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Akal / Hipecu / 75

Juan-Luis Pintos

Recorridos por la religión

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Director de los Complementa

José Carlos Bermejo Barrera

Diseño de cubierta

Sergio Ramírez

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Para Andrés y Rosa, con gratitud 

Al lector

Cuando nuestro mundo tenía un centro todos los caminos llevaban a Roma. Luego, durante muchos siglos, nuestro mundo se descentralizó. Los caminos eran peligrosos y las ciudades acogedoras. Después de muchas guerras, nuestro mundo llegó a tener, durante cuatro decenios, dos centros: Washington y Moscú. En la última década del siglo pasado desapareció la centralidad de Moscú y en los albores de nuestro siglo el otro centro fue atacado y nos quedamos sin el Centro del Comercio Mundial (WTC).

Han estallado las referencias únicas y se están constituyendo referencias múltiples a partir de la distinción entre las referencias de «nuestro» mundo (autorreferencias) y las que provienen de los «otros» (heterorreferencias).

Nuestro conocimiento (y nuestra moral) se han vuelto complejos. Se nos presentan más posibilidades de las que podemos procesar y eso nos obliga a proceder selectivamente. «Nuestro mundo» está empezando a dejar de ser el desarrollo de unos principios cuya validez se presenta como intemporal, de unas normas que se ponen a sí mismas como irrenunciables y de unos valores con pretensiones universalizantes.

Estamos saliendo de ese mundo. Está empezando a dejar de ser «nuestro mundo». Y estamos entrando en otra forma de orden (cosmos) que se rige por la información y las decisiones. Desde las formas hipercomplejas de los mercados mundializados y el tratamiento de los conflictos internacionales, hasta la sencillez de la vivencia del ama de casa y sus comportamientos de consumo inteligente.

Obtener información se ha vuelto tecnológicamente accesible. Pero frente a la forma obsoleta de los procedimientos de identificación con lo ya conocido, tenemos que poder acceder a las diferencias y a lo diferente y a su forma de ser diferente. Los procesos de conocimiento se han vuelto emergentes porque en ellos han aparecido las diferencias.

Diferencias en la posición de los observadores en cuanto observadores. Ya no disponemos de una posición privilegiada desde la que se pueda observar y describir el todo, el mundo, la realidad. Estar en el camino de la diferencia supone que al conocer nos ubicamos siempre en un lado, el marcado por nuestra condición, y no sabemos nada del otro. «No sabemos que no sabemos lo que no sabemos». Tenemos un «punto ciego» insuperable.

Necesitamos tiempo para poder observarnos a nosotros mismos como observadores y observar los puntos ciegos de los que nos cuentan lo que, según ellos, sucede. Se han solido criticar y negar las religiones existentes sobre la base de que sus libros y relatos son construcciones mitológicas. Se ha pretendido, con absoluta seriedad y compromiso, que la razón (concebida como la disolución de los mitos) podría producir el sentido necesario para soportar las experiencias de los individuos sin necesidad de hacer caso de los «cuentos». Se ha pretendido establecer una rígida separación entre lo científico y lo literario, entre lo real y lo ficticio.

Estamos saliendo de esos mundos. Tenemos que reconstruir nuestro mundo más allá de las supuestas fundamentaciones ontológicas que lo sitúan fuera del espacio y del tiempo, fuera de las distinciones y las diferencias, fuera del fin y del sentido.

Por lo que tenemos que iniciar, ya se están iniciando, recorridos por todos esos campos y ámbitos de experiencia y de reflexión que se volvieron opacos e inaccesibles. Las «luces» nos sumieron en la oscuridad, los mapas nos ocultaron el territorio, los relojes nos falsearon el tiempo. Las fundamentaciones, los supuestos, las bases de nuestro pensamiento y nuestra reflexión, de nuestras normas y de nuestras prácticas nos han mantenido fijados en unos determinados espacios y tiempos. Ya es hora de que salgamos a caminar.

En las páginas que siguen invito al lector a un recorrido especial: el recorrido por la religión. No escribo para los que ya saben, ni tampoco para los desinteresados. Escribo para los que este territorio les resulta extraño, para los que nunca pasearon por él, pero que son sensibles a los enigmas, a los misterios. Escribo también para los que tuvieron experiencias importantes en su juventud que les llevaron a comprometerse con sus prójimos y que hoy se aburren en el desengaño. Escribo, finalmente para los que se atreven a romper con la forma de censura de «lo políticamente correcto» y les interesa orientarse en una sociedad compleja que le permite pensar y actuar por sí mismo, pero mucho mejor si se atreve a luchar acompañado por otros. La lectura no les resultará fácil a ninguno de ellos, pero no he podido, o no he querido, proponer cuestiones ya sabidas o manejar con más o menos desenvoltura los tópicos al uso.

Santiago de Compostela, mayo 2008.

I. Delimitaciones generacionales y experiencias diferenciales de la religión

Haciendo un uso libre de las propuestas orteguianas y de sus seguidores tendré que buscar una denominación que pueda servir para caracterizar a la generación que se corresponde con los nacidos inmediatamente después de la Guerra Civil (1939-1945) y que acceden a las ilusiones de la juventud en los años sesenta, intentan realizarlas en los setenta y primeros ochenta, comienzan a descreer de muchas cosas en los noventa y en este comienzo del milenio pasan a engrosar la múltiple legión de los «prejubilados» por diferentes instituciones y empresas de nuestra sociedad.

Como grupo de coetáneos, nuestra generación pasa la mitad de su existencia marcada por los sentidos y significados propios de la época histórica del franquismo, bajo sus diferentes modalidades y perspectivas. Éste es uno de nuestros principales «pasivos». Pero compensado con un «activo» que, pienso, va a acuñar nuestra autorreferencia generacional: la lucha, el aprendizaje, las expectativas y las decepciones por, en, hacia y sobre la «democracia». Quisimos, algunos, hacer la «Revolución» y nos encontramos, en el comienzo de nuestro ocaso, defendiendo la democracia. Ésa es nuestra paradoja generacional: la distancia que va de una situación ideal y definitiva a la cotidianidad y problematicidad de unas formas contingentes de organización social. Hemos sido formados en las diferentes y contrapuestas ideologías que nos prometían cualquier tipo de paraíso terrenal. De sus fracasos hemos aprendido a respetar lo cotidiano, la ambigüedad, la incertidumbre. Hoy nos encontramos saliendo del mundo en el que nos tocó vivir e iniciando una travesía con algunos instrumentos, inexactos e inseguros, de navegación.

A lo largo de nuestro camino hemos tenido que encontrarnos con diferentes «contemporáneos». Asumo aquí la distinción orteguiana entre «coetáneos» y «contemporáneos»: «Todos somos contemporáneos, vivimos en el mismo tiempo y atmósfera –en el mismo mundo–, pero contribuimos a formarlo de modo diferente. Sólo se coincide con los coetáneos. Los contemporáneos no son coetáneos: urge distinguir en historia entre coetaneidad y contemporaneidad» (p. 393) (Ortega y Gasset, Obras Completas, 2004, t. VI, pp. 385-420).

Para no extendernos en demasía aludiremos a cuatro grupos generacionales específicos, uno anterior al nuestro: la generación de la Guerra Civil; nuestra generación que comenzó a formarse en la posguerra, y dos posteriores, la generación que entra en los espacios sociales en los ochenta y la generación de los nacidos ya en democracia y que actualmente pelean por hacerse un hueco en el mercado de trabajo y en las responsabilidades cívicas colectivas.

Sobre nuestros antecesores, los que hicieron la guerra, se ha escrito mucho. Están suficientemente difundidas obras literarias (poéticas y narrativas) y cinematográficas que han tratado de representar lo que esa generación había vivido, en qué enfrentadas creencias se había desencontrado, con qué utopías se había ilusionado y con qué menguadas realizaciones se había decepcionado. Es una generación que nos legó el valor supremo de la ideología y de la fe, que quiso que acatáramos sus contradictorios «principios» y que trató de educarnos en unas tradiciones que ya no tenían soporte racional ni simbólico. Ese fue su gran fracaso: el rechazo de esos principios y la ruptura con esas tradiciones que para nosotros ya estaban vacías. Como las trifulcas clericales/anticlericales que han ocupado un gran espacio en las narrativas históricas (Caro Baroja, 1980; Arbeloa, 1973).

Pero junto a nosotros y detrás de nosotros estamos siendo contemporáneos de otras generaciones que muy probablemente nos apliquen a nosotros los juicios críticos que enunciamos sobre los antecesores. Pero de modo diferente.

La que algunos han dado en denominar, con bastante impropiedad, «Generación de la movida» y que yo significaría más bien con la expresión «Fin de siglo» son los que accedieron a la vida pública en la segunda mitad de los setenta y entraron a posiciones hegemónicas en la segunda mitad de los ochenta. La vida era una fiesta «modernizadora» y «progresista». A esa misma generación, pero ubicados mediáticamente en opacidades provinciales, pertenecen los emigrantes retornados que empiezan a desplegar sus actividades en los pueblos medianos de muchas partes de España y que desde el trabajo y el emprendimiento asumen el discurso hegemónico de la modernización y utilizan las nuevas estructuras democráticas para realizar un impensado (e improbable) «ascenso social». Esta generación va a estar muy directamente vinculada a las orientaciones políticas y culturales del triunfante «socialismo» y son algunas de sus minorías las que medrarán a la sombra del poder. En el caso de la universidad tendrán la pretensión de obtener reconocimiento académico y político simultáneamente. En los años noventa son nuestros (generacionalmente) más inmediatos competidores que aspiran a ejercer en todos los campos de los ámbitos cívicos. Algunos de ellos han aprendido el dolor y el sufrimiento en sus propias carnes o en otras muy cercanas en los «efectos no deseados» del festín vitalista, en particular las bajas producidas por el consumo de drogas.

Pero el tiempo fue pasando y en la segunda mitad de los noventa se puede identificar ya a una nueva generación que nació en los primeros años de la democracia y tuvo una infancia protegida de la que estuvieron ausentes aquellas limitaciones y sufrimientos que la generación de sus padres pudieron evitarles. Se enfrentaron, sin embargo, a una juventud más vinculada a la adquisición de objetos que a las exigencias ideológicas, más orientada por un sistema educativo tolerante que formativo y desembocaron así en un drama generacional: la incorporación a los mercados de trabajo. Las incitaciones al consumo no van acompañadas por las posibilidades de obtención de recursos que autonomice a los individuos, sino que los mantiene dependientes de las relaciones familiares y les impide iniciar procesos de autonomización personal. Tienen buenos rendimientos dentro del sistema educativo sometido a diferentes crisis, pero su profesionalización laboral parece estar más vinculada a la flexibilidad, la rutina y la precariedad de las tareas retribuidas. Se convierten en «voluntarios» porque realizan trabajos que nadie retribuye y son modelos de «solidaridad» mientras no comiencen a reclamar sus derechos.

Nuestro presente, el de nuestra generación, contemporánea con las que la preceden y la siguen, deviene en complejidad creciente y trivializada por los discursos privados y públicos. Buscar un sentido aparece hoy casi como una ilusión utópica y absurda. Integrarse en «lo que hay» es el deseo publicitado y la renuncia privada a identidades autónomas. Y en todo este desconcierto, nadie nos pide que reflexionemos, ni siquiera que pensemos, mucho menos que pretendamos tener proyectos vitales, sino que pongamos en práctica diferentes estrategias de mercado.

A partir de estas distinciones generacionales vamos a intentar describir los modos diferentes de experiencia de la religión. La religión en singular que se identifica con la doctrina, prácticas y normas propias de la Iglesia católica y no «las religiones», como sería más apropiado hablar si nos refiriéramos exclusivamente a la actualidad. Lo que pretendemos es describir los diferenciados puntos de partida generacionales, cuando abordamos el campo de las experiencias. En nuestra forma de vida la base de nuestro reconocimiento cultural está estrechamente vinculada a las experiencias individuales y grupales que nos han introducido en un sistema de reconocimiento mutuo y que nos vuelve «extraños» a los analistas externos que tratan de estudiarnos desde otras perspectivas culturales.

La Generación de la Guerra Civil

Aludía antes a que tenemos muchos testimonios, relatos, memorias y ficciones que nos describen abundantemente las experiencias de esta generación. Son todos aquellos que nacieron antes de los finales de los veinte y que llegaron a la Guerra Civil con alguna capacidad de decidir, aunque en la mayor parte de los casos fueron las circunstancias externas las que decidieron por ellos. La Segunda República, desde los primeros momentos (incendios de iglesias y conventos en mayo de 1931) llegó conducida por un fuerte anticlericalismo que elevó a documentos legales muchas de las expectativas de amplios grupos de la sociedad sobre los ámbitos relacionados con la práctica de la religión.

La mayor parte de esos grupos anticlericales están vinculados políticamente por ideas y programas de tipo socialista o anarquista. La España del siglo xix propició la expansión y fortalecimiento de los grupos anticlericales y antirreligiosos. Las posiciones políticas de las jerarquías eclesiásticas que se ubicaban casi sin excepciones en el bando de la reacción frente a cualquier tipo de liberalismo y organización democrática de la sociedad fueron generando tradiciones religiosas en el catolicismo muy alejadas de las perspectivas originales de los textos evangélicos. La religión deja de ser una experiencia específica para convertirse en una norma y una estructura de acceso o mantenimiento en las posiciones de poder. Por eso, después de diferentes avatares políticos y eclesiásticos se publica por parte de Pío IX la encíclica «Quanta cura» (Con cuánto cuidado) y el catálogo de errores denominado «Syllabus» (Índice de los principales errores de nuestro siglo) en diciembre de 1864. La declaración de la «Infalibilidad Pontificia» en el Concilio Vaticano I (1869-1870) amplía la brecha con otras confesiones cristianas y la condena sin paliativos del liberalismo arroja a los intelectuales más destacados a la configuración de grupos integristas que sólo empezarán a disolverse con el espíritu desencadenado a partir del Vaticano II. Otros grupos, muy minoritarios en esa generación tratarán de vincular las propuestas socialistas (y/o anarquistas) con las raíces evangélicas del cristianismo. En generaciones posteriores este grupo muy minoritario se desarrollará con bastante pujanza.

En general, durante el período franquista, los vencedores de la Guerra Civil volverán a encontrarse con las tradiciones religiosas que ellos van a considerar «la única religión verdadera» que tratarán de mantener doctrinalmente mediante la ortodoxia convertida en catecismos. Es muy interesante señalar que los catecismos que estudiamos en España han tenido cuatro siglos de duración. Se originaron a comienzos del siglo xvi y su autores fueron jesuitas: Jerónimo de Ripalda y Gaspar Astete y ambos fueron adaptados levemente en el siglo xviii, pero todavía los estudiábamos en los años cincuenta (dependiendo de en qué región española se cursara la enseñanza primaria tocaba uno u otro) (Astete & Ripalda, 1997). La generación de la Guerra Civil tiene las cosas claras en el campo religioso y así se las transmite a la generación siguiente. La formación de «la» tradición sigue un procedimiento selectivo de simplificación de las dificultades del pensamiento y de la práctica religiosa. La vinculación con las variaciones históricas que están presentes desde las primeras comunidades cristianas hasta las disputas entre emperadores y papas y las diferentes formas organizativas de las Iglesias y sus procesos históricos de diferenciación y reconstrucción después de períodos críticos, es inexistente. Sólo hay «una» historia de la Iglesia (católica, apostólica y romana). No se reconocen las posibles «verdades» de los disidentes, de los que paradójicamente tenemos en España una información casi exhaustiva a través de la monumental obra de Menéndez y Pelayo Historia de los heterodoxos españoles (1878). Y por ello, la generación de la Guerra Civil transmite fielmente a la generación siguiente lo que ellos creen que es lo fundamental de la religión: una doctrina, una moral y una forma de vida.

Los que perteneciendo a esa generación no comulgaban con la común posición lo tuvieron especialmente difícil, pues la vigilancia que se mantuvo sobre la transmisión de la religión bajo el franquismo no empieza a relajarse hasta los años sesenta, años en que se forma la generación siguiente.

La Generación del Concilio Vaticano II

Es la última generación, de las contemporáneas, formada hasta la universidad en los métodos tradicionales, con los contenidos tradicionales y con las disciplinas tradicionales. Esto no quiere decir que con posterioridad a su etapa educativa no haya reaccionado contra ese tipo de educación rompiendo en gran parte con las tradiciones familiares y religiosas.

Esta generación, a la que yo pertenezco, tuvo pocas posibilidades de desarrollarse con autonomía de las anteriores. Si bien el tema de la Guerra Civil solía ser tabú en las conversaciones familiares, lo mismo que el de la política (entendiendo por tal la confrontación democrática), el tema de la religión y lo religioso estaba profundamente enraizado en el ámbito familiar, en el educativo y en el público.

La familia era el lugar privilegiado de acceso a las prácticas religiosas que comenzaban ya con una eficaz tradición en los nombres que se imponían a los recién nacidos, con un peso importante de los nombres que aparecían en las dos ramas de la familia. Los santos más frecuentados coincidían con los «héroes» del momento (Francisco, José Antonio, Adolfo…), o las advocaciones de la diferentes Vírgenes (Dolores, Remedios, Begoña, Montserrat, etc.). En ciertos casos se llegaba a utilizar el santo del día tomado de algún calendario religioso. Una de las primeras obligaciones que se imponía a los niños, además de las habituales de higiene, comida y demás funciones corporales, era la del rezo nocturno que primero se realizaba con la madre y después cada uno por su cuenta (pues luego siempre te preguntaban: «¿has rezado?»).

De entre las diversas fórmulas, recuerdo aquella de «Cuatro esquinitas tiene mi cama…» de una elevada efectividad, pues vinculaba lo invisible a las delimitaciones espaciales. En la línea del rezo se daba en muchas familias la práctica del rezo del Rosario, en particular cuando había varias personas mayores en la casa y varios niños. En esta práctica se ponían en juego diversas funciones comunicativas. En primer lugar la memoria, no sólo de las oraciones que se repiten (padrenuestros, avemarías y letanías), sino de los «Misterios» que van variando según el día de la semana y eran quince, en tres grupos de cinco. En segundo lugar se ejercitaba mucho la paciencia, pues al ya largo tiempo del recitado del Rosario se añadían las particulares devociones de los miembros de la familia con sucesivos «padrenuestros» a santos. Recuerdo que, en mi caso, teníamos siempre uno dedicado a santa Juana Francisca Fremiot de Chantal, fundadora de alguna orden religiosa que había ayudado a la familia en tiempos difíciles.

En la casa familiar, además de la práctica de rezos en común, bendición de la mesa antes de comer, por ejemplo, se encuentran también diferentes objetos que integran la religión en los espacios de la intimidad. Comenzando por el más significativo simbólicamente, la imagen del Cristo crucificado (como escultura, como pintura o como simple estampa) en la cabecera del lecho conyugal. La representación de la divinidad preside la vida entera del individuo de la concepción a la muerte. Después están también presentes según los diferentes estratos sociales pinturas, tallas, tapices, cromos, estampas con diferentes representaciones de personajes relevantes de la «Historia Sagrada» y de la historia de la Iglesia. En esos momentos y en una familia católica no se solía encontrar una Biblia en la casa. Las primeras biblias accesibles de las que se dispuso por parte de los seglares fueron las traducciones de Nácar & Colunga (1944) y la de Bover & Cantera (1947). Posteriormente aparecerá la traducción de la llamada «Biblia de Jerusalén» (1966), llegando una traducción del Nuevo Testamento con un lenguaje más accesible en 1975 (L. A. Schökel & J. Mateos).

La experiencia religiosa tenía también una enorme visibilidad fuera de la casa familiar. Especialmente de los lugares de culto en una gran variedad por su relevancia: la Catedral, la Colegiata, la Iglesia parroquial, las iglesias de los diferentes conventos y órdenes religiosas, las capillas, las ermitas, etc. Son espacios que orientan y rigen los diferentes tiempos de la experiencia de los individuos en cuanto miembros de los grupos familiares. El día que la familia va a la iglesia a participar en los cultos semanales –el domingo–, o cultos específicos –Patrón, Navidad, Semana Santa–, es siempre un día festivo, diferente de los otros días de la semana o del año. Se genera con ese hábito reiterado año a año una orientación básica en las referencias temporales. Se conjura de ese modo la desorientación producida por el trasvase de población del campo a lo urbano. Mientras que la experiencia rural viene regida por el paso cíclico de las estaciones y de las labores agrarias que las acompañan produciendo efectos de estabilidad y de repetición de lo semejante que permite a los individuos reconocerse a sí mismos en el paso del tiempo, la vida en las ciudades no se rige por esos códigos. La fijeza proporcionada por la reiteración de las tareas agrarias va siendo sustituida por la variación de los horarios de trabajo establecidos artificialmente y por la relevancia del hogar con unas horas fijas de levantarse, comer, cenar y acostarse, y por la relevancia del polo externo de la iglesia o local que se visita también periódicamente y en el que se rompen las rutinas del hogar, pues los espacios exteriores se vinculan con tiempos festivos y con celebraciones, que implican en muchos casos vestidos de fiesta, juegos, comidas especiales, bebidas y libertades insospechadas.

Es en esas situaciones o momentos en los que se van encontrando a los otros significantes, fuera de los parámetros fijos del aula escolar o el taller laboral. Se empieza así a establecer comunicaciones alternativas y diferentes a las de la propia familia. Se descubren mundos ajenos deseables y se comienzan a construir estrategias de comportamientos no reglados por las normas íntimas familiares. O en abierta contradicción con ellas. Comienza así la introducción de la moral en la experiencia individual. En nuestra generación a los siete años se llegaba a lo que se denominaba «edad del uso de razón». Se suponía que a esa edad el individuo podía ejercitar el raciocinio siendo así responsable de sus actos. La consecuencia era clara: se podía comenzar a cometer pecados, es decir, infringir alguna de las normas establecidas en los códigos morales («mandamientos») de pensamiento, hecho u omisión. Pero entonces comenzaban a cumplir su función los sacramentos: de la confesión y de la comunión.

La primera fiesta en la vida de un niño era el día de la primera comunión («El día más feliz de mi vida»). Se anticipaba con una preparación de semanas o meses, se ponía a prueba la «madurez» del candidato, se ponía uno vestidos especiales (los famosos trajes de «marinero»), se inmortalizaba el momento con una fotografía (que muchos conservamos), se participaba en una ceremonia especial con asistencia de familiares y compañeros y finalmente se recibían regalos en una fiesta familiar. En la opacidad permanecía el derecho al reconocimiento de uno mismo como pecador y la obligación de la confesión «auricular». La realidad empezaba así a construirse mediante ese código que con posterioridad nos encontraremos en muchos momentos de nuestra vida: el código relevancia/opacidad (Pintos, 2003).

El pecado fue la obsesión que nos persiguió toda nuestra juventud. Y la consecuencia del pecado, el Infierno. Quizá no exageraríamos si dijéramos que nuestra sensibilidad generacional está traspasada de esa sensación, que por muy distintos medios, nos hacían sentir permanentemente: el miedo al Infierno. Y con ello la pérdida total de la autonomía de nuestra conducta, pues muchos actos podían ser pecado (no olvidemos: original, venial y mortal). La técnica de la confesión era ciertamente prolija y no facilitaba las cosas. Eran necesarias cinco cosas para hacer una buena confesión, según el catecismo: «Examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de la enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia». Además estaba la distinción entre «Atrición» (pesar de haber ofendido a Dios por miedo al castigo) y «Contrición» (pesar de haber ofendido a Dios con propósito de confesión y enmienda) (Astete & Ripalda, 1997: 32). Toda esta compleja tecnología sobre la que versaban muchos de los sermones y pláticas de los clérigos marcó muchos de los comportamientos generacionales aun después del rechazo de la religión o del descubrimiento del cristianismo como una religión diferente de la que recibimos cuando niños.

Estas experiencias infantiles a veces se prolongaban un cierto tiempo, otras conducían rápidamente a la incredulidad y al ateísmo. Las experiencias religiosas de nuestra generación se diversificaron enormemente con el paso de los años. Todavía, la mayoría se casó por la Iglesia (en tiempos de Franco el matrimonio religioso tenía efectos civiles), al menos el primer matrimonio. Probablemente los siguientes fueron sólo civiles. Probablemente también, la mayoría hizo bautizar a sus hijos (en parte para evitar el conflicto familiar con la generación anterior). También es probable que la mayoría elija una ceremonia religiosa para su entierro, sobre todo teniendo en cuenta que la Iglesia católica no pone dificultades actualmente para la cremación de los cadáveres.

La Generación del «Fin de siglo»

Prestige

También han aparecido generacionalmente como grupos entusiastas implicados en las grandes movilizaciones-espectáculo llevadas a cabo por el papa Juan Pablo II y vinculados, por tanto a claves y experiencias específicamente religiosas (Mardones, 2005).

*****

La única pretensión de este capítulo es presentar la gran diversidad con que las diferentes generaciones contemporáneas han tenido experiencias de la religión y por tanto la gran distancia que debe existir entre las referencias de unos y otros grupos. Los datos que nos proporcionan los estudios sociográficos de los últimos años son suficientemente elocuentes para no necesitar una explicación excesivamente detallada. Para la gran mayoría de los jóvenes la experiencia religiosa es inexistente, aunque la pregunta acerca de su confesión religiosa todavía arroje valores cercanos al 40 por 100. Las dos generaciones centrales en nuestra sociedad, la gobernante y la ascendente, tienden a expresarse en fórmulas laicistas y a desvincularse de cualquier problemática sobre la que todavía se producen pronunciamientos de instituciones u organizaciones religiosas. La generación más joven no sólo no tiene criterio propio sobre los asuntos religiosos, salvo unas minorías testimoniales, sino que parece adaptarse bien a las diferentes formas de moral imperante sin casi ningún complejo o sentimiento de culpa y menos de «pecado». Siguen sin embargo apareciendo como «problemáticos» los diferentes grupos de creyentes católicos que se reúnen semanalmente en las iglesias, escuchan la predicación, practican los sacramentos, bautizan a sus hijos y entierran religiosamente a sus familiares. Las cifras de este grupo rondan entre un 20 y un 30 por 100 de la población (como unos ocho o diez millones de españoles), que tienen derecho a voto y lo ejercen y que han aprendido a manifestarse en las calles cuando el gobierno toma medidas que creen que les afectan.

La comparación, a distancia, con los años del franquismo resulta paradójica. Mientras que en aquellos años los temas tabuizados socialmente eran el sexo y la política y no tenía ningún problema cualquier tipo de manifestación religiosa, hoy sucede al contrario. Se están haciendo tabúes las cuestiones religiosas y trascendentes (no serían «políticamente correctas») y cualquier tipo de experiencia o juego sexual adquiere una resonancia pública magnificada por los denominados medios de masas y las discusiones políticas y en particular las campañas electorales y toda la publicidad y propaganda envolvente se hace permanentemente presente.

En fin, las experiencias como no puede ser de otra manera, son cambiantes, ¿qué pasa con las ideas y las prácticas? A eso nos enfrentaremos en los próximos capítulos.