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CAPÍTULO I

Era una tarde de otoño: la caída de la noche estaba muy próxima, el aspecto gris y borrascoso de la misma únicamente se atenuaba por los débiles y fragmentados rayos de luz que se vislumbraban en el horizonte.

Fue en ese preciso momento cuando comenzó a fraguarse la mayor pesadilla que jamás hubiera creído posible. La relevancia de los posteriores acontecimientos que tuve que vivir determinó por completo el curso de mi vida.

La ciudad que me vio nacer es la más cosmopolita del mundo y una de las más atrayentes que existen, la inmensa y espectacular ciudad de Nueva York; mi lugar de residencia se sitúa a una cierta distancia del centro.

Concretamente, vivo en un barrio situado en la parte suroeste de Manhattan y la situación exacta es Greenwich Village. Lo cierto es que la tranquilidad y el sosiego es imperante allí. Tener una distancia entre ambos puntos me sirvió para adquirir una nueva perspectiva, los trayectos diarios no me pesan en absoluto al poder contemplar cada día el color y brillantez de mi vecindario.

Soy abogado y trabajo desde hace muy poco tiempo en un prestigioso bufete situado en el centro de la ciudad; mi trabajo me absorbe notoriamente, pero… aun así me queda tiempo para mucho más. Me llamo Max Madsen y lo que no esperaba de ningún modo es que aquella tranquilidad tan reconciliadora se transformara en una tormenta diabólica.

Habitualmente sigo una rutina de ejercicios: tengo grandes explanadas para ir a correr y de esta forma poner mi cuerpo a punto, suelo hacer de tres a seis kilómetros diarios y he de decir que mi potencia gana enteros por momentos. La noche me alcanza practicante siempre en mis asiduos y prolongados entrenamientos, en ocasiones llego a sentir un terrible y pavoroso temor. Me parece espeluznante la forma en la que una persona puede llegar a sentirse tan sumamente vulnerable, percibo a cada paso y en cada momento que me observen y que controlan mis pensamientos; es como si alguien quisiera acabar con mi vida.

Mi amigo Bruce suele venir conmigo a correr puesto que también es un apasionado del deporte, la competitividad entre nosotros es de lo más normal, una vez me dijo:

—Max, debes ejercitarte con mayor intensidad o de lo contrario nunca podrás conmigo, (risas).

—Sí, tienes razón —le dije—, pero… piensa que soy más ágil que tú y por lo tanto tengo ventaja.

La presencia de unos seres extraños y tremendamente llamativos por su apariencia se ha hecho latente estos últimos días por este lugar, la imagen que tengo de ellos es difusa y desconcertante, parecen seres venidos del más allá. Pese a todo, poco a poco fui conociendo a todos los miembros del clan: eran cinco, tres hombres y dos mujeres. Las dos féminas eran rubias, altas y tremendamente atractivas: tenían una mirada cautivadora y penetrante; sus ojos azules desprendían una luz centelleante e hipnótica.

Indagando logré averiguar sus nombres: lo cierto es que mi interés se centraba en la más hermosa y perfecta mujer que había visto jamás, fue entonces cuando supe su nombre; se llamaba Ginebra. A partir de ahí, seguí viéndola todo lo que buenamente podía y por supuesto esperando que fuésemos grandes amigos. Con la esperanza de que algún día se convirtiera en algo más. Vivía con cuatro personas más: tres chicos y una chica, me decía que se llevaban muy bien; una mañana los vi por primera vez, supuestamente iban a hacer deporte; todavía estaba oscuro. Y, al igual que yo, al parecer también les gustaba estar en plena forma. Ginebra me los presentó uno a uno: Iván, Marcus, Stephen y Olimpia. Eran agradables, de buenas formas; diría de buena educación. Pero… sin embargo, tenían una mirada fría y distante, una de esas miradas capaces de derretir el hielo. Sus ojos eran azules, de un transparente que, sin exagerar, podía reflejarme en ellos. Me preguntaron en un tono rudo:

—¿Practicas algún deporte? ¿Corres?

A lo que yo contesté:

—Pues sí, ¿queréis que os lo demuestre?

—De acuerdo, esta noche de madrugada: a las cuatro de la mañana.

—Bien, estaré puntual.

El desafío perpetuo del ser humano es algo que no me deja indiferente y por lo tanto no estaba dispuesto a que nadie me hiciera quedar en mal lugar. Horas después estaba esperando en las cercanías de mi casa, impaciente y expectante, a que diera comienzo el reto. Hacía un frío tremendo, pero me daba igual, quería seguir; estaba ansioso. Era una noche de luna llena, el haz de luz de la misma lo invadía todo y las sombras se entremezclaban con las figuras fantasmagóricas que mi mente creaba. Por un instante se me heló la sangre. De pronto una voz me llamaba: «¿qué… estás listo? ». Claro que sí, ¡por qué no! Adelante.

Solo vino Iván y Marcus; el primero es un tipo con una gran envergadura, sobre el metro noventa y cinco, y unos cien kilos de peso. Gran complexión y… como pude comprobar una fuerza y resistencia descomunal. Y el segundo, Marcus:, yo diría que un calco del primero: iguales medidas y destreza.

Empezamos a correr y como pudieron comprobar yo tampoco estaba falto de poder, claro que… la fuerza y resistencia de estos hombres parecía muy lejos de los límites del ser humano. Después de madrugar de una forma casi inusitada y totalmente desquiciada únicamente para ir a hacer ejercicio, fue cuando al término del mismo quedé pensativo intentando aclarar mis dudas y la persistente idea que atormentaba mi mente: de dónde habían salido esos personajes tan tétricos. En los días sucesivos oímos noticias acerca de unos crímenes que se produjeron en las cercanías de la ciudad. Se decía que las víctimas en esta ocasión eran dos, dos hombres jóvenes de los cuales se decía que los primeros incisos sobre el tema aludían al desgarro y destrozo de los miembros de una brutalidad que hacía estremecer; se encontraron en las víctimas desgarros en todo el cuerpo, indicando que podía haber sido hecho por un animal salvaje, pero que dada la magnitud de las heridas aún no se podía determinar de que bestia inmunda se trataba. Unas fuertes y profundas incisiones en el cuello y cabeza de ambas víctimas, aparentemente grandes dentelladas en el cráneo y de gran profundidad. Desgarros múltiples, la piel echa jirones, amputación de miembros y los ojos arrancados, dejando entrever solo las cuencas de los mismos. Las imágenes de esa visión tan tremebunda ocasionada por la idea de que podíamos quizás estar en peligro me hacía palidecer.

El dato más significativo es que a todas las maltrechas víctimas de un hecho tan escalofriante les faltase el corazón. Hubo momentos de angustia, mi amigo Bruce estaba nervioso por todo lo acontecido, era lógico teniendo en cuenta que normalmente madrugábamos y eso nos perjudicaba si cabe aun más. El pánico se adueñó de la ciudad, todo el mundo temía por su vida y por la de las personas más allegadas, pensando que en cualquier instante podíamos sufrir las infernales ideas de esas bestias inhumanas. Hoy el día parece inestable, hace mucho frío y hay una gran nubosidad; creo que se avecina una tormenta, es el día perfecto para salir a correr y poner a prueba mis nervios. Sé que lo habitual en esos momentos es quedarse en casa, pero a mí particularmente hablando me encanta hacer lo que los demás solo sueñan.

CAPÍTULO II

Respecto a Ginebra, la verdad es que necesitaba verla puesto que era de ese tipo de mujeres que te hacen estar mejor contigo mismo y pensaba en que quizás hubiera la posibilidad de compartir la vida a su lado. La otra chica, Olimpia, era la cara contraria: seria y fría, distante, impulsiva e irreverente; de ese tipo de personas que desearías perder de vista para siempre. Tenía mucho carácter, de una gran fuerza física, pero con maneras y normas muy femeninas. Salían de la casa casi todos los días, prácticamente todos; siempre al oscurecer. Lo sé porque suelo observarlas cada vez que puedo por la intriga a la que me suele llevar su comportamiento extraño y dudablemente habitual en personas corrientes. He decidido que, una noche de estas, saldré a indagar para intentar penetrar en lo más profundo de sus maneras y comportamientos nocturnos. He de admitir que la intriga me corroe en lo más profundo de mí.

Bruce y algunos compañeros de la zona en la que vivo me comentan que observan comportamientos extraños respecto a los nuevos vecinos. Y yo les respondo:

—¡Extraños! ¿Como cuáles? ¿Qué hacen? ¿Qué observáis para creer ese tipo de cosas?

—No estamos seguros, pero realmente son unas maneras ciertamente poco convencionales.

—Ya —les digo—, pero para vosotros cualquier cosa fuera de lo común es algo no convencional. ¿Qué os parece si esta noche averiguamos algo de todo esto, eh?

—De acuerdo, esta noche sobre las doce, ¿os parece? A esa hora suelen salir de paseo nocturno.

—Ok, entonces hasta luego.

Un poco antes de la hora prevista ya estábamos agazapados, esperando a que salieran de la casa; aquello más que una casa, parecía un cubículo tétrico y espectral sin un solo haz de luz y de una figura fantasmal. Esperamos largo rato y nadie salía del lugar, creímos oportuno dejarlo para una mejor ocasión.

Al día siguiente, me encontré a Marcus, uno de los tipos más fornidos y potentes que he visto nunca. Nos saludamos y me comentó que le gustaría competir conmigo, que no es solo lo de entrenar, sino también ver hasta dónde podíamos llegar.

—Bueno, la verdad es que me encantaría, puesto que es una propuesta interesante y un reto que me seduce enormemente dada la naturaleza de mi persona. Muy bien, pero ten en cuenta que estoy en cierta desventaja; no es muy justo que digamos —le dije.

Se me había nublado la mente y poco después recordé que en el mundo en el que vivía no existía la justicia. Con lo cual la desventaja inicial poco importaba.

—Ya lo sé, pero no te preocupes por eso, al fin y al cabo solo es para hacer un poco de ejercicio y conocernos mejor —me dijo.

—Tienes razón, de acuerdo. ¿Y qué has pensado exactamente?

—Bueno, tengo una motivación especial y ya que estamos en la ciudad de los rascacielos, ¿qué te parece una ascensión? Le dije: sí, claro. Conozco a unas personas con ciertas influencias en la ciudad y me han dicho que no hay problema, y pues eso… ¿qué te parecería una subida al Empire State Building?

—Genial, ¿de verdad puedes conseguirlo?

—Sí —me dijo.

—Es uno de mis sueños, ascender a toda velocidad a uno de los edificios más altos y emblemáticos de Nueva York —le dije.

Tras una breve pausa acepté el desafío:

—Por supuesto que sí, será un placer. Entonces quedamos, ¿qué te parece de aquí a siete días?

—Una semana, vale —le dije, dado que estaba en bastante buena forma.

Durante toda esa semana intensifiqué todos mis ejercicios para, de esta forma, tener alguna garantía de éxito y hacer un digno papel frente al adversario que me había tocado. Inmediatamente se lo comenté a Bruce:

—Voy a competir con Marcus, ya sabes, uno de los nuevos, nada más y nada menos que en el Empire.

—¡En el Empire! —me dijo Bruce.

—Sí, sí, ¿qué te parece?

—Me parece que estás loco (risas).

—Bueno, ya sé que parece un tanto descabellado, pero míralo así: es uno de mis sueños y mira por dónde se puede cumplir. Tampoco es para tanto, ¿no crees?

—Desde luego que lo es, ¿sabes con quién te enfrentas? Ese tío es una masa de músculos. Todos le hemos visto y no puedes hacer nada contra él.

—Vale, eres único para dar ánimos, ¡eh! Ya sé que tengo pocas posibilidades, pero eso ahora es lo menos importante para mí. Lo realmente verdadero y significativo es que voy a hacerlo sin más.

—Sí, tienes razón —me dijo—. Por lo menos tú te enfrentas a tus desafíos; debes hacerlo y sé que lo harás muy bien.

Acudíamos al gimnasio, hacíamos jogging, elasticidad, fuerza y explosión muscular. Todo lo que estaba en nuestra mano para que tuviese una mínima oportunidad. Yo también tengo una buena complexión, fuerza, rapidez y juventud. Supongo que todo lo que a priori se necesita para ser un buen competidor, solamente que en este caso el contrincante no era precisamente un elemento asequible, más bien todo lo contrario. Fornido, espectacular, agresivo, poderoso y también muy inteligente, realmente tenía muy pocas opciones, pero había que hacerlo como fuera y a cualquier precio. Quedaban tan solo dos días para el enfrentamiento, yo seguía con mi programa de ejercicios y también con cierto temor ante la expectativa y la incertidumbre de los acontecimientos futuros.

Era el último día antes del reto inverosímil pero muy gratificante de la ascensión. Y ciertamente me encontraba en buena forma, pero algo cansado por el esfuerzo al que me había visto sometido. Llegado por fin el día x o la hora h, como se le quiere y puede llamar, estaba tenso, algo angustiado, pero jovial y eufórico. Por fin podría culminar uno de mis objetivos y, además, con un tipo que ciertamente estaba a la altura de lo esperado. Quedamos en el edificio alrededor de las doce de la noche, me pareció una hora apropiada dado que de otra forma nos hubiera sido casi imposible el poder ejecutar el ejercicio en cuestión por la cantidad de tráfico peatonal que existe durante el día. Marcus me dijo que esa persona le había dado un pase especial y el vigilante no supondría ningún problema.

Llegué al edificio puntual como siempre suelo ser, Marcus apareció en silencio con un sigilo abrumador; estábamos en el vestíbulo: era espectacular, muy grande, sobrio y firme; de esos que te hacen pensar de lo que es capaz el hombre. Sencillamente majestuoso. La ascensión en un ángulo totalmente vertical es muy interesante, parece muy fácil, pero sin embargo es totalmente agotador, y pensar en un bloque que alberga ochenta y seis plantas no era empresa fácil.

Incluso estando en buenas condiciones físicas como las mías y por supuesto las del adversario, hicimos un calentamiento previo, bueno, más bien hice, porque él me dijo en un tono casi amenazante: a mí no me hace falta, no lo necesito. Vale, entonces adelante. Nos pusimos en la línea de salida, uno al lado del otro, desafiantes ante aquel edificio mayúsculo. Nos encontrábamos en el vestíbulo, me dijo: a la cuenta de tres. De acuerdo, le espeté. Tenía el crono conectado para así saber el tiempo real, empezó la cuenta y noté como las pulsaciones iban en aumento; acabó la cuenta y dio la salida. La aceleración de ese tío era inmensa, terrorífica. Tuve que emplearme a fondo hasta la extenuación, subía los escalones, los pisos, cada planta de una forma vertiginosa a fin de que no se me escapara, pero... fue inútil, solo a veces podía ver un ligero rastro de que había pasado por allí; era como un fantasma. Yo, por mi parte, seguía subiendo a toda prisa a fin de por lo menos hacer un buen tiempo. Corría a toda máquina, pero ya lo hacía únicamente contra mí mismo de forma que pudiera conseguir una marca razonable puesto que estaba solo, una de las veces que pude siquiera verle un instante observé que corría a grandes saltos. Unas zancadas que destruían, prácticamente volaba. Yo, que también me defiendo y puedo subir con gran rapidez, puedo decir que aquello no era propio de un ser humano. Llegué al piso ochenta y seis, unos trescientos metros de ascensión: me dolían los cuádriceps a pesar del entrenamiento tan poderoso que normalmente hacía, pero estaba eufórico, me encontraba muy bien; logré cubrir todas las plantas en un buen tiempo, yo diría que muy bueno. Lo hice en siete minutos, realmente no podía creérmelo puesto que no es nada fácil conseguirlo. De Marcus no había ni rastro, yo mientras tanto estaba tomando aire y disfrutando de las maravillosas vistas que desde allí se podían contemplar. Fue fantástico, es algo que nunca olvidaré puesto que jamás estuve allí. Ver toda la ciudad iluminada desde lo alto de aquel coloso había sido una de las experiencias más memorables de toda mi vida. Estaba solo, pero a la vez me sentía tranquilo, en calma y bien conmigo mismo. La paz tenue me invadía y ello me hacía sentir vivo al poder ver aquel esplendor desde la cima de ese edificio aún mucho más. Tenía la ciudad de Nueva York a mis pies y lógicamente se lo debía todo a Marcus, ese hombre extraño e indudablemente siniestro que había desaparecido como el humo. La noche era fría, muy gélida y abrumadora: tenía las manos entumecidas y de un color violáceo parecido a cuando sufres una contusión producida por un fuerte golpe y produce un hematoma; pues algo parecido. Uno se puede hacer una idea del frío intenso del que hago mención. Seguía buscando a Marcus: gritaba su nombre, pero no aparecía, ya comenzaba a inquietarme. Si no aparecía pronto, me iría de allí sin mas dilación.

De pronto una voz ronca y dura gritó mi nombre:

—Max, aquí, ¿no me ves?

Al fin pude verle, salía de las sombras para al final dejarse ver.

—¿Dónde estabas? —le pregunté.

—Siempre he estado aquí, solo que tú no me veías —me dijo.

—Ya claro, será eso, pero no hacía más que buscarte y nada. A todo esto, ¿cómo has podido subir tan terroríficamente deprisa, ¿eh?

—Bueno, es cuestión de entrenarse bien, eso es todo.

—Sí, claro, pero yo también estoy en muy buen estado de forma y sin embargo, me he tenido que hacer todo el recorrido yo solo.

—Mira, ahora que estamos solos en lo alto de este edificio, en la cumbre, divisando toda la bahía de Nueva York, viendo la ciudad en una noche fría bañada por la luz de la luna, a ti te lo puedo decir: no soy humano y estoy muerto —me dijo.

—¿Qué? ¡Cómo que muerto! Será una broma, ¿no?

—No, no lo es, es cierto, soy un vampiro; la noche es mi refugio. Y tú eres la persona apropiada para ser uno de los nuestros, nunca envejecerás, no tendrás que preocuparte por nada. Tenemos empresas con dirigentes que nos son leales, ¿entiendes?.

Estaba atónito, no daba crédito y tampoco le creía puesto que la historia de los vampiros me era demasiado conocida, basándome en historias y leyendas.

—Es cierto, pero hay que pagar un precio: debes comer y para ello el alimento primordial es la sangre. Generalmente humana, puesto que es la que potencia mucho más nuestro organismo.

Empezaba a pensar si aquella historia sería cierta y en lo mucho que me dolería saber que Ginebra, aquella chica tan dulce, pudiera ser uno de ellos. Estaba tembloroso, el pavor se apoderó de mí; no podía articular palabra pensando que un posible chupasangre estaba a mi lado, un tipo cuya envergadura haría palidecer a cualquier jugador de rugby.

—¿No me crees, verdad? No sé qué pensar. ¿Y por qué esta revelación tuya hacia mí? —le dije.

—Te lo he dicho, quiero que te unas a nosotros, eres el adecuado; tienes impronta, genio, fuerza, valor, destreza y un sinfín de cualidades que... nosotros valoramos sobremanera. ¿Qué dices?

—No sé, tendría que pensarlo —le dije.

Solo quería quitármelo de encima y salir airoso de esa situación, temía que si le contrariaba pudiera ser el fin.

—De acuerdo —me dijo con voz airosa—, piénsatelo, pero no tardes mucho porque de lo contrario quizás vayamos a por ti, ¿me entiendes?

—Sí, claro, te entiendo perfectamente.

No podía más, deseaba que ese ser desapareciera de mi vida por siempre jamás.

—Vale, lo pensaré, nos vemos uno de estos días.

—¡De acuerdo! Sí —me dijo.

—Yo comienzo a bajar que ya es hora —le dije.

—Y yo también. Te daré una prueba de lo que soy capaz de hacer.

De pronto se acercó al mirador de la azotea, de un salto pasó por encima de la verja; esperó un momento y me dijo:

—Mira esto y piensa en lo que te he dicho.

Después de esto, se precipitó al vacío, un abismo espeluznante que cortaba el aliento. Increíble, pero cierto, no daba crédito a mis ojos: inició una caída libre de nada menos que trescientos metros verticales. Yo continuaba observando y al tiempo admirando aquella facilidad pasmosa y natural de la que aquel tipo hacía gala. Hizo el salto del ángel y desapareció, dejé de verlo y volví a quedarme solo y aturdido, pensando en aquella visión horrible y sobrecogedora, pero a la vez fastuosa y excitante, como si hubiera quedado perplejo. Me apresuré hacia las escaleras como alma que lleva al diablo, queriendo salir de allí cuanto antes. Esta vez creí oportuno coger el ascensor dadas las circunstancias, no soy muy proclive a ello, pero era fuerza mayor.

Estaba destruido: aquel tipo me había dejado helado, roto, desconcertado y hundido. ¿Qué sería de mí de no hacerle caso? Quizás querrían todos ellos que fuese su esclavo o algo peor, ¡algo aun más terrible que eso! No creo que pueda haberlo. El caso es que estaba frenético. Salí al vestíbulo dirigiéndome a la puerta con toda premura y en el pensamiento una idea: cómo salir de ese problema. Me dirigía a mi casa, hay unos kilómetros, pero no importaba; iría caminando o quizás corriendo. Bueno, ¡tanto no! No tenía ganas de más deporte por el momento, estaba demasiado confuso y atormentado come para poder atisbar otra idea que no fuera la de librarme de esa pesadilla que asolaba mi vida. ¿Cómo?, ¿cuándo?, ¿de qué manera?, ¿de qué forma?, ¿qué podía hacer? Todas estas preguntas están en mi mente siempre. Sigo caminando: la ciudad está verdaderamente lúgubre, claro que son las tres de la mañana, qué podía esperar. Únicamente pensaba en el motivo per el cual me ocurría todo esto. ¿Por qué yo? Sí, claro, me lo dijo y era cierto, pero aun así mis aptitudes y maneras especiales no eran suficiente motivo. Pero supongo que también podrían encontrarlas en otro; al fin y al cabo en esta ciudad hay mucha gente, infinidad de ella. Seguía caminando: ya faltaba menos, unas cuantas manzanas; estaba deseando llegar a mi casa y reflexionar sobre el tema. También quería contárselo a Bruce, claro que... me creería o por el contrario pensaría que me había vuelto loco de repente. Llegué a casa, estaba destrozado no solo por el esfuerzo, sino por todo lo acontecido en la noche. Miré por la ventana; todo parecía tranquilo y en calma. No se apreciaba ninguna anomalía: tenían la luz apagada, estaba asustado, solo y penitente. Y por supuesto no podía conciliar el sueño, temía que en cualquier momento me atacaran e intentaran acabar conmigo.

Esperaba con impaciencia que las horas se fueran sucediendo con avidez. La verdad es que cuanto más se quiere que pasen las horas, más tardan en pasar. Es una sensación de angustia, quiero controlarme y necesito hacerlo. Para ello tomo tranquilizantes, de momento no me hacen efecto. Es pronto todavía, deseo con ansia que amanezca: espero las primeras luces del alba como si se tratara de una batalla a vida o muerte. De hecho, sí que tenía mucho que ver con ello puesto que hasta que no llegaran los primeros rayos de sol, la luz de la mañana, no podría relajarme ni un momento, es una angustia atroz: quiero escapar, huir, desaparecer de esa ciudad que tanto quería y que indirectamente me estaba haciendo enloquecer. El gran surtido de fármacos empezaba a hacer su efecto: deseaba dormir un poco, pero era una empresa demasiado arriesgada como para atreverme a realizarla. Los párpados se me cerraban, la mirada perdida; quería dormir, no pensar y estar tranquilo. Era inútil: no podía conseguirlo todavía; fue como un deseo incumplido. Por fin lo conseguí, los tranquilizantes hacían su labor; quería relajarme de tal manera que temía que si así fuera, no despertaría en horas. Era inaceptable, no podía aún: era demasiado peligroso.

Las horas pasaban lentamente, es como dar la vuelta a un reloj de arena. Me movía de un sitio para otro, de un lado hacia el otro de la casa. Flexionaba, comprimía, me atormentaba en mi propio pensamiento. ¿Será hoy, mañana, quizás me darán margen? ¡Sí, claro! Eso es lo que me dijo Marcus, pero ¿cuánto tiempo tendré hasta que eso suceda? Seguía esperando amargamente, segundos, minutos, horas. Cada vez con más angustia y temor por si la palabra de ese ser hubiera perdido su sentido. Y quizás su opinión hubiese cambiado y de esta forma quisiera despedazarme vivo o cualquier atrocidad semejante. Según los libros de leyendas sobre vampiros, estos han mutilado, empalado y sangrado a cientos de personas por el solo placer de verlas desgarrarse de dolor y gemir sollozando clemencia. Una piedad que rara vez se da en ellos; después de esto beben tu sangre como si se tratara de un fastuoso festín del cual se enorgullecieran y desearan libidinosamente. Siempre se ha dicho que no solamente atacan al cuello, sino que desprenden sobre sus víctimas unas tremendas dentelladas en la cabeza con una fuerza tan grande que destrozan el cráneo, llegando fácilmente al cerebro y así dando muerte a sus presas con una crueldad fuera de los límites imaginables; por fin llegaron las primeras luces del día. Podía descansar con un aire un poco tranquilizador, pero no demasiado alentador como se puede imaginar.

Apenas amaneció, me di una ducha, una de esas que te relajan en exceso. Lo necesitaba después de la noche que había pasado. Después de descansar unos minutos y realizar mis tareas matinales, me dirigí a mi lugar de trabajo; no hacía más que pensar en cómo podía resolver el problema y que parecía algo que jamás pudiera ocurrir. Ya me había planteado volver a espiar a esa pandilla macabra; normalmente actúan de noche, aunque según se puede saber dice la leyenda auténtica de los vampiros que están siempre entre nosotros a todas horas, en cualquier lugar y donde menos lo pienses. Si no tienen la misma capacidad sobrenatural durante el día, pero acechan y son un peligro constante para todos es una creencia popular que solo pueden salir de noche y en parte es cierto: la luz solar, la matinal no les va del todo bien que digamos. Lo que realmente les hace poderosos es la noche, las sombras: ahí despliegan todo su potencial, pero yo he de decir que siempre me siento observado.

Esta noche iré a verificar los maléficos rumores y sospechan que ciernen en mi cabeza en contra de ellos. Me siento muy mal al pensar, al concebir siquiera que una chica tan espléndida pueda ser una de ellos. No logro creerlo; casi no quiero saberlo, pero debo hacerlo para intentar acabar con esta angustia que me corroe. Al caer la noche ya estoy presto y dispuesto para descubrir la verdad, una verdad que quizás no me haga sentir mejor. Son las doce, la hora normalmente elegida para salir de caza; yo voy como siempre muy deportivo, pero de negro; debo camuflarme. Estaré mucho más seguro con este color, así me entremezclo con la noche; estoy esperando, no salen. Voy solo: prefiero no involucrar a nadie de momento. Estoy tenso, nervioso y ansioso; veo movimiento. ¡Ya salen! Marcus, Iván, Ginebra y Olimpia; sí, es ella. Estoy dispuesto a seguirles, emprenden la marcha: parece que se dirigen a Central Park; es un parque inmenso, ideal para hacer deporte. Y también para todo tipo de fechorías: es una zona es la que no debes entrar cuando ya no hay luz. No es nada recomendable: es curioso, pero sabiendo todo esto no traigo ningún tipo de elemento disuasorio contra estos especímenes. Ajos, crucifijos, etc., y ni tan siquiera un arma; veremos qué pasa. Están corriendo, casi no puedo seguirles, tienen demasiada velocidad. No me lo puedo creer, es algo fuera de lo común. Otra vez vuelven a sorprenderme; estoy desconcertado, a cada paso van más deprisa. Están dando unos saltos endemoniados. ¡No estoy seguro! Cinco, seis, diez metros; estoy sobresaltado, esto es algo que no puedo describir.

Están recorriendo el parque en nada de tiempo, tengo que divisarlos a lo lejos puesto que no alcanzo a acercarme a ellos. Todo lo acontecido era cierto: sacaron unas garras como las de un tigre; los ojos inyectados en sangre, unos colmillos que podían hacerme recordar a los de una bestia. Ante este pavor dentro del síndrome del pánico, sentía que mi alma se rompía en mil pedazos. Ese rostro de ángel al cual yo adoraba se convirtió en poco menos que en el de una alimaña. Estoy triste, no puedo remediarlo; no tengo fuerzas, me he quedado aterrorizado, pero también desolado, hundido y melancólico. Era cierto: ahora tenía que ver hasta donde eran capaces de llegar; lo imaginaba y lo temía. Lo vería por primera vez, en primera persona: en vivo y en directo, pero no creo estar preparado para aguantar semejante atrocidad.

CAPÍTULO III

Aguantaré hasta el final o eso voy a intentar, quizás lamento no haber avisado a Bruce, ahora me haría compañía y de esta forma no estaría tan solo. Necesito hablar con él: creo que es el único capaz de comprenderlo y entenderme.

Podría llamarle, ¿no? No, no sería buena idea; no quiero molestarlo y además eso enturbiaría mis planes. Demasiadas explicaciones. Hoy ha venido uno de ellos, concretamente Iván. Me repitió lo mismo que Marcus:

—¿Te has pensado lo de nuestra propuesta?

—Sí, lo he pensado y he llegado a la conclusión de que prefiero ser mortal con todas sus consecuencias antes de convertirme en un ser despreciable que se alimenta de sangre humana.

—Ah, así que eso piensas, ¿no?

—Pues sí, eso pienso, ¿te parece mal?»

—No. Solamente que a partir de ahora tendréis que ir con mucho cuidado.

—¿Tendremos? ¿Por qué pluralizas, eh? Si te refieres a Bruce, que es lo más probable, déjalo en paz, ¿está claro?

—Vaya, así que tú me amenazas a mí, ¿no?

—No es una amenaza, es una advertencia. Ahora escúchame tú a mí: a partir de ahora ya no somos amigos, ni siquiera conocidos; tened cuidado a cada paso que deis porque allí estaré yo y todos los de mi especie.

—Escucha, déjanos en paz, no queremos líos, ¿vale?

—Ya veremos —dijo.

Y se fue con la mirada perdida, como ido y desesperado por la frustración que le causaba la negativa de mi persona respecto a él. Rápidamente se lo conté a mi amigo y quedamos para trazar un plan de alerta para protegernos de esas bestias inmundas. Esa noche estaba todo en calma, pero quizás demasiado; no sé, en cualquier caso estaba con un ojo abierto por si acaso. La inquietud me mantenía en vilo y la angustia de no saber si intentarían matarme era aún peor. No obstante también podían convertirme; quién sabe.

Con lo cual la idea era todavía más temible; en las noticias seguían oyéndose unas atrocidades que disipaban cualquier duda sobre el tema. Eran ellos, ¡seguro! No podían ser perros salvajes ni nada por el estilo puesto que no era una zona propicia para ello. Y dado que también había visto sus capacidades asesinas. Esta vez, por desgracia para mí, sí tendré que quedarme a ver todo el tremebundo espectáculo en el que de una forma indiscriminada actúan esas formas de vida dentro de la muerte. Sabíamos de casos de vampiros que podían tener cientos de años, siglo tras siglo de innumerables asesinatos de personas, sacrificios de animales y torturas de todo tipo solo para saciar su sed. Sed de sangre y empalamiento de las personas que osaban arremeter contra ellos.

¿Querrían hacer lo mismo conmigo, con nosotros? No estoy seguro, quizás sí, pero tenía que evitarlo como fuera; no estaba dispuesto a saber qué se sentía con ello. Supongo que tendría que armarme de valor para combatir con esas fieras indomables que a la postre tal vez no tenían culpa de ser tan despreciables. Tenía que protegerme: armas, crucifijos; de siempre es sabido que en la mitología de los vampiros esa conjunción no es factible puesto que la ley católica y la irreverente satanidad vampírica no se llevan bien. Espero que así sea y que funcione puestos que son las únicas armas que me quedarán en el momento crucial.

Esta noche vuelvo a la carga, pero no voy solo: Bruce viene conmigo, me va a acompañar para dilucidar de una vez por todas de que están hechos esos individuos. Supongo que harán la ruta de siempre porque me parece que les encanta; es una suposición basada en la idea de que unas caras de satisfacción así no pueden significar otra cosa. Conozco su ruta: así será más fácil seguirlos; creo que todavía no vienen a por mí porque no me consideran una amenaza todavía. En el momento que lo sea quizás la cosa cambie, tendré que estar muy alerta; despierto: siempre pensando en cuándo será el día. Tendré que hacer algo y si al final hay pruebas de que son ellos, se tratará de ellos o yo, no tenía dudas: si tenía que hacerlo, lo haría a costa de sacrificar a una especie de persona a la cual yo amaba. Por lo menos le tenía una gran estima y sabía que en el fondo ella no me podría hacer daño. Pero que al final ese instinto asesino hiciera en ella la inevitable necesidad de tener que matarme.

Eran las once. Quedaba solo una hora para volver a intentar descubrir algo más, estábamos listos; creo que incluso mentalizados para ver todo tipo de agresiones y he de reconocer que incluso la idea de visualizar esos hechos me producía cierto placer. Me parece que a Bruce le ocurría algo parecido, era una experiencia nueva y claramente atractiva para nosotros. Parece algo macabro el pensar así, pero es como un acto reflejo: a veces no puedes evitarlo y por consiguiente sigues empeñado en la idea como tal. Se acerca la hora: estábamos expectantes por los acontecimientos que iban a suceder de un momento a otro. Pensamos que podíamos ir en algún tipo de vehículo, pero creímos que era más oportuno ir tras ellos caminando o lo que no es igual, ¡corriendo! puesto que eran tremendamente veloces y muy fuertes. La hora en cuestión llegó. Estábamos agazapados a fin de que no pudieran vernos, hay que tener mucho cuidado con ellos. Tienen una agudeza sensorial fuera de lo común, pueden detectar a una rata a kilómetros; imagino y pienso en lo que podrían hacer con nosotros. 

Por todo ello teníamos una especial cautela y nos protegíamos con todo tipo de herramientas vampíricas para estar un poco más seguros. Nos quedamos bastante lejos de ellos y como conocíamos su radio de acción, no presentaba ningún problema. 

Llegamos al parque, como siempre está frecuentado por ciertas bandas callejeras que operan en esas horas tan intempestivas, supongo que por aquello de ser grupos vetados de la sociedad; entonces, observamos como la transformación iba en aumento. Esos tipos eran unos incautos aparte de delincuentes y no se daban cuenta del peligro que corrían. Uno de la banda, habría como diez u once, se dirigió hacia Iván y le dijo:

—Oye, ¿tienes fuego?

—¡No!

—¡¡¡Vale, tío!!!, pero... sí tendrás algo en la cartera, ¿verdad? Pues ya sabes, tú y los demás tenéis cinco segundos para aflojar todo lo que tengáis. ¿Está claro?

No hubo respuesta alguna, solamente silencio, uno de esos que te hiela la sangre y hace que el vello se ponga de punta.

—Bueno, tío, os he avisado: ahora veréis.

Aquel tipo se iba acercando al grupo, a un bloque aparentemente de humanos que daba pavor. Y dijo:

—Hoy me siento generoso, os daré otra oportunidad, ¿vale? 

Iván no medió palabra: sabía que antes de arrancarle el corazón debía ingerir toda su sangre o toda la que pudiera, por tanto, debía morderle. Básicamente era por el bombeo del corazón; facilitaba las cosas y mantenía su composición de circulación, espesor e incluso sabor. Era lo que se dice más aprovechable.

Ese tipo había enojado a Iván de una forma súbita; ya no solo quería su sangre por y para subsistir, sino por algo más importante: quería matar por placer. Aquel individuo era insignificante para él y, si he de ser sincero, también lo era para mí. Simplemente era escoria; un desecho humano. Debía morir. Iván lo miró muy cercanamente y el tipo en cuestión tragó saliva. Creo que en cierta forma como dándose cuenta de que había cometido un error, uno tan grave que ya no tenía arreglo posible. Lo cierto es que estaban sentenciados de antemano, pero quizás hubieran salvado el pellejo; aunque sinceramente yo diría que no. Iván era enorme: un tipo de esos que te asustan con una sola mirada. Cuando estaba a su altura, Iván le dijo:

—Puedo darte algo, ¿lo quieres?

—Vale, colega, ¡venga! ¿Qué me das? Hasta podemos ser amigos, ¿no?

—Sí, claro —le respondió Iván.

De un golpe seco y fortísimo, Iván asestó y clavó su mano, que ya era una garra, en el pecho de ese tipo. Fue certero, mortífero y brutal; nos quedamos petrificados por lo salvaje, pero a la vez admirados por la realización del acto en sí. Al individuo no le dio tiempo ni de gritar, supongo que sentiría un dolor extremo, pero eso fue todo. Estaba atravesado por el brazo de Iván; lo tenía empalado por el pecho como si se tratara de un muñeco de trapo. Extrajo el brazo y su corazón, un corazón todavía latente y palpitante que ya no pertenecía a ese personaje despreciable y ruin.

Iván y todos sus compañeros, a pesar de su seriedad gesticulante, ese día estaban macabros y se reían de una forma que hasta el peor de los asesinos se hubiera echado a temblar. Le asestó una dentellada y devoró el corazón de aquel infeliz; los demás se reían y jaleaban con una sonrisa diabólica. El resto del grupo, todos los integrantes que acompañaban a el pobre desgraciado, quisieron huir aterrorizados por la escena. Cada uno tiraba y dividía por una parte, pero fue en vano. A cada paso que daban tenían a todos y cada uno de los vampiros; todos fueron destrozados a dentelladas en la cabeza, cuello, piernas y cuerpo en general. El espectáculo fue dantesco; veíamos como caían de uno en uno y casi sin darnos cuenta todos a la vez. Destrozaban gargantas, ojos, les hacían sangrar, y la amputación de miembros era tal que se escuchaban los gritos de dolor por toda la zona. 

Fue terrible, ha sido uno de los momentos de mi vida más pavoroso y espeluznante que no creo que lo pueda olvidar jamás. Después de acabar con todos ellos con suma facilidad, hicieron algo a lo que quizás no estamos acostumbrados. Había unas verjas negras metálicas. Las arrancaron fácilmente; tenían punta de lanza y medirían sobre los tres metros. Cogieron los cuerpos sin vida, los pusieron adecuadamente para facilitar la labor. Me preguntaba qué querrían hacer; pensé en algo, pero no creí que fueran a hacerlo. Después de despojarlos de sus ropas, los colocaron en posición con total facilidad y los ensartaron de uno en uno. Empezando por el orificio anal, lo abrían con sus garras destrozando parte de la carne y de esa forma facilitando su labor. Luego, de un golpe seco, introducían la punta de lanza en el recto, desgarrando aún más gran parte de la zona de la mucosa. Empujaban y seguían introduciendo la lanza a fin de que llegase hasta la garganta. Hecho esto, se acercó hasta la boca y la punta de lanza salió por la misma con una violencia brutal. He de reconocer que estábamos temblando y el pánico crecía alarmantemente. Cogían un extremo con una facilidad pasmosa, los humanos ensartados y elevados por esos monstruos. Clavaban la lanza metálica en la tierra húmeda, la ajustaban muy bien para que no se cayera. Y allí quedaban crucificados como en una exposición macabra para deleite de todos ellos. 

Dicen que solo lo hacen cuando están realmente enfadados o creen que puedan ser sus enemigos, pero lo cierto es que vi una tremenda satisfacción en sus miradas como expresando todo el mal que llevaban dentro de sí mismos. La imagen de esa gente empalada recordaba a los cuentos y leyendas medievales, en los cuales se decía que unos hombres con grandes colmillos y garras como las de un tigre empalaban a cientos de personas en la Europa Del Este. Concretamente en los Cárpatos. Esa imagen, pues, aterradora y dantesca, llena de salvajismo y crueldad era la viva imagen de unos seres llenos de odio, sedientos del líquido de la vida, aquel elemento rojo y denso del cual debían nutrirse y así poder vivir durante siglos. Supongo que por el miedo escénico al cual estuvimos expuestos, no nos atrevíamos a dar ni un paso. La verdad es que solo el mero hecho de pensar en esos afilados colmillos, los cuales eran capaces de destrozar cráneos y mutilar miembros, daba mucho en lo que pensar puesto que yo, ni por un momento, quería acabar así y no estaba dispuesto a consentirlo de ninguna manera. Con lo cual debíamos esperar a ver hasta dónde llegaban y si por esa noche estaban satisfechos, cosa en la que yo particularmente quería creer a fe ciega. Eran más o menos las tres y media de la mañana, según mi reloj faltaban pocos minutos. Hubiese deseado que ya fuera de día, los primeros rayos de sol, el alba nos protegería puesto que como ya dije una vez esos seres corruptos no se sienten demasiado bien con la luz solar. Otra cosa es que no puedan aguantarlo como se suele pensar. Estos estaban hechos de otra pasta, no era nada conocido hasta la fecha. Vampiros aguantando a la luz del sol era lo único que faltaba para convertirlos, si cabe, en seres mucho más  peligrosos y amenazadores. Rondaban por las inmediaciones del parque, comentaban sus hazañas y reían despóticamente; era vomitivo ver a todo ese grupo vanagloriarse. 

Se quedaron quietos por un instante contemplando a las personas que habían torturado y matado. Y sus rostros esbozaban una sonrisa de satisfacción unánime; las féminas también lo hacían y eran igual de salvajes que los machos o incluso más, puesto que al mirar sus rostros denotaban lujuria y deseo carnal, dándome la impresión de que aquello les era demasiado familiar. Y a la vez les llenaba de orgullo, como si lo hubieran practicado con tal asiduidad y gozo que incluso lo echaran de menos. Seguíamos escondidos entre la arboleda, hay mucha vegetación y es fácil hacerlo: nos untamos una especie de loción de aromas para confundirnos con la naturaleza, tuvimos esa precaución porque de esta manera quizás no detectaran nuestro olor. Hay que recordar que tienen un olfato super desarrollado y por esto podían olernos a kilómetros. Debíamos tener un cuidado extremo y aun así era ciertamente peligroso. Salimos de allí, la verdad es que por el momento ya era bastante; corrimos raudos hacia nuestras casas. Bruce y yo prometimos no hablar con nadie del tema por el momento. Ciertamente aturdidos por el trauma vivido esa noche, decidimos darnos un descanso de aquella angustiosa verdad. Pensamos en irnos a descansar para quizás aclarar ideas y levantamos con mejor humor si es que ello fuera posible. Nos despedimos.

—Hasta luego, Bruce —le dije.

—Hasta luego, Max —me espetó.

Llegué a casa. Me parecía un sueño todo lo acontecido aquella noche y los días anteriores. Bueno... más bien una pesadilla, una de esas de las que quieres huir y no hay forma humana de conseguirlo. Subí a la planta de arriba; tenía ganas de tomar un baño de agua caliente para de esta forma intentar calmar mis nervios. Es curioso como la tranquilidad y el silencio pueden, a veces, hacer un efecto contrario al que se supone y en lugar de satisfacer y relajar tu mente, pueden enturbiarla y confundirla con esa congoja que hace que parezca que al final todo pueda sucumbir en un mar de dudas y desesperación. Empezaba a quedarme dormido, estaba sumamente inmerso en mi mente respecto al mundo que me rodeaba. Me era indiferente todo lo demás, el agua caliente hacía que mi pensamiento estuviera como en éxtasis, abriendo una puerta hacia otro lado. La relajación era máxima, no quería pensar en otra cosa que no fuera descansar de aquella absurda pesadilla. Sabía de sobra que volvería a sucumbir en el abismo infernal de aquella pandilla de bestias salida del infierno más absoluto. ¿Cómo podía hacerlos desaparecer? Siempre ideando un plan y al final ninguno salía según lo previsto. De todas formas, encontraría la manera de poder librar no sé si al mundo, pero por lo menos a mi ciudad de esos monstruos aberrantes. Eran las cuatro de la mañana y no podía conciliar el sueño, algo natural si pensamos en todo lo acontecido.

Quería librarme de mis demonios; deseaba satisfacer mi ansia de lucha, pero estaba cansado, necesitaba un receso. Por fin amanece, puedo oler el rocío de la mañana; poco a poco el cielo se tiñe de gris y poco después de un negro que anuncia y amenaza tormenta y lluvia. Empieza a rugir el cielo encrespado: se forma una tormenta eléctrica poderosa, amenazante y ensordecedora. Siempre me han gustado, supongo que en este caso sea algo diferente; llueve copiosamente, de una forma espectacular. La lluvia golpea con fuerza sobre el tejado de mi casa. Miro por la ventana, la calle está desierta; estoy contemplando y admirando la lluvia. Es algo maravilloso la fuerza de la naturaleza, te engrandece y a la vez te hace sentir como el más insignificante de los mortales. Sigo haciéndolo, es una imagen visceral, latente y preciosa: es la prosa y el verso de los fenómenos climáticos; de niño solía hacerlo durante horas. Y ahí, tiempo después, sigue maravillándome el poder visualizar un fenómeno tan lleno de melancolía y a la vez tan importante para la vida. Este hecho ha sido siempre fuente de inspiración para poetas, pintores, escritores y todo tipo de artistas que al igual que yo, pero con otro motivo distinto, querían evadirse de su vida aunque fuera por un instante.

Sigo esperando qué hacer. Hoy no saldré de casa, debo aclararme y pensar; tengo que llamar a Bruce. Todavía es pronto, no quiero frustrarle y angustiarle todavía más; he pensado en acudir a la policía, la verdad me parece una soberana estupidez. Jamás me creerían y por si fuera poco corría el riesgo de que quisieran encerrarme por perturbado. Vaya dilema; estaba entre dos cruces, ¿qué podía hacer? Ninguna idea me parecía la apropiada dado el carácter de los hechos que me asolaban y ponían en un gran peligro. Iba pasando el tiempo, necesitaba calma y cordura, aquella situación era absurda, simplemente era una locura. Una desquiciada y horrenda pesadilla es la paranoia de lo absurdo, la sinrazón de la vida en uno mismo. Todos estos síntomas y elementos formaban una compleja y pertinente idea: la de huir de todos y de todo, incluso de mí mismo. Sin embargo, la fuerza y perseverancia a veces pueden inducir y motivar a resolver ciertas dudas y problemas que, de otra forma, no serían tan factibles. El día de hoy es de una espesa y turbia niebla, es algo increíble la sensación de motivación que produce, es como caminar por un páramo y oír el grito desgarrador de un ser humano al cual estuvieran desmembrando. Qué ideas más fastuosamente malévolas que puedo llegar a tener, a veces pienso que toda esta historia es solo producto de mi imaginación, pero sé que irremediablemente no es así. Entreno mi cuerpo y mi mente para todo tipo de situaciones, lo hago bien y me siento aún mejor; formo parte de una cadena necesitada de situaciones límite y riesgos, quiero relajarme, pero al mismo tiempo forzar la máquina hasta límites insospechados. Ciertamente infinitas veces pienso en cómo podría destrozar a cualquiera, en las múltiples formas y maneras que hay de hacerlo ¡y por dios que lo haría! Con mis afirmaciones puedo parecer sátiro, maléfico, perturbado, salvaje, quizás, pero no. Con ellas lo que quiero decir y demostrar es que de alguna manera y sobre todas las cosas no acepto a ciertos individuos de la sociedad. Aquella situación era desesperante, estaba divagando, pero con soltura y total destreza de lo que pensaba y quería decir. También era una manera de evadirme de todo, el pensamiento es libre, aunque a veces hasta eso intenten negártelo, lo sé muy bien. Mi real y solemne verdad ha sido siempre intentar tener un mínimo y un gran máximo de cordura, pero no siempre es fácil y ni tan siquiera a veces agradable. Siempre he dicho que estar cuerdo es simplemente sentirte bien contigo mismo y es fantástico sentirte así por siempre, pero hay que ser muy fuerte para soportar simplemente la vida. 

efectivamente lo era, no estaba lo suficientemente lejos como para no distinguir y averiguar de quién se trataba, era Olimpia: su mirada era fija y constante, vi unos ojos llenos de odio y perversión; tenían la monstruosidad de una bestia salvaje. No medió palabra, solo me miraba creyendo en el convencimiento de poder asustarme y atraerme, pero no fue así y de inmediato me introduje en casa donde creí tener cierta seguridad.