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LA MÁQUINA NATURAL

Ignacio Fernández

A mi padre.

A mi madre, que es un árbol.

Cuando, al atardecer, los primeros copos del día les rocen las mejillas y, en su caída oblicua, enturbien la visión de las desoladas laderas chilenas, el burro Número Uno ya se habrá mancado y yacerá a considerable distancia montaña arriba.

El Hereje encabezará la marcha, haciendo y exigiendo silencio, y tanteará el terreno con una rama reumática y curvada, una reseca rama de pino, porque la nieve de la víspera estará ya derretida y formará barrizales que podrían costarles el burro que les queda. Unos pasos más atrás lo seguirá Fernández y, por último, a una brida de distancia, resoplarán las humeantes fosas nasales de Número Tres, en cuyo lomo Ángeles irá sentada de lado.

Con la última luz descubrirán que la vegetación ha ido ganando altura. El Hereje cambiará súbitamente de dirección, apuntará su nariz al noroeste no porque conocerá el camino sino porque el viento también habrá virado unos momentos antes y él preferirá recibir la nieve por la espalda. Ángeles se arrebujará en el gamulán y Fernández estará a punto de preguntarle si se siente bien, pero el Hereje se llevará un dedo a los labios y señalará el rancho que se ha de revelar en la penumbra cercana. El fusil no intimidará a nadie pues nadie habrá: afuera dejarán atado a Número Tres; en el fogón enmohecido encenderán el fuego apenas necesario; en el entablado del suelo, Ángeles será la última en dormirse. Aún entonces volverán a sus muslos las oleadas eléctricas de calambres, aunque la cadencia de esas descargas tonificantes será cada vez más espaciada y así, pensará, ha de llegar el momento en que desaparezcan. Pero no estará segura de querer eso porque estos dolores serán la única huella, el único recuerdo.

El Hereje se retirará a dormir al rincón opuesto que han escogido ella y Fernández: confiará su posesión del fusil y el revólver a los crujidos que los pasos puedan producir en la madera. Y muchos minutos más tarde, acosada por esa vasta intemperie blanca en donde los bosques susurran, Ángeles también tendrá su tregua de sueño, a la cual accederá con un deseo: ver por primera vez un atardecer en el océano: ver, montados a lo largo de las crestas de las olas, los destellos del sol que se hunde y creer realmente que no es un ocaso sino un amanecer que retrocede.

*

La nevada de esa noche será mucho menor que la que la precedió, poco más de un día y medio atrás y en el flanco opuesto de la cordillera.

Esta nevada, este copo que cae ahora.

Hay una costumbre en la mano de Francisco, un instinto adquirido que lo impulsa a desempañar la ventana para contemplar el mecanismo sutil de la tormenta sin viento. Como ocurre con todas las costumbres, no sabe cuándo se apropió de él, de su mano y de su ventana. A veces piensa que es un atributo de la cabaña, una curiosidad secreta que se ha visto obligado a heredar, porque la cabaña que habita está en el mundo desde antes que él mismo. El interior es amplio pero cavernoso porque todas las paredes, excepto una, fueron levantadas con piedras de la zona y, a pesar de que se trata de granito muy joven, la acción combinada de la humedad, el hollín y quizás también todos estos años de tinta volátil han terminado por darle cierto aspecto de interior de chimenea.

El hollín proviene de la salamandra; la tinta, del Apocalipsis.

La salamandra combustiona casi permanentemente: cortezas, piñas, ramas, cualquier extremidad de las araucarias, los pinos y las demás coníferas que crecen por allí. El humo de los árboles más altos del mundo llega al cielo antes que ningún otro. Francisco se ha prometido no quemar jamás ningún ejemplar del Apocalipsis a menos que sea estrictamente necesario, y esa es la razón por la que la cabaña está atestada de periódicos. Atados con cordel en paquetes de cincuenta.

El interior, entonces, es amplio, pero no tanto por la superficie allí encerrada sino por la falta de divisiones, algo que Francisco siempre ha considerado un inconveniente porque cree que el hogar de un hombre representa al hombre y que cada uno tiene sus divisiones interiores. Al principio acumuló los paquetes de periódicos contra las paredes y le pareció que así ganaba un poco de aislamiento térmico, pero después se le ocurrió involucrarlos en la estructura de la cabaña. Levantó una separación de bloques de papel entre la cocina y el resto de la estancia y luego le quitó las patas a la mesa y las sustituyó por una sólida plataforma de periódicos. Apilando cinco paquetes, ha hecho pequeñas torres que se pueden utilizar como asiento. También hay en un extremo de la cocina tres escalones blandos que permiten acceder con más facilidad a las estanterías superiores.

La ventana y la puerta son dos recortes en la pared frontal, la que está hecha con troncos. Se abren al valle, a la perspectiva declinada y confusa de la falda de la montaña, pero no ofrecen ningún horizonte porque ese sector de la cordillera es especialmente accidentado y, más adelante o más atrás, siempre surge una elevación, una roca, un pueblo de árboles, un túmulo de nieve que interrumpe la panorámica. En primavera y en verano es posible ver el camino que comienza en su puerta y allí abajo traza una curva y desaparece.

Tras la ventana desempañada los copos caen a plomo, y son tantos que dibujan rayas en el paisaje. Ahora se da cuenta de que la atracción que ejerce esa especie de vórtice doméstico en el cristal también alcanza a su perra. ¿Lo ha hecho siempre? La perra se ha acercado moviendo la cola, se ha levantado sobre sus patas traseras y así, con las delanteras apoyadas en el antepecho de la ventana, Francisco la encuentra humanizada y ligeramente ridícula. La prefiere canina, impertinente, voraz. Esa fue la razón por la que la recogió. Esa, y la invasión de una culpa que debería haber sido ajena pero que aquí estaba, llegada de la nada al igual que la perra. La vio desde aquí, desde esta misma ventana: una mota negra alborotando la nieve y gimiendo perpleja y condenada. Qué otra opción tenía. Cuando la levantó podía sostenerla con una mano; cuando se terminó el plato de leche vomitó sobre sus botas.

Es curioso que ella mire hacia ese lugar en concreto, hacia su propia aparición. Pero ha dejado de mover la cola y ha levantado las orejas, y ahora ladea lentamente la cabeza como si estuviera presenciando un naufragio. Son tres personas. No muy definibles a causa del dominante fulgor de la nieve, pero allí están, saliendo de entre las araucarias que las habían mantenido ocultas hasta entonces. Pequeñas, apenas siluetas oscuras, de laboriosa tracción, como barcos a pila en un océano de olas detenidas.

Francisco sabe lo que ocurrirá en dos, tres segundos: el que encabeza la marcha se detendrá porque ha visto el esponjado cordón de humo de su chimenea, y enseguida sus ojos, hartos de resplandor, conseguirán leer la forma de la cabaña en la ladera, los ángulos de una ventana en la cabaña, la plateada figura de Francisco en la ventana, quizás incluso la falta de sorpresa en su cara porque él sabía lo que iba a ocurrir hace tres, dos segundos, ahora.

Los tres tuercen el rumbo y comienzan a ascender hacia él siguiendo azarosamente, Francisco está bastante seguro, el camino que no pueden ver bajo la nieve. El magnetismo de los caminos. Llevan parkas y anoraks con capucha, pero aun careciendo de rostro él sabe que no son de la zona. El que va en medio camina de un modo afectado, como si sus caderas no estuvieran del todo articuladas, y a medida que aumentan de tamaño crece también en Francisco la certeza, la resignación de que no podrá negarles asilo. ¿Qué se supone que debe hacer? ¿Qué se espera de alguien como él? Su vida no admite intrusos. La oleada de hastío que siente subir desde su estómago no se debe solo a la mera importunación. Ciertamente, los tres extraños no han de interrumpir nada importante, ni siquiera podría decir qué estaba haciendo cuando se levantó a mirar por la ventana. Pero es una vergüenza muy concreta la que opera en todo esto, y es consciente de que no sabrá ocultarla. Porque lo que no podrá ocultar es la causa de esa vergüenza: su vida, los hábitos que conforman su vida, los objetos. Come cuando tiene hambre, a veces una sola vez al día, y no se prodiga en los detalles sensoriales: el hambre es un hueco físico que hay que llenar. Duerme con la ropa puesta; hace años que ha superado el malestar que eso le provoca por las mañanas, la presión de las costuras sobre la piel, las extremidades atrapadas dentro de fundas estrechas. No tiene una ducha que ofrecer, ni siquiera un baño o café. Un peine. Él no se peina más que con los dedos entreabiertos. Depende de las miradas de los demás para recordar en qué se ha convertido, pero como normalmente se trata de contactos breves y más bien bruscos, todo lo que esos juicios externos consiguen es reafirmar sus costumbres. Pasa demasiado tiempo solo, no tiene oportunidades diarias de revisar y componer su identidad. Aun así, esos contactos se producen fuera de su casa. Recibirlos aquí, en cambio, es distinto: es obsceno. Obligado a abrir su puerta, sus brazos. Turistas de sus miserias.

Así que, ¿qué puede hacer? Echa más leña en la salamandra y se queda estupefacto, sin más ideas de anfitrión. La perra suelta algún ladrido agudo mientras da vueltas en círculos. Pero transcurre un tiempo excesivo sin que se escuchen los golpes en la puerta, como si allá afuera se estuviese arribando a una decisión, de modo que se le ocurre la cortesía de abrir él mismo para recibirlos. Los encuentra susurrándose unos a otros a pocos metros y, ahora que ha salido, uno de ellos avanza sonriendo y le enseña... algo con la mano en alto, algo que agita rápidamente, como si se tratara de un objeto que todos habían dado por perdido. Ahora puede verlo: es un papel plegado, ve líneas irregulares de puntos, marcas rojas y no comprende hasta que quiere bajar la vista a los ojos del sujeto y se queda absorto ante el alma ciega de un revólver que casi se apoya en su frente. Una sonrisa, de contradictoria amabilidad, le lanza destellos y comunicaciones desde un plano posterior.

—Abuelo, no se lo va a creer, pero lo estábamos buscando.

Con sesenta y dos años de edad, voluntariamente recluido en esta vastedad, Francisco ha llegado a creer que había sido perdonado por la vida. En realidad, pensaba que la vida lo había olvidado pero para él el resultado era el mismo: la paz de los cielos abiertos, el prodigio óptico de las seis de la tarde en marzo o abril en su reducido mundo intacto, la luz púrpura y magenta fugándose en vectores ilusorios por debajo de las nubes de vientre plano, por encima de las cumbres y los árboles que siempre se ven negros en un paisaje nevado, el olor original del viento, todas las sombras que hay en una cordillera, la humildad de los animales que la habitan y él en medio de todo eso, en los suburbios de la humanidad, dejándose evolucionar del modo más honesto que su mente puede concebir... la suerte adecuada a las necesidades del espíritu.

Cuando tenía ocho años robó dinero de la caja registradora que el panadero no tuvo la precaución de cerrar. Entonces vivía en los suburbios de verdad, en el espejismo gris y pobre y concéntrico de Buenos Aires, más gris y más pobre a medida que el radio se hunde en los campos del interior. Por alguna razón (por cobardía, por su culpa cristiana) no acabó convertido en un delincuente, pero pronto se encontró siendo vecino, amigo y espectador del crimen. Ese era el sueño agitado que había más allá de sus párpados. Cree que en Santa Fe tiene una hija que ya nunca podrá perdonarlo: él olvidaba cumpleaños, perdía empleos y mentía al respecto, se despertaba sin saber dónde había dejado el coche, frustraba los ahorros de la manera más tonta, conseguía que el dinero nunca pudiera hacer promesas y, sobre todo, se precipitaba entre las piernas de mujeres de aspecto extraño, mujeres exageradas, y solo en los intersticios de todos estos actos llegaba la aprensión, el momento de caminar en círculos mirando el suelo y preguntarse cuándo lo perdonaría la vida.

Tal era su punto de vista. Su esposa (la familia de su esposa), en cambio, pensaba que era un inútil. Incluso un inútil inofensivo, y por eso no le temía. Lo trataba como a un artículo defectuoso. Años después de haberse casado, ella acabó por sincerar toda su irritación. Solía terminar sus ataques diciendo: ¡Dios Santo, papá tenía razón! Se refería a la casa. Francisco y su suegro, que era albañil, la construyeron en un terreno barato que hubo que allanar a mano, con palas y azadas. La casa llevó dos años de trabajo durante los fines de semana y en las horas muertas del atardecer. Francisco nunca podría ganar ese duelo lentísimo contra su suegro y toda su experiencia. El hombre resoplaba, miraba hacia el horizonte con las manos en la cintura mientras su atolondrado yerno intentaba corregir su último error.

Pero por aquellos años les parecía que todo se trataba de recompensas. Al igual que con los sofocantes arrebatos sexuales en el baño (vivían con los padres de ella), la determinación, el esfuerzo y la concentración, conducirían a un resultado satisfactorio. Soñaban con quedar extenuados, respirando sonoramente y saciados de costumbres burguesas. Un matrimonio joven y pobre aspira a eso cuando se despide por las mañanas, entre calles de tierra y casas habitadas con prisas, sin jardines, sin acabados. Ya llegarían la tranquilidad, la progenie que los justificaría como hombre y mujer, el televisor nuevo, el coche familiar. Él lo lavaría los domingos y saludaría a los vecinos.

Nada de eso ocurrió. Sí tuvieron una hija, al menos. Formaron un hogar en el que nunca había buenas noticias.

Por eso aceptó un poco contrariado una llamada a cobro revertido del único tío que le quedaba con vida, hermano de su madre. Un trabajo no ya temporal sino específico. Ni siquiera le hablaron de dinero, pero incluía un viaje en tren y cierta clandestinidad, y con eso elaboró una fantasía: sería algo que podría contar con un vaso en la mano, en reuniones familiares. Vería esta anécdota en los labios de su hija transmitiéndosela a sus propios hijos y a ellos volcándola en el futuro sin él. Viviría dentro de esa historia, incluso muchos años después de haber muerto.

No le dijeron nada sobre el asunto hasta que se presentó en el lugar que se le había indicado. Una estación de trenes de un ramal secundario, cinco de la mañana. Perros durmiendo bajo los asientos del andén como pelusas latentes. Era uno de esos apeaderos perdidos en los que se percibe que la civilización está cerca: hay gritos y detonaciones no vinculados, o música de pronto. Como estar de visita en una mente. Primero oyó el sonido y luego vio la luz. Por la noche ocurren estas cosas. La formación se acercaba bramando desde el sur y solo entonces, ante esta inminencia ferroviaria, surgieron de las sombras formas humanas, bigotes, miradas examinadoras. Cuatro hombres.

—¿Usted es el sobrino?

Francisco asintió, sonriendo, tratando de mirarlos a todos a la vez. Pensó que cuatro hombres eran demasiado como para que él no se tomara esto en serio. No agregaron nada más, acaso aguardaban a que llegara el tren.

—No hace tanto frío, ¿no? Menos mal.

Lo dijo pensando que sería un comentario amable con el que todos se sentirían más cómodos, pero la verdad es que no estaba seguro de estar sintiendo frío o calor.

El que había hablado antes le dijo «no hable, esto todavía está muy silencioso», y consiguió hacer que se sintiera inexperto, inadecuado. Debía tener aspecto de que el mundo no iba a alterarse si algo le pasaba.

Cuando el tren estuvo más cerca le explicaron la situación. Casi lo decepcionó: debía custodiar una imprenta hasta la cordillera. Estaba desmontada y embalada en siete bultos que ya habían sido acomodados en un vagón suplementario. No le dijeron mucho más: prensa clandestina, evidencia de sedición, debe desaparecer, su tío lo espera con un camión.

El tren se detuvo apenas unos minutos y Francisco observó a los hombres acoplando las vías auxiliares a la principal. Tiraban de palancas, hacían señales con linternas en dirección a la locomotora. La formación retrocedió hasta alcanzar la conexión con el vagón de la imprenta, el cual seguramente no constaría en el registro oficial del viaje pero, ¿quién cotejaría eso?

Cuando, a través de la abertura que se permitió dejar en la puerta lateral, vio que el tren había salido de la noche y ahora era un estrépito fugaz en una mañana clara, Francisco empezó a relajarse. La ciudad fue perdiendo su densa textura. Las casas se espaciaban entre sí y él comenzaba a descubrir la superficie del mundo despojada de complejidad, y acaso fue ese el instante en que comprendió que ya no regresaría. No fue un pensamiento nítido, ni mucho menos una decisión; ni siquiera un intento de cortejar a su alma. Pero sí pensó que la vida que él conocía no lo perdonaría a menos que él fuera capaz de perdonarla primero. Por entonces pensaba en perdonar; después, en olvidar. Él nunca había estado tan lejos de casa, aunque solo llevara una hora rodando en su vagón espontáneo. Así es el renacimiento. Dar la vuelta a una esquina y desaparecer y aparecer. No hables con Dios: Él no conoce este secreto. Los postes del tendido eléctrico generando un paisaje estroboscópico ahí fuera: intermitencias de luz sobre el campo amarillo. Treinta horas más tarde abrazará a su tío y entre los dos subirán la imprenta al camión. Aprenderá la paz de la montaña, vaciará su corazón y le obligará a beber el agua bautismal de la cordillera, y no se arrepentirá.

Eso hará, eso ha hecho. Pero ahora tiene un arma en la cara y no comprende qué es lo que ha salido mal.

—¿Está solo?

—Sí. Vivo con mi perra, nomás.

—Vamos para adentro.

—Mi perra no muerde.

—Mejor para todos.

Pero por debajo de la impresión, subyaciendo a esto tan abrumador que le está ocurriendo, Francisco cree percibir en sus visitantes un enorme esfuerzo para ejercer la violencia, una teatralidad. El hombre del arma se queda de pie frente a él y, sin dejar de apuntarle, controla el interior de la cabaña con una mirada periférica. Después incluso el techo, como un visitante en una catedral. El otro hombre entra deprisa y se aposta en la ventana para cerciorarse de algo. No hay más hombres: la mujer embarazada da unos pasos en el interior y se queda de pie, quizás aturdida, o indecisa. Es todo tan desconcertante que casi dan ganas de darle órdenes, de exigirle coherencia.

—Ángeles... Ángeles —la llama el del arma, pero nada cambia en la mujer— ¡Por Dios! ¡Ey! —chasquea los dedos a la altura de sus ojos.

—Dejala. Está muy cansada —dice el otro abandonando la vigilancia.

—Necesitamos atar al abuelo. ¿No hay... no hay sillas? Abuelo, ¿no tiene sillas?

—Tampoco tenemos soga.

—No tengo ni sillas ni soga —dice Francisco.

Abuelo. Necesitamos.

Fugazmente, se le ocurre que uno de estos dos conceptos tiene que ser falso. Por suerte, él ha dicho una verdad a ciegas: la perra se ha mostrado de lo más amistosa. Se ha acostado en su rincón pero desde ahí sigue el drama con mucha atención.

—Abuelo, hágame el favor de bajar los brazos.

Francisco ni se había dado cuenta. Ahora se siente ridículo, siente que ha contribuido a la teatralidad.

—¿Cómo se llama? —y después— Francisco, ellos son Fernández y Ángeles. Y ese que está ahí adentro todavía no tiene nombre. A mí me alcanza con que me diga el Hereje.

—Yo no tengo plata. Soy un viejo. Puedo darles unos pesos que tengo ahorrados, pero no es mucho —dice él con aspereza.

Pero han desviado la mirada. Sus palabras han provocado en ellos un instante de reflexión. ¿Está mostrándose demasiado ansioso por llegar al fin de todo esto, por conseguir que se vayan?

El arma. Francisco nunca ha entendido mucho de armas. Comprende apenas que es un revólver, que no está amartillado (eso no significa nada), y que debe ser viejo por lo desgastada que se ve la madera de las cachas. Le impresiona porque es un artículo tosco, bulboso, del color del plomo renegrido, y como tiene el cañón corto se dice a sí mismo: es un revólver gordo. Esto le hace pensar que se trata de un arma poderosa y atronadora pero de alcance limitado. Los razonamientos de Francisco se han vuelto simples, inmediatos, lineales. Todos los de por aquí, le parece, funcionan mentalmente de la misma manera. Hay una unión muy discreta entre contemplación y expresión. A veces interpretan a los objetos como si se tratara de seres vivos, o con cualidades prestadas de algo que tienen a mano. El azul de las masas de nieve en la lejanía es un azul duro. Un día de abril pueden descubrir que el agua del arroyo sabe a otoño, igual que puede distinguirse en la carne cocinada el grado de sufrimiento que experimentó el animal. Esto tiene gusto a miedo, dirían. Tener ganas de fumar es como tener hambre pero más arriba, explicarían.

Y una chica embarazada que se balancea levemente obliga a pensar en un árbol joven sometido a ráfagas de viento. Las tablas del suelo crujen bajo sus pies pequeños, cambia el peso de un pie a otro.

O e ieto mu ié —murmura.

Ninguno le ha entendido. Sin embargo, el más retraído de los dos, Fernández, parece haber encontrado algún significado añadido en alguna parte, en el movimiento, en el tono, algo que a ellos les ha pasado tan inadvertido que podría incluso tratarse de una alteración en el aire que rodea a la chica. Fernández es bastante alto y de líneas angulosas, pero también previsiblemente elástico ante situaciones urgentes. Con un desplazamiento sinuoso consigue ubicarse detrás de Ángeles y sujetarla por los hombros y las axilas. Cuando siente el contacto, ella se abandona. Él le acaricia el pelo, le acerca su oído:

—Que no se siente bien —transmite, y luego a ella—: tranquila. Acá, en la cama. Despacio, así.

La ayuda a sentarse, primero, y después logra que se acueste, todo de un modo tan titubeante como si estuviera abordando una canoa.

—No se irá a poner de parto en mi cama...

El del arma enarca una ceja:

—A usted mi revólver le importa un carajo, ¿no?

—Es que ustedes no me dicen nada. ¿Por qué están en mi casa? ¿Qué quieren? —acomete Francisco, más desesperado que furioso— dijo que me estaban buscando. No tengo plata, ya le dije que no tengo plata. Vivo solo con mi perra y ustedes no pueden estar buscándome. Si querían una cama para la señorita tendrían que haberse quedado en el pueblo. Hay una salita médica.

¿Vienen de abajo? ¿De dónde vienen? ¿Por qué están en mi cas...?

—Basta, abuelo, cálmese.

Se ha hiperventilado, le tiemblan las manos, le vibra su hermosa barba blanca. La perra ladra una vez.

—Siéntese. Tranquilo. Siéntese acá —le señala una torreta de periódicos. Recién ahora parece percatarse—. ¿Por qué tiene esto lleno de diarios?

Las preguntas que van y vienen. Son como rasgaduras en el aire hechas con el garfio de la interrogación. Da la impresión de que no pueden dejar de cuestionarse el uno al otro, pero Francisco no está en condiciones de discutir ni de dejarse discutir. Le ha subido un alarmante color a la cara, el morado de las sombras en la nieve al amanecer. Después de todos estos años ha adquirido el físico de los hombres de montaña, ha dejado que la simbiosis llegara a ese punto, y aún a esta edad tiene un pecho amplio y resonante. Pero ahora jadea como un animal acorralado. Un animal indignado. El enano este, el tal Hereje, está otra vez dirigiendo sus ojitos impúdicos a todos los rincones de la cabaña.

—No tiene televisor... ¿Radio? Usted no está enterado de nada, ¿no, abuelo?

—Qué quieren... —pronuncia entre resuellos.

Pero la voz de Fernández llega hasta ellos. Le dice al Hereje que deje en paz a Francisco. Y que para lo único que le hubiera servido un televisor es para ver que no funciona, aunque de una radio Fernández no está tan seguro.

Tenía pensado cenar pan con queso de oveja. Fundiría el queso dentro de un cazo al calor de la salamandra.

Los ojos de Ángeles convulsionan bajo sus párpados: si hacen eso es R.E.M., si no, es R.I.P.

El Hereje y Fernández han desplegado sobre la mesa un plano de ese sector de los Andes (el señuelo con que, estúpido, lo distrajeron: es solo un plano). Están asomados a él, concentrados y satelitales, y cada tanto algún dedo índice vaticina un recorrido por acá, cruzamos ahí, esta marca parece indicar un refugio, pero es evidente que el dedo en cuestión es analfabeto sobre un mapa orográfico. Francisco lo ha observado antes en Fernández: son dedos urbanos. Manos a las que podría quitarles un guante con un pellizco.

Pero cuatro adultos no pueden cenar solo pan y queso, de modo que Francisco está ahora traspalando verduras cortadas al interior de una olla. Planea agregarle garbanzos, chorizo, panceta, espesarlo todo con harina de maíz. Hace muchos años que vive solo y no está seguro de las cantidades y las proporciones, pero no es eso lo que lo perturba sino una humillación difícil de identificar: no le han pegado, ni siquiera le han tratado con rudeza, no le han hecho nada a su perra o a sus pertenencias ni lo han maniatado ni amordazado, no han manipulado su cuerpo, pero ahora está cocinando para ellos, consumiendo provisiones que a él le durarían una semana, y ellos debaten sobre el plano como si él fuera partícipe de la excursión, y la chica, débil, raquítica pero a la vez abruptamente embarazada, tan joven, frágil, como insomne y recién violada, explosiva con ese vientre potencial... menea la cabeza. Una parte de su temperamento sabe que esta irrupción ha cambiado su relación con el entorno. La información que ahora el mundo le envía es hostil e inarmónica, y eso será así para siempre. No confiará más en nadie. La gente podrá congelarse a la puerta de su casa. Recuperará su escopeta o conseguirá una mejor. Inventará historias heroicas cuando baje al pueblo para que se corra la voz de que con Francisco no se jode. Se despertará con el viento y gritará quién anda ahí. Convertirá a su perra en una fiera salvaje. Encontrará cada día la excusa para vengar algo que no corresponde a ese día.

Cuando van a comer, resulta que no hay vajilla para todos.

Dos vasos, dos juegos de cubiertos, dos platos. Fernández lleva uno hasta la cama y despierta a la chica. Sopla sobre el guiso y se cuida de servirle desde el perímetro hacia el centro, como haría una madre. Le mete la cuchara en la boca. El Hereje dice:

—Use usted el otro plato, abuelo. Él y yo comemos de la olla.

He aquí la humillación: esta piedad. Eso es lo que percute en su cabeza. Eso y el incontenible deseo de revolverse las vísceras y el corazón hasta dar con el hombre primitivo que duerme en su genética, azuzarlo, traerlo aquí para que despliegue su instinto y su furia: ¡no soy una mujer embarazada! ¡Ténganme miedo! ¡Ténganme miedo!

A su tío, cada tanto, le enviaban dinero desde algún lugar de Buenos Aires y entonces la cabaña se llenaba de tintineos. Con el tiempo Francisco aprendió a apartarle pequeñas cantidades durante sus lapsos de inconsciencia porque, de lo contrario, podía gastarlo todo en vino y caña en menos de tres semanas.

En alguna de las dos camas, alejadas entre sí todo lo que permitían las paredes opuestas, terminaban siempre las incontinencias de euforia, los ataques de nostalgia exacerbada, las acometidas lúgubres y crueles. Francisco volvía de rodear el bosque, con la escopeta desmontada y alguna alargada liebre pendiendo de su mano, y apenas abría la puerta sabía a qué tendría que atenerse en las horas siguientes. A veces, incluso días. El tío podía decir: «un conejo. Una liebre. Cuántas liebres. Una liebre. La liebre es libre, con ejo no se juega», y reírse hasta toser. O, inexplicablemente, levantarse de donde hubiera estado sentado, como tras una espera abusiva e irritante, y apresurarse hasta su cara para decirle: «cagón». Entonces volvía a sentarse y se explayaba, fingiendo que no se dirigía a él: «mi sobrino es un cagón. Un cagón. Qué hace acá, en este lugar. En vez de poner las cosas en orden. La gente necesita alguien que los defienda en su lucha. La gente y la nena. Pero es un cagón». Le daba lo mismo, al parecer, acusarlo tanto por su inactividad política como familiar. El alcohol confundía todas sus indignaciones.

A veces anunciaba que bajaría a comprar vino o cualquier otra cosa y regresaba al cabo de ocho horas con espasmos de frío y barro hasta las rodillas. Podía no dar ninguna explicación o podía echarle la culpa a un tordo que había estado persiguiendo. Después decía: «me voy a dormir un ratito. Estate atento, eh. Si muevo los ojos es R.E.M., si no, es R.I.P.». La primera vez que lo dijo tuvo que explicárselo. A Francisco, de todas maneras, estos remanentes de su buena formación (su desperdiciada formación) no le alcanzaban para tolerarlo más que el hecho de ser la única persona que tenía cerca en aquella época. Porque abajo él seguía siendo un extraño, un extranjero. Lo notaba en las amplias sonrisas de la gente cuando lo saludaban, en las miradas relámpago que lo verificaban de pies a cabeza. A esta condición, además, tenía que agregarle los espectáculos frecuentes de su tío, la humillación con que él iba a recogerlo y lo encontraba alucinando terrores, encogido dentro de un arbusto o debajo de un coche estacionado y con todos los niños riéndose de él, tanteándolo con palos para oír cómo chillaba.

Su herencia: la cabaña, el impulso de desempañar la ventana, la humillación y la cobardía.

Ángeles ha vuelto a dormirse. Ha comido con torpe voracidad y ahora se ha desconectado. ¿Cuántos años puede tener? Francisco estudia su rostro, su piel, la cantidad de hendiduras de su piel, su pelo, se esfuerza por ver sus manos, y llega a dos conclusiones con uno o dos minutos de diferencia: tiene dieciséis, tiene casi treinta.

Los otros siguen en la mesa pero por el momento han olvidado el mapa. De a ratos el Hereje se levanta y camina sin objetivo por la cabaña mientras sigue hablando con Fernández. El Hereje es fornido, casi desproporcionado, porque tiene los hombros anchos y brazos de minero, pero por alguna razón es anormalmente bajo. Produce la sensación de estar sumergido en agua hasta la cintura: tiene las piernas cortas y gruesas. Ya es la segunda vez que su labio superior aletea eléctricamente cuando sonríe.

—Ninguno de nosotros es el padre —dice Fernández.

El silencio que sigue le explica a Francisco que le están hablando a él.

—Qué.

—Que ninguno de los dos es el padre —Fernández señala hacia la cama con la cabeza.

—Ah.

—Vi que la miraba. Pensé que se estaría preguntando eso.

—¿Y dónde está el padre?

—Está muerto —dice el Hereje.

—Ah.

—Bueno, la verdad es que no podemos estar seguros de eso —dice Fernández.

—Está muerto.

Ángeles estirada en la cama como un trozo de cuerda con un nudo.

—¿Qué les está pasando? ¿Qué quieren? ¿Qué... qué hacen acá?

Pero tampoco ahora le contestan a estas preguntas. Se miran, pactando telepáticamente algo que Francisco es incapaz de interceptar. Así y todo, cree detectar una pulsación funesta en los perfiles de sus voces, el modo en que el tono se hunde en el silencio hacia el final de las frases, arrastrándolo todo.

En algún momento ha anochecido. La cordillera se lleva el sol muy temprano y aquí, de este lado, la oscuridad preliminar comienza a correr ladera abajo como una onda de choque hasta que ya es posible empezar a medir la noche. No ha dejado de nevar; ha de haber mucha nieve acumulada en los caminos. No se irán pronto. No tanto por el Hereje y Fernández como por la chica.

—¿Cómo se llama su perra? —pregunta Fernández.

—No tiene nombre. No sé: perra.

Eso parece hacerle gracia.

—Es que no hay más perros por acá —explica Francisco—. No hace falta distinguirla de ningún otro perro. Además, siempre le hablo directamente a ella. No tiene manera de confundirse, no es tan tonta.

El Hereje se está riendo, un poco sorprendido. El labio que aletea. Le dice:

—Usted conoce esta zona de la cordillera, ¿no? Bien. Necesitamos su ayuda. Es lo único que puede hacer para que nos vayamos.

—Ah.

—¿Ah? —hace una mueca—. A ver, no sé si me entiende. ¿Me está entendiendo? ¿Quiere sentarse? Mire, abuelo, nosotros no queremos lastimarlo. Si es verdad que usted no sabe lo que pasa, entonces puede ser mejor que siga sin saberlo. Tenemos que hacer un pacto de no agresión. Imagínese que somos países. Usted es la Antártida. Así ganamos todos.

—La Antártida no es un país.

—Usted nos ayuda a cruzar la cordillera y nosotros lo dejamos tranquilo. Ese es el pacto.

—Yo tranquilo ya estaba.

—¡A ver, abuelo, cállese de una puta vez! No me ponga nervioso...

—Ssshhh —pide Fernández mientras certifica el sueño de Ángeles.

—Yo le digo, nomás —se excusa Francisco, encogiendo los hombros.