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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Christine Rimmer. Todos los derechos reservados.

DESEOS INCONFESABLES, Nº 2005 - diciembre 2013

Título original: Her Highness and the Bodyguard

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3902-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

No podía ser.

Rhiannon Bravo-Calabretti, princesa de Montedoro, no daba crédito a sus ojos.

¿Qué probabilidades había? ¿Una entre diez? ¿Una entre veinte? Había sido puro azar. A fin de cuentas, su país era muy pequeño y no abundaban los guardaespaldas bien entrenados que pudieran ser asignados a los miembros de la familia real.

Pero, si tenía en cuenta que Marcus Desmarais no quería saber nada de ella, el azar dejaba de tener sentido porque, sin duda, se habría negado a ser asignado como su guardián.

La lógica se impuso al comprender que, si rechazaba el puesto, sus superiores podrían hacer preguntas y nada más lejos de su intención despertar sospechas.

«Déjalo ya».

Rhia estaba sentada muy quieta en un viejo banco de madera.

¿Qué importancia tenía por qué o cómo había sucedido? El hecho era que había sucedido.

La misa nupcial se desarrollaba en inglés y el cura estaba a punto de concluir la homilía. Rhia intentaba concentrarse en las palabras y en la austera belleza de la vieja iglesia católica del pequeño pueblo de Elk Creek, en Montana, donde se casaba su hermana.

El templo, consagrado a la Inmaculada Concepción, era sencillo y encantador. Olía a cera y a limón. Los desgastados bancos eran de roble y los asistentes que no habían conseguido asiento se agrupaban al fondo y en los pasillos laterales.

Y allí estaría él, sin duda. De pie al fondo, cerca de las puertas, silencioso y discreto como los demás encargados de seguridad. A Rhia le dolían los hombros de la tensión, ante la certeza de que la estaba vigilando con sus solemnes ojos verdosos.

«Da igual. Olvídalo».

Lo único que importaba era Belle.

Dulce, regia, de gran corazón, radiante y vestida de blanco, Belle ocupaba el centro del altar junto al corpulento ranchero, Preston McCade. La boda era doble, pues la amiga íntima de Belle, lady Charlotte, de los Mornay, también se casaba... con el padre de Preston, un viejo seductor llamado Silas.

—Todos en pie —anunció el sacerdote.

Rhia se levantó. El cura ofreció un pequeño sermón sobre el rito del matrimonio y procedió a interrogar a los novios y las novias sobre sus intenciones, su libertad de elección, su fidelidad y la disposición a aceptar el regalo divino de los hijos.

Pero Rhia no podía evitarlo. Su mente regresaba invariablemente a Marcus. Ese hombre no quería saber nada de ella. No podía haberlo elegido la misión.

¿Quién había tomado la decisión por él? ¿Había alguien más que estuviera al corriente de lo sucedido entre ellos, de esas inolvidables y mágicas semanas? Solo se lo había contado a una persona, y sabía que podía confiar en su discreción. En cuanto a Marcus, estaba segura de que no se lo habría contado a nadie. Era imposible que lo supiera alguien más.

¿Imposible? Un escalofrío recorrió su columna. ¿Era eso? ¿Alguien se había enterado y había decidido reunirles por algún motivo del todo incomprensible?

No tenía sentido. Era ridículo. ¿Qué beneficio podría reportarle a una tercera persona?

Además ¿quién más podría saberlo? Habían pasado ocho años, y eso les situaba tres años antes de que su hermano, Alex, fuera secuestrado en Afganistán.

En aquellos tiempos, Rhia era estudiante de primer año en la universidad de UCLA y no necesitaba que nadie la vigilara. Había disfrutado siendo una estudiante más. Su vida privada había permanecido privada. A fin de cuentas solo era la sexta en la línea de sucesión al trono, por detrás de cuatro hermanos y de Belle. Además, siempre había sido bastante modosa. Su reputación de niña buena, y las escasas probabilidades de que accediera al trono, le convertían en una persona muy poco interesante para la prensa.

Los novios pronunciaban los votos y Rhia intentó concentrarse en las hermosas palabras.

—Yo, Preston, te tomo a ti, Arabella, como mi legítima esposa...

Se estaba obsesionando. Marcus no iba a molestarla. Era un profesional y se mantendría en su lugar, como siempre había hecho. Desde el día anterior, apenas le había dirigido tres palabras al subirse al avión privado en Niza, momento en el que ella había descubierto que sería su guardaespaldas.

El motivo por el que le hubieran asignado a ese hombre carecía de importancia. Estaba allí para protegerla. Punto. Al día siguiente regresaría a su casa.

Liberada al fin de su presencia.

Para siempre.

Rhia suspiró. Todo iría bien. Sonrió a su hermana que pronunciaba los votos y que solo tenía ojos para el novio.

—Yo, Arabella, te tomo a ti, Preston...

En el primer banco, Benjamin, el bebé de Preston llamó la atención de los cuatro contrayentes arrancando las carcajadas de todos los asistentes, incluyendo a los novios.

Un día más y Rhia recuperaría su vida. Soportaría cualquier cosa durante un día, del cual ya había pasado medio. Superada la impresión, ya no le afectaba.

Se limitaría a ignorarlo. No podía ser tan difícil.

 

 

Difícil no. Dificilísimo.

Y a cada segundo que pasaba se hacía más difícil aún.

Tras la ceremonia, los novios, junto con los padres de Rhia y Belle, Su Alteza real Adrienne y Su Alteza serenísima, Evan, saludaron a los asistentes que pasaban ante ellos en fila. Rhia abrazó a Belle y a Charlotte y les deseó mucho amor y felicidad, antes de felicitar también a los novios.

A continuación se produjo la sesión de fotos a las que también tuvo que asistir Rhia. Belle y Charlotte habían decidido prescindir de damas de honor y padrinos de boda, pero Belle insistió en que toda su familia apareciera en las fotos. Aquello llevó más de una hora, mientras el sol se ponía sobre las nevadas montañas y la temperatura descendía.

Durante todo el tiempo que estuvieron en la iglesia, Marcus no perdió de vista a Rhia. Tenía una extraordinaria habilidad para quitarse de en medio, pero sin alejarse demasiado, y permanecer siempre en su punto de mira. Su expresión era indescifrable.

Rhia intentó ignorarlo y tuvo que esforzarse al máximo para no girar la cabeza en su dirección, para no mirarlo.

El fotógrafo tomaba una foto de Belle y Charlotte sujetando a Benjamin entre las dos cuando Silas y Preston McCade se acercaron a Rhia, le sonrieron, y pasaron de largo.

Y se detuvieron junto a Marcus.

—Caballeros —asintió el guardaespaldas con voz gutural—. Felicidades.

—Me alegra verte, Marcus —Silas sonrió—. Esto no es lo mismo sin ti.

Marcus estrechó la mano del hombre más mayor y pronunció unas palabras que Rhia no consiguió oír. Silas y Preston rieron.

Rhia se dio media vuelta y se alejó de ellos, conmocionada al descubrir la aparente relación de amistad que existía entre Marcus y los McCade mientras que con ella se comportaba como un perfecto extraño. Sabía que Marcus había sido asignado a Belle cuando su hermana había acudido junto al lecho de muerte de su amiga, Anne, la madre de Benjamin, pero desconocía que hubiera permanecido a su servicio en Montana.

¡Por Dios bendito, cómo odiaba los secretos! Y las mentiras. No se arrepentía de haber amado a Marcus y no quería guardar el secreto ni contar mentiras. Pero Marcus sí lo deseaba y ella le había prometido estúpidamente respetar sus deseos.

Había descubierto que Marcus era el guardaespaldas de Belle al acudir al funeral de Anne en Carolina del Norte. Allí lo había visto junto a su hermana y había experimentado la misma sensación de desolación y vacío que sentía en ese momento.

Salvo que en ese momento era peor porque era su guardaespaldas y no había manera de escapar de él.

Rhia salió por la puerta, aunque sabía que era inútil. Él no tenía más que seguirla.

En el vestíbulo se encontró con Alice, sonriente y feliz con los cabellos castaños cayendo en una salvaje maraña de rizos sobre sus hombros.

—¿Qué tal te va? —susurró mientras rodeaba los hombros de Rhia con un brazo.

—No me preguntes.

—Lo siento —Alice se rio—. Me temo que ya lo he hecho.

Rhia adoraba a sus cuatro hermanas, pero el nexo con Alice era especialmente fuerte. Más que hermanas, eran las mejores amigas del mundo. Se lo contaban todo y respetaban las confidencias de la otra. Era la única persona en el mundo a la que Rhia podía contarle cualquier cosa, y se lo contaba. Era la única persona que sabía lo de Marcus.

Marcus apareció en el vestíbulo y la encontró al instante, retirándose a un discreto segundo plano desde el que podía observarla sin importunarla.

—Esto es ridículo —murmuró Rhia—. Me está volviendo loca. ¡Qué patética soy!

Alice se colocó frente a su hermana, bloqueándole la visión a Marcus e impidiendo así que oyera algo de la conversación o que pudiera leerles los labios.

—Si tan insoportable resulta —susurró Alice—, habla con Alex y dile que te asigne a otro.

Su hermano, Alexander, había creado la fuerza de combate de élite, CCU, en la que servía Marcus. En esos momentos, Alex se encontraba en el interior de la capilla junto a su esposa, Su Alteza real Liliana de Alagonia, y sus mellizos de tres meses, Melodie y Phillipe.

—Si lo hago le crearé problemas a Marcus. Además, despertaría la curiosidad de Alex.

—¿Y qué? —Alice soltó un bufido—. Niégalo.

—Eso no le evitaría problemas, y lo sabes.

—Peor para él.

—¿No hemos mantenido ya esta conversación? —Rhia suspiró mientras lanzaba angustiadas miradas hacia los lados para comprobar si alguien escuchaba—. Marcus se considera inferior a mí y no soportaría que se sospechara que hubiera habido algo entre nosotros.

—Tienes que superarlo —su hermana le acarició el rostro—. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo intento.

Llevaba ocho interminables años intentándolo. Durante ese tiempo había tenido dos novios, buenos chicos y muy adecuados: un artista internacional de buena familia y un generoso duque dedicado a obras de caridad. Pero no había sido capaz de casarse con ninguno de los dos. Al final, ambos se habían desanimado y su relación había terminado aunque seguían conservando cierta amistad.

—Pues inténtalo con más fuerza —sugirió Alice.

—Sé que tienes razón. Necesito pasar página y estoy harta de mí misma, con mi estúpido corazón roto y mi incapacidad para superar algo sucedido hace años.

—Aguanta un poco más —su hermana señaló con la mirada las puertas de la capilla—. Casi han terminado y pronto nos dirigiremos al rancho —la recepción se celebraría en el rancho de los McCade, a media hora de allí—. Tú respira ¿de acuerdo? Conserva la calma —alzó una mano en la que llevaba las llaves de la camioneta que había alquilado por la mañana—. Vendrás conmigo al rancho. Los guardaespaldas pueden seguirnos. Después de un rato, nos damos el piro. Te divertirás y olvidarás todos tus problemas. Te lo prometo.

—Disculpa. ¿Nos damos el piro?

—Es jerga de vaqueros.

—En serio, Alice, creo que no.

—Confía en mí —su hermana le dio una palmada en el hombro—, nos lo pasaremos bien. Aún no tengo perfilado del todo el plan, pero va a ser muy divertido.

Rhia debería haber dado por zanjada la cuestión de inmediato. No era una buena idea, pero estaba lo bastante agobiada para pensar que no sería tan malo hacer algo arriesgado y salvaje. Cualquier cosa con tal de dejar de pensar en ese guardaespaldas.

Así pues, llegaron al rancho en la camioneta roja de alquiler, seguidas por Marcus y Altus, el gigante asignado a Allie, que conducían un todoterreno negro.

Alice no dejó de charlar durante todo el trayecto. Estaba emocionada con la llave electrónica del coche que respondía al más ligero toque de su mano.

—Es increíble lo que inventan hoy en día.

Rhia intentó apreciar los esfuerzos de Allie por animarla, pero el trayecto al rancho se le hizo eterno. El cielo se oscurecía por momentos y el campo estaba salpicado de restos de nieve. Con cierta melancolía contempló las parsimoniosas vacas que pastaban.

Montana era un lugar hermoso, aunque algo ajeno a una mujer criada en un palacio.

El rancho McCade era un edificio de piedra y madera distribuido en dos plantas. Allie entregó la llave a un hombre alto y delgado tocado con un sombrero vaquero blanco.

Las dos parejas de novios esperaban a los invitados en la entrada y se prodigaron en besos, abrazos y sonrisas. La mesa dispuesta en el comedor oficial estaba llena de comida y los invitados se servían ellos mismos antes de buscar una silla en la que sentarse. Muchas personas se quedaron de pie con el plato en la mano mientras charlaban sobre la boda, el tiempo o los caballos que habían dado fama al rancho.

Alice, cuya vida giraba en torno a los famosos caballos Akhal-Teke que criaba y entrenaba personalmente, decidió visitar el establo del rancho.

—¿Tienes tu permiso internacional para conducir? —susurró al oído de Rhia antes de irse.

—En mi bolso. La doncella lo llevó arriba junto con mi abrigo.

—Pues sube a buscarlo, pero solo el permiso. Si apareces con el bolso y el abrigo, ya sabes quién va a empezar a sospechar.

—¿Exactamente, qué te propones?

—Ya te lo dije. Escapar de aquí —fue lo único que dijo su hermana antes de desaparecer por la puerta, seguida de cerca por Altus.

Rhia la hubiera acompañado, pero fuera hacía mucho frío y le preocupaban los fabulosos Manolo Blahnik de satén azul que llevaba en los pies.

De modo que subió a la planta superior y se dirigió al dormitorio donde estaban apilados los abrigos de los invitados. Encontró el bolso y se guardó el permiso de conducir en el bolsillo interior de la chaqueta. Antes de abandonar el dormitorio se retocó el maquillaje para que Marcus no sospechara de los motivos de su desaparición.

Y allí estaba el guardaespaldas, en lo alto de la escalera. Rhia sintió una opresión en el pecho y evitó mirarlo a los ojos verdosos.

De regreso al salón, se sirvió un plato de comida y, tomando una copa de champán, se reunió con su familia, los amigos y vecinos de los McCade. Esforzándose por mantener una actitud alegre, era muy consciente de estar hablando y riendo de manera excesivamente ruidosa en un intento de demostrar, ante el guardaespaldas y también ante sí misma, que se lo estaba pasando de lo lindo y que ni siquiera se había dado cuenta de que él estuviera allí.

Resultaba agotador. Le dolía el cuello de mantener la espalda tan recta y la barbilla tan alta. Sentía un incesante martilleo en las sienes que retumbaba hasta la base del cráneo. Lo único que quería era regresar a Elk Creek, al motel reservado enteramente por su familia, tomarse una aspirina y meterse en la cama.

Sin embargo, si se marchaba antes de que Allie acudiera a su rescate, Marcus sería el encargado de llevarla y no quería verse atrapada sola en ese vehículo con él.

De manera que se quedó.

—Tienes la frente crispada —susurró Alice oliendo a heno y a aire fresco.

—Me duele mucho la cabeza. ¿Acabas de volver?

—Sí. Y debo decir que Preston y Silas se han ganado mi más completa admiración y respeto. Los establos están limpios, bien iluminados, y las instalaciones son perfectas. A los caballos se les ve contentos, sanos y hermosos. Me hubiera encantado poder montar un rato. Es una pena que nos marchemos mañana.

—¡Oh, Allie! Has llenado tus fabulosos zapatos, Jimmy Choo, de barro.

—Ha merecido la pena —su hermana se encogió de hombros—. ¿Tienes el permiso?

—Sí.

—Excelente. Se me ha ocurrido un plan para ti. Para nosotras.

—Oh, oh.

—No me vengas con esas —Allie le propinó un codazo en las costillas—. Es un plan brillante.

—¿Como cuando estrellaste la moto BMW, que habías tomado prestada, contra el puesto de frutas de ese pobre hombre?

El mercado al aire libre de los sábados era una tradición en Montedoro y los vendedores llevaban sus mejores frutas, verduras, carnes y repostería.

—Ese no fue un plan —contestó Allie con severidad, aunque sus ojos chispeaban—. Fue un accidente.

—Ahí voy.

—¿Quieres escapar de él, sí o no?

En contra de su buen juicio, Rhia desvió la mirada y se topó con unos ojos fríos y ardientes a la vez. Vigilantes.

—Sabes que sí —suspiró al fin.

—Entonces, vámonos. Encontraremos algún bar en el que toquen canciones de desamor. Podremos bailar con vaqueros y beber tequila. Y tú podrás olvidar tus problemas.

—Sabes que nos va a seguir. Es su trabajo. Además ¿qué pasa con el tuyo? —Rhia señaló a Altus con la mirada. Al igual que Marcus, permanecía a corta distancia de su protegida.

—Esperaremos a que se den la vuelta y saldremos corriendo.

—Marcus nunca se da la vuelta.

Allie tomó a su hermana de la mano y la arrastró hasta el comedor. Antes de que los guardaespaldas pudieran alcanzarles, presionó la llave electrónica y se la dio a Rhia.

—El coche está ahí mismo.

Rhia abrió la mano y comprobó que la llave no era lo único que le había dado Allie.

—Preservativos —había dos—. No puedes ir en serio.

—Deja de mirarte la mano, se va a dar cuenta.

—¿Para qué los necesito? —Rhia cerró la mano—. No voy a practicar sexo con un extraño.

—Yo opino que siempre hay que ir preparada.

—Pero, Allie, tú me conoces de sobra.

—Deja de protestar. Acércate a la puerta para poder salir rápidamente. Yo me ocupo de distraerles —los ojos le brillaban traviesos.

—Pero, entonces te seguirá a ti... y tú le llevarás a mí.

—No, no lo haré. Para eso te he dado la llave. Me lo he pensado mejor y he decidido quedarme. Estarás sola. Si quieres marcharte, hazlo.

Era una estupidez y una locura, y Rhia sabía que debía negarse. Ella no era como Allie. Salvo por aquella ocasión con Marcus ocho años atrás y la espantosa humillación dos años más tarde, jamás se apartaba del camino correcto. Se comportaba invariablemente de manera digna y adecuada, tal y como se esperaba de una dama de noble cuna. Trabajaba en el museo nacional de su país como supervisora de compras y restauraciones, una carrera que era más una vocación, y perfecta para una princesa de Montedoro. Llevaba una vida tranquila y respetable en su pequeña villa con vistas al mar.

Y sin embargo, su comportamiento ejemplar no le había llevado a ninguna parte. En dos ocasiones se había prometido a unos hombres a los que no había sido capaz de amar, mientras seguía fingiendo no amar a un hombre que le había dejado claro que lo suyo había terminado y que seguiría así para siempre.

El hombre en cuestión la vigilaba desde la puerta. Alto, de anchos hombros, era un bello ejemplar masculino con una mirada distante en la que una querría ahogarse y esa boca finamente esculpida que tanto deseaba volver a besar.

—Voy a buscar mi abrigo —quizás Alice tenía razón y ya era hora de divertirse un poco.

Sin embargo, Alice la agarró del brazo cuando estaba a punto de alcanzar la escalera.

—Se te da fatal esto de portarte mal —le susurró su hermana al oído mientras se armaba de paciencia—. Si te ve con el abrigo, sabrá que te marchas.

—Pero es que hace frío.

—Por increíble que te parezca, el coche tiene calefacción. Y el bar de vaqueros también.

—¿Un bar de vaqueros? ¿Y dónde se supone que voy a encontrar uno de esos?

—Tú limítate a conducir hasta que veas uno —Allie cerró los ojos y resopló.

—¿Y qué pasa si no encuentro ninguno?

—Lo harás. Te estás echando atrás.

—No es verdad.

—Sí lo es. ¿Quieres escapar o no?

—Yo... Si me escapo, Marcus tendrá problemas por haberme perdido.

—Ese es su problema.

—Pero yo...

—Rhia, decídete. ¿Vas a hacerlo o no?

—Sí, lo haré —contestó ella tras respirar hondo.

—Entonces acércate a la puerta y espera a que yo les distraiga.

—¿Y cómo vas a hacerlo?

—Ya lo verás.

—Espera, ahora lo entiendo. No sabes cómo lo harás.

—Ya se me ocurrirá algo.

—Allie, en serio, no creo que...

Pero su hermana ya se había marchado sin mirar atrás.

Rhia tenía que dejar de ser una cobarde. Era mejor hacer algo, aunque fuera algo malo, que seguir allí, arrastrándose entre la gente y deseando estar en otra parte.

Se colocó junto a una vitrina, oculta a la vista de Marcus y se metió la llave del coche y los innecesarios preservativos en el bolsillo de la chaqueta, junto con el permiso de conducir. Después, se acercó a la mesa y tomó una botella de agua mientras intentaba comportarse como si no estuviera tramando nada. Conversó un rato con su hermano, Rule y su esposa, Sydney, haciéndole unas carantoñas al bebé de ambos, Ellie, de la misma edad que los mellizos de Alex. Incluso recibió un beso de su adorable sobrino, Trevor, también hijo de Rule.

Poco a poco se fue acercando a la puerta, charlando por el camino con todos los conocidos que encontraba a su paso.

Aquello empezaba a resultar divertido. ¿Sería capaz Allie de crear una distracción?

Y por cierto ¿dónde estaba Allie?

No le hizo falta preguntárselo otra vez. Un repentino chillido hizo que todas las cabezas se giraran hacia el salón. Cargada con un plato de comida, Allie resbaló sobre sus embarrados Jimmy Choo y perdió el equilibrio, siendo atrapada por Marcus antes de aterrizar en el suelo.

Pero lo que Marcus no alcanzó a sujetar fue el plato lleno de comida, ni el vaso de té con hielo, que salió volando. La comida aterrizó sobre el rostro del guardaespaldas y el té empapó el bonito traje.

Rhia no se quedó para comprobar lo que sucedió después. Mientras todos los ojos estaban pendientes de Alice y el guardaespaldas empapado, salió corriendo por la puerta.

 

Capítulo 2

 

El coche rojo, estacionado frente a la puerta, tal y como le había asegurado Allie, brillaba bajo la luz de la luna. Riendo como una niña mala, Rhia se sentó tras el volante.

Con mano firme pulsó el botón de encendido y arrancó con un chirrido de neumáticos y derrapando ligeramente.

A medio camino de la pequeña ciudad de Elk Creek, echó la cabeza atrás y soltó una carcajada. Dentro del coche había un agradable calor y Rhia encendió la radio.

Un hombre y una mujer cantaban sobre el ardiente y peligroso amor que habían disfrutado en una ocasión y que deseaban volver a vivir.

Al llegar a Elk Creek, redujo la marcha con el fin de respetar el límite de velocidad. Mirando a izquierda y derecha, buscó un bar de vaqueros, como le había sugerido su hermana.

Encontró una cafetería y un bar, pero ambos parecían demasiado tranquilos, no la clase de establecimiento en el que pudiera suceder algo excitante que implicara a un vaquero.

Antes de darse cuenta, Elk Creek apareció reflejado en el espejo retrovisor. Rhia continuó la marcha, guiada por la luna casi llena y, una vez fuera de la ciudad, pisó el acelerador. Sabía que Marcus saldría en su busca y necesitaba alejarse lo suficiente para que no la encontrara aquella noche.

Debería abandonar la autopista, tomar alguna carretera secundaria. Pero, si lo hacía, a saber dónde acabaría.

Y entonces se le ocurrió que podría utilizar el GPS para buscar algún bar en la zona.

El aparato le indicó un establecimiento a unos treinta y tres kilómetros de allí. Rowdy’s Roadhouse, música, alcohol, billares, póker y bailes todas las noches. Justo lo que Allie le había prometido que encontraría si seguía adelante.

Tarareando una canción sobre un hombre al que resultaba difícil amar, Rhia regresó a la autopista siguiendo las indicaciones del GPS.

 

 

El capitán Marcus Desmarais vivía para servir a su país.

Y en esos momentos lo estaba haciendo de pena.

Condujo el todoterreno negro a mayor velocidad de lo aconsejable y atravesó Elk Creek escudriñando la calle, buscando una camioneta roja o una hermosa morena vestida con un traje de seda azul y falda corta que dejaba al descubierto unas bonitas piernas.

Pero no encontró nada.

Esperaba que no hubiera abandonado la autopista, que simplemente le hubiera tomado la delantera. De lo contrario le resultaría casi imposible de encontrar.

Con firmeza se convenció de que iba a encontrarla, o quizás ella regresara por sus propios medios en unas pocas horas. Otra opción le resultaba inconcebible. Apretando la mandíbula, pisó el acelerador a fondo y se concentró en la carretera.