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Akal / Pensamiento crítico / 59

Luis Alegre Zahonero

El lugar de los poetas

Un ensayo sobre estética y política

Ilustraciones: Alfredo Almendro

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En las situaciones de crisis de régimen, cuando las convicciones más sólidas se erosionan, es posible ver y pensar lo que de ordinario nos resulta invisible; no es de extrañar, pues, que sea entonces cuando la filosofía cobre un papel especialmente destacado. Son estos los momentos en los que es posible ver hasta qué punto hay grandes batallas (teóricas y políticas) que se libran en ese espacio misterioso –«el lugar de los poetas»– donde se ponen las palabras a las cosas.

La reflexión respecto al problema del poder que emana del nombrar ha cobrado en las últimas décadas la forma de una reflexión sobre el populismo o sobre los significantes vacíos. Sin embargo, este es ya el meollo de la Crítica del juicio de Kant; a partir de ahí, el problema ha ido ocupando de un modo creciente el corazón mismo de la historia de la filosofía: Schiller, todo el Romanticismo, Nietzsche, Freud e incluso los principales autores marxistas del siglo XX que, de un modo u otro, se vieron obligados a desplazar el centro de sus investigaciones hacia el terreno de la estética.

El lugar de los poetas pretende ser un recorrido crítico y ameno por ese hilo conductor que recorre secretamente la historia de la filosofía al menos desde la Ilustración y que, sin embargo, sólo aflora en situaciones excepcionales.

«El mejor libro que he leído en los últimos diez años.» Santiago Alba Rico

«El libro de Luis Alegre es de una claridad pasmosa. Todo un contraste con la pedante dificultad de las ocurrencias que llevan un siglo empantanando el sentido común.» Carlos Fernández Liria

Luis Alegre Zahonero es profesor en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid (en el Departamento de Historia de la Filosofía, Estética y Teoría del Conocimiento). Es autor de distintos libros, entre los que destaca El orden de «El capital» (con Carlos Fernández Liria, Akal, 2010; Premio Libertador al Pensamiento Crítico). También junto a Carlos Fernández Liria y otros, ha publicado en Ediciones Akal Educación para la Ciudadanía. Democracia, capitalismo y Estado de Derecho y la serie de libros de texto de Filosofía. Ha sido uno de los miembros fundadores de Podemos, coordinador general de la ya histórica Asamblea de Vistalegre, secretario general de Madrid y miembro de la dirección estatal hasta su regreso a la vida académica.

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RAG

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Este trabajo se ha realizado en el marco de los Proyectos de Investigación «¿Actualidad del humanismo e inactualidad del hombre?» (FFI2013-46815-P) y «Populismo versus republicanismo: el reto político de la segunda globalización» (FFI2016-75978-R).

© Luis Alegre Zahonero, 2017

© Ediciones Akal, S. A., 2017

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4421-5

A Carlos Fernández Liria, mi maestro

La condición «indígena» se limita a nombrar y usar las cosas; la condición «humana» a superarlas –a través del nihilismo, la religión o la economía–. La poesía, como otras mirabilia, abre una rendija entre las dos.

Santiago Alba Rico, La ciudad intangible

INTRODUCCIÓN

Comúnmente se entiende por «Estética» la disciplina que se ocupa de la cuestión del arte y la belleza, y esto sin duda es cierto. Sin embargo, esto no puede hacernos olvidar que ese terreno resulta decisivo también para el asunto de la verdad y la justicia. El objetivo principal de este libro es proporcionar una introducción básica a la cuestión (específicamente filosófica) de la «estética» centrada en la conexión entre las grandes esferas de la verdad, la justicia y la belleza, muy especialmente en lo relativo a la relación entre estética y política.

Pertenecemos a un mundo en el que esas esferas se han desacoplado. Hoy nos resulta evidente que los tratados de física teórica, los códigos penales y las obras literarias pertenecen a órdenes de cosas que no tienen mucho que ver entre sí. Por un lado, están las cosas que conocemos; por otro lado, las reglas de lo que debemos hacer (ya sea en términos jurídicos o morales); y ninguno de los dos órdenes guarda mayor relación con el arte y la belleza. Una cosa es lo que se hace en la Ciudad Universitaria (como sede de la verdad) y se publica en textos científicos. Otra cosa distinta es lo que se hace en los juzgados o en el Parlamento (que tiene que ver con códigos y leyes). Y ninguna de las dos guarda mucha relación con lo que se hace cuando se va a un museo o se lee una novela.

De hecho, pertenecemos a un mundo en el que los distintos ámbitos de la vida se han independizado unos de otros. Aquí nos vamos a ocupar de la relación entre verdad, justicia y belleza, pero podríamos pensar en cualquier otro ámbito. Por ejemplo, nos resulta evidente que una cosa es trabajar y producir, y otra distinta es rezar. No tiene mucho que ver lo que se hace el lunes por la mañana en la oficina y lo que se hace el domingo por la mañana en misa. Sin embargo, no siempre ha sido así. Cualquier antropólogo sabe que en las comunidades indígenas no es tan fácil distinguir, por ejemplo, entre rezar y cultivar, porque no hay modo de saber en qué medida se está sembrando y en qué medida se está nutriendo a la Pachamama.

Tampoco las esferas de la verdad, la justicia y la belleza han estado siempre tan separadas como hoy nos las encontramos. De hecho, el concepto de «autonomía» del arte es un producto específico del siglo XVIII. Esta idea de «autonomía» se suele relacionar con la independencia respecto al poder de la Iglesia y de la monarquía. Y es verdad, pero es sólo una parte pequeña de la cuestión. En realidad, el arte conquista su autonomía cuando ya no necesita demostrar que es útil para la transmisión de la verdad ni para la conservación del orden social. La obra de arte ya no necesita demostrar que es útil para nada. Su valor pasa a ser independiente de cualquier utilidad. Se basta a sí misma para justificarse. Le basta con ser bella. En ese momento, puede por fin defender orgullosa el derecho al «arte por el arte».

Pero, según se va consolidando esta idea, el arte va ocupando un lugar cada vez más periférico en nuestras sociedades. Vamos al teatro o leemos poesía en los márgenes que nos deja nuestra vida cotidiana. Es esa actividad a la que podemos dedicarnos en los ratos sueltos que nos dejan las actividades socialmente relevantes. Podemos ir a un museo el domingo por la mañana o podemos leer unas páginas de una novela antes de dormirnos. Pero nadie pretende que esa esfera sea la clave de bóveda desde la que se sostiene el orden social en su conjunto, ni en lo relativo al conocimiento ni en lo relativo a las normas.

Sin embargo, de un modo un tanto paradójico, según el arte va quedando cada vez más arrinconado en una posición socialmente marginal, las cuestiones «estéticas» van ocupando un lugar cada vez más importante en el conjunto de la reflexión filosófica. De hecho, la «estética» no surge propiamente como disciplina hasta que el arte no ha consolidado ya su autonomía. Y, apenas un siglo después, en la historia de la filosofía todo amenaza con convertirse en nada más que estética.

Por otro lado, pertenecemos a un mundo en el que la objetividad respecto al arte y la belleza parece que se nos escurre entre los dedos. Ante la imposibilidad de alcanzar una respuesta concluyente, estamos a punto de abandonar la pregunta misma: «¿qué es la belleza?», «¿qué es el arte?». Mientras la pregunta se desvanecía, hubo un tiempo en que se mantuvo el resquicio de confiar en la posteridad como criterio: aunque no haya modo de proporcionar una respuesta en condiciones, cabe confiar en que el tiempo termine poniendo las cosas en su sitio. Sólo lo perdurable podrá conservar el título de «gran arte» y lo efímero será catalogado como un espejismo transitorio. Pero, en una especie de rebelión contra esta última trinchera, no tardaron en proliferar creaciones de «arte efímero» que reclamaban este rasgo con orgullo. Hoy todo el mundo parece resignado a admitir con Dino Formaggio que «arte es todo aquello que los hombres consideren arte». De este modo, se nos disuelve el concepto por completo y perdemos toda posibilidad de distinguir (de un modo ni remotamente objetivo) entre cosas que son «arte» y cosas que no lo son. Sin embargo, es probable que esta respuesta nos diga más sobre el mundo en el que vivimos que sobre el arte mismo. La pregunta ineludible es: ¿cómo hemos llegado hasta aquí?, ¿qué ha tenido que ocurrir para que incluso la belleza se haya roto tan en pedazos que ya no nos quepa más que andar de individuo en individuo preguntando su opinión (privada y subjetiva) a ver si es posible hacer algo con la «suma de todos»? Como veremos, puede que este sea uno de los indicios más inequívocos de que nos encontramos con una humanidad descompuesta en sus partículas y rota en pedazos (pero habrá que esperar hasta el final del capítulo III para poder plantear por completo esta cuestión).

En cualquier caso, sigue habiendo como mínimo algunas concreciones institucionales que, por su propia naturaleza, no pueden renunciar tan fácilmente a la pregunta. Si siguen teniendo algún sentido las facultades o escuelas de bellas artes, los museos o las titulaciones de historia del arte, cabe confiar en que al menos los directores, decanos y vicedecanos de estudios no hayan claudidado hasta el punto de meter cosas al buen tuntún en los museos o en las titulaciones de «Historia del arte» (y dejar otras fuera de un modo igualmente aleatorio). Mientras al menos ellos mantengan con firmeza que tiene sentido objetivo estudiar a Shakespeare como gran literatura (y no lo tiene estudiar instrucciones de electrodomésticos), o que hay una diferencia objetiva (en lo relativo a la belleza y calidad artística) entre la Venus de Milo y cualquier montón de escombros, seguirá teniendo sentido la pregunta «qué es el arte» o «qué es la belleza». Y, por supuesto, a una pregunta como esta, filosófica en su forma, no cabe responder con una encuesta a cada individuo por separado. Esta operación puede ser apropiada antes de lanzar un producto al mercado (unas zapatillas o un coche) para saber si va a tener éxito, pero no podrá proporcionarnos ningún rastro de la objetividad que requerimos.

El problema grave que queremos demostrar en este libro es el siguiente: si se pierde todo resquicio de objetividad en ese terreno del arte, la poesía, el juicio, el genio, la belleza, ese terreno al que hemos llamado «el lugar de los poetas» (el lugar donde se ponen nombres a las cosas, se conciben formas para la materia y se crean reglas para el mundo), lo que menos nos debe preocupar es lo que le pueda ocurrir al arte mismo. La tesis que vamos a defender aquí es que, sin objetividad de ningún tipo en ese terreno, puede que se nos desplome también el orden mismo de la verdad y, sobre todo, el orden de la justicia.

El recorrido de este libro comenzará con ese conflicto (que, según Platón, «viene de antiguo») entre filosofía y poesía. Por algún motivo que tendremos que explicar, la historia de la filosofía arranca con la exigencia de expulsar a los poetas de la Ciudad. Nos ocuparemos detenidamente de este asunto en el capítulo I. De momento, baste señalar que no le faltan motivos a Platón para considerar que los poetas suponen un grave obstáculo para la libertad, para la razón y para el cultivo de lo más noble que hay en nosotros. Posteriormente, en el capítulo II, analizaremos el triunfo apoteósico del platonismo que tiene lugar con el surgimiento de la física matemática y la filosofía de Descartes (en lo relativo al orden de la verdad) y con el proyecto ilustrado, en concreto con lo planteado por Kant en la Crítica de la razón práctica (en lo relativo al orden de la justicia). Sin embargo, el retorno de los poetas no se hace esperar. En el capítulo III analizaremos el modo como irrumpe con fuerza, desde finales del siglo XVIII, la necesidad de poner la estética en el primer lugar de las preocupaciones filosóficas. El punto cumbre a este respecto se alcanzará con la defensa que hace Nietzsche de la metáfora frente al concepto y, con ello, de la actitud estética y el juego frente a cualquier otra consideración. Este tercer capítulo (tanto por su extensión como por su contenido) constituye el núcleo principal del libro. Por una cuestión de simplicidad y claridad expositiva, comentaremos sólo por encima algunos conceptos fundamentales de la Crítica del juicio de Kant y continuaremos la exposición del problema a través de las Cartas sobre la educación estética del hombre de Schiller. Sólo más tarde, cuando el problema completo logre salir a la luz en los apartados sobre Nietzsche, retomaremos algunos elementos del planteamiento kantiano para tratar de defender (pese a todo) el ideal ilustrado de progreso (ideal que, en cualquier caso, está lejos de sostener que el género humano camina necesariamente hacia lo mejor; algo que, a la vista del panorama actual, resultaría de una ingenuidad enternecedora). Posteriormente, dedicaremos el capítulo IV a explicar el modo como todos los problemas planteados han tenido su expresión política a lo largo del siglo XX (en un mapa de posiciones que, en lo fundamental, coincide con el mapa de posiciones enfrentadas que se da ya en la Revolución francesa). Por último, se incluye un epílogo de Carlos Fernández Liria en el que se conectan los problemas filosóficos planteados con la situación actual.

Debe tenerse en cuenta que el libro completo constituye el desarrollo de un único argumento. Al hilo de este, se van trayendo a colación elementos planteados por autores clásicos de la historia de la filosofía. Pero en ningún caso se trata de presentar una exposición sistemática y completa del pensamiento de esos autores. El objetivo es hacernos cargo de la relación entre estética y política, tratando de mostrar hasta qué punto tanto el orden de la verdad como el orden de la justicia reposan en cierto modo sobre ese lugar misterioso en el que se ponen las palabras a las cosas. El recorrido por distintos autores (desde Platón y el conflicto con los poetas hasta Judith Butler y la performatividad de lenguaje) se realiza siempre de un modo parcial y subordinado al objetivo de exponer el problema en su conjunto. De hecho, sólo al final del libro se pone plenamente de manifiesto a propósito de qué se introducen todas piezas que, a lo largo del desarrollo, van introduciéndose como meras piezas de un argumento que no es completo hasta el final.

Así pues, este libro no trata de proporcionar una lectura erudita de autores clásicos de la historia de la filosofía para un público especializado. Por el contrario, el principal objetivo es proporcionar un texto de apoyo a estudiantes (que muchas veces no son de Filosofía) y que me han reclamado con insistencia algún tipo de manual que les sirva de ayuda para entender el marco general del problema. Por esto mismo, puede servir de introducción a cualquier persona interesada en la relación entre estética y política y, en general, en los problemas nucleares de la historia de la filosofía.

En este sentido, el principal compromiso ha sido con la claridad. Se ha hecho el mayor de los esfuerzos para que se pueda entender todo sin necesidad siquiera de formación filosófica previa. Todo menos lo que no se puede entender en absoluto (porque es imposible: el misterio insondable que se esconde en el lugar de los poetas, la creación original y el genio). Pero, incluso en este punto (ese último abismo que se ubica en el límite mismo de lo inteligible pero por el lado de allá), el compromiso es que al menos se entienda con claridad por qué ese misterio va a permanecer siempre, de un modo irreductible, como misterio.

Para la elaboración de este libro he adquirido una cantidad enorme de deudas que quizá no pueda saldar, pero sí quiero al menos agradecer.

En primer lugar, con todos los compañeros y compañeras que pelean día a día para que siga teniendo sentido la diferencia entre «verdad» y «mentira» o entre «justo» e «injusto» y, por lo tanto, mantienen viva la idea de Progreso.

Más en lo concreto, con los amigos que han tenido la generosidad de leer el libro antes de enviarlo a la imprenta y hacerme comentarios, correcciones y matizaciones que han resultado decisivas (en especial con Julián Santos y María José Callejo).

Con Carlos Fernández Liria a quien, además de los comentarios, matizaciones y por supuesto, el epílogo, le debo agradecer, mucho más allá, la enorme suerte de haberle tenido como maestro y haber adquirido de él (entre otras muchas cosas) la pasión por la filosofía. Hay pocas cosas tan mezquinas como no reconocer al propio maestro y, al menos esta, es una vileza que no pienso cometer.

Todos los textos de Santigo Alba Rico han supuesto una fuente de inspiración cuya importancia es imposible agradecer lo suficiente. Sin su trabajo infatigable, nuestro país (e incluso nuestro idioma) sería más pobre filosófica y poéticamente (algo difícil de cuantificar pero perfectamente objetivo).

Con Álvaro Sainz Vacas, uno de esos extraños seres que están al nivel de las reglas y no de los casos. Sin su audacia, inteligencia y mordacidad, el resultado habría sido mucho peor. No son pocas las cosas que han sido ampliadas, matizadas o corregidas para ajustarse a sus objeciones (tan sólidas como ineludibles). Su compromiso tenaz con el rigor, y su desconfianza natural hacia las cosas que carecen de claridad cartesiana, es algo por lo que debo dar las gracias, para empezar, en nombre de los lectores. También quiero agradecerle la generosidad de prestarme numerosas imágenes y ejemplos (no sólo de biología).

Quiero destacar también una enorme deuda con Eduardo Fernández Rubiño, a quien (aparte de robarle algunas imágenes y ejemplos) debo agradecer conversaciones lejanas en las que se empezaron a poner encima de la mesa buena parte de los problemas aquí planteados.

Con Tomás Rodríguez, que me animó desde el primer momento a publicar este libro.

Por supuesto, me siento en deuda infinita con los excelentes profesores de los que he podido disfrutar en la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). De entre mis mejores profesores, debo un agradecimiento muy especial a Jacobo Muñoz, Nuria Sánchez Madrid y Fernando Rampérez, que confiaron en que podía llegar a ser un profesor digno de la UCM; a los compañeros de Estética, que siempre han estado dispuestos a ayudarme ante cualquier dificultad; tambien quiero agradecer a José Luis Pardo y a José Luis Villacañas la generosidad que han tenido, como investigadores principales, de integrarme en sus proyectos de investigación, en el marco de los cuales se ha desarrollado este trabajo (siendo enorme la deuda que tengo contraída con todos los miembros de ambos grupos).

Pero quizá la mayor de las deudas la tengo con mis estudiantes de la Complutense que, con sus miradas exigentes (reacias a aceptar nada que no se entendiera con claridad) y sus dudas sinceras, me han permitido explicarme a mí mismo algunos problemas que, en soledad, seguramente habría intentado esquivar.

Y con mis padres, sin cuyo apoyo incondicional simplemente no sé quién sería (pero desde luego no sería «yo»).