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Peces de charco

Ana Esteban

 

 

 

 

Baile del Sol

Murakami en la nubes

Recuerdo esa especie de pregunta en los ojos del hombre que me miraba, con insistencia, desde su asiento de ventanilla al otro lado. Lo veía de reojo. Junto a él la adolescente de piel oscura y ojos asiáticos jugaba con su aparato de música, y en su asiento de pasillo la mujer solo atendía a su libro. Hacía un rato habían pasado las azafatas con las bandejas de comida, pero ella había rechazado la suya con un escueto gracias, no quiero. El hombre jugueteaba con la chica, que le prestaba uno de sus auriculares y ambos se movían al ritmo de la música y reían. Se levantó de pronto y pasó con dificultad entre las piernas de la mujer, abrió el compartimento de equipaje para coger algo de su bolsa y entonces ella alzó por fin sus ojos, le miró con fastidio y cerró el libro mientras él terminaba de buscar y se sentaba de nuevo para volver a sus juegos con la chica. Luego reanudó su lectura como si viajara sola. Y el hombre volvió a mirarme.

Tú dormías junto a mí, también en el asiento de pasillo, dándome la espalda. Estábamos tostados por el sol y llevábamos ropa ligera. Como la mujer del otro lado, yo también iba leyendo: un relato de Murakami donde alguien sufre una de esas catarsis que se revela en una anécdota simple, a veces surrealista. En un momento dado me froté los ojos porque me escocían; habíamos madrugado para coger el vuelo y estaba cansada. Vi que la mujer, vuelta hacia ti, llevaba un rato observándote por encima del libro, recreándose en tu rostro dormido. Más allá el hombre también me observaba a mí, otra vez, así que centré mi atención en su ventanilla. Sobre una cama de nubes azules reposaba un cielo rosáceo, irreal. Luego me volví a la mía, tomada por una atmósfera espesa y gris, y pensé que te hubiera gustado la forma en que la mujer del libro te había estado mirando.

La noche anterior habíamos hecho el amor. A veces todo era tranquilo, dulce, y otras veces nos atacábamos, te acuerdas, con una especie de furia que nos secaba la boca, que parecía secarnos por dentro, exprimirnos de dentro a afuera. Cuando nos acostamos la primera vez, me dijiste que no habías imaginado que me gustara tanto el sexo. A mí me extrañó tu comentario.

—¿Por qué dices eso?

—Porque eres bastante desinhibida. Activa, ya sabes.

—Pues no, no sé.

Me molestó, pese a que lo dijiste sonriéndome con ternura, pero no te hablé de ello, como protección, o porque no me gusta hablar demasiado. Luego especulé sobre las mujeres que habrías tratado, si carecerían de naturalidad o simplemente no habrías llegado a conectar con ellas de la forma en que tú y yo habíamos conectado a pesar de lo poco que teníamos en común, y que en aquel tiempo muerto en el que apareciste en mi vida me había ido llevando poco a poco a la idea de quererte, en realidad a la idea de volver a querer a alguien.

Me acuerdo muy bien de la pareja, sus caras. La sensación que tuve fue que lo único que había entre ellos era esa cría oriental que se entretenía en hacer fotos al hombre mientras dormía. Te revolviste en el asiento para cambiar de postura, entreabriste apenas los párpados, te cogiste a mi brazo.

—Qué lees, castor.

Te gustaba llamarme castor, como si fueras sartre, o quizá por esa especie de amparo que me dabas cuyo fondo tenía el aire paternalista con el que se viste la convicción de tener experiencia.

—Murakami —dije.

Sonreíste, volviste a cerrar los ojos. Apoyaste la mejilla en mi hombro y al poco sentí humedad entre tu piel y la mía. En la ventanilla la oscuridad era una alfombra con diminutos puntos de luz dispersa.

—Léeme a mí algo, anda.

A veces me hacías declamar —pon la voz dentro, en el alma, decías— algo de tu caótica biblioteca en verso: keats, Pessoa, Whitman, un soneto de shakespeare, y mientras tanto me ibas quitando despacio la ropa. Me hacías sentir hermosa, me decías que lo era, pero que no querías recordármelo demasiadas veces porque entonces te dejaría por otro. Yo pensaba que no te hubiera dejado por otro, que en todo caso te hubiera dejado por mí. Pero eso no te lo decía.

No sé por qué, empecé a imaginar la vida de la pareja con su hija adoptada. Parecían cansados. Probablemente esa cría oriental venía a llenar los huecos que dejan al pasar los días iguales. Tenía las piernas agarrotadas. Voy a hacer pis, te dije bajito, y salí al pasillo. Pasé el aseo que estaba en mitad de la cabina y fui al del fondo para poder caminar aunque fuera solo un poco. La luz roja estaba encendida. Mientras aguardaba estuve contando cabezas, casi todas dormidas, pero me cansé. La tuya, tan al fondo, ni siquiera se veía. Luego me entretuve con el ajetreo de las azafatas que charlaban recogiendo o preparando nuevos carros de comida. Y luego oí la voz a mi espalda.

—Vaya, pues sí que tarda.

Ahí estaba, junto a mí, el hombre del asiento de la ventanilla con cielo rosa.

Creo que le sonreí por cortesía y solo dije sí, tarda mucho.

—¿Os gustó Roma?

—Venimos de sicilia, solo hemos hecho escala —contesté.

—Yo estuve hace unos años. Es tan bonito.

—Sí, lo es.

—Bueno, al menos mientras esperamos se pueden estirar las piernas.

Supongo que sonreí otra vez, y me pregunté por qué había venido como yo hasta los aseos del fondo. Era más alto de lo que aparentaba, o quizá es que yo me había dejado caer en la pared adelantando un poco las piernas y él se mantenía erguido en medio del pasillo apoyado en los maleteros, cerrándome el paso.

—Me encanta Italia, y la gente, la luz.

—Es un lugar maravilloso —dije.

—Yo he venido un montón de veces, pero no me importa volver. Aunque en familia se dispara el presupuesto —pareció calcular, mientras observaba también a las azafatas—. Vaya mierda de comida que nos han dado. Cada vez es peor. Yo últimamente, cuando tengo que coger un vuelo, me traigo de casa un bocadillo. Y fruta. Viajo mucho, por trabajo. Y odio los aviones. Pero es más rápido para llegar a cualquier lado ¿no? A la gente le da envidia cuando dices que viajas mucho, pero es un coñazo.

—Yo soy bastante vulgar, casi siempre viajo por placer, así que estoy en el grupo de los envidiosos.

Se rió, con una sonrisa conmovedora, como de niño, enseñando unos dientes grandes y planos. El aseo seguía con su luz roja prendida.

—Ahí dentro hay un muerto, seguro —dijo el viajante, y volvió a reírse.

Estuvimos un rato callados, cambiando el peso de una pierna a otra. Mientras tanto, él canturreaba. En ese momento el avión tuvo la primera sacudida. Sonó el bling y se encendieron los testigos luminosos.

—Joder, ya empezamos —dijo, y toda su cara se contrajo en un rictus como de asco.

El avión volvió a botar, tres o cuatro veces seguidas, muy brusco. Las azafatas salieron a la cabina por los dos pasillos. Nos señalaron los primeros asientos de la clase preferente, que estaban vacíos. Miré hacia atrás pero no te vi, y tuve de golpe una especie de certeza, la convicción de estar preparada para algo.

—Por favor, siéntense aquí y abróchense el cinturón.

Tras un quejido del altavoz surgió el comandante para informar de unas turbulencias muy severas. No utilizó ningún término relacionado con peligro, pero algo en su tono de voz rozaba la insinuación.

—Joder —dijo otra vez el hombre.

Ahora el avión entero se estremecía con las sacudidas, parecía ir a desprenderse poco a poco de cada una sus piezas, comenzando quizás por las alas, perdiendo luego el tren de aterrizaje, las luces que lo harían brillar aún como un punto intermitente en el océano del cielo, quedando al final un armazón cargado de personas precipitando a la tierra su enorme proyectil. Noté la mano del hombre en la mía, apretándola con fuerza. Era áspera y huesuda.

—Ya te lo conté antes —dijo —odio los aviones.

Nos miramos. No era una mirada para saber cómo estábamos. Él estaba muy asustado, eso se veía. Yo, no sé por qué, no. Tenía la cabeza muda, no pensaba en nada. No pensaba en ti, en nadie. Solo miraba al hombre y su pánico, mientras el avión brincaba igual que un autobús viejo en una carretera llena de baches. Entonces, con calma, con su mano aún aferrada, llevé hasta los suyos mis labios y le besé para salvarle no de su posible muerte, sino de su posible vida. Luego cerré los ojos. Y mientras le besaba, el hombre dejó de temblar.

Nos mantuvimos así, con los ojos cerrados y las bocas juntas, sin ninguna presión, respirando a través de los labios como si nos diéramos oxígeno el uno al otro, hasta que cesaron las sacudidas. Sé que tuvimos los ojos cerrados porque cuando yo abrí los míos vi sus párpados apretados. Después sonó de nuevo el bling y se apagaron los testigos, y nos separamos. Sin decir nada, nos levantamos y regresamos a nuestros asientos. Ni siquiera me fijé en si por fin había salido alguien del aseo. Ninguno de los dos se fijó.

Al regresar me abrazaste, qué miedo he pasado aquí solo, castor, me dijiste con una de tus sonrisas burlonas. El resto del viaje me dormí con la cabeza apoyada en mi ventanilla de cielo oscuro. Dormí tan profundo que cuando me desperté habíamos aterrizado y ya había salido la mitad del pasaje, incluido el hombre del otro lado del pasillo con la mujer y la adolescente oriental.

Siempre tensas los nervios en los aeropuertos. Al facturar, en las colas, en los controles, antes de embarcar, y luego en las llegadas; quieres estar el primero en el lugar de la cinta por donde saldrán los equipajes, el primero en la terminal de taxis. A mí me deprime, la verdad, aunque no te lo haya dicho nunca. Pero al final suelo dejarte a ti solucionar todas esas cosas, voy a remolque. Por pereza, porque odio hacer gestiones. Porque suelo llegar tarde a todo.

Allí estábamos, junto a la cinta, esperando nuestras maletas. Y el hombre con la chica oriental y la mujer, justo enfrente. Salieron las primeras, golpeadas y sucias. Esa clase de bultos metafísicos que nadie quiere nunca, que quedan abandonados girando y girando mientras todo el mundo se marcha con el botín de sus pertenencias. Dieron la vuelta completa, pasando por delante del hombre. Nos miramos. Tú habías ido a por un carro y al volver me dijiste quédate aquí que yo las cojo, y permanecí en segunda fila desde donde vigilaba al hombre con sus ojos puestos en mí. No podíamos dejar de mirarnos, pero yo, te lo juro, no sentía nada al respecto. Por un momento pensé que esas maletas que no cesaban de dar vueltas eran las suyas, y que por mirarme no se daba cuenta. Las nuestras salieron enseguida, las colocaste en el carro diciendo ya está, y comenzaste a empujarlo. Te seguí hasta las puertas y allí me detuve y volví la cabeza buscándole por última vez, y tuve el impulso de ir hacia él como si tuviera que devolverle algo. Creo que me sonrió. Vamos, dijiste, que luego no hay taxis.

Continué y atravesé las puertas, detrás de ti, y el hombre desapareció al fin de mi vista.

En el taxi volvió a mí ese episodio de las turbulencias, y me di cuenta de que en aquel momento, pese a que el avión parecía a punto de romperse en pedazos, yo solo había sentido paz, nada más. Pero sobre todo, recordé que durante esos instantes no había pensado en ti, en nada que decirte, no había hecho más que estar junto a ese hombre aferrado a mi mano, a mis labios. No había pensado en ti.

Cerré los ojos y apoyé la cabeza en tu hombro mientras el taxi nos llevaba de vuelta a casa. Me besaste en la frente.

Y entonces también pensé que no te lo diría nunca.

Pero ya ves.

Peces de charco

Después de vernos siempre me queda la sensación de haber dejado algo por hacer. Hoy, mientras ella hablaba acerca de su estado mental, yo pensaba en esa conversación que no hemos tenido. Creo que ninguno de los dos se atreve, pero hay muchas cosas que deberíamos habernos dicho. Para empezar, poner sobre la mesa los auténticos motivos de nuestra ruptura. A día de hoy aún no los tengo tan claros. Y a veces pienso que si nos podemos seguir viendo así, de vez en cuando, como dos viejos amigos, es porque no nos duele tanto o quizá lo nuestro tampoco era tan sólido después de todo. O que el amor, tal como lo concebíamos entonces, no existe, me digo.

Tampoco voy mucho más allá.

Juan vuelve a llenar mi copa de vino. Debe de ser la tercera que apuro, y aún vamos por el primer plato. La conversación me da sed. La de ellos, supongo.

—Bueno tío ya te vale, que no has abierto la boca en toda la noche.

Paso de opinar sobre los últimos planes económicos del gobierno, pero si Juan se ha dado cuenta de que esta noche no hablo, los demás deben de llevar un rato con ganas de preguntármelo. No por interés, sino por compasión. Odio ser compadecido. Para eso ya me basto solo.

—¿Ah sí? No sé, os estaba escuchando.

—Oye por cierto, voy a cambiar de coche y vendo el mío, por si te interesa.

—Pero si te lo compraste el año pasado.

—Por eso te lo digo, está casi nuevo. Es que hemos pensado que cuando llegue el crío necesitaremos algo más grande, para meter el cochecito y todo lo demás. A Gloria le gusta ese monovolumen que acaban de sacar. Ayer lo estuvimos viendo en el concesionario. Es caro, pero el mío aún puedo venderlo bien, no pierdo mucho. Bueno, si a ti te interesa hablaríamos de otro precio claro. Es un buen coche, podrías vender esa cafetera que no te da más que problemas y te quedas con el mío.

Mi coche tampoco estaba tan mal, se lo quedó Bárbara. Ella lo usaba a diario y yo apenas lo movía, así que me pareció justo. También se quedó con el perro, con el sofá, con todo el menaje y la lavadora, además de quedarse la casa. Era alquilada, pero de todas formas se evitó la mudanza. Para ser sincero yo también, porque mis pertenencias caben en un par de maletas. Tardé cuatro meses en encontrar piso, el que teníamos me gustaba mucho. Aunque creo que no hubiera podido vivir en él, por una especie de cuestión sentimental. Lo del perro no me importó, solo competía conmigo por los favores de su dueña. Nunca nos llevamos bien, ese perro y yo.

—Oye, ¿sabes algo de Bárbara? ¿Os veis mucho?

No lo puede evitar. A Marga le encanta saber todo de todo el mundo. No quiere saber cómo le va a Bárbara sino si soy desgraciado sin ella. Disfrutaría si pudieran ver nuestra historia en la tele en vez del culebrón que ponen a media tarde, para enterarse bien de todo, para mirar a sus anchas cómo derramamos lágrimas sobre una capa de maquillaje.

—Comí hoy con ella.

—¡No me digas! Y cómo está.

—Pues parece que bastante bien.

—La voy a llamar un día, tengo ganas de verla y no me gustaría perder el contacto, es un encanto. Si no te importa claro.

—No, claro que no me importa.

—Por cierto, Santi está organizando el viaje a la Toscana para junio, por si te apetece venir. Vamos a alquilar en el mismo sitio, sale muy bien de precio. De momento somos nueve, todavía cabes.

—Aún no sé cuándo tengo vacaciones ni lo que voy a hacer, pero gracias, si me apunto ya os aviso.

—Puedes venir solo o acompañado, por supuesto.

Por supuesto.

Como respuesta, solo le devuelvo la misma sonrisa fofa que me dedica. Supongo que espera verme aparecer cualquier día con alguna chica, quizá con una chica extranjera igual que hace Antonio de un tiempo a esta parte; una chica que hable poco y esté pendiente de mí, justo como la que viene hoy con él. Con buenas tetas, como ha observado Juan en cuanto ocupó la silla junto a la mía. Ese tipo de comentarios que sacaban de quicio a Bárbara las pocas veces que conseguía arrastrarla a estas cenas. Ella no tenía muchos amigos, pero decía que los suyos eran amigos de verdad, y que yo no tenía amigos sino conocidos. Y también decía que mis conocidos eran una panda de burgueses.

—Te invito a un cigarro.

Juan me pega un codazo y se levanta, seguro de que voy a seguirle. Sorteamos las mesas hasta la puerta.

—Bueno tío, que estás muy callado.

Hemos salido para que pueda hacer esta afirmación, mientras me da lumbre. Es su manera de estimularme a algún tipo de desahogo.

—Tengo mucho lío en el trabajo, estoy cansado, no me pasa nada.

Juan no sabe que me han despedido hace una semana. La verdad es que no lo sabe nadie, tampoco se lo dije a Bárbara esta mañana. No me apetece contarlo, porque tras la noticia hay que tranquilizar al otro con las consiguientes expectativas. Y yo no las tengo. Mientras fumamos hablamos por orden de estas tres cosas: el lío que él también tiene en la oficina, la prejubilación de su jefe, el cambio de coche para que me piense lo de quedarme el suyo. Después le pido otro cigarrillo y le digo que no quiero postre, que prefiero tomar un rato más el aire, y él vuelve a la mesa y yo me quedo junto al cenicero a unos pasos de la puerta.

La calle está muy tranquila. Es normal, porque después del restaurante no hay más que dos bancos, una peluquería y un supermercado, y más allá la avenida solo es una sucesión de vallas, jardines y piscinas frente a bloques de ladrillo nuevo. Juan y Gloria se han venido a vivir a uno de ellos, a una casa más grande que la que tenían. Por lo del crío, también. Dicen que el centro está incómodo y sucio, que no se puede aparcar ni mover el coche, y que está tomado por inmigrantes y chusma. Y que no quieren que el niño crezca ahí.

Cuando vuelvo a la mesa Sonia está contando el pleito que ganó para sus clientes de la aseguradora. Debe de llevar un buen rato porque ya va por los detalles de la sentencia. Tiene un tono de voz que apaga el resto de conversaciones en esa parte de la mesa, sería imposible oírse con el de enfrente, así que no les queda más remedio que atender a los pormenores, incluido Martín, que debe de sabérselo de memoria. Juan siempre ha dicho que Sonia atrapó a Martín y le chupó la esencia, con esa doble intención. Pero yo creo que Martín siempre ha sido más bien aburrido. Todos escuchan a Sonia como si les interesara mucho, enfatizando con pequeños gestos de admiración. Hace unos meses Bárbara y yo nos la encontramos en una librería, buscando un regalo. Me alegro mucho de veros, dijo, y aquí hizo una pausa, juntos, añadió con un par de segundos de retardo.

—¿Por qué no ha dicho me alegro mucho de veros juntos, todo seguido? —le pregunté después a Bárbara.— Esa es la pregunta normal, no sé qué significa ese inciso en lo de juntos. Es más, ¿por qué se alegra de vernos juntos y no se alegra solamente de vernos? ¿Es que le molesta ese hecho, que tú y yo estemos juntos?

—Yo no he notado nada. Pero en todo caso, me daría exactamente igual si esa tía estuviera insinuando alguna cosa —respondió ella, y siguió revolviendo entre los libros.— Últimamente estás un poco paranoico.

Últimamente respondía irritada a esas cuestiones mías y las calificaba de paranoicas, esas con las que a veces me obsesiono y que al principio le hacían gracia porque decía que tiendo a analizarlo todo hasta el hueso.

Sonia sigue monologando, ahora sobre sus clases en una universidad privada. Es uno de sus temas favoritos desde que consiguió la plaza hace cinco años porque el rector es amigo de su padre. Y desde entonces usa ese tono pedagógico en todo lo que dice, como si siempre estuviera dando lecciones de algo.

—Es que han bajado la nota de corte y los alumnos son infumables, unos bestias. No creeríais las burradas que ponen en los exámenes. No puede ser, me digo, no puede ser —aquí hace un gesto muy teatral, llevándose la mano a la frente—. Os juro que tengo que mirar su ficha a ver si es que el chaval en cuestión es subnormal o es que es negro, o qué le pasa.

La camarera es una chica bastante oscura de piel. Bastante guapa. Está al otro extremo de la mesa y se queda mirando a Sonia con una fijación cercana a la impertinencia. Se marcha con los platos y al cruzarse con otro camarero bisbisea algo junto a su oído y nos señala con una leve inclinación de cabeza, y se sonríe. Otra camarera rubia se les acerca, y entonces ella vuelve a referirles algo y además se ríe, y los tres nos miran. Nadie más en la mesa parece haberse dado cuenta de que la camarera se burla de nosotros, porque soy el único que hace rato que no escucha a Sonia.

Juan me pega otro codazo.

—Oye, que Gloria quiere que seas el padrino del niño. Ella sabrá por qué.

Gloria era mi amiga antes que Juan, de hecho fui yo quien les presentó en una fiesta. Cuando se casaron, Gloria se replegó dejando que Juan ocupara un lugar preferente entre los dos, y él empezó a actuar como si ya nos conociéramos mucho y Gloria hubiese llegado después. Supongo que ella no quería dejar abierta ninguna hipótesis, aunque lo cierto es que entre nosotros nunca hubo nada. Pero a veces Juan hace este tipo de comentarios, como si tuviera que tener asumido algo y demostrar que no le importa. A Bárbara le caía bien Gloria, no entendía que una chica tan inteligente, eso decía, se hubiera casado con el idiota de Juan.

—Me haría mucha ilusión —dice Gloria, y se inclina hacia mí todo lo que su barriga le permite para coger mi mano.

—Lo que yo decía, pues los pañales corren de tu cuenta, machote —dice Juan, y todos se ríen.