Hispania_rotuloautor




ContrebiaLeucade_titulo





Z_logo_edicionesPamies_300pp

Índice

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

Agradecimientos

Contenido extra

9788416970520.jpg


Primera edición: enero de 2018


© 2013, Agustín Tejada Navas


© de esta edición: 2018, ediciones Pàmies

C/ Mesena, 18

28033 Madrid

editor@edicionespamies.com


ISBN: 978-84-16970-52-0


Ilustración de cubierta y rótulos: Calderón Studio


Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.






A Anabel, el primer oído para mis descabelladas ideas.



I



Contrebia Leucade, año 57 a. C.


Mi maestro Placidio solía decirme cuando me notaba triste que mi nostalgia no era otra cosa que la puñalada silenciosa de mi pensamiento, hurgando con su daga en el laberinto de los recuerdos. Quiso enseñarme a aplacar aquella desazón punzante que a veces marchitó mi ánimo; o, cuando menos, a mitigarla con el consuelo de un futuro glorioso. Sin embargo, ahora que la veo de nuevo, después de tanto tiempo, me doy cuenta de que uno nunca logra extinguir del todo los rescoldos del pasado.

Contrebia Leucade, la Ciudad Blanca, como la llamaron los griegos, la Puerta de la Celtiberia, como la bautizaron los romanos, resplandece tan nítida como antaño bajo la caricia dorada de un sol ya atardecido. Su imponente muralla gris se recorta altiva contra un añil casi marino mientras guarda, silenciosa, las historias de un pueblo orgulloso e indómito. Cosidos a ella por un costado, sus enormes torreones rectangulares parecen vigilarnos cabizbajos, como tristes centinelas de piedra, expectantes y mudos.

Es curioso, pero, todavía hoy, después de haber contemplado las murallas de mil ciudades, incluidas Roma y Cartago, Contrebia me sigue pareciendo una ciudad regia. Y bella, increíblemente bella, con su abismo de roca cincelado en la piedra por la mano mágica del dios Lug. Y con su río, siempre gélido, acariciando la cara oeste de la fortaleza y serpenteando después en busca del corazón mismo de la Celtiberia.

Cuando alcanzamos el foso, el puente levadizo ya está bajando entre crujidos de vigas y rechinar de maromas. Mi acompañante, el tribuno Máximo Tiberio, se inclina sobre la grupa de su montura para contemplar con lógica aprensión aquella profunda sima siempre hambrienta de enemigos. Con una longitud de cinco estadios, y una profundidad de casi treinta codos, el foso de Contrebia podría tragarse un ejército entero de un suspiro, y ningún hombre en él caído asomaría su cabeza por el borde ni aunque trepara sobre los hombros de otros tres compañeros. Tras franquear la Puerta Sur, los dos lienzos de la muralla se cierran abruptamente formando un angosto pasillo. Máximo Tiberio estira su cuello de grulla para ver mejor el camino de ronda en lo alto de las empalizadas, como si temiera alguna encerrona mortal en aquella inhóspita ratonera. Sus medrosas precauciones me hacen sonreír, aunque tampoco me extrañan. Máximo es el sexto tribuno de la Legio ix Hispana, cuyo mando ostento. Si poco puede esperarse de cinco rufianes a quienes únicamente mueve la idea de una toga senatorial y un cómodo retiro en Roma, mucho menos de quien, además de patricio y rufián, nunca ha olido de cerca el miasma fétido de la guerra, ni ha escuchado jamás el silencio espeso tras la batalla. Sin embargo, no he querido rechazar su compañía cuando ha insistido en acompañarme en mi visita a Contrebia. Hay algo en Máximo Tiberio que me hace ver en él, aunque sea de lejos, al joven que una vez fui. Puede que sea su tozudez inconsciente o tal vez su constante asombro por todo lo que contrasta con su Roma natal. Poco imagina, de todas maneras, y no seré yo quien se lo anticipe, lo que sus ojos de leguleyo tendrán que presenciar tan pronto abandonemos la seguridad de Contrebia y penetremos en la tierra hostil de los vacceos. Ni siquiera yo estoy seguro de que una sola legión sea suficiente para someter a unas gentes espoleadas por su odio atávico al invasor romano. Tampoco sé cómo responderá mi espada cuando, en vez de judíos o piratas cilicios, deba cercenar hispanos. El destino decidirá, supongo.

Una guarnición de legionarios bien armados guarda la puerta que sella el embudo mortal en el que nos encontramos y donde una fuerza atacante, por numerosa que fuera, se ahogaría en su propia sangre antes de poder poner un pie en la ciudad. Los inequívocos distintivos de mi uniforme provocan una apresurada y cómica marcialidad entre unos soldados poco acostumbrados, sin duda, a la inesperada aparición de todo un legado romano, sucio y cansado, en plena calima celtibérica. Por fin, tras veinte años de ausencia, la Ciudad Blanca se hace visible como yo siempre la recordé: como una gigantesca colmena de piedra moteada por cientos de minúsculas viviendas, horadadas en el roquedo como celdas de un inmenso panal.

Las mandíbulas se me aprietan sin quererlo mientras dos lágrimas largamente contenidas amenazan con abrir sendos surcos salados sobre mi polvoriento rostro. A mi izquierda, el Cerro de los Antepasados: una pequeña e inaccesible planicie rocosa que dio origen a la primitiva ciudad de Contrebia Leucade hace ya varios siglos. Al otro lado, la acrópolis, la parte más alta de la fortaleza, aunque no la más antigua, esculpida por mis ancestros a golpe de pica y tesón; la ciudad ganada palmo a palmo a la roca, con sus calles aterrazadas y sus cuevas ennegrecidas por el humo de los hogares. En medio, partiendo la ciudad en dos mitades casi simétricas, la ancha vaguada que baja zigzagueante hasta la puerta norte. Y, no muy lejos de ella, casi a medio camino entre las dos entradas principales de la ciudad, el barrio donde me crié, con sus colosales edificios de hasta tres plantas, construidos todos de piedra al abrigo de la gran muralla.

Nada ha cambiado en apariencia y, sin embargo, todo se siente muy diferente a la última vez. Supongo que este uniforme de bronce y cuero, con penachos rojos y grebas doradas, es el que ahora ahoga, más que nunca, mi corazón celtibérico. Quizá no fue buena la idea de penetrar de nuevo en Contrebia y transformar el ayer en presente. Porque eso es como esforzarse en nadar a contracorriente en el turbulento río de la vida, según afirmaba el anciano maestro Placidio: «Los dioses nos han enviado al mundo para hacer camino sin mirar atrás. Los hombres somos como las gotas de lluvia que jamás regresan a la nube que las soltó. Solo las piedras perduran, solo ellas pueden estar», solía afirmar con frecuencia aquel sabio griego durante sus clases en la ciudad de Osca. Por eso Contrebia permanece inalterable al tiempo. Veinte años no son nada para una ciudad hecha de piedras y horadada en la roca; aunque, muy a menudo, veinte años pueden hacer trizas la vida entera de un hombre.

Quizá haya sido un error pero, a pesar de todo, no me arrepiento de haber vuelto. En realidad, no busco personas de entonces, tan solo lugares, quizá recuerdos. Sé que todos murieron o fueron llevados cautivos aquella tarde fatídica de los idus de agosto. Simplemente he querido ver de nuevo los muros de la Ciudad Blanca, aunque ahora esté habitada por otras gentes. Supongo que tengo derecho a restañar en mi alma las llagas de un adiós apresurado y traumático. Con los ojos cerrados y el corazón abierto, dejo que el rumor y los aromas de la vieja Celtiberia hispánica empapen estas ropas de legado romano y calen profundo hasta allá donde anidan mis sentimientos.

—Una ciudad perfecta para la guerra —observa Máximo, ajeno a mis emociones, mientras admira la altura y el grosor de los muros.

Me gustaría explicarle a esa cabeza de patricio romano que este, como cualquier otro sitio de Hispania, es un lugar pensado para vivir en paz. Y no para hacer la guerra. Y que solo la llegada de las legiones itálicas obligó a sus habitantes a recrecer sus murallas y a encerrarse detrás de ellas. Pero Máximo no lo entendería. Porque su Roma natal no conoce otras fronteras que las que marcan las olas del mar. Y, a veces, ni siquiera estas son obstáculo suficiente para sus soldados.

La ancha calzada que conduce hacia el corazón de Contrebia gira bruscamente a la izquierda y nos sumerge en las entrañas de una ciudad que conozco como la palma de mi encallecida mano: calles estrechas, empinadas, surcadas por profundas roderas de carro labradas en la roca a base de sudor de bestias y blasfemias de hombres. Un denso aguallevado de limo rojo mancha las pezuñas de nuestras monturas cuando cruzamos la calle de los alfareros. El zumbido monótono de los tornos se mezcla con el agudo guirigay de un grupo de niños cuyos ojos suspicaces nos miran como si en vez de dos hombres contemplasen a dos comadrejas.

Apenas desemboca en la vaguada, el río de barro bermellón inunda las rodadas que han dejado los carros y se deja llevar perezoso pendiente abajo, hacia los abrigados rincones donde los orfebres de mi época cincelaban y bruñían sus torques de bronce o plata, y donde, curtidores, tejedores y carpinteros cuidaban también de sus negocios. Dos calles más adelante, una carreta cargada de leños dobla, bamboleante, la esquina y se planta ante nosotros chapaleando ruidosamente en el lodo. Su conductor vocifera iracundo irrepetibles blasfemias en antiguo celtíbero mientras maneja frenético el vergajo al ver dudar a sus bueyes. Al caballo del tribuno Tiberio, poco acostumbrado al estruendo de la urbe y a las voces extranjeras, se le espantan los ojos cuando escucha de cerca el mugido gutural de dos bestias enfurecidas por los vergazos de su amo. Como si presintiera el peligro de una acometida, el animal retranquea nervioso buscando una escapatoria de aquella sombría angostura. Tiberio intenta entonces gobernar el rehúse de su cabalgadura a golpe de freno y espuela, pero los cascos del noble bruto resbalan en la calzada encharcada como si zancajearan sobre la ova verde del río. Un segundo después, jinete y montura ruedan cómicamente sobre el duro y empinado suelo de Contrebia. El estrépito metálico de la costalada hace emerger una veintena de cabezas celtíberas del interior de algunas viviendas. Máximo se levanta al instante, aturdido y ensopado en barro, como una patética estatua de arcilla a punto de ser cocida en el horno. Antes de que aquella esperpéntica efigie pueda siquiera adivinar lo ocurrido, varias piedras rebotan con musical tintineo sobre su coraza articulada. El joven tribuno desenfunda entonces su gladius con el horror pintado en la mirada, como si la encerrona que minutos antes temió al entrar en Contrebia ya estuviera produciéndose. Una nueva y certera pedrada le descoloca el casco haciendo que el romano se tambalee en el lodo. Después, los zagales celtíberos pliegan sus hondas y desaparecen a toda prisa tras la esquina, con la sonrisa propia de quien ha logrado abatir a una artera alimaña. Mientras tanto, el caballo tordo galopa sin rumbo y sin jinete camino del intrincado laberinto de roca que nos rodea. Máximo me mira desencajado, espada en ristre, esperando una orden, una voz, en aquel caos de risas y barro, pero yo simplemente me encojo de hombros, casi divertido ante aquella ridícula estampa. Porque hay tres cosas que un soldado romano debe defender con su vida en el campo de batalla: las águilas de su estandarte, sus armas y su montura. El tribuno lo sabe y, tras una leve vacilación, sale como alma que lleva al diablo en persecución de su caballo.

Cuando a Máximo se lo tragan las profundidades de la ciudad vieja, los cachorros celtíberos centran sobre mí su furtivo escrutinio. Veo sus ojillos azuzados asomando de cuando en vez detrás de su parapeto. Sin embargo, la temida lluvia de afilados cantos finalmente no se produce. Percibo, de todas maneras, en sus pupilas aniñadas el odio con el que siempre, desde que el mundo es mundo, un ser oprimido aborrece a su tirano. Es el mismo odio que mi padre intentó inculcarme con ahínco el que sigue tiñendo la infancia de millares de polluelos celtibéricos que al final no tendrán más remedio que aceptar al cuco invasor en sus nidos hispanos. Porque, desde que el mundo es mundo, el pez grande siempre se ha comido al chico, sobre todo si este último es incapaz de unir fuerzas de manera efectiva en contra del enemigo. Por eso Roma ha impuesto sus costumbres, sus leyes y también su lengua en casi toda Hispania. Porque no es de gente cabal contemplar tranquilamente desde la lejanía cómo el invasor somete a tus vecinos vacceos, berones o carpetanos mientras sonríes ingenuamente creyendo que tú no correrás después la misma suerte.

Cierto es que los romanos han impulsando el progreso de Hispania. Pero, aun así, debo reconocer que resulta difícil saborear el guiso, por apetitoso que este parezca, cuando cuesta sangre y sudor pagar el precio de una sola cucharada. Los abusivos impuestos y las desigualdades son los vientos que inevitablemente avivan en este país la hoguera del odio. Un fuego que nunca terminará de apagarse mientras quede un hispano con fuerzas para empuñar su falcata.

Estos soplos de ira ante la injusticia son también la causa de la rebelión del pueblo vacceo y, consecuentemente, de mi presencia en estas tierras. La libertad, aunque sea caótica y alocada, es sin duda el paladar con el que se degustan los aromas de la vida. Sin ella, no hay salsa capaz de dar sabor a una existencia. Lamentablemente, mi misión ahora es escaldar las bocas de los rebeldes vacceos para que el jugo dulce de la independencia se confunda en sus gargantas con el de las hieles de la esclavitud, y ambos parezcan lo mismo. El destino es, de cualquier manera, inescrutable; e ineludible. Y a mí me ha traído de nuevo a mi ciudad natal, aunque no luciendo un modesto sagum de lana negra sino vestido de general romano y conduciendo una temible legión que ha de aplastar los sueños de libertad de unos hombres a quienes aprecio. No en vano mi propia madre era vaccea.

La vaguada por la que avanzo se estrecha ligeramente antes de desembocar en la Plaza del Mercado, una amplia explanada porticada con techumbres de caña y adobe. Un soplo de viento húmedo y fermentado trae a mi recuerdo una amalgama de olores indescriptibles, sazonados de voces alteradas, inmersas en la vorágine del negocio. La plaza, ahora casi vacía, queda atrás con sus ecos fantasmales de mercachifles, buscavidas y buhoneros peleando por unas monedas de cobre bajo una solina infernal o una llovizna de hielo. Porque ese es el duro clima que azota la Celtiberia: veranos cortos de bochorno tórrido y seco e inviernos eternos y despiadados, de vientos inclementes y frecuentes heladas.

A pesar de las estrechuras de la vía, pico espuelas con furia, pues apenas puedo soportar los latidos desbocados de mi corazón bajo esta coraza de bronce. Mis ojos buscan ya, ansiosos, la casa que durante catorce años cobijó mi infancia y también los albores de mi juventud. Sin embargo, el flechazo amargo de la decepción atraviesa mi armadura y mis carnes como un cruel virote de hierro cuando, por más que miro, no la encuentro donde siempre estuvo. Al maestro Placidio se le olvidó recordarme en sus clases que aunque las piedras siempre perduran, el hombre puede cambiarlas de sitio.

Mi casa ya no existe tal y como yo la conocí; ya no queda nada del majestuoso edificio aporchado donde crecí, ni de su espacioso patio interior, ni de su pozo, ni de la fragua. Cinco o seis humildes viviendas se reparten ahora toda la superficie que antiguamente ocupó. Quisiera salir corriendo de aquella trampa inhumana que el destino me ha tendido pero mis músculos permanecen petrificados, negándose a aceptar lo que mis ojos vidriosos se empeñan en decirme.

Una anciana se asoma a una de las ventanas y al verme, hierático como una estatua griega, me dedica una sonrisa desdentada y bobalicona. «Quo vadis, domine», me pregunta entre encías sin abandonar su sonrisa demente. Un hombre joven aparece tras ella y la arrastra a empellones dentro de la estancia. Sus ojos negros se posan un segundo sobre mí con el mismo fulgor celtibérico que percibí en los niños que apedrearon al tribuno Tiberio. Sé muy bien que ese brillo es el odio que anida en los guerreros vencidos, aunque jamás sometidos, por esa máquina perfecta de hacer la guerra que es el ejército romano. Nunca he visto a mis legiones rendidas en combate ante ningún enemigo, pero imagino que lo que ahora pasa por mi cabeza debe ser lo más parecido al regusto amargo de una derrota.

La muralla norte de Contrebia pronto me recibe con sus puertas abiertas al río, como si ellas también quisieran incitarme a abandonar un lugar al que nunca debí volver. Pero retengo a Aristos y me obligo a contemplar el paso implacable del tiempo. Del antiguo muro celtíbero ya no queda una sola piedra. Los romanos han sustituido la vieja muralla acodada que conocí por una recta y mucho más gruesa que blinda enteramente Contrebia por su flanco más vulnerable. Ya no se aprecia en el nuevo muro ni una traza del zócalo donde la vieja Orsua solía sentarse, siempre rodeada de niños, siempre con una historia en los labios. Porque los celtíberos, como el resto de hispanos, jamás hemos sido propensos a dejar escritas nuestras odiseas o nuestras leyendas. Todo lo hemos fiado siempre a la memoria infalible de gentes como la anciana Orsua, guardiana de remotas historias y ancestrales tragedias. Los romanos, en cambio, se sirven de hombres que registran minuciosamente cada detalle de la vida cotidiana, como hace el brillante Marco Terencio Varrón con todo lo que acontece a la Legio ix Hispana casi a diario.

Mi fiel corcel Aristos, veterano de mil batallas, corvetea testarudo cuando le obligo a penetrar de nuevo en las angosturas de la vieja Contrebia. No será un largo camino, le digo rascándole las crines; tan solo quiero despedirme del lugar donde tantas veces enjugué las penas de mi corta mocedad, y donde una noche de inolvidable recuerdo ella me convirtió finalmente en un hombre. Otra vez ascendemos por una retícula de calles escarpadas sobre las que mi inseparable Aristos corvetea trastabillando en la roca; otra vez escuchamos voces cercanas y recias mientras siento la daga del recuerdo cortándome con su filo. Y por fin… una última revuelta nos hace descender casi a ciegas hasta la gruta que, en ocasiones, todavía se cuela en mis sueños. Sin apearme de mi montura, aspiro el hálito fresco y oscuro que emana de aquella oquedad granítica. No me hace falta ver su interior, pues todos los detalles perduran aún en mi memoria: sus escalones gastados, el manantial transparente, su fondo arenoso, el cielo abovedado… Me basta con respirar la vaharada salvaje que surge de aquella caverna para recordar a la mujer que en el despertar de mi hombría alborotó mis humores y manejó mis sentidos; la flecha que atravesó mi corazón y, durante un tiempo, paró sus latidos.

Aristos piafa, aburrido por aquella estéril espera, o incómodo, quizá, con los efluvios de una ciudad que no es la suya. Ni tampoco la mía. Supongo que dejó de serlo el día en el que el destino me apuntó con su dedo torcido convirtiéndome de repente en un heredero sin trono. En un ser errabundo y sin patria. En un corazón celtibérico con casaca de romano.

No me hace falta siquiera acicatear a mi caballo para que su trote ligero me abra paso entre un gentío anónimo y extraño. Apenas veo caras ni cuerpos en mi frenético avance, tan solo sombras. Las últimas calles de Contrebia desfilan a mi lado, borrosas, desdibujadas, como las orillas turbias de un río revuelto. Teutates, dios celtíbero de la guerra, debe de estar sonriendo satisfecho al presenciar el triste desfile de un romano solitario huyendo de su nostalgia a uña de caballo.

Casi vacío de arrestos para sujetar las riendas, dejo que el instinto infalible de Aristos me conduzca hasta la muralla sur. Máximo Tiberio no ha vuelto todavía, según me dice la guardia, pero no pienso esperarle. Si la ciudad se lo ha tragado es que no merecía estar en mi ejército. Doy orden de abatir el puente, pues quiero volver cuanto antes al campamento y dejar que el ayer retorne a donde siempre estuvo. Que el curso de mi vida sea la gota de lluvia que se desploma sin esfuerzo hasta morir en el polvo.

Un mendigo encapuchado se me acerca mientras espero, y su súplica desesperada se mezcla con los quejidos de las maromas que manejan las puertas de Contrebia.

—Silabur, domine —me dice en una curiosa mezcla de antiguo celtíbero y lengua romana.

Aunque no bajo la mirada, pues mis ojos están puestos en el horizonte rojo, su voz ajada me dice que no es mendigo sino ramera quien me pide «plata». Probablemente alguna vieja prostituta sin opciones ya de vender su cuerpo a nadie y que solo busca la moneda que le permita ahogar las miserias del hoy entre amargos sorbos de caelia.

Dos piezas de cobre pasan de mi bolsa a sus manos enmitonadas mientras me preparo ya para seguir mi camino. Pero aquellas uñas negras, bordeadas de miseria y crispadas de desespero, pugnan por aferrarse todavía a los faldones de mi uniforme. Aristos relincha y patea el piso nervioso, pues ningún caballo de guerra soporta de buen grado tanta cercanía. Él sabe que en la batalla, cuando dos cuerpos coinciden de aquella manera, uno vive y el otro muere. La ley de la guerra es así de sencilla.

—¡Silabur, domine! —porfía la figura encubierta con más frenesí, sin soltar su presa.

«La misericordia debe ser el don de los poderosos». Nuevamente las palabras de Placidio vienen a mi mente y me resisto a apartar a aquella miserable de forma violenta, aunque no me creo ni domine, como me ha llamado la mujer, ni mucho menos poderoso. Dejo pues que mi caballo inicie el paso con la esperanza de que aquella rémora andrajosa se canse de sujetar mi estribera.

—¡Maldito seas, temeuei! —me espeta la mujer con voz desgarrada por la ira—. ¡En otra época me habrías dado tu vida! ¿Y ahora me vas a negar una moneda de plata?

Aristos mastica el freno, espumando de rabia y dolor cuando lo retengo de un tirón seco.

«Temeuei», ha dicho la mujer; «el que camina en la oscuridad» en antiguo lenguaje celtíbero. Nadie me ha llamado así en toda mi vida excepto una persona. Nadie, desde aquel día.

—Stena… —Apenas un hilo de voz sale de mi garganta mientras alargo la mano para retirar aquella capucha mugrienta.

—No me mires, temeuei.

Pero si la voz de la cordura existe, el ulular demencial de los fantasmas del ayer no me deja escucharla. Una cabeza de hilachas desgreñadas, grises y blancas, asoma bajo aquella cogulla de lino sucio. Un rostro irreconocible, surcado por mil arrugas y plagado de purulentas pústulas observa mi despavorida reacción.

—Ya te lo advertí —me dice Stena al leer el horror en mis ojos. Por un segundo, me niego a admitir que aquella boca cavernosa y sin dientes, aquellas pupilas sin brillo, aquellas carnes hendidas con las mataduras de una vida sean las de la mujer que un día robó mi corazón y mis sueños. Sin embargo, aquel amuleto plateado y fusiforme que ahora descubro brillando sobre el pecho de la pordiosera no da lugar a la duda: es el mismo que yo colgué del cuello de mi amada la última noche que pasé en

Contrebia.

De repente, veinte largos años pasan por mi mente con la rapidez de un relámpago. Aunque cuando miro otra vez el rostro consumido de Stena siento como si el dios Ares hubiese entreabierto cruelmente las puertas de su infierno para dejarme otear en él apenas unos segundos.

—Vete de aquí, temeuei. Esta ya no es la ciudad que tú conociste. —El recio capuchón negro vuelve a cubrir los quebrantos de una existencia perdida.

—Stena… yo…

—Tú ya no eres tú —me dice mi antigua reina celtíbera mirándome por primera vez de pies a cabeza con aquellos ojos que en otro tiempo desprendieron fuego y hoy ni siquiera humean—. Y yo… Yo ya estoy muerta.

El tribuno Tiberio cruza entonces la plaza pública de Contrebia a galope tendido. Trae el gesto desencajado y su gladius cimbreando al viento. Un reguerillo rojo y brillante, producto de algún certero cantazo, le nace de la frente y se le pega después a la cara, fraguando en una curiosa costra a base de polvo hispánico, sangre romana y sudor de cobardes.

—¡Salgamos de una vez de este maldito lugar, general! —me grita asustado al pasar junto a mí, como si emergiera de la más sangrienta de las batallas.

El puente ya está sobre el foso. Los rayos caídos de un sol vespertino se cuelan de refilón por la Puerta Sur, como indicándome la dirección a seguir. Stena ha sido arrancada de mi lado por dos soldados de la guardia y Máximo me espera, algo extrañado, sobre la pasarela de madera. Él, como cualquiera, sabe distinguir a una bruja de una ramera.

—¡Soltadla! —grito a la guardia, llevando mi caballo hacia ellos. Ya libre, Stena se mira con aire ausente sus pies desnudos,

como si ni ella ni yo fuéramos ya parte del mundo de los vivos.

—Esta es la bolsa de un temeuei, de un hombre invisible, como tú me llamaste un día. A mí no me hará falta en el infierno al que me dirijo —le digo, refiriéndome a la guerra con los vacceos—. Sin embargo, a ti quizá pueda sacarte del tuyo.

Unas manos cubiertas de mugre y trapo estrujan atónitas aquella bolsa tintineante de plata. Entonces aprovecho para picar espuelas y hacer que Aristos me saque al galope de aquella brutal pesadilla. No quiero dar lugar a que la mujer que tantas noches endulzó mis sueños levante otra vez la cabeza y me muestre los estragos de una vida, los fantasmas de una tragedia que yo ya había sepultado en lo más recóndito de mi memoria.

El tribuno me espera sobre el puente con los labios fruncidos en una sonrisilla cómplice, pero yo paso de largo sin detenerme. Quiero olvidarme a toda costa de la Ciudad Blanca. Y también de Stena, la mujer que nunca me quiso pero a la que llegué a adorar como si fuera una diosa. Quiero dejar atrás la artera emboscada del destino. O del pasado. Una vil trampa que algún dios del averno me ha tendido para cubrir de brumas mi apacible presente y escamotearme sus maravillosos tesoros: mis dos queridas hijas y su madre, Silana, una admirable mujer a la que nunca ascendí, quizá, al pedestal de las diosas, pero a la que quiero y dedico todos mis pensamientos. O casi todos. Porque, como afirmaba Placidio, quizá para consolarme: «El primer amor es la única muesca en la armadura que no puede repararse. Por eso mismo —añadía el sabio mirando con nostalgia hacia su Grecia natal— no merece la pena perder el tiempo dándole martillazos. Hay que dejar que el polvo de los caminos y la pátina de la vida vayan fraguando lentamente sobre ella hasta hacerla desaparecer por completo». Y eso es lo que yo siempre he tratado de hacer, a pesar de este repentino, pero comprensible, ataque de nostalgia al volver a mi ciudad natal tras cuatro lustros de ausencia.

Cuando Máximo Tiberio me da alcance, los estandartes y pendones de la Legio ix Hispana ondean ya a lo lejos. Dentro de la empalizada, un mar opaco compuesto por miles de cuerpos en movimiento menudea frenético en todas direcciones.

—Ni el mejor estratega habría elegido un lugar así para montar su campamento —me halaga Tiberio proyectando sobre mí un halo de admiración que yo imagino fingido, pues simplemente me he limitado a escoger el mismo inclinado altozano que utilizó Sertorio hace veinte años. El gran Quinto Sertorio, el gigante de Nursia, el sabino que se atrevió a desafiar a Roma; el hombre que volvió del África para cambiar el rumbo de Hispania, de Contrebia Leucade y el mío propio. Aunque eso fue hace mucho tiempo, cuando yo aún no era el legado Décimo Kalaitos Bodivesco, sino simplemente Kalaitos, el hijo de Ambón: un celtíbero, un hispano, un bárbaro.

—Legado… —La voz algo atiplada de Máximo se hace un hueco de nuevo entre la densura de mis pensamientos—. ¿Tú sabes qué ocurrió en esta ciudad? —me pregunta mi sexto tribuno volviendo la cara hacia unos muros que le han despedido de manera poco amistosa—. ¿Tú sabes por qué razón los celtíberos de Contrebia nos siguen odiando tanto?

A Máximo Tiberio, el brillo de su sangre noble se le mezcla con el del sudor que le mana de la frente. Y también con el de una maliciosa curiosidad que yo intuyo tan repentina como pasajera.

—Lo sé, Máximo —le digo, consciente de que nunca antes he contemplado tan detenidamente a aquel espigado joven—. Pero no pienso gastar saliva en un relato que no te concierne. Y para el que, además, un patricio como tú no tendría las tripas suficientes.

Máximo Tiberio se yergue incómodo sobre su silla al sentir en sus carnes el ácido flagelo de mi desdén. En su mirada dolida percibo el daño ocasionado por mis palabras, y aún más por mi despectivo tono. Supongo que nunca he destacado por tratar de manera condescendiente a los tribunos que el Senado ha colocado en mis legiones, porque nunca vi en ellos a los mandos que Roma necesita; tan solo a meros oportunistas haciendo tiempo antes de recibir su preciada toga.

—Yo no soy quien tú crees —replica un repentinamente ofendido tribuno—. No soy ningún fantoche de buena cuna buscando laureles fáciles. Tan solo pretendo aprender de ti, general, si me das la oportunidad y dejas de tratarme como a un hijo malcriado. Quiero convertirme en un buen soldado y ser útil a Roma. Quiero conducir una legión como la tuya cuando me llegue la hora. Y cuidar de mis hombres en la paz y en la guerra, igual que tú haces con nosotros. Por eso me interesa lo que pasó en Contrebia Leucade, a pesar de lo que puedas pensar —me reprocha Máximo sin esconder su amargura ante mi desprecio—: porque solo así lograremos entender a estas gentes de Hispania y evitar batallas innecesarias.

Aun a riesgo de hacerle enfadar todavía más, el sentido alegato de aquel oficial romano y su gesto decidido me hacen sonreír sin pretenderlo. Porque, decididamente, veo en el tribuno Máximo un cierto reflejo del joven Kalaitos, aquel aprendiz de guerrero celtíbero que una mañana abandonó su niñez aferrado a su falcata con la intención de entrar en el paraíso de Noctiluca mientras defendía la Ciudad Blanca del asedio de las legiones romanas.

También sonrío porque el tribuno Máximo Tiberio ha logrado finalmente reblandecer con su vehemente discurso el recio y viejo caparazón de mis prejuicios. Largo es todavía, al fin y al cabo, el camino hasta tierras vacceas. Y tedioso, hasta que no encontremos los primeros focos de resistencia. No se me antoja pues como un mal pasatiempo compartir con este sorprendente tribuno un episodio que, por excesivamente reciente, aún no figura en los libros de historia romana. Ya veremos, no obstante, si los oídos de Máximo Tiberio soportan incólumes el curso de una inquietante narración que todavía hoy no he relatado a nadie.