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Vicenç Beltran

CONFLICTOS POLÍTICOS Y CREACIÓN LITERARIA
ENTRE SANTILLANA Y GÓMEZ MANRIQUE

La Consolatoria a la condesa de Castro

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MEDIEVALIA HISPANICA

Fundador y director Maxim Kerkhof

Vol. 19

Consejo editorial

Vicenç Beltran (“La Sapienza” Università di Roma); Hugo Bizzarri (Université de Fribourg); Patrizia Botta (“La Sapienza” Università di Roma); Antonio Cortijo Ocaña (University of California, Santa Barbara); Ángel Gómez Moreno (Universidad Complutense, Madrid); Georges Martin (Université Paris-Sorbonne); Regula Rohland de Langbehn (Universidad de Buenos Aires) y Julian Weiss (King’s College, London)

Vicenç Beltran

CONFLICTOS POLÍTICOS Y
CREACIÓN LITERARIA ENTRE
SANTILLANA Y GÓMEZ
MANRIQUE

La Consolatoria a la condesa de Castro

Iberoamericana • Vervuert • 2016

© Iberoamericana, 2016

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ISBN 978-84-8489-940-2 (Iberoamericana)

ISBN 978-3-95487-473-6 (Vervuert)

ISBN 978-3-95487-855-0 (e-book)

Diseño de cubierta: Michael Ackermann

SUMARIO

PRESENTACIÓN

SENEQUISMO, IDEOLOGÍA, POESÍA

1    Poesía y realidad en el Cuatrocientos

2    Ideología, sociedad y Medioevo

3    Excursus: el fin de los tiempos y el poder temporal

4    El senequismo del Bías y las tribulaciones de un poderoso

5    Interpretaciones de la Consolatoria

6    El senequismo, el dolor y la ira. La Defunsión de Garci Laso de la Vega

7    La actualización del pensamiento antiguo

8    Las dificultades de los Sandoval

9    El senequismo como ideología

10  La religión como ideología

11  Ideología y literatura

LA TRANSMISIÓN TEXTUAL

Criterios de edición

Normas de presentación del texto

Bibliografía citada abreviadamente en las notas

BIBLIOGRAFÍA

[CONSOLATORIA A LA CONDESA DE CASTRO]

ÍNDICE ONOMÁSTICO

Índice de personas, obras y autores antiguos

Índice de estudiosos modernos

Para Valerio y Victoria,
cinco años después

PRESENTACIÓN

El presente libro empezó a gestarse hacia 2008, cuando preparaba la obra completa de los Manrique para la Biblioteca Castro; al editar el poema y su comentario observé ciertas expresiones disonantes que para nada se ajustaban a lo que venía considerándose un poema cristiano con algunos toques estoicos: alusiones veladas a la actualidad, expresiones cuando menos ambiguas a la luz de la moral católica e, incluso, de la doctrina senequista, me indujeron a buscar explicaciones e interpretaciones cuya entidad excedía las posibilidades de aquel proyecto. Por una parte, enlazaba muy bien con mi interpretación del cancionero de don Gómez, un poemario nacido al calor de sus afinidades poéticas, linajísticas y políticas, con potencialidades interpretativas poco exploradas; por otra, me encontraba falto del andamiaje teórico necesario para iniciar la investigación que el caso requería: una aplicación válida para el siglo de nuestra concepción actual de las luchas políticas y la creación de los correspondientes mensajes publicitarios.

La primera fase de la investigación terminó cuando leí, en una reunión del CEMYR de la Universidad de La Laguna, en 2009, mi interpretación histórica, aún falta de algunos datos. Por aquellos años empecé una indagación en la teoría moderna de las ideologías que intenté armonizar con los trabajos de historia y cultura medieval de la escuela francesa y con las investigaciones españolas sobre ceremonia y propaganda; estas aproximaciones desembocaron en una ponencia presentada en el congreso de la SELGYC organizado por la Universidad de Alicante al año siguiente. A partir de ahí, el estudio quedaba perfilado y pensé publicarlo como un cuaderno de Medievalia Hispánica, animado por el estimado amigo Maxim Kerkhof que me incitó a incluir la edición crítica del poema. El tiempo necesario para este trabajo no había culminado aún cuando circunstancias personales me impidieron dedicarle el tiempo necesario para una revisión cuidada, y así hasta anteayer. He de decir, sin embargo, que las posibilidades de aplicación de las teorías ideológicas y de los principios de la pragmática literaria a los textos del primer Renacimiento español que he desarrollado durante los últimos años parten también de esta experiencia.

Creo que el esfuerzo ha valido la pena. En primer lugar porque, desde mi primera aproximación al complejísimo mundo de los cancioneros, me negué a aceptar el juicio banalizador que esta poesía había merecido en el pasado: era sencillamente incompatible con la proliferación de cancioneros, poetas y poesía, a no ser que hubieran enloquecido todos a la vez. Tras tanta pasión creadora, había de latir alguna pasión humana, y esta ha sido la convicción que me ha guiado desde entonces, hace ya casi medio siglo; desentrañarla no siempre era fácil y sin duda había que hacerlo a diversos niveles. Desde los trabajos de Duby sobre la sociedad cortés conocemos la importancia de esta literatura en la transmisión de los valores aristocráticos, plenamente vigentes en nuestro siglo a pesar de interpretaciones sociológicas facilonas entonces de moda; los estudios sobre el ceremonial, la representación del poder y la propaganda nos han enseñado a valorar los poemas que celebran entradas, salidas o despedidas; los trabajos recientes sobre el arte de motejar y su relevancia social durante el primer Renacimiento nos han permitido valorar de otra manera cierta poesía «de circunstancias» y los estudios sobre las minorías étnicas y sus horribles sufrimientos en los dos siglos sucesivos no permiten seguir juzgando ciertas composiciones como meros debates teológicos en abstracto, o como bromas intrascendentes sobre ciertos hábitos culinarios o de convivencia: lo que se estaba jugando era muy serio, y lo pagaron con sangre tanto los desdichados que perdieron como el país que se perdió tras ellos. A su lado siempre hemos conocido poemas de contenido necesariamente político o programático que hoy estamos en mejores condiciones para valorar y, por supuesto, ciertos homenajes desmadrados a Isabel la Católica (pero no solo estos) los entendemos ahora con mayor propiedad. Hoy el velo se está levantando desde diversos ángulos, pero tengo la seguridad de que los miles de poemas que duermen en los cancioneros nos depararán no pocas sorpresas.

El poema y su comentario despiertan interés desde otro punto de vista: su profundidad doctrinal. Don Gómez era uno de aquellos nobles letrados, con muy seria preparación cultural, que nunca faltaron en Castilla desde los tiempos de Alfonso el Sabio (también aquí hemos sufrido la invasión de ciertos tópicos, incrementados por la dificultad o la imposibilidad de adaptar a Castilla un humanismo latino y civil a la italiana); como se podrá ver, cita la Biblia según la Vulgata, había estudiado muy en serio a Séneca (y a otros humanistas) quizá solo en castellano, conocía bien la cronística autóctona y disponía de algún que otro repertorio de sentencias en lengua latina. Y era muy capaz de usar estos conocimientos para arrimarlos a su causa, la de su hermana o la de sus amigos o protectores, con un gran sentido de la oportunidad y de la adecuación. Este poema, especialmente a través del comentario, revela una densidad de lecturas y una maduración intelectual que empezaron a desaparecer del panorama castellano tras la muerte de Juan II, Cartagena o el marqués de Santillana, como el mismo poeta puso de manifiesto en la sentida elegía que le destinó. Las emergencias del reinado de Enrique IV, su desinterés por las letras y el uso publicitario y socializador a que las sujetaron los Reyes Católicos dejaron un hueco que solo acertó a cubrir el garcilasismo y sus seguidores, con un talante intelectual ya completamente nuevo, internacional y a la altura de los tiempos. También desde este punto de vista, al poema que nos ocupa le corresponde un lugar de honor en la historia de nuestras letras a pesar de que, probablemente, a don Gómez no se le dio demasiado bien el verso de arte mayor. No puedo en este punto dejar de agradecer a Isabella Proia la cuidada revisón a la que ha sometido este libro y la elaboración de los índices onomásticos.

Roma, diciembre de 2015

SENEQUISMO, IDEOLOGÍA, POESÍA

1   Poesía y realidad en el Cuatrocientos

Uno de los prejuicios críticos que más han condicionado la comprensión de la lírica cuatrocentista fue consolidado por Marcelino Menéndez y Pelayo en su Antología de poetas líricos castellanos: «coplas fútiles, coplas de cancionero, versos de amor sin ningún género de pasión, devaneos tan insulsos que parecen imaginarios, conceptos sutiles y alambicados, agudezas de sarao palaciego tan pronto dichas como olvidadas, burlas y motejos que no sacan sangre: algo, en suma, que recrea agradablemente el oído sin dejar ninguna impresión en el alma»1. Tras un juicio como este, de la pluma de uno de los mejores conocedores de la poesía española de todos los tiempos, la reacción fue inevitable: esta producción quedó fuera del canon y apenas resultó abordada sino como documento lingüístico e histórico por unos pocos beneméritos investigadores que nunca la tomaron demasiado en serio. De ahí algunas ediciones que fueron apenas transcripciones, sin estudio de la transmisión ni anotación, sin un análisis serio del contenido; de ahí algunos análisis superficiales de estudiosos porotra parte muy rigurosos al abordar aspectos como las composiciones alegóricas, la presencia de los clásicos o los temas filosóficos. Ni que decir tiene que hoy casi nadie suscribe tales consideraciones y que tras el aluvión, y hasta la moda investigadora que se ha volcado sobre el tema en las últimas décadas, la perspectiva ha cambiado por completo; sin embargo, sus consecuencias últimas son dificilísimas de erradicar.

Hoy nadie duda ya de que esta poesía pueda tener un valor estético, lingüístico o cultural, incluso al margen de los grandes poetas que sí entraron en el canon: Santillana, Mena y los dos mayores Manrique; contamos con ediciones de gran nivel, con estudios de calidad excelente sobre diversos géneros, autores y obras y con magníficas prospecciones sobre el itinerario de los grandes cancioneros2. Superada la marginalidad, ha pasado a ser un tema central del medievalismo español que, a pesar de los graves problemas de otros medievalismos, se ha situado en nuestros días en el centro de los estudios literarios. Creo, sin embargo, que queda una parcela inmensa sujeta a exploración, prácticamente desconocida todavía: la estricta vinculación de la lírica cortés con la realidad social de su tiempo3 y, más exactamente, su vocación política, su uso constante en las luchas partidistas4. Para ello, partiré de un poema de Gómez Manrique bien conocido, la Consolatoria a la condesa de Castro, del que derivaremos luego hacia otras composiciones del mismo autor y del marqués de Santillana; una vez establecida la vinculación de estas composiciones con las luchas políticas de su tiempo, intentaré establecer su relación con lo que hoy entendemos por ideología y su posible aplicación a los conflictos políticos del siglo XV.

Ante todo, y aun a riesgo de repetir un haz de obviedades, habrá que examinar qué se entendía por contienda política en el Medioevo. No se trata de que no existiera nada semejante a lo que hoy entendemos por partidos políticos, sinoque la forma de actuar de los elementos políticamente activos (muy reducidos en el conjunto de la población) difería completamente de los de la Europa posterior a la Revolución Francesa. Los grupos sociales legitimados y más o menos organizados para administrar la cosa pública eran muy reducidos y lo hacían con presupuestos, fines y medios distintos de los que nosotros conocemos. Los sectores políticamente activos son fáciles de identificar: por un lado, estaba la Iglesia con sus diversos instrumentos (las órdenes religiosas y la estructura secular, en particular, el Papado y los obispados); por otro lado, los grandes linajes, articulados alrededor de la monarquía pero casi siempre en conflicto con ella. Un tercer polo de acción política giraba en torno a las ciudades, aunque generalmente les corresponda una función de menor relieve en la producción literaria en castellano, de ámbito preferentemente cortés y eclesiástico. También la Iglesia y las instancias seculares del poder se enfrentaron entre sí, a veces muy violentamente, por el control de la sociedad: la cruzada contra los albigenses y, sobre todo, el choque entre el Papado y el Imperio en los siglos XII y XIII fueron los momentos más duros de estos conflictos, que habrían de desembocar en el cisma de Aviñón y en nuevos episodios de violencia, como el sacco di Roma por las tropas imperiales en 1527.

Sin embargo, y a diferencia de nuestro entorno de referencia, la violencia legítima no era solo la del Estado; «la mentalidad caballeresca vino a reforzar la idea de que los nobles tenían derecho a hacer la guerra cuando su honra fuera ultrajada, considerando que los conflictos que se emprendían para evitar una deshonra o para vengarla entraban en la categoría de guerra justa»5, de ahí la frecuencia de la guerra privada. Las querellas entre linajes en algunas ciudades, como por ejemplo Valencia6, o en ciertas regiones, como el País Vasco7, se convirtieron en cánceres sociales contra los que los poderes públicos carecían a menudo de recursos eficaces; en el caso castellano, las luchas de bandos configuraron la vida del reino durante todo el siglo8. La ordalía (particularmente frecuente en el alto medioevo) y el duelo9 ya no eran sino vías institucionalizadas para canalizar la conflictividad aristocrática y evitar la proliferación de guerras privadas, pero en la práctica el ejercicio de la violencia era un recurso habitual en la resolución de los conflictos sociales a todos los niveles10; los motines de todo tipo, incluso los pogromos antijudaicos, adquirían en este contexto cierta legitimación.

La plasmación de las ideas políticas en formas literarias —y, por ende, su conversión consecuente en formas públicas de ceremonial y propaganda— ha sido repetidamente estudiada para la Castilla del siglo XV, donde el material es rico y variado, por José Bermejo Cabrero11 o José Manuel Nieto Soria12; la perspectiva que se adopta en estos estudios es, preferentemente, la del poder real. Siendo la Castilla de este siglo el escenario de un perpetuo enfrentamiento entre nobleza y monarquía, según la acertada formulación de Luis Suárez Fernández13, se echa a faltar en los estudios un conocimiento equivalente desde el punto de vista aristocrático que, sin duda, dejó menos documentación, pero que, sobre todo, no fue objeto de una teorización como la que produjo la Iglesia14 o la realeza. En el actual estado de la cuestión, no cabe duda de que la monarquía castellana fue el mayor promotor de las letras; pero, siendo la poesía cortés también ocupación cultural favorita de la nobleza, esperaríamos encontrar en ella una notoria presencia de sus propios puntos de vista que, sin embargo, no han sido detectados hasta la fecha.

A mi parecer, tanto en los estudios literarios como en los históricos ha falta-do la conciencia de que la lírica cuatrocentista en castellano era la plasmación por escrito de las inquietudes, anhelos y manifestaciones vitales de las clases dirigentes, y no una retórica vacua e intemporal como se viene aceptando desde Menéndez y Pelayo. Que el Laberinto de Fortuna sea un manifiesto promonárquico resulta evidente y ha sido estudiado como tal en repetidas ocasiones; pero en los cancioneros se camuflan numerosas composiciones que solo necesitan ser iluminadas desde el ángulo apropiado para poner de manifiesto la voz de los otros agentes políticos y, en particular, la de la nobleza. En esta exposición intentaré demostrar que un supuesto poema religioso-moral de Gómez Manrique, la Consolatoria a la condesa de Castro, no es sino un poema político de celebración y de exaltación linajística.

En este contexto, y a diferencia de cuanto sucede en la Europa moderna, la producción escrita, literaria o doctrinal, de contenido manifiestamente político puede parecer secundaria: las bases ideológicas en que se fundaban eran de tipo moral o religioso, no político, y la publicación de manifiestos, proclamas, sátiras o panfletos, lejos de constituir el ámbito privilegiado de los conflictos y el instrumento idóneo para resolverlos, se limitaba a dar soporte teórico y presencia pública a litigios cuya resolución eficaz se oficiaba mediante negociaciones a punta de lanza o de espada (o a golpe de excomunión). El instrumento más eficaz solía ser la correlación de fuerzas militares15 o, en el mejor de los casos, la posibilidad de influir sobre las escasas personas con capacidad decisoria. De ahí que la relación entre ideología, controversia política, propaganda y conflictos públicos durante el medioevo, aunque en la práctica se ha impuesto en los últimos años (en particular en el ámbito de la historia de las sociedades), despierte todavía ciertas reservas por parte de algunos estudiosos16; aspecto muy comprensible si atendemos al intenso etnocentrismo y hasta miopía histórica de que adolecen ciertos estudios actuales sobre las ideologías, nacidos y desarrollados en el ámbito de la sociología y la ciencia política y de espaldas a las formas sociales del pasado.

Por último, ha de tenerse también en cuenta que la literatura vinculada a objetivos políticos, durante la Edad Media y mucho después, no suele tratar directa o aparentemente de política, al menos tal como nosotros la entendemos: «la Edad Media no conoció la teoría política en el sentido moderno del término (...) [el] orden político de la sociedad constituía una parte aún no desvinculada y todavía no claramente deslindada del conjunto de la vida de la época»17; el pensamiento político, aun en sus orientaciones más propensas a reconocer la autonomía del poder secular respecto al Papado, partía siempre de premisas teológicas18. Sería una vacuidad decir que la política como disciplina o herramienta intelectual autónoma nace con Maquiavelo y, por tanto, ya al límite del período que en los estudios literarios españoles definimos como Edad Media; sin embargo, esta obviedad no siempre se tiene en cuenta: «aún no se había llegado a una consideración técnica de la política. En los asuntos de gobernación era siempre el aspecto moral de los reyes y oficiales de la Administración lo que quedaba destacado en primer término»19. Se consideraba que el bien común era fruto de la bondad y de la justicia, a su vez subordinadas a los preceptos divinos20; por tanto, su consecución derivaría necesariamente de la sintonía entre la actuación de los hombres y las normas que deben regirla: «La vida política, según la feliz expresión de [Juan de] Mena, está condicionada en gran medida por el comportamiento moral de las personas»21. Desde otro punto de vista, si bajamos de las concepciones teóricas a las necesidades de su expresión pública y de la propaganda, habremos de recordar con José Manuel Nieto Soria que «ante la insuficiencia y, a veces, la complejidad (...) del lenguaje político (...) el símbolo religioso cubrirá la necesidad de comunicar mensajes políticos de la forma más vasta posible (...) el símbolo religioso posee un extraordinario poder legitimador por sí mismo aplicado a las realidades políticas, permitiendo la sacrilegización de cualquier pretensión impugnadora del poder político, legitimado y justificado a partir de referencias religiosas»22.

A la interpretación religiosa de la vida, derivada de las enseñanzas de la Iglesia y dominante, sin duda, en este período, la cultura cortés superpuso concepciones de tintes más laicos, la caballería y la cortesía durante los siglos XI-XIII, el pensamiento antiguo (especialmente el estoicismo) durante el siglo XV ; sus aportaciones emergerán continuamente en este estudio, pero hemos de ser conscientes de que solo dieron variedad al cuadro de referencia sin apenas alterar sus líneas esenciales, pues si la propaganda fue a menudo ocupación de la nobleza y de los letrados a su servicio, la teorización política nunca perdió sus andaderas teológicas. Anticipando algunas referencias que profundizaremos más adelante, basta comparar la Querella de la gobernación de Gómez Manrique con el comentario de Pero Díaz de Toledo para percibir este fenómeno y su profundidad: el primero se limita a enunciar los motivos de descontento de los nobles con la política de Enrique IV, el segundo justifica aquellos versos con argumentos filosóficos, teológico-escriturísticos y de historia antigua23. De ahí que en el ámbito de la literatura política habremos de incluir obras cuya intencionalidad no se deriva necesariamente del contenido explícito de la obra, pero resulta inevitable si atendemos al contexto en que se creó y en que fue recibida. En este ámbito, resultan imprescindibles conceptos como el de horizonte de expectativa24 o el de fuerza elocucionaria; no basta con el contenido de una obra para enjuiciar su impacto, hemos de tener en cuenta su entorno cultural original, la ideología, los intereses y los objetivos de sus creadores y receptores inmediatos.

Propondré a continuación la interpretación política de un pequeño grupo de obras que, si nos atenemos a su texto, apenas sugieren esta posibilidad: el Bías contra Fortuna de Santillana, la Consolatoria a la condesa de Castro y la Defunsión de García Laso de la Vega de Gómez Manrique. Recientemente reuní un ramillete de indicios a favor de una lectura en esta clave para gran parte del cancionero de este autor25, especialmente los grandes poemas morales de su madurez. Detrás de la Querella de la gobernación se evidencia la intensa campaña de la nobleza contra el gobierno de Enrique IV (que el comentario de Pero Díaz de Toledo pone paladinamente en primer plano), y el supuesto programa político o modelo de gobernante presentado en el Regimiento de príncipes26 es, en la práctica, un elogio descarado de Isabel y Fernando, de quienes se afirma ya en el prólogo que «avéis menester pocas ayudas humanas para proseguir el virtuoso camino que avéis començado». Basta con leer uno junto al otro los dos textos para percibir cómo los mismos principios podían aplicarse a la denigración de un poderoso o al encumbramiento del otro, cómo don Gómez fue siempre el poeta y portavoz de su propio partido, y su poesía, un instrumento de poder y propaganda. De la misma manera, las Coplas a Diego Arias de Ávila (nº 58) pueden ser la simple admonición a un poderoso engreído, pero la referencia en la epístola inicial a unas «libranzas» (quizá pagos del tesoro real) que el interesado había mandado quitar a don Gómez, junto a las referencias a los tiempos revueltos de Enrique IV y el tono casi amenazante de algunos pasajes («fartos te vienen días / de congoxas tan sobradas / que las tus ricas moradas / por las choças o ramadas / de los pobres trocarías») invitan a ver mucho más, sin que pueda limitarse a un fondo antisemita o a una supuesta animadversión contra los conversos27.

2   Ideología, sociedad y Medioevo28

Así como la teoría del análisis ideológico, intensamente desarrollada a lo largo del siglo pasado, es corrientemente aplicada en los estudios de literatura contemporánea, su adaptación a períodos anteriores de la historia literaria resulta menos frecuente y poco precisa, y carecemos en la práctica de una tradición consolidada relativa al análisis de estos fenómenos en la literatura medieval29. Una parte de nuestras dificultades procede de la trayectoria misma de este tipo de estudios: sería pretencioso y simplista pretender una síntesis en pocas líneas de un problema que, desde diversos puntos de vista, se ha convertido en la clave de los estudios sociales del siglo XX, pero no queda más remedio que esbozar un cuadro de referencia.

Como es bien sabido, su primera formulación organizada parte de un libro de Karl Marx y Friedrich Engels de publicación tardía, Die deutsche Ideologie30, sobre el cual el pensamiento marxista31 desarrolló su análisis como un instrumento más para la lucha de clases; para sus cultivadores, desdoblados por lo general en estudiosos y en agitadores políticos, la ideología es una herramienta de las clases opresoras, pero la toma de conciencia de los oprimidos puede facilitar su emancipación. Esta tradición ha sido, sin duda, una de las más fértiles durante el tercer cuarto del siglo XX, y resulta imposible repasar la evolución del pensamiento ideológico sin ocuparse de Gramsci o Althusser, por ejemplo.

Pasado el período de los grandes enfrentamientos armados en la Europa occidental de la primera mitad del siglo XX, cuando la posibilidad de conseguir la revolución socialista se refugia en la acción política de las masas y gana adeptos entre los universitarios y los intelectuales, la perspectiva teórica se amplía y la ideología pasa a primer plano entre las herramientas para la construcción de una nueva sociedad y para la creación de una conciencia y una cultura liberadoras32; de ahí que conectara fácilmente con otras tradiciones intelectuales que se juzgaban también revolucionarias, el psicoanálisis ante todo33. Desde los orígenes de la sociología de la literatura, una parte muy importante de la crítica literaria se había integrado con naturalidad en este bando, en el que permaneció durante las décadas siguientes: «Theory for this early seventies kind —Marxist, feminist, structuralist— was of a totalizing bent, concerned to put a whole form of political life into question in the name of some desirable alternative [...] It was, to adapt a phrase of Louis Althusser’s, political struggle at the level of theory»34. No en vano, los estudios de literatura y cultura medieval palidecen en este período: la investigación de la gran escuela francesa a la que debemos en última instancia su rehabilitación, la de la revista Annales, se orientaba primero hacia los aspectos económicos, que para la teoría marxista de entonces resultaban determinantes35; con la renovación de perspectivas propia de la segunda mitad del siglo XX, se encamina hacia los estudios de la mentalidad que, según el pensamiento clásico marxista, resultaban secundarios.

Por otra parte, proyectar sobre la Edad Media los problemas del presente o buscar referentes útiles para entenderlos resulta complicado si nos apartamos de grandes tópicos historiográficos como la aparición de la burguesía o de la economía de mercado, que difícilmente son transferibles a una producción literaria centrada, en aquel período, en la corte y en la Iglesia; realmente, era necesaria la capacidad de un Erich Köhler36 para intentarlo, de ahí, en gran medida, la decadencia de estas investigaciones en los años setenta. Desde entonces, estos debates perdieron actualidad: en los años cincuenta y sesenta había aún quien se sentía capaz de justificar, si no de defender, tropelías como la expulsión de los judíos o los desmanes de la Inquisición, por lo que la polémica del presente se podía trasladar a la Edad Media como hicieron, en gran medida, Sánchez Albornoz y Américo Castro. Sin embargo, al quedar relativamente apartados del debate ideológico, los estudios medievales, aun corriendo el peligro de distanciarse de los problemas de nuestro tiempo, se han liberado de un pesado lastre y han recuperado una cierta parte de su interés: el Medioevo es nuestro espejo lejano37, una cultura a la vez nuestra y ajena, que podemos estudiar con cierta distancia sin dejar de estar involucrados en sus consecuencias. Si hemos perdido vigencia para el hombre de la calle, hemos ganado independencia y objetividad en las investigaciones.

Aparte de la intelectualidad marxista, el estudio de la ideología fue abordado también por la sociología empírica; una de sus piedras fundacionales, el Traité de sociologie générale de Vilfredo Pareto, resulta ser una densa monografía dedicada exclusivamente al tema, aunque nada fácil de interpretar por su enfoque y por el uso de una terminología hoy olvidada38. En su opinión, las ideologías se fundamentan en los núcleos elementales de la psicología humana (igualdad, poder, libertad...), de ahí su escasa permeabilidad a la crítica racional, y desarrollan concepciones más o menos complejas que resultan útiles para gobernar la sociedad. De ahí que no sean ni verdaderas ni falsas, ni buenas ni malas, aunque en su aplicación puedan producir resultados positivos o negativos; de ahí también que no resulte pertinente preguntarse por la sinceridad o el grado de verdad con que son usadas en las querellas políticas. Podemos decir, en general, que esta escuela tiende a elaborar sus productos con la pretensión de objetividad y de racionalidad propia de las ciencias sociales39, tratando, hasta donde sea posible, de obtener conclusiones al margen de las posiciones ideológicas de los autores; cabe, por tanto, suponer que nos dará un producto más neutro y fácil de utilizar. Nada más alejado (desgraciadamente) de la realidad.

Los estudios sociológicos carecen, por lo general, de una dimensión histórica en sentido estricto: tratan de explicar el presente, no el pasado, y cuando acuden a él suelen carecer de la perspectiva suficiente. Sorprende, por ejemplo, que un conocido estudioso, en una revista de prestigio, pueda afirmar que «jusqu’en 1914 le système était homogène, parce que européen: les partenaires partageaient un grand nombre de valeurs communes, de telle sorte que l’idéologie pouvait être limitée au minimum»40. Según esto, ni las guerras de religión ni las revoluciones liberales ni la Comuna de 1848 (por no hablar del choque entre los nacionalismos alemán y francés desde la Guerra Franco-prusiana) habrían tenido nada que ver con las ideologías, por no hablar, naturalmente, de la Edad Media; es más: se acepta a menudo que no pudieron existir ideologías antes de la Revolución Francesa41, lo cual puede ser correcto si añadimos la coletilla «tal como se desarrollan en la sociedad contemporánea», que es, precisamente, el problema que tratamos de soslayar. Por otra parte, este tipo de trabajos se dedica de ordinario a explicar los conflictos ideológicos operantes en la sociedad actual, por lo que difícilmente resultan aplicables a otros períodos históricos42.

En este contexto, no puede sorprender que la escuela francesa de historia social conocida por la revista Annales, tan atenta al análisis pormenorizado de las men-talidades sociales del pasado, no haya encontrado un hueco cómodo para este tipo de investigaciones. Georges Duby teorizó sobre este concepto43 y lo aplicó muy pronto en su teoría de las concepciones feudales44, siendo seguido por Jean Flori45; sin embargo, en su aplicación práctica, lo que estudian no son tanto ideologías usadas en la acción política cotidiana como construcciones cosmológicas de largo recorrido, interpretables en el contexto de las largas duraciones características de la escuela. Hasta muy recientemente46, la escuela francesa ha preferido enjuiciar estos hechos desde la perspectiva de un tiempo largo donde los planteamientos ideológicos en sentido restringido se difuminan en creencias de arraigo y duración más profundos47; entre los estudiosos de este ámbito con los que es posible identificarse, habría que citar sobre todo los numerosos trabajos de Martin Aurell48.

Es cierto que el tipo de estudios que nos interesa ha encontrado otras vías, sea la más genérica del imaginaire49, sea la forma de abordarlo del sociólogo Pierre Bourdieu o de la sociocrítica de Pierre Zima, sobre el que habremos de volver; desde el punto de vista historiográfico resultan también importantes los trabajos sobre legitimación y propaganda, de un ámbito más restringido50. En este período, algunos medievalistas españoles han abordado los problemas de mentalidad política medieval siguiendo a menudo la iniciativa de José Manuel Nieto Soria, que viene alumbrando publicaciones con este título desde 198851 y ha producido hasta hoy un programa de trabajos complejo y muy útil52. Citaré solo, por servirnos de introducción a la obra en que pretendo basarme, el estudio de Isabel Beceiro Pita53 sobre los bandos aristocráticos en la Castilla del siglo XV, ed. Rossana Castano, Fortunata Latella y Tania Sorrenti, Roma, Viella, 2007; en el ámbito español puede servir como puesta al día el volumen 17 de los Cuadernos del CEMYR, correspondiente al año 2009, donde avancé los datos contextuales imprescindibles para interpretar correctamente la obra que estudiaré a continuación., que los analiza no ya como la manifestación del egoísmo de casta, tópico interpretativo de la historiografía liberal española y también de la autoritaria, sino como la ejercitación de un corpus ideológico bien trabado y cimentado en el pensamiento político de la época. Resulta imprescindible detenerse en las propuestas de Ana Isabel Carrasco Manchado54, cuyo estudio sobre el funcionamiento de la ideología en la corte de los Reyes Católicos ha prestado una atención específica al problema de la conciencia ideológica coetánea, explícita y claramente expuesta por sus escritores55.

Estos precedentes56 constituyen un punto de partida útil al estudioso de la literatura que pretenda introducirse en tales temas, pero no resuelven ni de lejos todos los problemas; la obra literaria produjo en el lector (y aún produce en nosotros, aunque en otra escala) una identificación distinta de la que puede darse con los documentos o testimonios históricos o, en su momento, con los argumentos jurídicos, doctrinales o políticos al uso e incluso sus manifestaciones simbólicas. Este factor permite explicar la difusión e impacto de la ideología que representaba y a su vez hace que la literatura sea instrumento privilegiado para la interpretación de los medios de difusión perdidos u hoy descontextualizados (escudos de armas y emblemas, túmulos funerarios, inscripciones, banderas...) en que se basan los historiadores. Por otra parte, la complejidad conceptual de los instrumentos literarios de difusión ideológica, con la superposición de un nivel interpretativo inmediato de carácter denotativo y un nivel más complejo (el portador de la ideología) de carácter connotativo57 (a los que ha de sumarse la peculiar estructura significativa de la obra literaria58) permite una eficacia a largo plazo que difícilmente encontraríamos en otros medios de difusión de las ideas. Hoy ha perecido casi completamente la producción religiosa, tan importante en la Edad Media, y la literatura de este tipo (por ejemplo, la hagiografía) ha desaparecido del repertorio actual; sin embargo, resultan estéticamente vigentes obras de carácter más estrictamente literario como La Celestina o Tirant lo Blanc, no menos cargadas de ideología específicamente medieval (incluso de contenidos religiosos y morales privativos de su época), pero aún operativos, con otras claves hermenéuticas, sobre la conciencia del lector moderno. La obra literaria es un elemento fundamental en el análisis de las ideologías antiguas, pero su complejidad la vuelve de difícil manejo, especialmente para los historiadores.

En este punto resulta difícil escapar a una de las aporías más frecuentes de los estudios sociales: la incapacidad de emitir un juicio histórico que no esté basado en una ideología; el peligro es real, aunque no creo que resulte insuperable. Ya hace siglos que David Hume advertía de la dificultad inmensamente mayor de los estudios humanísticos respecto a las ciencias de la naturaleza, que derivaba, a su juicio, de la complejidad intrínseca de la materia; por otra parte, en la construcción de una ciencia social de la ideología se discutió largamente sobre aspectos hoy lejanos de nuestros planteamientos como si las ciencias exactas son, también ellas, ideologías, así como la rela ción entre ideología y religión59. Desde el punto de vista de la epistemología de la ciencia, como ha afirmado repetidamente Karl Popper, basta esforzarse en escribir de forma lo más simple, clara, objetiva y despersonalizada posible para acercarse lentamente a un objetivo que, en sí mismo, resulta difícilmente alcanzable; y si hay alguna constatación de la que no podemos dudar es precisamente que las ciencias experimentales, donde estos principios se han aplicado con mayor rigor y constancia, resultan el componente más fácilmente exportable de cuantos productos del trabajo intelectual ha dado la cultura occidental, por lo que quizá no resulte estéril seguir, hasta donde sea posible, su ejemplo en la creación de un método de trabajo y una forma de expresión lo más neutras posible. Intentaré hacerlo en el resto de esta exposición, si bien trataré de curarme algo en salud utilizando simultáneamente los trabajos teóricos procedentes de las distintas escuelas, cuyas conclusiones, una vez nos alejamos mínimamente de sus posiciones de principio, no resultan de hecho tan alejadas como podría parecer leyendo sus manifiestos.

Tratando de sintetizar las principales tendencias de los estudios actuales en su aproximación a las ideologías, Terry Eagleton fijaba seis posibles definiciones, de las que retendré algunas quizá adaptables a nuestro propósito. En primer lugar, «podemos entender por ideología el proceso material general de producción de ideas, creencias y valores en la vida social»60; ni que decir tiene que un concepto tan genérico tiene la ventaja de ser extrapolable a cualquier contexto histórico y cultural, incluso el medieval, pero podría incluir, in extremis, todos los ámbitos de la religión, la filosofía y amplios espacios de la ciencia en cuanto proporcionan explicaciones viables a los problemas vitales; coincide a menudo con el sentido que esta palabra recibía en los estudios clásicos de Georges Duby o Jean Flori. En este punto puede resultar útil uno de los planteamientos de Paul Ricoeur, para quien «todo puede llegar a ser ideológico: la ética, la religión, la filosofía»61; el proceso o procesos de producción de ideas, las religiones, las escuelas filosóficas (como el senequismo en nuestro caso) y de pensamiento no generan por sí mismos las ideologías, pero las pueden alimentar.

Nos aproxima más al objetivo de esta investigación la consideración de reducirlas a «las ideas y creencias (...) que simbolizan las condiciones y experiencias de vida de un grupo o clase concreto, socialmente significativo»62; este planteamiento se acerca aún a una cosmovisión, aunque quizá no tanto como Eagleton teme, pues las visiones del mundo suelen ser comunes a un sector más amplio que un «grupo o clase concreto». Aceptaré por tanto dos restricciones más: por la primera, «la ideología puede contemplarse como un campo discursivo en el que poderes sociales que se promueven a sí mismos entran en conflicto o chocan por cuestiones centrales para la reproducción del poder social», sin desestimar la posibilidad de que las «ideas y creencias» en cuestión «contribuyen a legitimar los intereses de un grupo o clase dominante»63: nos hallamos, en el último caso, ante lo que se viene llamando «visión crítica» de la ideología, defendida, por ejemplo, por John B. Thompson, que la concibe exclusivamente como un instrumento de dominación64.

Por otra parte, asentado ampliamente el consenso sobre la inserción de la ideología en el ámbito de las creencias, existe una tendencia muy marcada a denunciar tanto su irracionalidad como su escaso valor de verdad y no resulta menos negativa la insistencia en su uso para la manipulación de los grupos sociales. Resulta imposible negar estos aspectos, indudablemente presentes tanto en la naturaleza de la ideología como en su función; sin embargo, se vuelve imprescindible aceptar con Karl Mannheim que «empezamos a considerar las ideas de nuestro adversario como ideología solo cuando dejamos de considerarlas como mentiras descaradas y cuando percibimos en su total comportamiento una ausencia de fundamento que consideramos como función de la situación social en que se halla»65. El valor explicativo de nuestro concepto en las ciencias sociales ha de tener un lugar epistemológico distinto del que ocupa su manipulación por las fuerzas directivas de la sociedad en la gestión de la vida política, aun cuando este componente sea omnipresente en el uso real de todos los tiempos.

Conviene poner también de manifiesto otra de las finalidades de las ideologías: aglutinar a los grupos sociales que se adhieren a ellas, organizarlos y separarlos de los otros grupos66; creo que quien lo ha expresado con mayor nitidez es J. Baechler: «la première fonction de l’idéologie réside dans la nécessité de se reconnaître entre amis (...) et de désigner l’ennemi»67. Hay, por fin, una dimensión que, si bien puede observarse en los conflictos políticos, se vincula sobre todo a la subjetividad: la capacidad de interpretar el mundo y, cuando las cosas van mal, de hallar fuerzas en la adversidad y la lucha. Los antropólogos y algunos psicólogos y sociólogos han tendido a valorarlas como un aliviadero de las tensiones psicológicas y sociales que pueden ser interpretadas, encauzadas y canalizadas por un encuadre ideológico apropiado cuando las circunstancias resultan especialmente difíciles: «el pensamiento ideológico es (…) considerado como una (especie de) respuesta a [la] desesperación: “la ideología es una reacción estructurada a las tensiones estructuradas de un rol social”. La ideología proporciona ‘una salida simbólica’ a las agitaciones emocionales generadas por el desequilibrio social»68. Adherirse a una cosmovisión o a una ideología tiene por tanto implicaciones subjetivas que se incrementan en la medida en que los principios por los que se rige la gestión de la sociedad exceden lo que hoy entendemos como «política»; este factor resulta muy visible en el funcionamiento ideológico de los actuales países del tercer mundo, donde la lucha política no se ha emancipado en la misma medida de los factores religiosos y de las cosmovisiones tradicionales en la gestión social, y puede resultar muy rentable aplicado a la Edad Media.

Por último, conviene notar un aspecto que ni a los sociólogos ha pasado por alto en los últimos tiempos: la ideología se transmite de formas muy diversas, desde la solidaridad personal hasta el símbolo (banderas, escudos, himnos...), pero su instrumento más sofisticado es la palabra, desde la arenga o el manifiesto hasta la obra literaria; la atención a este aspecto es más reciente y los estudiosos que se han ocupado de él se basan por lo general en las formas recientes de comunicación y propaganda69. Muy al contrario, esta faceta se vuelve esencial para nosotros porque la controversia ideológica está en la raíz de gran parte de los movimientos literarios, aspecto este utilizado con particular intensidad en la configuración de la identidad colectiva cuando las literaturas se convirtieron en constructoras de nacionalidades70; dejando desgraciadamente de lado este aspecto, cuando el formalismo y el estructuralismo se impusieron en nuestro campo de estudio, la atención de las investigaciones se centró casi exclusivamente en sus elementos constructivos.

Es durante los años ochenta del siglo pasado cuando las investigaciones sobre la ideología se orientan hacia los aspectos textuales, incluso desde el campo de la sociología: hemos analizado las interpretaciones de J. B. Thomp son, pero la formulación más cercana a nuestro objetivo (y quizá también la más restrictiva en cuanto a su propuesta metodológica) la dio Pierre Zima al postular que «la sociologie du texte (...) devrait tenter de dépasser les limites du discours esthétique (philosophique) et de représenter les différents niveaux textuels comme des structures à la foi linguistiques et sociales»71. El autor, por una parte, ha aprovechado la lección de la lingüística y del estructuralismo literario, que orientaron nuestros estudios desde los años sesenta, integrándolos en una visión más empírica de la sociología de la literatura; pero al vincular el análisis sociológico hacia los «sociolectes» particulares de cada corriente ideológica ha invertido completamente los objetivos tradicionales de la disciplina: en el centro ya no están ni la estructura social ni los conflictos entre clases, sino las manifestaciones textuales de las ideologías que los vehiculan. Y el objeto de la investigación literaria ya no es la discusión ideológica ni la función ideológica de la literatura, sino sus modalidades expresivas particulares. Sin duda se trata de una propuesta metodológica interesantísima y muy innovadora, aunque al limitar la disciplina a un objetivo tan concreto quizá restrinja demasiado el alcance y el ámbito deseados para una sociología de la literatura.

A su lado resulta necesario reseñar la propuesta de Philippe Hamon, menos radical y menos innovadora, pero también más flexible; aprovecha las aportaciones del estructuralismo y de la semiótica, que articula con el análisis social, y concluye que «une idéologie peut alors être considérée comme une hiérarchie de niveaux de médiations (l’outil, le langage, le sens corporel, la loi, étant les opérateurs-mediateurs de ces niveaux) définissant des actants-sujets soit fixés dans des axiologies (échelles, listes et systèmes de valeurs), soit engagés dans des praxéologies (ensembles de moyens orientés vers des fins), et dotés d’une compétence évaluative variable)»72. A pesar de sus profundas diferencias, tanto Hamon como Zima nos ilustran perfectamente sobre la limitación fundamental de que adolece la sociología de la literatura en general y el estudio de las ideologías en particular: su vinculación a las etapas más recientes de la historia literaria europea.

La historia reciente de las ideologías occidentales desde la Revolución Francesa es nuestra propia historia: compartimos básicamente sus problemas, conocemos directamente sus actores y disponemos de cuidadísimos análisis de todas las posiciones ideológicas, de los factores que las condicionaron y de su interrelación, pero ¿qué sucedió durante la Edad Media? Ya no compartimos una parte muy significativa de sus valores (basta pensar en el papel entonces central de la religión o en la aceptación antaño universal de las jerarquías estamentales, aspectos hoy ampliamente rechazados), apenas disponemos de medios que permitan valorar suficientemente la reacción subjetiva de los lectores, no hemos evaluado adecuadamente la abundante información disponible sobre sus juicios relativos al valor ideológico de la literatura73 y no resulta fácil establecer las bases de una pragmática literaria, del impacto de la literatura sobre la sociedad coetánea. Los materiales que conservamos tienden a ser pobres o parciales y este tipo de análisis suele ser poco transitado por los estudiosos74.

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