octavas más alto de lo que es aconsejable para cualquier oído humano.

B) tenía una estabilidad precaria debido a la ingesta masiva de whisky, los andares precisos se habían esfumado hacía aproximadamente una hora.

C) tenía un vaso vacío con aroma de whisky de malta que hubiese rellenado con genuino placer.

D) tenía un montón de gente allí abajo pendiente de lo que iba a hacer, algo que, conforme subía la escalera, cada vez tenía menos claro.

También tenía la peregrina idea de que yo sería capaz de ayudar a aquella muchacha. Pensándolo con calma, no era descartable pensar que su manera de lucir su cuerpo influyese en mis motivaciones —la había visto antes paseando entre los invitados y la había puntuado con un notable alto; teniendo en cuenta que solo llevaba dos whiskies, aquello era una puntuación apreciable.

Cuando llegué a su altura, la tomé por los hombros y le pregunté cómo se llamaba para que desconectara de lo que la sacaba de quicio.

Tenía un buen escote, sin arañas. La chica me miró como si acabase de despertar de una pesadilla y estuviese tratando de determinar si yo formaba parte de ella o simplemente pertenecía a la raza humana y la podía ayudar. Tras unos momentos de duda, y aunque solo fuera porque yo era el único que trataba de ayudarla, decidió confiar en mí. Señaló hacia una puerta abierta que parecía un cuarto de aseo. Como idea no me pareció mal, pero las prefiero en sus cabales y en la cama, así que la tomé del brazo y traté de que me acompañase y me mostrara el motivo de tanto barullo.

La chica se aferró con más fuerza a la baranda y movió la cabeza en dirección a la puerta, separó un instante una de sus manos para ponerla en mi pecho y empujarme en la dirección que señalaba. Mientras me dirigía hacia allí pensé que me convendría pasar un poco de agua fría por mi cara, que me ayudaría a despejarme.

Lo primero que me llamó la atención de aquel cuarto de aseo fue que era el sueño etílico de un diseñador, cada uno de los elementos era de un delicado color pastel, el lavamanos amarillo pálido, la taza del inodoro violeta, el bidé rosa, la bañera blanca. En conjunto, el sueño de una virgen moña.

Les voy a dar un consejo médico, gratis. Si se trata de despejar las ideas de un borracho, pónganlo delante de alguien a quien acaben de asesinar, la mejora es prácticamente instantánea. Toda aquella sangre salpicando la blanca cerámica de la bañera, la expresión de espanto de aquella chica muerta que con toda seguridad vio venir el cuchillo y ni siquiera tuvo tiempo de encomendarse a Dios...

La falda arrebujada alrededor de los muslos de la mujer dejaba al descubierto unas bragas rojas que competían con la sangre.

Me apoyé en el lavamanos y vomité un enorme desperdicio de whisky de malta mezclado con restos de canapés. Miré de nuevo a la mujer muerta para convencerme de que el alcohol no tenía nada que ver con aquel horror; al fin y al cabo, un delírium trémens no tiene forzosamente por qué escenificar a arañas rampantes de color violeta.

Entre las piernas de la chica había un bolso de mano, mi primera intención fue cogerlo. Mientras lo pensaba entendí que estaba dejando mis huellas en la escena del crimen, ese tipo de cosas que se aprenden en televisión. También pensé que si me ponía a limpiarlas y alguien me veía, o las limpiaba mal, aún sería peor, así que dejé mis huellas por allí. Si me echaban setenta años de cárcel, Marta se compraría un vestido nuevo. Zuleima, probablemente, vendría a verme cada final de mes y me traería tabaco. El hecho de que yo no fume no creo que significase demasiado para ella. A Zuleima le encanta ayudar a los desamparados y hacer lo que ella cree que soluciona algo sin que la opinión de los desamparados le importe gran cosa. Normalmente son acciones con tremendas cargas simbólicas que en realidad no cambian nada, pero que a ella y a sus amigos, todos ellos militantes de mil asociaciones de nombres rimbombantes, les hacen sentir como si fuesen la última esperanza del mundo civilizado y les permiten pasearse por la ciudad entonando consignas de rimas tan fáciles como estúpidas, refugiados bajo unas pancartas de colores brillantes y letras de colegial.

Tabaco a fin de mes para un tipo con la perpetua le parecería una imagen de lo más gratificante, a Zuleima. Que el tipo se convirtiese en un adicto al tabaco tampoco le preocuparía, a posteriori podría regalarle un programa de deshabituación. Dos buenas obras por el precio de una.

Pero estábamos hablando de una mujer muerta en una bañera manchada de sangre y de un lavamanos lleno de vómito con el lamentable olor que el buen whisky adquiere después de pasearse un rato por el estómago humano mezclándose con los jugos gástricos.

Antes de salir miré de nuevo a la mujer muerta y tuve la tentación de cerrarle los ojos para mitigar aquella sensación de espanto que había quedado impresa en su cara. Miré su pelo, que, posiblemente, aquella misma tarde, había sido cuidadosamente arreglado en una peluquería. En aquel momento presentaba el mismo aspecto triste de una fregona acabada de escurrir.

Salí y la chica de la escalera me miró con los ojos dilatados. Tenía la remota esperanza de que le dijese que la escena que había visto en el cuarto de baño era un error, que allí lo único que había era un vestido arrugado sin nadie dentro. Afirmé con la cabeza y ella chilló de nuevo, un alarido estridente. Cerré los ojos y la abofeteé sin demasiada fuerza. Dio un paso en mi dirección y se dejó caer en mis brazos, enterró la cara en mi hombro y se puso a llorar. Su cuerpo se movía al compás de sus sollozos, y a mí lo único que se me ocurrió fue tener una erección, nada del otro mundo, en realidad. Pero así ha sido siempre mi relación con esa parte de mi cuerpo, yo por un lado y ella por el suyo. Me separé ligeramente y le pregunté su nombre.

—Susana —me dijo.

—¿La conocías?

—No. ¿Está muerta?

—Sí, está muerta, tendremos que llamar a la policía.

—Bueno, pero déjame llorar un poco más.

—Sí, claro, llora lo que quieras, ¿estás mareada?

—No.

—Si sientes algún síntoma extraño, aparte del susto, no dejes de decírmelo, soy médico.

—Siento frío.

—Ahora bajaremos y podrás tomar algo que te tonifique.

—¿Y podré irme a casa?

—Me temo que eso no sería buena idea, la policía tiene un criterio muy particular del procedimiento a seguir en estos casos.

—¿La policía? Pero yo no he sido, estaba muerta cuando he entrado.

—Claro, pero la policía querrá hablar contigo.

—Ya lo entiendo.

Al cabo de unos instantes, por decir algo, le conté que me llamaba Raúl. Ella asintió con la cabeza sin dejar de llorar. La gente, allí abajo, en el salón, permanecía quieta, aunque ya se escuchaban algunos rumores que rompían el silencio que se había instalado desde el momento en que Susana empezó a gritar.

Entonces vi a Pablo, el dueño de la casa, que subía la escalera. Llevaba unos pantalones rojos francamente horteras. Y tenía la cremallera de la bragueta a medio subir, como si se hubiese vestido apresuradamente.

SUSANA

Aquel hombre que dijo se llamaba Raúl me separó suavemente de su cuerpo y me hizo mirar hacia la escalera. Un hombre calvo y alto que llevaba unos pantalones de un color rojo chillón subía la escalera observándonos con la alarma pintada en el rostro. La última vez que yo había visto aquellos pantalones, el hombre alto y calvo los tenía enrollados en los tobillos mientras trataba de mantener el equilibrio y chupar los pezones de la chica que le rodeaba la cintura con sus piernas.

—¿Qué coño está pasando? —dijo.

—Susana ha encontrado un cadáver en tu cuarto de baño, creo que tendrías que avisar a la policía.

—Estáis borrachos los dos, ¿no?

Raúl negó con la cabeza y señaló con el brazo el lugar en cuestión. El hombre de los pantalones rojos se dirigió hacia allí a grandes zancadas. A mitad de camino se paró y se giró para observarnos, luego reanudó la marcha, aunque me dio la impresión de que sus pasos eran más cautelosos.

—Este es el dueño de la casa, se llama Pablo, ¿lo conoces? —me dijo Raúl, observándome dubitativamente.

Negué con la cabeza. En realidad, yo en aquella fiesta no conocía a nadie, pero eso no se lo dije a Raúl. En aquel momento me hubiese resultado poco confortable empezar a dar explicaciones complicadas, ni siquiera a un hombre tan gentil como Raúl. Y la única explicación que podía ofrecer era realmente complicada.

Cuando el hombre de los pantalones rojos que se llamaba Pablo y era el dueño de la casa, de la fiesta y quizás también del cadáver —¿es tuyo un cadáver si lo asesinan en tu lavabo?— salió del cuarto de baño, tenía cara de haber visto un fantasma. En realidad, una cara muy apropiada al momento que estábamos viviendo.

—¿Es amiga vuestra, esa mujer? —Por lo visto, rechazaba tajantemente la propiedad del cadáver, por mucho que el cuarto de baño fuese suyo. La desmesura con la que trataba de traspasarle la responsabilidad del cadáver a alguien provocó una respuesta beligerante de Raúl.

—No, no la conocemos, ¿tú sí la conoces?

—No.

—Joder, tío, es tu fiesta.

—De acuerdo, es mi fiesta, pero aquí hay mucha gente y no los conozco a todos; por ejemplo, a ella no la había visto en mi vida.

Lo dijo señalándome a mí. Y no me gustó que me señalase como si yo fuera culpable de algo, aunque en realidad tenía razón al decir que no me conocía de nada. Yo al menos le había visto el culo peludo en el aseo de la piscina. Estuve a punto de decírselo, pero no me pareció de buena educación. Además, tenía todo el derecho a preguntarme quién me había dado permiso para estar en su fiesta.

El permiso, o algo muy aproximado, me lo había dado Fredo. Pero, conociendo a Fredo, no estaba segura de que a aquel hombre la explicación lo dejara satisfecho, así que me callé y traté de parecer muy afectada. Si me hubiese preguntado algo más, me hubiese puesto a llorar desconsoladamente, no creo que me costara mucho. Me salió bastante bien porque Pablo hizo un gesto de impotencia y ya no preguntó nada más.

—Oye, deberías avisar a la policía, ellos saben qué hacer en estos casos. Y cierra la puerta de tu casa antes de que empiece la desbandada. No sé si te has dado cuenta, pero esto es un marrón de mucho cuidado. —Raúl parecía saber todo lo necesario en lo referente a muertos y policías.

—Sí, de acuerdo, voy a telefonear desde mi dormitorio. Tú podrías ir tranquilizando a los invitados para que no se larguen.

Se me ocurrió la estúpida idea de que la mujer que estaba con él en el aseo de la piscina debería acompañarlo en aquellos momentos, pero no la vi. Si se había quedado allí esperándolo, con las bragas en la mano, iba a pillar un buen disgusto.

—¿Qué les dirás a los invitados? —le pregunté a Raúl. Tenía la impresión de que sería complicado mantenerlos tranquilos, habían visto lo suficiente para saber que algo grave había sucedido. Nadie se pone a gritar histéricamente en una escalera solo porque un camarero le ha derramado un vaso de naranjada en el vestido nuevo, pongamos por caso. Bien, es posible que sí que lo hagan, todos hemos deseado en algún momento de nuestra vida una excusa estúpida para ponernos a chillar, pero no es eso lo que la gente piensa cuando ve a alguien presa de un ataque de nervios. Así que de momento permanecían todos quietos por puro afán de fisgoneo, pero ya debían de tener la mosca detrás de la oreja, y en cuanto supiesen de qué iba todo el jaleo saldrían corriendo hacia sus casas. A nadie le gusta la compañía de un cadáver, especialmente de uno recién asesinado.

Miré a Raúl y lo pillé con los ojos clavados en mi escote, el muy marrano. De acuerdo, el modelito que había escogido para conocer a la gente interesante que me había prometido Fredo ya estaba diseñado para lograr ese efecto, pero una chica siempre se siente presionada cuando alguien le está mirando las tetas con algo más de descaro del recomendable.

Solo hay una cosa que ofenda más a una chica que un hombre mirándole el escote de un vestido atrevido, y es que no se lo mire. Con la decencia y el buen gusto adecuados, por supuesto.

Raúl y yo, ante la situación, hicimos el esfuerzo requerido en estos casos. Yo, para sonrojarme discretamente, y él, para simular que simplemente sus ojos pasaban por mi escote en aquel momento y regresar a lo que debía ser prioritario: decir algo que no sonase a tomadura de pelo a la gente que abarrotaba el salón y nos miraba esperando una explicación.

—¿Qué les dirás a los invitados? —repetí, tirando ligera e inútilmente hacia arriba de mi vestido para que Raúl supiese que estaba al tanto de su mal comportamiento y lo reprobaba.

—Había pensado en algo por el estilo de: «Señoras y señores, se acaba de cometer un asesinato, todos ustedes, por más de un motivo, son sospechosos de haberlo cometido, así que les ruego que hasta que venga la policía no abandonen la escena del crimen, ya que serían inmediatamente considerados culpables».

No pude evitar sonreír. Es curioso lo que es capaz de hacer el instinto de supervivencia del ser humano: hacía un momento pensaba que nunca más recobraría mi estado normal, y un hombre al que apenas conocía soltaba una barbaridad graciosa en la peor de las circunstancias y casi me echo a reír. Eso sin contar la historia de mi vestido escotado y el paseo que se había dado Raúl por mis tetas.

—Estás loco —le dije, sin saber con exactitud cuál era el motivo por el que se lo decía.

—Me parece que es muy buena señal que ya tengas ánimo suficiente para insultarme —respondió, sonriendo ligeramente.

Tenía una bonita sonrisa y de nuevo me vi obligada a hacer un esfuerzo para no echarme a reír, luego me acordé de aquella mujer ensangrentada en la bañera y tuve que contener las lágrimas. Creo que estaba mucho más histérica de lo que pensaba. Recordé que Raúl tenía un vaso en la mano y traté de situarlo en la órbita de mis deseos, pero estaba vacío.

MARTA

Para mi gusto, aquella zorra de parvulario se estaba aprovechando de las circunstancias, fueran cuales fueran, para liar a Raúl. Mucha lágrima al principio, mucho «¡Oh, Dios!, no habrá nadie que pueda socorrer a una pobre chica indefensa», pero en aquel momento lo estaba envolviendo en una de esas sonrisas en las que los hombres se quedan pegados, más o menos como las moscas en aquellos papeles que mis padres colgaban del techo, así los pobres bichos morían sin poder mover más que las alas; si había muchas moscas, podías estar el día entero escuchando aquel zumbido, que era como una sentencia de muerte.

Casi podía escuchar las alitas de Raúl moviéndose con desespero para librarse. La diferencia estribaba en que Raúl estaba encantado y no sentía el menor deseo de despegarse. Más bien daba la impresión de estar tramando la manera de meterse dentro de aquel escote exagerado.

Juraría que cabría sin esfuerzo.

Raúl se acercó al pasamanos de la escalera, dejó que el cuerpo se apoyase levemente en él y, con un gesto de la mano, reclamó la atención de todos los que estábamos abajo. Se aclaró la garganta y, con su mejor voz de bellaco de opereta, dijo:

—Señoras y señores, se acaba de producir un accidente sin demasiada importancia, y está en camino un servicio médico. Pablo, nuestro anfitrión, les agradecería que continuase la fiesta y que a ser posible no la abandonen, ya que la ambulancia está a punto de llegar y podrían interferir con sus vehículos el acceso a la casa. Además, es posible que sea necesaria una pequeña transfusión sanguínea y desconocemos el grupo de la persona que ha sufrido el accidente. Imagino que entre nosotros encontraremos a alguien con una sangre que tenga un contenido alcohólico por debajo del vodka.

Se escucharon algunas risas y el ambiente pareció relajarse. Pero sus palabras tenían la sinceridad de un yonqui en pleno ataque de abstinencia pidiéndole dinero a su madre para la peluquería. Estaba mintiendo, el muy cabrón, lo conozco perfectamente, sé cuándo miente. Tenía la misma expresión que cuando me dice que imaginar los labios de Salvio recorriendo mi cuerpo no le hace sufrir.

Por supuesto que nunca se lo digo con estas palabras, pero hay muchas maneras de hacerse entender.

Lo que yo no sabía era lo que estaba pasando allí arriba. Cuando la chica apareció dando alaridos no tuve la impresión de que se hubiese producido un «accidente sin demasiada importancia». Más bien parecía que hubiesen asesinado a alguien y lo hubiesen guardado en el cuarto de las escobas. Claro que aquella chica tenía aspecto de drogadicta. Al menos, de histérica, seguro. Y de buscona, con aquel escote que a duras penas lograba contener sus excesos mamarios. «Hipertrofia mamaria» es el término médico, según me ha contado Raúl, pero a buen seguro que le encantaría hacer algo con aquella hipertrofia.

Hocicarla, por ejemplo.

Salvio me estaba mirando y me hizo una señal de extrañeza. Me encogí de hombros, ¿qué otra cosa podía hacer? Estaba muy atractivo, Salvio, con aquel traje ligero de alpaca de color tostado; lo deseé repentinamente. Quería un hijo de Salvio. Hacíamos el amor sin preservativo porque yo uso un diu, pero siempre podía olvidarme, o el dichoso aparato podía fallar. En ocasiones ocurre, especialmente cuando no te lo pones. En realidad ocurre con inquietante frecuencia. Imaginé la cara de sorpresa de Salvio cuando le contase que iba a ser padre. Claro que primero tenía que quedarme embarazada. Pero con toda seguridad le entusiasmaría. ¿A quién no le gusta ser padre? Cualquier hombre soltero debe de echar en falta la presencia de un hijo en su vida. Tanta libertad, al final, debe de agobiar.

Imaginando la cara de sorpresa de Salvio, pensé en la que nunca pude ver en Raúl; jamás fue capaz de darme el hijo que yo deseaba. Y no sería por la cantidad de veces que me olvidé el dichoso diu. El día que puse las cosas claras con Raúl y se enteró que hacía meses que el dispositivo estaba guardado en un cajón de mi parte de armario, se puso como una fiera. Lo amenacé con denunciarlo a la policía por maltrato continuado. Y lo llamé impotente y un par de cosas más que con seguridad no lo hicieron feliz. Juraría que lo abofeteé un par de veces o tres, pero no estoy segura, nunca hemos vuelto a comentar la escena. Tampoco hemos vuelto a hacer el amor.

Aquel día me largué dando un portazo, y cuando me di cuenta estaba en la puerta de la comisaría, casi convencida de que Raúl me había agredido. Me calmé en el último momento, cuando pensé que para dar verosimilitud a la denuncia tendría que golpearme la cara con algo. Y el cabrón de Raúl no se merecía tanto sacrificio; además, ya se me ocurrirían otras maneras de joderlo.

Raúl, la chica y Pablo se habían reunido en un pequeño conciliábulo. Pablo era quien llevaba la voz cantante, Raúl asentía con gesto grave. La chica solo parecía estar allí para adornar la escena y arrimarse tanto como pudiese a mi marido. Cada vez estaba más convencida de que estaba drogada, aunque podía ser simplemente que estuviese caliente como una perra en celo.

Después de una breve charla comenzaron a bajar la escalera. Encabezaba la marcha Pablo, lo seguían Raúl y la chica. En el segundo escalón ella fingió un vahído y se detuvo aferrándose de nuevo al pasamanos. Raúl la cogió por la cintura y le susurró algunas palabras al oído, ella asintió y pasó su brazo por la cintura de mi marido, provocando que su cadera se apoyara en la de él. Era evidente que aquella chica no estaba acostumbrada a perder el tiempo y pensé que si aquello seguía de aquella manera, antes de llegar al salón se estarían besando.

No es que me importara demasiado, pero siempre he creído que una chica tiene la obligación de hacerse valer, no venderse demasiado barato. Y aquella chica estaba repartiendo gratis los cupones del sorteo de aquel par de tetas.

SALVIO

Arriba, en la escalera, la chica, Pablo y Raúl parecían estar llegando a un acuerdo. Raúl parecía llevar la voz cantante y Pablo lo escuchaba con atención. Tras unos instantes, Pablo señaló con su mano hacia el salón y los tres comenzaron a bajar. A los dos pasos, la chica sufrió un vahído y tuvo que apoyarse en Raúl para no caer; él le ofreció la mano, pero ella prefirió pasar su brazo por su cintura. Pablo se adelantó y ellos siguieron bajando con cuidadosa lentitud. Fuera cual fuese la razón, aquella chica estaba muy afectada.

Observé que Marta se acercaba a mi posición, llevaba un vaso en la mano y, antes de alcanzarme, le dio un trago rápido que acabó con la mitad de su contenido. Sin apenas mirarme, señaló al grupo del piso de arriba.

—¿Qué te parecen estos?

—¿Qué me parecen qué?

—¿Qué estarán tramando?

—No sé, ¿a ti qué te parece que ha pasado?

—Ni idea, a mí lo único que me resulta claro es que el cabrón de Raúl está tratando de ligarse a la histérica de los gritos.