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Primera edición digital: julio 2016
Fotografía de la portada: Dreamstime.com
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: José Cabrera
Revisión: Esther Muntaner

Versión digital realizada por Libros.com

© 2016 Luis Urgell
© 2016 Libros.com

info@libros.com

ISBN digital: 978-84-16616-66-4

Luis Urgell

El monstruo que hay en ti

Para Frank, mi primer cliente, quien nunca
pudo leer el resultado final de su libro.

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Introducción
  6. Primera parte
  7. Segunda parte
  8. Última parte
  9. Mecenas
  10. Contraportada

Introducción

 

El bueno es bueno y el malo es malo depende del bando en el que estés. Los creyentes creen mientras todo va bien y los ateos no lo hacen hasta que nada puede ir peor. Los racistas lo son hasta que un negro hace ganar a su equipo de fútbol, y los multiculturales hasta que les roba un gitano. El clasismo es el racismo de los ricos y el racismo el clasismo de los pobres. Somos hipócritas hasta con nosotros mismos. Matar es malo hasta que la víctima es otro asesino. Todos somos infieles, perturbados sexuales, egoístas, asesinos en potencia, mentirosos, interesados… Porque el monstruo está ahí, acechando dentro de cada uno de nosotros, encerrado en esa cárcel interna que pasamos toda la vida intentando mantener cerrada, pero es imposible, en algún momento, conscientes o no de lo que estamos haciendo, le otorgamos la libertad, y es en ese momento en el cual nos encontramos con nuestro verdadero yo…

Primera parte

Conócete a ti mismo

 

 

«Cualquiera de nosotros es capaz de hacer las mismas cosas que ese hombre o esa mujer que está en la cárcel. No son peores que tú o que yo».

Papa Francisco I.
Máxima autoridad de la Iglesia Católica

Capítulo uno

 

Mientras limpiaba el pincel en el pequeño recipiente de agua que estaba sobre la mesa, Manuel intentaba recordar qué era lo que su novia Aurora le había dicho hacía unos minutos antes de salir de casa camino al gimnasio.

Tenía la sensación de que le había comentado algo acerca de lo que harían por la noche, algún plan, pero por más que lo intentase no lograba recordarlo.

Solía ocurrirle mientras pintaba un cuadro o escribía una novela. Se abstraía completamente del mundo; se encerraba en una burbuja impenetrable donde el único que existía era él y su única preocupación era pintar o escribir de la mejor forma posible. No era la primera vez que le pasaba; entraba en una especie de trance, hacía caso omiso de cualquier comentario de su novia y luego unas horas después esta llegaba a casa enfadada reprochándole el no estar listo para ir a cenar a casa del amigo o amiga de turno.

Manuel tenía veintiocho años; era moreno y medía unos ciento ochenta centímetros aproximadamente; su nariz era recta y masculina y sus ojos de tono claro transmitían bondad y tranquilidad. Era un chico tímido. A veces tan callado que podía llegar a caer mal. Sus respuestas eran secas; normalmente monosilábicas, cosa que a mucha gente le resultaba irritante, intimidante o un claro indicador de que no tenía el más mínimo interés en mantener una conversación. Además, el motivo de que prácticamente no se relacionase no era su timidez o su antipatía, sino el simple hecho de que no le interesaba hacerlo. Estuvo tres años estudiando leyes en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid, pero se terminó dando cuenta de que aquello no era lo suyo. Lo único que le apasionaba y le hacía sentirse útil era el arte; pintar cuadros, escribir libros… Una pasión que su mejor amigo le había contagiado. Nunca se había planteado estudiar la carrera de Bellas Artes, Humanidades o Lengua y Literatura porque aquello le parecía una pérdida de tiempo. Lo que más le atraía era escribir y eso no se aprendía en ninguna carrera. «El escritor nace, no se hace» argumentaba cuando le preguntaban el porqué de que no estudiase algo relacionado con su pasión.

Después de abandonar la universidad a los veintiuno, valiéndose del dinero que ganaba para entonces ayudando a su padre en su asesoría, se escapó con su novia Aurora a Nueva York a un pequeño estudio al lado de Central Park. Le encantaba la ubicación. Aprovechaba la cercanía entre su casa y el parque para ir a despejarse, hacer ejercicio o incluso inspirarse para una nueva novela o una nueva pintura. El trabajo que hacía en la empresa de su padre le permitía trabajar desde su casa el día entero y no tener que cumplir ningún tipo de horario; cosa que aprovechaba para hacer lo que le viniese en gana.

En un principio, se tomaba aquello de las pinturas y los libros como un hobby. El mejor de sus libros había llegado a ser leído por poco más de diez personas y sus cuadros se los quedaba para él o se los regalaba a sus amigos más cercanos, que además eran muy pocos por lo que no mucha gente sabía de su existencia. Fue una noche que Aurora invitó a una de sus amigas a cenar a casa cuando el novio de esta, un joven de mucho dinero, quedó impresionado con una de las pinturas de Manuel y le ofreció dos mil dólares por ella. Aquello le llevó a plantearse su hobby como algo un poco más serio.

Ahora pintaba un cuadro para el salón de un amigo. Le habían ofrecido quinientos euros por una pintura semiabstracta de la Gran Manzana. La idea de pintar cosas que no le inspirasen en absoluto no le resultaba para nada atractiva, pero lo hacía para ganar algo de dinero extra.

Mientras hacía bailar las cerdas del pincel contra el lienzo, escuchó sonar la puerta a sus espaldas y supuso que su novia había llegado. Se quedó en silencio, esperando el enfado de la joven por lo que fuese que le hubiese dicho y se le hubiera olvidado. Ya era algo habitual, al menos una vez a la semana tenían discusiones por el mismo tema.

—Hola —escuchó a sus espaldas; fue incapaz de girarse. Su novia tenía un carácter muy fuerte, y sentía que darse la vuelta para mirarla a la cara daría pie al inicio de una nueva discusión.

—Hola —respondió sin apartar la vista de la pintura.

—Cariño, ¿has pensado algo acerca de lo que te comenté? —le preguntó Aurora. Sus nervios afloraron, aquella pregunta le obligaba a formular una respuesta convincente.

—Sí, pero no sabría decirte nada concreto aún. ¿Tú qué piensas? —preguntó de vuelta el joven astutamente, girándose ahora para mirar a su novia a la cara. Con un poco de suerte lograría averiguar de qué se trataba todo aquello sin tener que evidenciar que no había hecho caso a nada de lo que ella le había dicho horas antes.

—Bueno, a mí me parece una idea estupenda. No sé si podrías vivir de ello, pero todo dinero extra está muy bien. Además, harías lo que te gusta sin horarios, sin jefe, desde la comodidad de tu casa, con tus plazos…

—Ya lo sé, suena bien, pero aun así tengo que pensarlo mejor —respondió Manuel. Luego, volvió a centrar su atención en el anuncio de Coca-cola de su Gran Manzana semiabstracta.

—Cariño —dijo Aurora haciendo una leve pausa para luego continuar—, te entiendo, pero tienes que tomar la decisión pronto, si no luego tendrás muy poco tiempo para escribir el libro, y ya te digo yo que mi amigo Frank es sumamente exigente en todo. Me dijo que te enviaría los datos tan pronto como aceptases, estaba sumamente ansioso por hablar contigo y que comenzases a escribir el libro.

Manuel ya había intuido de qué podría tratar todo aquello, y de hecho le parecía una muy buena idea, pero se limitaba a dar respuestas neutrales por miedo a ser descubierto una vez más. No era la primera vez que le pasaba. Normalmente cuando Aurora se enteraba de que había estado hablando a la pared, perdía los nervios, se iba a la cama enfadada y podía pasar así unos cuantos días; suficientes para hacer sentir mal a Manuel, que acababa disculpándose con ayuda de algún regalo.

Ella era una mujer imponente, alta, de facciones faciales muy provocativas que acompañaba con unos labios carnosos y sensuales. Su larga cabellera marrón oscura le llegaba casi a la cadera, y sus penetrantes ojos de un tono entre verde y azul terminaban haciendo de ella una musa derrochadora de sensualidad.

A diferencia de Manuel, era una chica extrovertida, con muchos amigos y de esas que buscan vivir la vida intensamente. Eran el yin y el yang, el agua y el fuego, el blanco y el negro, caracteres totalmente opuestos, pero aun así, su convivencia era excelente con excepción de alguna que otra discusión que no llegaba a mucho más.

—Mi vida, dile a Frank que he aceptado, tienes toda la razón —dijo Manuel repentinamente sin apartar la vista de su pintura y sorprendiendo a su novia, que ya para aquel entonces estaba en la cocina preparando espaguetis para cenar.

—¿Qué te ha hecho decidirte tan de repente?

—No sé, tienes razón, lo he estado pensando ahora mismo y lo mejor es no dejar pasar esta oportunidad; ya veremos luego qué hacer en caso de que resulte un éxito o un fracaso. Dile a tu amigo que me envíe los datos y ya me pondré de acuerdo con él —respondió arriesgándose a echarlo todo a perder. No se podía quitar la idea de su cabeza, quería saber exactamente de qué se trataba todo aquello. Si era lo que él estaba pensando, estaría finalmente ante la posibilidad de vivir de sus novelas, algo que hace unas horas consideraba un sueño sumamente difícil de conseguir.

—Se lo comentaré entonces —respondió Aurora, dejando notar con cierta mueca facial lo mucho que le extrañaba que su novio hubiese cambiado de parecer tan rápidamente. Confusa, decidió no continuar preguntando el porqué de aquel arrebato y se giró de nuevo hacia la cocina para seguir preparando la cena.

Al abrir los ojos por la mañana, Manuel recordó inmediatamente la cuestión discutida con su novia la noche anterior. Se sentía muy motivado al respecto; si todo se correspondía con lo que había intuido, aquella idea se basaba en escribir libros por encargo. Su primer cliente, Frank, un amigo alemán de ella, le enviaría ciertos datos y pautas por correo y él se basaría en ellos para escribir una novela que posteriormente le vendería en exclusiva a su cliente. No tenía idea de más nada, no sabía de qué forma ni cuánto cobraría, cuánto tiempo tendría para escribirla o qué había llevado a este hombre a encargar que le escribiesen un libro personalizado. Aquella incertidumbre le motivaba aún más, quería saber todo acerca de tan interesante oportunidad. Movido por tal curiosidad, se levantó de la cama de un salto, se puso sus sandalias de andar por casa y sin perder un segundo más de tiempo, fue directamente a buscar su ordenador portátil para revisar el correo.

Mientras se iniciaba el sistema, aprovechó para llamar a Aurora y saber de ella. En ese momento debía estar en su consultorio atendiendo a algún paciente.

Su novia llevaba dos años ejerciendo como psiquiatra; había terminado la carrera de psicología a los veintidós años y luego se había especializado en psiquiatría. La gente de su gremio solía ser un poco diferente a ella, por no decir demasiado. Cuando los pacientes entraban en su consultorio y se encontraban con ella se quedaban un poco contrariados. «Vaya, esperaba encontrarme con el típico viejo que intenta ganarse mi confianza a base de chistes antiguos y malos», dijo una vez un paciente nada más pasar la puerta. Manuel se refería a sus pacientes como «los locos a los que tratas», y a pesar de que la joven se molestaba considerablemente cuando los llamaba así, él lo seguía haciendo con mucha frecuencia. «Es verdad que muchos de ellos no están especialmente cuerdos, pero ¿quién lo está totalmente como para permitirse llamarlos locos?», argumentaba ella cuando discutían al respecto.

—Hola, cariño —dijo al contestar la llamada. Tenía un tono de voz tan dulce e inocente que cualquiera dudaría de si era la voz original de aquella mujer tan agresivamente sensual.

—Buenos días. ¿Qué tal estás?

—Bien, ahora a punto de tener una consulta.

—Yo estoy abriendo el correo para ver si Frank me ha enviado algo —comentó Manuel.

—Me imagino que ya lo habrá hecho, tenía mucha prisa —respondió ella—. Por cierto, tengo que atender al paciente ahora, hablamos más tarde.

—Vale. Hasta luego.

Justo después, se giró y una intensa ola de nervios y emoción invadió su cuerpo al ver que efectivamente había recibido un correo de parte de Frank:

Hola Manuel:

Sé quién eres, quién has sido y qué has hecho. Tú me ayudaste a encontrar a mi verdadero yo. Ahora te necesito para plasmarlo en un libro. Mañana a las 12:00 te espero en El Van Gogh Café de una calle que sé que conoces bien.

Un saludo y hasta entonces.

Frank

Leyó el mensaje un par de veces más, con sus manos temblando e infinitamente más ansioso que antes por saber cuáles eran las intenciones de su nuevo cliente. Aquel correo le había puesto la piel de gallina. ¿Qué podía saber ese viejo acerca de su pasado? Cualquier secreto oscuro acerca de su vida había sido lo suficientemente escondido como para que un amigo de su novia —a la cual había un par de cosas que nunca le había contado— se hubiera enterado de algo. Nadie sabía absolutamente nada de aquello; eran de esas cosas que se deciden llevar a la tumba. No era posible que un casi desconocido supiera algo, por mínimo que fuese, acerca de uno de esos secretos. Me estoy preocupando por una tontería, pensó a la vez que cerraba su ordenador portátil de un manotazo y se levantaba de la silla sin rumbo alguno.

Se quedó de pie ante la ventana, intentando descifrar aquel mensaje. Era esa frase que iniciaba el correo la que no se podía quitar de la cabeza: «Sé quién eres, quién has sido y qué has hecho». ¿Cómo era posible? Pensó en contestar el correo exigiendo algún tipo de explicación, pero sentía que eso le haría parecer nervioso por algo por lo que supuestamente no debía estarlo.

De repente una llamada interrumpió su reflexión. Manuel cogió el móvil y vio la pantalla con la esperanza de que fuese Frank, pero por suerte o por desgracia, no era él quién llamaba, sino su novia Aurora.

—¿Sí? —respondió el joven a secas. Recordaba la última conversación telefónica con su novia como una discusión, cosa que le hizo contestar como si estuviese enfadado.

—Al final el chico ha decidido cambiar la cita para otro día —dijo ella intentando hacer una gracia—. ¿Has sabido algo de Frank?

Manuel se quedó pensando qué responder. Por un lado tenía unas ganas incontrolables de contárselo a alguien, pero por otro no sabía si su novia era la persona indicada; le preguntaría sin parar acerca del contenido del mensaje e intentaría por todos los medios averiguar de cualquier forma si existía ese supuesto pasado escondido; así que finalmente se decantó por la opción de mentir.

—¡Ah! Sí, llamó a casa y hablamos. Quedamos en vernos mañana al mediodía y hablarlo todo tranquilamente.

—¿No te comentó más nada? —preguntó ella extrañada. Frank llevaba varios días empecinado con la idea de que Manuel le escribiese un libro. La última vez que habían hablado, su amigo había insistido tanto que la joven se había llegado a sentir incómoda. El viejo le había dejado muy claro lo importante que era reunirse con su novio lo más pronto posible. «Le pagaré lo que me pida», repetía una y otra vez.

—No, sólo hablamos de lo típico, que si yo estaba bien contigo, que si me iba bien con los cuadros… Me dijo que lo de los datos y tal era muy extenso y que era preferible hablarlo mañana en persona.

—Ah, bueno, entonces nos vemos en un rato, ¿vale? —el tono de voz de Aurora dejaba notar cierta decepción.

—Oye, por cierto… No hemos discutido ¿verdad?

—No sé. Cuando has cogido mi llamada has respondido como si tuvieses algún problema conmigo, pero la verdad es que no, no hemos discutido, así que no sé qué es lo que te pasa.

Después de explicarse y pedir disculpas, Manuel colgó la llamada y se fue directamente a terminar el cuadro que debía entregar en unos días. Tenía una sensación rara, era una especie de mezcla entre nervios, curiosidad y miedo. Más que miedo, estaba realmente aterrado. La verdadera razón por la que no tenía muchos amigos y no le gustaba relacionarse con gente era su intimidad; detestaba que cualquier persona se inmiscuyese lo más mínimo en su vida privada, era muy celoso consigo mismo, no quería que nadie lo conociese más de lo normal. Ahora había aparecido un desconocido que se jactaba de saber más de él de lo que probablemente supiese su propia novia.

Decidió apartar, en la medida de lo posible, aquella idea de su cabeza, y concentrarse totalmente en su pintura. Al día siguiente ya tendría motivos reales por los cuales preocuparse o no.

Capítulo dos

 

Acontecía una lluviosa tarde de noviembre cuando Juan Pablo, un joven de veintiún años, estudiante de Derecho, tuvo la idea que cambiaría su vida para siempre. Desde que llegó a su cabeza, no pudo dejar de pensar en ello. Siempre se había interesado en la política. Le encantaba escribir extensas críticas a diversos aspectos de la sociedad. La idea era un argumento excelente para empezar a externalizar sus pensamientos y hacerlos públicos.

Eran aproximadamente las dos de la tarde. Mientras avanzaba por el pasillo central del autobús que lo llevaba a casa con la intención de encontrar un lugar donde sentarse, vio a una señora de unos sesenta años aproximadamente, de aspecto regio y recatado, leyendo uno de los más famosos bestseller del momento: Cincuenta sombras de Grey. La novela erótica de E. L. James, con contenido sexual explícito, había vendido millones de copias superando incluso la rapidez de venta de otros grandes bestsellers como Harry Potter. Le resultó curioso ver cómo una señora de tan avanzada edad podía estar leyendo aquella novela. Con la imagen en su cabeza, se sentó en uno de los últimos asientos, se recostó del cristal con su mirada hacia el lluvioso paisaje y dejó volar su imaginación. Fue entonces cuando el título le vino a la cabeza: El monstruo que hay en ti. La frase le encantaba. Venía a resumir una idea que llevaba años alimentando; la idea de que todos tenemos un monstruo dentro, un yo siniestro y pervertido que pasamos toda la vida intentando esconder. Un yo que es el protagonista de aquellos secretos que nos llevaremos a la tumba, o de aquellos pensamientos que eliminamos rápidamente de nuestra mente intentándonos autoconvencer de que no somos tan perturbados. El monstruo que hay en ti, reflejado en aquella señora, aquella madura y recatada señora que leía atentamente un libro en el cual sobran las escenas de sadomasoquismo y humillación sexual.

Ahora la cuestión era ¿qué hacer con aquel título? Juan Pablo había escrito un par de libros para ese momento. El primero de ellos, titulado Querida Cristina, trataba de una forma muy sutil el tema de la eutanasia enmascarado en la trágica historia de amor entre Alejandro y Cristina. El segundo de ellos, de título Cuéntame algo, papá, se lo había dedicado a su novia Natalia con la intención de convencerla de que tener un hijo era lo más grande que había en la vida. Sin embargo, El monstruo que hay en ti era una cuestión muy diferente. Por más que pensaba y le daba vueltas, no lograba crear una historia en su cabeza que pudiese desarrollar la idea. Sentía que era un tema que debía expresar de una forma más periodística, en forma de artículos de opinión, no enmascarándola dentro de alguna novela que sería leída únicamente por su madre y su novia.

De pronto, la solución apareció en su mente como si se tratase de una revelación divina. Esbozó una sonrisa, complacido y emocionado con lo que se le acababa de ocurrir, buscó en su móvil si existía ya un blog con aquel nombre. El resultado intensificó aún más la alegría en su cara; no existía nada en la web con aquel título. Algún que otro libro o artículo tenían nombres parecidos como El monstruo en mí o Todos tenemos un monstruo, pero ninguno desarrollaba la idea que él tenía en mente. Así que en ese momento lo decidió; crearía un blog con aquel título donde escribiría entradas semanales exponiendo la idea que llevaba años cultivando.

Al llegar a su casa, saludó a sus padres, se dirigió a su habitación, lanzó la mochila al suelo, se sentó en su sillón —donde solía escribir sus novelas— y cogió su móvil para llamar a Natalia, quería contarle la idea que acababa de tener y escuchar su opinión al respecto. Mientras esperaba que ella respondiese su llamada, se imaginaba títulos para las entradas de su nuevo blog. Estaba completamente seguro de que no sería leído por mucha gente, pero aunque fuera eso sería más que la cantidad de personas que había leído sus libros. No era lo mismo decirle a un amigo que leyese una nueva entrada de mil palabras que había publicado en su blog, que pedirle que leyese su nueva novela de trescientas páginas. Aquello le inspiraba aún más, el ser leído por gente, el que sus amigos se pudiesen sentir identificados con sus ideas.

Su novia reaccionó positivamente. Sabía absolutamente todo de Juan Pablo, incluso sus secretos más oscuros, y él los de ella. Entre la pareja no había ningún tipo de secreto; además de novios, eran mejores amigos. Juan Pablo era un chico moreno, de estatura media y de una personalidad muy especial; tranquilo, tímido con los poco conocidos y extrovertido con sus amigos más cercanos, romántico, atento y educado. Había conocido a Natalia gracias a un amigo de la universidad. Ella, por su lado, era una chica notablemente extrovertida, simpática, sonriente y vivaz. Su larga cabellera de tono castaño claro hacía juego con sus grandes y expresivos ojos, y su dulce sonrisa había enamorado al joven desde el momento en que la vio por primera vez.

Motivado además por la aprobación de su novia, el joven cogió su ordenador portátil sin levantarse del sillón, buscó la página por excelencia para crear y gestionar blogs y emocionado e ilusionado por empezar, dio paso a su nueva creación: El monstruo que hay en ti.

La idea era perfecta, pero ahora Juan Pablo se enfrentaba al momento más complicado de todo escritor: comenzar su obra. Habían pasado ya un par de días desde que se le había ocurrido aquello en el autobús, pero aún no lograba formular un comienzo adecuado para su nuevo blog. Tenía esa sensación que sólo los artistas conocen; aquella motivación que te come por dentro, que ansías sacar de dentro de ti con todas tus fuerzas. Se encontraba en ese momento en el que el escritor se queda horas sentado ante una hoja de papel, pluma en mano, y viendo pasar el tiempo en vano a la espera de una inspiración que muy excepcionalmente llega. De hecho ya había comenzado la primera entrada de su blog unas cinco veces, pero al llevar unas cuantas líneas, lo leía, e insatisfecho con lo que había escrito, lo borraba o terminaba haciendo del folio una bola de papel que protagonizaba junto al cubo de basura una especie de tiro final de un partido de NBA.

Esa tarde, mientras iba de camino a la universidad, el joven se quedó viendo el escaparate de una librería que estaba por el camino. Siempre lo hacía. A veces incluso, luego de pasar por ahí, se retaba a sí mismo a recordar todos los libros que estaban expuestos. Aquel día algo cambió; los libros estaban cambiados de posición, además había nuevas incorporaciones que le dieron el motivo perfecto para quedarse delante de ellos unos cuantos minutos, tenía que memorizar las novedades. De repente algo llamó fuertemente su atención. Era un libro que había leído hacía unos años: Memoria de mis putas tristes, de Gabriel García Márquez. Sus pupilas se dilataron de gusto y una agraciada sonrisa invadió su cara. La inspiración por fin había llegado. No más tiros finales de baloncesto con las hojas que contenían sus intentos fallidos de inicio del blog. Recordó parcialmente la frase de aquel libro que había llamado su atención, una frase con la que se había sentido muy identificado y que era el motivo de que el fantasma de la idea de El monstruo que hay en ti hubiera llegado a su mente.

Las ganas de empezar a escribir le hicieron replantearse el seguir andando hasta la facultad. Se quedó de pie unos segundos, pensando qué hacer, si asistir a la conferencia acerca del estatuto de Cataluña, o volverse a su casa, dar alguna excusa a sus padres por la cual no había tenido clases, y escribir la primera entrada de su blog.

No lo pensó dos veces. Dio media vuelta y se fue directo a la parada de autobús con la intención de irse a su casa. Mientras esperaba, intentaba acordarse de aquella frase, pero no lo lograba por mucho que lo intentase, un solo fragmento se repetía una y otra vez en su cabeza: «Soy puntual por lo poco que me interesa el tiempo ajeno», o algo así. Ansiaba estar sentado ya en el sillón de su habitación, buscar en internet la frase exacta, y empezar a escribir su blog.

Casi una hora después, sentado ya en el sillón de su casa, cogió su ordenador portátil, y lo primero que hizo fue intentar encontrar aquella frase del libro de Gabriel García Márquez. La búsqueda resultó un éxito. Sus labios se tensaron de satisfacción, y sus ojos se centraron totalmente en la pantalla.

Al leerla, recordó que lo único que lo había dejado un poco confuso era la última oración. Aquella que decía que el amor no era un estado del alma sino un signo del zodíaco. El día que había leído la frase se había quedado pensando un buen tiempo intentando encontrarle significado, pero había terminado desistiendo al no poder darle explicación alguna. En ese momento, intentó encontrarle nuevamente un sentido, y sólo pensó que García Márquez había intentado explicar que el amor no es una condición que llega de repente, sino que es algo con lo que ya nacemos.

Después de su reflexión, se centró en su propio asunto, escribir la primera entrada de su blog. Sin perder mucho más tiempo e increíblemente ilusionado con el comienzo de un nuevo hobby, abrió la página donde tenía alojada su reciente creación, se acomodó un poco mejor en su sillón, y empezó:

Entrada 1ª: Conócete a ti mismo

Recuerdo aquella vez que mi amigo Agustín me comentó acerca de lo de dejar tus decisiones y tus planes a la suerte de un dado; él lo había sacado de un libro que acababa de leer, y la verdad es que estaba muy motivado con la idea. Me hablaba de lo mucho que le gustaba todo aquello de asignar una decisión a cada número de dicho objeto y dejar al azar decidir tu forma de actuar.

«Terminarías echándote para atrás si toca una opción que ves imposible de hacer. Todos tenemos nuestra personalidad; por mucho que el dado diga lo que sea, siempre tendremos la opción de no hacerle caso», le comenté convencido la primera vez que me contó acerca de la idea.

«Ahí es donde está lo interesante», me respondió, para luego explicarme más detalladamente la idea que había sacado del libro y que luego había ido desarrollando él mismo: «Nunca pondrías en el dado algo que no quieres hacer. Pero eso no quiere decir que no vas a poner cosas de las que no te creas capaz. Es decir, la pregunta al decidir qué asignar a cada número del dado sería ¿qué quiero hacer?, y no ¿qué sería capaz de hacer?, sólo así te conocerás a ti mismo. Si ves una chica que te atrae físicamente, te gusta, quieres hablarle, conocerla, o acostarte con ella… ¿Qué le vas a asignar al dado? Las distintas formas en la que puedes lograr todo ello: actuando tímidamente, como un galán, como un patán, siendo chistoso, siendo agresivamente sexual al momento de hablar o actuando de forma casual. ¿Cómo sabes cuál de todas te gusta más? ¿Cuál de todas tiene más éxito? Siempre te habías escudado en tu personalidad: “Yo soy tímido y soy un caballero, no voy a ir a intentar ligármela siendo un patán’’. ¡Pero es que no sabes lo que es ser un patán! ¡No sabes si te gustaría ser así! ¿Por qué no dejarlo a la suerte de un dado y agregar además ese punto de adrenalina a tu vida?».

La idea sonaba bastante interesante teóricamente, pero aun así, siempre creí que llevarla a la práctica sería imposible. Siempre estaríamos condenados a actuar de acuerdo a nuestra personalidad.

Pronto leería una frase en un libro de García Márquez que mezclada con la teoría de mi amigo, resultaría en un cóctel tan atractivo que me haría plantearme por primera vez la idea de este blog.

Todos somos un reflejo. Un reflejo de lo que queremos que la gente piense de nosotros, de quien nos gustaría ser en cierto momento, de quien nos conviene ser…

Me gusta comparar a las personas con una cárcel. Una cárcel que encierra al monstruo más despiadado, cruel, perturbado y enfermizo que nos podríamos imaginar. Todos somos una cárcel que lucha la vida entera por mantener férreamente en cadena perpetua a ese temible monstruo que habita en lo más profundo de cada uno de nosotros; una cárcel que vive por y para tener a esa bestia encerrada tras los barrotes de lo que somos, o mejor dicho, de lo que creemos que somos. La diferencia entre tú y un asesino, entre tú y un perturbado sexual, entre tú y una mala persona, son tus barrotes, no el monstruo que hay en ti.

Espero que disfruten de mi blog. Muchas gracias.

Capítulo tres

 

La gris y lluviosa mañana hacía juego con el estado de ánimo de Manuel. Mientras se despertaba un poco después de las diez de la mañana —sin Aurora a su lado— pensaba nervioso y con cierto miedo acerca de la cita con Frank dentro de un par de horas. Sentía que no debía acudir. Algo dentro de él le repetía una y otra vez que dejara aquel encuentro de lado, se quedase en casa, y se inventase una buena excusa por la cual renunciar finalmente a escribirle un libro al amigo de su novia. A pesar de ello, la curiosidad que había creado el correo en él lo hacía incapaz de decidir cualquier cosa que lo alejase mínimamente del porqué aquel hombre le había enviado aquello la mañana anterior.

Finalmente se decantó de lleno por la idea de asistir al encuentro. «Total, ni que fuese un asesino en serie, es un amigo de Aurora», pensaba intentando tranquilizarse sin éxito.

Después de haberse duchado, se dirigió a la cocina a desayunar. Su novia le había dejado un par de tostadas en el microondas, así que las untó con mantequilla y se sentó en la mesa junto a su taza de café. Una vez frotadas sus manos, cogió una de las tostadas y le dio un gran mordisco. Mientras masticaba con la cabeza en blanco, giró su cabeza hacia el cuadro que había terminado de pintar la noche anterior. «No es para tanto», pensó. Nunca le gustaban los cuadros que hacía por encargo. Decía que era porque no le inspiraban en absoluto al observarlos, carecían de emoción para él. «Quinientos euros es mucho dinero por esa porquería. Le preguntaré a Aurora cuando llegue a ver qué le parece», pensó luego. Aunque era un hombre muy seguro de sí mismo e incluso muy poco modesto cuando de sus obras se trataba, siempre necesitaba la opinión de su novia respecto a cualquiera de ellas.

Miró el reloj y eran ya las once de la mañana, así que se apresuró a terminar el desayuno para luego vestirse, arreglarse y estar listo para salir con tiempo rumbo a la cafetería donde había quedado con su nuevo y misterioso cliente.

Se peinaba viéndose al espejo y dudó de qué colonia usar. Siempre se ponía una especie de perfume de limón que olía exactamente igual a la colonia Nenuco para bebés, pero le parecía que esta ocasión era lo suficientemente seria para ponerse algún perfume elegante, así que optó por Agua Brava, una colonia amarga para el olfato, pero de muy buen olor. «Estoy listo», se dijo a sí mismo mientras metía su billetera en el bolsillo de atrás de su pantalón.

Decidió ir en taxi, odiaba buscar sitio para aparcar cuando iba en coche; además, el carnet se lo había sacado hacía muy poco tiempo a pesar de su edad y no tenía mucha experiencia conduciendo. Desde que cumplió los dieciocho y tuvo la edad legal para conducir, decía que viviendo en Madrid y teniendo el metro era una pérdida de tiempo y dinero ir en coche a cualquier lugar dentro de la ciudad, además de que también eran una pérdida los mil euros que tendría que pagar para sacarse el carnet. Ya mudado a Nueva York, se había acostumbrado a moverse por la ciudad sin necesidad de tener coche.

Estaba notablemente nervioso, y el trayecto en taxi lo estaba poniendo más nervioso aún. Estaba paranoico. Sentado en el asiento de atrás, estando el coche en un atasco, miraba por la ventana a absolutamente todo el mundo que caminaba cerca, con miedo de estar siendo observado o perseguido. Cualquier intercambio de miradas que durase un poco más de lo normal aceleraba su corazón hasta hacerle sentir casi incapaz de respirar.

No conocía a Frank. Lo había visto una sola vez en su vida en una fiesta a la que había asistido con Aurora; era de noche, iba un poco bebido y no había intercambiado más de tres palabras con él. No lograba recordar su cara, sólo sabía que era un viejo muy alto y que tenía el pelo totalmente blanco, así que ese era el prototipo de hombre que buscaba nervioso desde el taxi.

Finalmente se bajó en la calle donde quedaba la citada cafetería y aceleró el paso para llegar puntual al lugar de encuentro. Debía andar unos diez minutos aproximadamente.

Mientras caminaba hasta el lugar, una lluvia de ideas atormentaba su cabeza. No era capaz de pensar en una sola cosa. Estaba preocupado y en cierta parte asustado por el contenido del correo electrónico que Frank le había enviado la mañana anterior; estaba intrigado por saber qué era lo que aquel hombre podía saber acerca de él; estaba emocionado por la idea que le había comentado Aurora acerca de escribir libros personalizados por encargo; estaba decepcionado por la mierda de pintura de la Gran Manzana que había terminado de pintar la noche anterior; estaba cansado de andar tan rápido para… ¿Para qué?

De repente, ahí estaba, en la entrada de aquella cafetería. Un intenso frío invadió su cuerpo. Por un ínfimo momento pensó en darse la vuelta y escapar como si estuviese a punto de quedar con el asesino más despiadado jamás conocido, pero en un arranque de valentía se aventuró a entrar. Tan sólo levantó la vista vio a Frank en una mesa del fondo; este le devolvió una sonrisa amable mientras doblaba el periódico que debía haber estado leyendo mientras lo esperaba.

—Hola. ¿Qué tal? —saludó el joven sonriendo, intentando restar tensión al encuentro. La mirada de aquel hombre era intimidante. Era un tipo alto, de unos ciento noventa centímetros aproximadamente; su blanca y larga melena estaba perfectamente peinada y engominada hacia atrás y en su mejilla tenía una larga cicatriz que desde el principio puso a especular a Manuel acerca de su causa.

—Me la hizo mi ex novia. Se enteró de que estaba poniéndole los cuernos con su hermana y se enfadó un poco —explicó Frank; notando que el joven se había quedado mirando la cicatriz fijamente.

No se había dado ni cuenta. Creía que había sido lo más discreto posible, incluso al ver la marca, había apartado la vista rápidamente para evitar que su nuevo cliente se sintiese incómodo.

—Jamás hubiera pensado que esa era la causa —respondió Manuel dejando escapar una tímida risilla, nuevamente intentando relajar el ambiente lo más posible. Pensó en ir directo al grano y preguntarle sin más rodeos acerca del correo, pero realmente tenía miedo. ¿Y si ese hombre sabía algo verdaderamente secreto de él? ¿Cómo reaccionaría ante una situación así? En cuestión de segundos, mientras se sentaba, en un repentino acto de valentía, tomó la decisión de no irse por las ramas; quería saber de una vez qué era lo que había querido decirle con aquel mensaje.

—A eso no hemos venido a hablar hoy. Creo que ni siquiera tengo que decirte qué es lo que sé, tú mismo sabes el significado de ese mensaje, Manuel. Hoy sólo quiero que terminemos de cerrar el trato y sepas un poco más de mí para que empieces a escribir mi libro lo más pronto posible ¿Qué te parece?