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EL CANTO DE LA RAPOSA

Rafael Alonso Solís

Dios mueve al jugador, y este, la pieza.

¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza

de polvo y tiempo y sueño y agonías?

Jorge Luis Borges, Ajedrez (1960)

I

Nací cuando el siglo veinte dibujaba sus últimas décadas, a finales del verano, en esa época en que el sol sofoca las conciencias y aviva el resto de los fuegos por el mismo día, casi a la misma hora y el mismo mes, en que mi padre, un año más tarde y por tenebrosa coincidencia, se diera un tajo en la garganta llenando la habitación de sangre y baba pegajosa. Si bien no supe nada acerca de ese suceso hasta varios años después, debo reconocer que, por diversos motivos, ha alcanzado una relevancia crucial en lo que se refiere a diversos aspectos de mi existencia, y puede que haya contribuido a hacer de mí una persona algo rara, aunque discreta, aficionada a la soledad, poco dada a los excesos y muy disciplinada en lo que se refiere al desarrollo de su actividad profesional.

Al parecer, mi padre murió rápidamente, dicen que sin dolor, aunque poco puede saberse acerca de lo que siente un moribundo en el momento del tránsito, en ese ámbito temporal y en esa región en los que nadie ha estado, y acerca de los cuales cualquier referencia es mera conjetura. Ni en la Biblia ni en el Corán, por citar dos fuentes clásicas de conocimiento o fantasía en torno a la trascendencia, se encuentran apuntes literarios de cierta garantía, y únicamente las distintas versiones del Libro de los Muertos, además de algunas leyendas arcaicas, los hallazgos luminosos de los poetas místicos y un par de sospechas apócrifas, se atreven a describir un paisaje vacío y en el que no debiera haber ni ruidos ni colores; solo la calma aterida por el viento, la sorpresa quizás, la amargura de lo inmenso y la ausencia de criterios morales, de puntos de vista y de ideología. Al menos, nada de eso encontraron los que fueron a retirar su cadáver varios días después del óbito, apergaminado a esas alturas y con el hedor propio de la carnaza.

Pasaron algunos años hasta que mi hermana, primero, y mi madre, después, me aclararan parcialmente la confusión que me atenazaba en todo aquello que se relacionaba con mi progenitor. Es cierto que al principio no le eché en falta, que su presencia no resultó necesaria para mi educación, y que su ausencia, por lo tanto, no tenía por qué tener repercusión alguna sobre mi vida. Poco a poco fui notando que la mayoría de las familias del entorno incluían, como elementos decorativos característicos, la presencia del padre y la madre, una o dos tías, y algunas, incluso, abuelos de ambos sexos, si bien en esa categoría solía darse una mayor proporción femenina. A las primeras preguntas acerca de mi padre solo obtuve respuestas ambiguas, cuando no el silencio. Poco más que la notificación de que había muerto el día de mi cumpleaños, el dato de que el fallecimiento había sido debido a un lamentable accidente –cuyos detalles nadie deseaba explicar–, y el aviso de que acerca de esas cosas no se debía hablar, ya que era mejor dejarlas por pasadas, olvidarlas.

Tampoco fuera de casa pude obtener mas información al respecto, aunque la forma en que miraban al suelo ante mis preguntas resultaba sugerente de algo vergonzoso que, en cierto modo, me implicaba y me hacía diferente al resto de la comunidad. Hasta que un día en que, tras arrancarme un pellejo con fruición, deleitarme con mi capacidad para resistir el dolor y admirar mi habilidad para disecar limpiamente fragmentos de piel con la única ayuda de los dientes, mi madre me miró con frialdad, se secó las manos en el delantal y sentenció sin emoción: «vas a acabar como tu padre». Aquel simple comentario, mezcla de profecía y somero desvelo de una época remota, la que se relacionaba con mis primeros días, con mi nacimiento, y quién sabe si con algún oscuro acontecimiento del pasado, me llevó a iniciar una investigación concienzuda y a desarrollar una actividad inquisitorial que no cejó hasta que mi madre, cansada por el acoso, terminara por contármelo todo, y mi tía, que había tenido la fortuna de contemplar la escena tras el macabro hallazgo, me describiera con meticulosidad todos los detalles de la misma, situando las manchas de sangre con precisión, cuantificando los mocos y facilitándome una visión completa con su verbo apasionado y su gusto por la gramática.

Desde aquel momento la muerte dejó de ser para mí una ambigua amenaza, lejana y poco familiar, para convertirse en un elemento consustancial a mi personalidad, como si su esencia me corriera por las venas o dormitara en mi abdomen hasta que llegara el momento propicio de darse a conocer. Y comencé a desear ese momento como si me fuera en ello la vida, es decir, lo que había identificado como el otro componente de la existencia. Vivir y morir parecían estados intercambiables de lo mismo, variables sutiles con las que identificar la misma magnitud, y el proceso de cambio entre una y otra, el mecanismo de transmutación, debía estar ubicado en alguna parte de mi cerebro. Al menos, así comenzaba a sospecharlo.

A decir verdad, no me costó mucho esfuerzo vislumbrar las claves de aquel aparente dilema de una manera empírica. Comencé a experimentar con moscas y hormigas a las que arrancaba con delicadeza las alas o las patas –en el primer caso, a veces las alas y luego las patas; en el segundo, probando diversas combinaciones, sin observar diferencias significativas en el resultado–, enfrentándolas a situaciones límite para su exigua existencia, como colocarlas en el centro de un vaso lleno de agua, arrimarles clavos previamente calentados al fuego, echarles unas gotas de vitriolo o inducirlas a una contienda que solía finalizar, salvo que yo decidiera acortar la pelea, en un amasijo de queratina sanguinolenta cuyo gusto acaramelado solía comprobar con la punta de la lengua. El hallazgo esencial consistió en descubrir mi poder sobre aquellas pequeñas criaturas, mi capacidad para manejar sus movimientos y decidir la duración de su existencia, mi derecho a terminar con ellas sin que ocurriera nada importante en el universo, como si aquel suceso constituyera una parte irrelevante de un argumento inmenso, eterno y ajeno a cualquier indicio de piedad o a cualquier amago de compasión.

La naturaleza, de la que yo constituía una parte contradictoria, transcurría con monotonía a lo largo de las horas y los días, y mi intervención, aunque decisiva para los insectos que participaban en el experimento, no parecía alterar el curso mortecino de los acontecimientos ni aportar elemento alguno que contuviese, en sí mismo, cierta capacidad de transformación. Yo tomaba decisiones que afectaban la duración de la vida de una mosca, una garrapata o una hormiga, pero una vez que las ponía en marcha comprobaba que su ejecución, al menos de manera inmediata, no llevaba aparejados cambios climáticos, ni modificaba mis relaciones con los demás o me quitaba el sueño. Si acaso, por lo que significaba de avance en mi formación como persona adulta, hacía que se fuera insinuando una sensación de tarea bien hecha, un sentimiento goloso de perfección profesional que, ya por entonces, me resultaba tranquilizador. Era como si ello contribuyera a definirme como una entidad separada de las otras, una entidad con capacidad para pensar, tomar decisiones e inducir, a través de los actos consiguientes, modificaciones de cierta importancia en mi entorno cotidiano, capaces de afectar a las minúsculas y despreciables criaturas que formaban parte del mismo.

La pregunta que se iba sobreponiendo a mis pequeños descubrimientos consistía en saber hasta qué punto una vida tenía que ver con las otras. Necesitaba comprobar si todas ellas estaban relacionadas entre sí y qué posibilidad había, aunque fuese remota, de que el funcionamiento de todo estuviera animado por algún tipo de conexión; si las relaciones entre causa y efecto que se constataban con facilidad en el espacio más cercano se mantenían a distancia, o bien se disipaban poco a poco a medida que se alejaban. Me preguntaba si sería posible aclararlo a través de la rigurosa repetición de experimentos diseñados al efecto, o si resultaría más adecuada una aproximación especulativa, basada en la observación de unos cuantos casos y la reflexión calmada sobre el fondo del asunto. Me temo que, a pesar del tiempo transcurrido, no me haya sido posible encontrar una respuesta adecuada, no sé si debido a la dificultad intrínseca del problema, a mi propia incapacidad, o al hecho de coexistir diferentes vías de solución, todas suficientes o todas inútiles, según el momento de la observación, el estado de ánimo de quien observa, o ambas cosas.

Pronto tuve necesidad de utilizar animales algo más grandes, con mayor volumen y más consistencia, capaces de mirarme a los ojos mientras les quitaba la vida. Así lo hice con lagartos, ranas, ratones, pollos o conejos que, de una u otra forma, llegaban a mis manos en forma de regalos o conseguía capturar en el campo. Con menos frecuencia me serví igualmente de perros, gatos o cerdos y, si bien con grandes dificultades y cierto alarde imaginativo, hasta de un caballo. Tengo que reconocer que se trataba de un caballo pequeño y avejentado, y que tal vez fuese un pollino, porque rebuznaba de una manera poco digna y carecía de ese porte elegante y esa mirada reflexiva que suelen poseer los equinos de importancia. Pude comprobar, a través de estas experiencias, que el tamaño o la especie no alteraban en modo alguno mi indiferencia hacia ellos, lo que convertía el dato en general y me hacía sentir cada vez más independiente, más protagonista de un argumento que parecía dejarse diseñar por mí, que parecía estar esperando mi presencia para echar a andar.

Comenzaba a pensar que el mundo y sus habitantes me pertenecían y estaban allí para ser objeto de mi capricho. Al menos, eso era lo que ocurría en el territorio reducido en el que desarrollaba mis actividades. Ello me llevó a considerar la posibilidad de que fuese ampliable a zonas más extensas, a cruzar las fronteras invisibles que alcanzaba con la mirada y llegar más lejos. La vida, hasta donde yo la comenzaba a conocer, era una metáfora universal y estaba a mi alcance para ser transformada en su opuesto, según me viniera el ánimo o se dieran las condiciones. El dolor ajeno, o el equivalente que intuía en las expresiones de los animales, en sus convulsiones y en sus gemidos, no me causaba otro efecto que la satisfacción de mi permanente curiosidad, el interés aséptico por provocar respuestas observables sin otra finalidad que la manifestación de hechos naturales, la comprobación una y otra vez de aquel fluir ingenioso entre las diversas formas que me rodeaban, dóciles al ejercicio de mi mano y ciegamente obedientes al destino que yo trazaba en cada momento. Casi sin percatarme de ello tuve la secreta convicción de que yo era diferente, de que los conocimientos que adquiría no podían ser compartidos con nadie, y de que el vacío que crecía a mi alrededor lo hacía con una fatalidad decidida de antemano, pero en la que yo participaba como protagonista, en la que yo podía influir, y en la que me gustaba perderme como si resbalase por una pendiente sinuosa, de la que aún no podía adivinar el final. Y eso me gustaba.

Por otra parte, no me resultaba muy difícil mantener una discreta y cómoda opacidad acerca de mis sentimientos. Al principio me manifestaba con naturalidad, sin preocuparme por ocultar mis puntos de vista o matizar mi concepción de las cosas y sus relaciones, especialmente con la gente de mi edad. Poco a poco fui comprendiendo que había dos visiones, la mía y la del resto del mundo, y que solo en torno a ciertas minucias o en determinadas ocasiones se producía alguna coincidencia. Lo más habitual era que en cualquier situación yo me encontrase en un bando diferente, ya fuese en la calle, con mis escasos conocidos, o en casa. No se trataba, siquiera, de la expresión de mis opiniones, cuya interesada adaptación al entorno me resultaba muy sencilla, sino de la posición moral o, mejor dicho, de la inutilidad que iba descubriendo en todo lo que se relacionaba con ese concepto, como si perteneciera a una categoría mental que percibía como ajena. Mientras que los demás parecían establecer una y otra vez complicados mecanismos emocionales, en los que era posible apreciar la existencia de relaciones recíprocas y circulares, yo me sentía habitualmente distante y suficiente. No necesitaba nada ni a nadie para formarme una idea del mundo, ni me interesaba el contraste de pareceres, ni hacía preguntas, ni esperaba respuestas que procedieran de las personas que me rodeaban. En realidad, o bien tenía la sensación de conocerlas todas, o me sentía capaz de encontrarlas en los libros, o incluso inventarlas sin mucho esfuerzo cada vez que me enfrentaba a una situación nueva, me surgía una idea o se producía una relación personal que demandase la articulación de una conducta apropiada. Todo lo cual me producía una agradable sensación de plenitud y me hacía contemplar el paisaje desde una posición de superioridad que, si bien al principio iba también acompañada de un sentimiento de soledad, acabó siendo una cualidad definitoria y, hasta cierto punto, susceptible de saciarme sentimentalmente.

Una vez que hube establecido los principios de mis relaciones sociales, no muy distintas de las familiares, y que tuve claras las características de mi naturaleza, me sentí tan feliz como un trozo de hielo en un vaso de agua. La vida, que inicialmente había sido extraña y hasta me había provocado una especie de angustia existencial, comenzó a resultar sencilla y, en cierto modo, previsible. Todo lo que me rodeaba parecía tener un color de fondo que aún no se atisbaba con precisión, pero que me animaba a cruzar la escena y adentrarme en la parte oscura del paisaje, en esa zona en la que, tal vez por la falta de luz, es imposible identificar a los personajes reproducidos o las acciones apuntadas, por lo que es obligado imaginarlos, darles voces y hacerlos responsables.

Pronto comprendí, tras varias experiencias satisfactorias, que adentrarse en la zona oscura era la única forma de encontrar el camino hacia aquellos lugares que estaban dotados de singularidad, por recónditos y tenebrosos que fuesen. Parecía la única manera de introducirse en el otro lado de las cosas, la única aproximación a una realidad excitante, y el único riesgo que llevaba aparejado era la posibilidad de que al alejarme de la región iluminada acabase por difuminar el camino de vuelta o, incluso, borrarlo por completo. En cualquier caso, creo recordar que jamás lo intenté, quizás por mantener un cierto apego al lado del que procedía, o por esa afición a la repetición de rutinas tan acendrada en los usos de la gente. De modo que, si la vida era eso, decidí dejarla fluir con placidez, sin oponerme a ella y sin preocuparme demasiado por el desarrollo de mi entorno, limitándome a observarlo de manera tan entomológica como autoritaria, mezclándome sin reparo con el objeto de estudio. Poco a poco había ido pasando de sentir todo como ajeno a considerarlo como un territorio exclusivo; de extrañar al resto de las personas y las cosas a dominar el universo y sus habitantes; de sufrir con la distancia que existía entre yo y los demás a disfrutar con ella; de verme con cierta rareza a saberme diferente. Así que me limité a esperar la evolución de los acontecimientos con la seguridad de que todo se iría definiendo por sí solo, dibujándose como un espectáculo que se iba creando a cada instante y en el que yo sabía cómo actuar en cada situación. Únicamente tenía que esperar y algo ocurriría, algo que comenzaba a sospechar, algo que procedía de mis orígenes y que estaba ya, latente y poderoso, en la sangre que alimentaba mis tejidos y en el aire que respiraba cada mañana. Eran esa sangre y ese aire los que me animaban a moverme entre el resto de los seres de mi especie, los que me impulsaban a mezclarme con ellos aspirando su aroma, captando la diferencia entre sus olores y sus voces, y adivinando el curso inmediato de sus pasos.

Entre la seguridad y una ingenua impaciencia, pasé la infancia con prisa y crucé el pasillo que me llevaba a la adolescencia, sin mirar a los lados ni pararme a solicitar permisos. Todo se iba conformando de una manera fría y precisa, con una sistemática interna que daba sentido al conjunto y permitía crecer a cada elemento del mismo de acuerdo a leyes invisibles. Yo formaba parte de un paisaje que se desarrollaba conmigo al mismo tiempo que mi personalidad, sobre el que comenzaba a ejercer influencia y poder, y sobre el que tenía capacidad de decisión. Yo era el paisaje, los objetos que adornaban ese paisaje y los matices que los relacionaban y les daban sentido. Yo era, en una palabra, estaba allí con todas sus consecuencias y había decidido disfrutar plenamente de ello.

En cuanto a mi educación, puede decirse que crecí, en términos físicos y mentales, al mismo tiempo que mi conocimiento de la calle, que me desarrollé casi como cualquiera, salvo por una forma particular y reservada de relacionarme, y que consistía, en esencia, en no permitir que nadie se acercase demasiado. A pesar de que la sociedad parece estar organizada en torno a los contactos entre personas, basta una actitud distante y poco llamativa, como mucho una mirada gélida, un gesto adusto o una cierta intención de amenaza en el tono de voz, para establecer un espacio de separación, unos límites infranqueables que, con algo de entrenamiento, todo el mundo acaba respetando. Eso hizo que no me supusiese esfuerzo alguno integrarme en las actividades cotidianas sin alterar mi forma peculiar de estar en el mundo. Poco a poco me fui incorporando al conjunto sin dificultades, incluso con cierta sensación de vecindad artificial, que yo sabía falsa, pero que no parecía distinguirse de las formalidades habituales por las que se regía la humanidad, imitando, con no escasa fortuna, las voces y los gestos que adornaban la vida colectiva en los diferentes aspectos en los que me tocaba participar.

II

Nada hacía presagiar que aquel viaje iba a tener alguna consecuencia imprevista para su futuro, ni siquiera que la presencia del azar pudiera alterar el riguroso control previamente establecido por sus jefes en cualquiera de sus encargos habituales. Al menos, eso era a lo que estaba acostumbrado, y en aquella ocasión no había motivo alguno para que las cosas fuesen diferentes. Ni el lugar, ni la época, ni mucho menos los detalles que definían la parte ornamental de la anécdota, parecían sugerir otra cosa que costumbre, a lo sumo cansancio y, si acaso, un leve atisbo de melancolía que se le había posado al bajar del vagón, al incorporarse al ritmo cotidiano de la estación, al aire monótono de una ciudad alejada de los acontecimientos mundiales, poco dada a alterarse por las oscilaciones climáticas, medio vacía o, al menos, poblada por habitantes impasibles que casi no se fijaban en el paisaje, ni miraban a sus vecinos, ni emitían sonido alguno al cruzarse con ellos, como si fueran absolutamente insensibles a la compañía, al paso del tiempo, a los estímulos ajenos y a la llegada de nuevos viajeros. Nada, en cualquier caso, para lo que no estuviese preparado o que le indujera a pensar que debía actuar de una manera diferente, modificar sus costumbres habituales o dudar de sus creencias.

Se trataba de un sitio indistinguible de tantos otros a los que había acudido por motivos similares, con los que no le unía relación afectiva alguna, de los que no tenía noticia previa, ni a partir de los cuales era previsible que pudiese almacenar recuerdos. No podía asegurar, sin embargo, si ello era consecuencia de una selección específica, meticulosa y precisa hasta los últimos detalles, o si el mundo era así, lleno de cielos inalterables y de ciudades amortajadas. Es posible que la repetición de gestos e indiferencias hubiera acabado por hacerle poseedor de una capacidad de observación fantasmal, al margen del sitio, la hora, la edad o las tradiciones. El único aspecto infrecuente lo constituía la sospecha de que se estaba percatando de ello, algo que creía haber olvidado y que despojaba sus actos de automatismo y perfección, dotándolos de un cierto componente de incertidumbre. Era como si, de manera involuntaria, se hubiera activado un mecanismo de percepción que le permitía ser consciente no solo de lo que hacía, de cómo lo hacía, de cuándo, dónde y en qué condiciones, sino también de la relación que se establecía entre la acción y el contexto en su significado más íntimo. El resultado era el efecto inusual que todo ello le producía en su visión de las cosas o, incluso, en la consideración presuntamente objetiva que pudiera otorgar a los acontecimientos que sucedían a su alrededor. Acontecimientos que, al igual que en otras ocasiones rutinarias, le afectaban por motivos estrictamente profesionales. Y si bien no se trataba de la primera vez que ocurría, sobre todo en los últimos tiempos, no pudo evitar que una sombra de inquietud le acompañase en sus primeros pasos por aquel lugar.

Tardó poco en localizar el hotel que había reservado, a escasa distancia de la estación. Al identificarse y dar sus datos personales, el recepcionista, un joven moreno de pelo ensortijado y gestos eficientes, emitió una frase de bienvenida, le sonrió con un amago de complicidad y le entregó la llave y un sobre cerrado con su nombre escrito en el exterior. Después le indicó que su cuarto estaba en el tercer piso y que podía acceder al mismo mediante el ascensor situado al fondo del pasillo. Durante el trayecto no se cruzó con nadie ni observó indicios de otros huéspedes. El hotel era pequeño, modesto y muy silencioso, al menos a aquella hora del día, lo cual estaba justificado, tanto por la imposibilidad de una ocupación numerosa como por alguna propiedad específica del lugar y sus habitantes, que lo hacían peculiarmente calmado, adaptado a la tranquilidad del verano y sumergido en el aire plácido y algo vetusto de la ciudad.