OBRAS DE
Eduardo Galeano
publicadas por
Siglo XXI de España Editores S.A.

Las venas abiertas de América Latina

Vagamundo y otros relatos

La canción de nosotros

Nosotros decimos no
(Crónicas 1963-1988)

Ser como ellos y otros artículos

Memorias del fuego 1
Los nacimientos

Memorias del fuego 2
Las caras y las máscaras

Memorias del fuego 3
El siglo del viento

El libro de los abrazos

Las palabras andantes

El fútbol, a sol y sombra

Patas arriba. La escuela del mundo al revés

Bocas del tiempo

Espejos. Una historia casi universal

1. La ciudad

¿Nos contarás tu historia?
¿Nos hablarás al oído alguna vez?
¿Nos dirás: yo fui trazada
en el camino de una bala de cañón,
humillada por el viento, barrida,
salvada de las pestes
por el viento que sopla del sur?
¿Nos dirás: yo fui sangrada,
vaciada, quemada, traicionada?
¿Nos entregarás espadas para vengarte?
¿Espejos para multiplicarte?
¿Vino para celebrarte, voces para nombrarte?

Ciudad enmascarada que nos escondés el
rostro a nosotros tus hijos:
¿Bailan juntos en tus noches
los vivos y los muertos?
¿Salen juntos de cacería los vivos y los muertos?
¿Por qué tan larga nuestra vela de armas?
¿Con qué tinta se dibuja tu rostro? ¿Con qué sangre?
¿Mueren de estafa los hombres que mueren para que nuevamente nazcas?

Ningún dios nos ama, ningún dios nos escucha.
¿Adónde, a qué comarca o cielo ajeno
se nos llevaron el alma?
¿Qué pájaro la robó, qué gaviota?
¿Me dejarás saber que soy de acá, sentir que soy
de acá, nacido acá?
Ciudad mía, ciudad nunca:
¿Seré digno de hundir la cabeza entre tus pechos?
¿Mereceré beber tus jugos
amargos, poderosos?
¿Podré cantar tu canción boca arriba sobre la hierba?
¿Cantar con voz de ciego tu canción?

10. Andares de Ganapán

A ella le faltan nada más que aliento y voz para existir y caminar y aplastar a todos. King Kong se arrodilla a sus pies; con la frente pegada contra sus rodillas de yeso, musita una oración y un deseo y se persigna.

La diosa es una puta ampliada, una gigantesca muñeca de carnaval que se alza hasta lo alto de la bóveda y mete miedo y endereza destinos. Viste medias de seda calada y una falda breve abierta de un tajo; los pechos, pintados de rosado rabioso, sostienen valiosos collares de varias vueltas y la blusa ostenta prendedores de plata y oro y piedras preciosas que nadie osaría tocar. Aros brillantes le cuelgan de las orejas. La sonrisa es fosforescente, como los ojos.

King Kong se endereza de un salto. Recoge de la mesa los platos del postre, maniobrando con sus brazos cortos y dando codazos contra el aire; alza la bandeja en una mano y recorre, a paso de locomotora de juguete, el largo camino que conduce a la cocina. Cuando vuelve, Buscavida le susurra:

—Un pollo al vino blanco. Con arvejas. Y puré. Y morrones y hongos. Y un tomate. Y vino. Que sea tinto.

King Kong asiente, y con la mirada interroga a Ganapán. Ganapán elige:

—Corvina a las brasas.

Entonces King Kong trepa de un brinco a la cumbre del taburete, arroja hacia atrás la servilleta que le cuelga de un brazo y lanza una carcajada. Después, se sumerge en los estantes; reaparece con una botella y sirve tragos en copas barrigonas, para todos menos para la Perversa de París, que bebe una tacita de té, y para Buscavida y Ganapán, que se quedan sin nada. King Kong los contempla con un desdén histórico, mientras se acomoda en una silla con su propia copa en la mano. Sus pantalones a rayas se balancean a buena distancia del suelo.

La voz raspada de la Perversa de París quiebra el silencio como de misa.

—Así que se quejan por la cantidad de trabajo —dice—. Pero yo te pregunto, Caralisa. Al fin y al cabo, ¿quién las ha criado? ¿Quién se ha tomado el trabajo de alimentarlas y darles una cultura?

La Perversa, decapitada por las sombras, está sentada en la silla más alta. Sus grandes pechos brillan, todavía retozones, contra el escote ceñido: Ganapán se mira el hueco de la mano.

Con la uña del dedo meñique, Ganapán junta unas miguitas en el extremo de la mesa de madera labrada. Se las lleva a la boca en el preciso instante en que King Kong descarga sobre la mesa la montaña de papeles que le ocultaba la cara: King Kong lo mira, acusador.

Caralisa investiga los papeles, fumando en boquilla y acomodándose los lentes que le resbalan por el bultito que tiene de nariz. Los rasgos de Caralisa se diluyen en hinchazones de carne boba. Usa una lapicera de tinta roja para tildar los números y firmar con un arabesco al pie de cada suma. Cuando duda, se rasca la nuca con el capuchón de la lapicera.

La Perversa bebe un sorbito de té. Su voz se hamaca entre la sorpresa y la indignación:

—¿Quién se entiende con el gobierno cuando las meten presas? ¿Quién las cuida cuando están enfermas? ¿Quién les da de comer en la boca? ¿Quién tiene la paciencia de escuchar sus estúpidas historias? ¿Eh? Je demande.

Caralisa dice: "Hum, hum", y continúa con los lentes hundidos en las facturas y los estados de cuenta. Buscavida se revuelve, nervioso, en su silla. Detrás del mostrador, muy arriba, forma filas un ejército de botellas. Desde un costado de la bóveda del cielorraso, un vitral despide haces de colores. En su caída, las luces oblicuas atraviesan la atmósfera sombría y espesa de polvo, salpican las pilas de papeles acumulados sobre la mesa y trazan rombos púrpuras y violáceos, un disfraz de arlequín, sobre la espuma de encajes del vestido de la Perversa de París. El ambiente huele fuerte a comida y hay un sopor de buena digestión pesando en el aire.

El rostro de la Perversa, enmascarado de maquillaje, no sale de las sombras, que lo defienden; pero en lo oscuro titilan sus ojos de pupilas alertas. Golpea el suelo con el bastón:

—Las noches sin dormir, aquí sentada, controlando, ¿quién se las pasa? Y de día, ¿quién trabaja mientras ellas duermen? Que las cuentas, que las deudas, que los impuestos, que las coimas...

Cuando se refiere al establecimiento, la Perversa habla en plural, como la prensa:

—Hemos soportado la calumnia y la traición. Pero seguimos en la lucha. Toujours.

Caralisa se saca los anteojos, sopla los cristales, los baña de vapor; los frota con un pañuelo de seda. Aletean sus párpados sin pestañas y con el dedo señala el encabezamiento de uno de los formularios: "¿Lulú?", pregunta, frunciendo la piel entre sus cejas invisibles. Caralisa, ave nocturna, es de color ceniciento. Pero se nota que los rayos del sol no son sus únicos enemigos.

Ganapán, que esconde bajo la mesa sus zapatos sin medias, se pregunta qué mierda espera para irse. "¿A qué vinimos?", piensa. La estatua sagrada lo contempla desde lo alto, sombra descomunal de la sombra que envuelve a la Perversa, y él siente hambre y piensa que siente hambre. Buscavida dice para sí: "Hemos llegado en un mal momento. Es eso. El momento equivocado. Siempre llegamos tarde, nosotros". Nadie les presta la menor atención.

La Perversa habla con el mentón hacia adelante, para estirar la papada: "La casa detesta la promiscuidad", dice, y crij-craj-cruje la tafeta del vestido, adelanta una mano forrada en un guante de organza, despliega los dedos, los hace girar: "A todas las inicia el mismo ministro", explica, y los dedos retroceden, se enredan en un mechón de la peluca, un mechón que rueda sobre el hombro: "Se quedan porque quieren. No es obligación. Pero, ¿dónde van a encontrar un amor y un respeto? ¿Adónde les van a pagar doble las horas extras? ¡Ni en Europa! Mirá que yo conozco, soy viajada", mientras los dedos resbalan hacia el collar de perlas: "Al final una se cansa de ser pañuelo de lágrimas ajenas. ¿Nunca piensan que una puede tener también su propio drama? Y las descaradas se quejan, todavía", como gimiendo pero burlándose, como ofendida pero coqueteando, no ante Caralisa que de vez en cuando alza la mirada y asiente moviendo la cabeza, sino ante la especie masculina en general y quizás muy especialmente ante uno de los dos recién llegados a quienes simula ignorar: "Las cosas que hay que oír, de esas ingratas", dice, vigilando con las lejanas chispas de la mirada y hablando con las voces y los dedos. La Perversa tiene muchos dedos: es una araña de seda, pletórica de bultos luminosos que asoman y huyen a refugiarse en el trono de sombras. Ganapán no puede sacarle los ojos de encima. No lo intimida la otra dama milagrera que gobierna la casa, cubierta por los exvotos de las muchachas que han pagado promesas, y hasta podría alzar la mano y pellizcarle un pecho; pero lo deslumbra la Perversa en persona, de carne y hueso. Ganapán se pregunta. "¿Cuántos hombres habrá comido y vomitado?", y se pregunta: "¿Cuántas mujeres?"

A la derecha de la Perversa, el Príncipe Gitano, campeón en desgracia, persigue moscas con un ojo. La cabeza, hundida entre los hombros rocosos, muestra las señales de la paliza de anoche: un labio inflamado y colgante, un ojo en compota, una venda en cruz sobre el tajo de la ceja. Le había ido mal de entrada.

En los camarines se enloqueció buscando la estampita, y no la encontró: entró muy demorado a la luz blanca del ring y se enredó en las cuerdas y el público se puso de pie para silbarlo. La Perversa, que sabe hacer girar la manija de la máquina del tiempo hacia adelante y hacia atrás, se lo había anticipado: "El Diablo viene al galope montado en un toro y te aplastará y no podrás levantarte, querrás levantarte y no podrás". Ahora cualquiera advierte que es hombre terminado con sólo verlo echar la ceniza del cigarrillo en el rallador de zanahorias que las chicas habían dejado esta mañana, por descuido, sobre la mesa.

—Ahí no, bruto —dice o susurra la Perversa, y dulcemente le deriva la mano hacia el cenicero. La voz se dirige siempre a Caralisa:

—Hemos contratado al Príncipe Gitano para que nos proteja. La casa estaba necesitando una cosa así desde hacía tiempo. Hay gente que no entiende los buenos modales. Y ahora él es nuestro. Como perdió, nadie lo quiere. ¿No es verdad, amor?

Desliza sus dedos enguantados entre los negros rizos del campeón. Él esboza una sospecha de sonrisa y no dice nada. Ha comido bien, tiene la barriga llena, y eso es todo. Se levanta, con la intención de ir al baño, pero choca contra un muslo de la diosa de yeso; balbucea una disculpa; luego arremete derecho contra un guardarropas escondido tras las cortinas y se mete adentro. La Perversa alza una mano: el bastón de bambú suena seco contra el piso. King Kong se abalanza a rescatar al extraviado. Recupera al Príncipe Gitano, lo conduce y aguarda con el oído pegado a la puerta del baño. Todos escuchan un breve grito ronco: no es grave: el campeón se ha pellizcado el pito con el cierre relámpago de la bragueta del pantalón. King Kong se arma de paciencia. Por fin lo trae de vuelta, tironeándolo de las rodillas, y lo sienta en su lugar.

Ganapán, conmovido por los machucones del Príncipe, se le acerca y le habla bajito, le comenta: "Va a llover, ¿no le parece?" Pero el boxeador lo mira sin ver, los ojos cubiertos por una película opaca, y Ganapán siente la sangre agolpándose y haciéndole cosquillas en la cara: lo acosa la vaga sensación de que la Perversa de París lo tiene en observación y lo va a clavar con una aguja contra la pared. Buscavida ensaya, en vano, su cara más patética: el dolor de muelas ha vuelto al ataque y le impide estudiar, con la necesaria serenidad y claridad mental, un plan para sobornar a la Perversa. Él sabe que ella oculta un fajo de billetes calientes en el corpiño. El hambre de Ganapán bate alas contra el fondo vacío de su estómago. Ganapán cierra los ojos y una vaca asada flota envuelta en una nube. Ganapán se siente solo, sobrando, náufrago de ninguna nave: la vaca sale volando y él la baja a tiros. Ganapán abre los ojos. Piensa en sus hijos y en los víveres que tendría que llevarles. Doña Anunciación, ¿cómo se las estará arreglando? Doña Anunciación tiene una vaca lechera durmiendo al lado de la cama y un marido que peleó en las guerras civiles. El veterano pasa los días en una mecedora, delirando con batallas que se definen en una carga de lanceros entre dos luces. Ganapán no quiere pensar, piensa que no debe pensar, la Perversa le está leyendo los pensamientos: ella lo aturde cuando habla, y mucho más lo aturde cuando se queda callada, con su estrepitoso silencio de cariátide.

Buscavida enciende un cigarrillo, traga el humo, lo echa al aire en aritos sucesivos; dedica a Caralisa su mejor sonrisa y lo llama "Inspector". Caralisa lo mira sin parpadear, sus ojos fríos como diciendo: "Yo nunca te llevé preso. Nunca tuve ese placer", y continúa ocupado con sus cuentas. Buscavida se decide: requerirá los favores de la Perversa del modo más directo.

—Mi reina —solicita, el cuerpo echado hacia adelante, los codos sobre la mesa—. Yo... tengo un negocio, mi reina.

La Perversa continúa inaccesible en las alturas. Con los años, le creció la soberbia y se le borroneó la belleza morena que le había dado fama más allá de las fronteras del bajo. Ahora despide un perfume violento y vulgar. Un movimiento de hombros, un batir de pestañas: la Perversa se vuelve hacía King Kong, que bosteza con la enorme cabeza caída sobre los brazos en cruz:

—King Kong, amorcito —llama, y él se posa a sus pies de un salto—. ¿Qué me vas a regalar hoy? ¿Una bolsita con agua de Escocia? ¿Un frasco lleno de aire de Francia? Ay, King Kong. Me tenés abandonada.

—Un Rolls Royce Silver Shadow. Un Lincoln Continental amarillo limón —promete King Kong, abrazado a los tobillos de la Perversa. En uno de los tobillos, ella usa una cadenita de plata.

—¿Es verdad que fuiste preso por robar un solo zapato? —pregunta la Perversa, empujándolo con el pie.

King Kong cae de espaldas y se reincorpora al instante.

—¿Es verdad, mísero King Kong, que tenés sarna y otras enfermedades de perros? Le patea la trompa con el taco del zapato, King Kong emite un gemido, rueda por el piso, se acuesta de espaldas, como muerto, y de pronto da una vuelta de carnero hacia atrás, cae parado, hace una reverencia a su dueña y señora y le besa el peroné.

—¿Es verdad que has matado por amor? —En duelo criollo, Princesa.

—King Kong, desgraciado. Te arranqué de las cloacas. ¿De dónde vas a sacar plata para comprarme un beso? ¿Robarás? ¿Matarás?

—Heredaré, Princesa.

—¿Quién te lo dijo, King Kong? —Me lo dijo Dios.

—¿Dios? ¿Dios en persona?

La risa estremece el cuerpo vaporoso de encajes.

—Se me apareció hace tres días y me dijo: "Vas a ser feliz".

Estallan las carcajadas. "Ay, ay", dice la Perversa. "De tanto reírme, todavía me van a salir patas de gallo. Ay, es heroico. Es heroico..."

Queriendo no hacer ruido ni que lo note nadie, Ganapán se levanta para irse. Busca los ojos de la diosa de yeso, como pidiéndole permiso y perdón. Sigilosa pero firmemente, Buscavida se le prende del hombro: "No te pongás nervioso", le susurra al oído. "Está mimosa. La conozco bien.

Hay que ablandarla de a poco. Dejame a mí, dejame." En eso están, Ganapán queriendo discutirle, cuando oyen todos un vozarrón resonando desde la entrada.

—¡Quietos! ¡No se mueva nadie! ¡Esto es un asalto!

La sombra de un cuerpo se recorta a contraluz en el vano de la puerta, tras la cortina.

Los lentes de Caralisa caen al suelo con un golpe seco, mientras una pistola calibre 45 le brota de la mano. La punta del bastón de la Perversa se desliza a lo largo del brazo de la estatua y descuelga una bolsita de terciopelo. La Perversa agita la bolsa, haciendo resonar los huesitos de sus difuntos maridos. Glup: King Kong traga saliva. El Príncipe Gitano se eleva para entrar en acción. Ganapán se acaricia la cicatriz que le cruza la cara, no por miedo, por curiosidad. Una sonrisita vengadora tuerce el labio de Buscavida.

Cuando la cortina se abre y Hachabrava irrumpe en escena con un paso de danza, hay varios pulmones que se desinflan. La Perversa hace sentar al guardaespaldas con una leve presión sobre el hombro. Caralisa baja el caño de la pistola. La Perversa cloquea:

—Hacha, estás cada día más loca. Sos una vergüenza nacional, Hachita.

Se celebra el alivio con tragos para todos.

Esta vez también hay combustible para Buscavida y Ganapán. Se escucha el golpeteo de las piedras de hielo contra los cristales, Busca hace buches con el whisky escocés. Ganapán emprende una expedición al baño; husmea en la trastienda pero no encuentra nada que comer.

La alacena está cerrada con llave y la heladera con candado. En el baño, echa una ojeada al bidet, que le parece vulgar y silvestre. Según Buscavida, ha sido bendito por el arzobispo.

Hachabrava gira las caderas, alzándose los pantalones de pana negra con dos dedos. Canta: "¡Que se quema! ¡Ay, que se quema la cola de paja...!", zapateando como un cantaor de flamenco. A Caralisa le saca la lengua. Se inclina ante la inmensa muñeca, patrona de la casa, y luego emite un largo suspiro de adoración al besar la mano enguantada de la Perversa de París.

Buscavida mira al techo con los carrillos inflados de alcohol y cara de mártir. Hachabrava se le aproxima. Imita para él el canto de los pájaros, la algarabía de los pájaros en pleno vuelo, los pío-píos de la hembrita llamando al macho, las voces de los pájaros que pregonan sus nombres: chajá-chajá, desde arriba de las nubes, o a ras de tierra: teru-teru-teru, o iniciando el vuelo: ben-teveo, ben-te-veo, pero es inútil; Buscavida sólo tiene oídos para su inmenso, estrepitoso dolor de muelas. Hachabrava, conmovido, se hace un lugar en la misma silla.

—A ver ese hociquito —dice, y le hurga la muela con un algodón.

Una guitarra se mueve por detrás del mostrador; se ve nada más que el mástil, inclinado, desplazándose hacia un extremo. Cuando la guitarra sale del mostrador y tuerce el rumbo avanzando hacia la mesa, aparecen los dedos de King Kong abrazando la caja, y los zapatos asoman por abajo. King Kong pulsa las cuerdas y carraspea para aclararse la garganta.

Hace frío en la barriga de Ganapán, y el frío se le difunde por los brazos y las piernas.

Hachabrava cierra con dos dedos, muy suavemente, los labios de Buscavida. Separa la cabeza: admira el dibujo perfecto de esa boca de tenorio.

—¿Te alivia? —pregunta, arrojando el algodón a cualquier parte.

Buscavida comprueba que el dolor huye. Siente el muslo de Hachabrava pegado al suyo: intenta separarse y cae al suelo. Hachabrava se acaricia una bufanda gorda, color piel, que lleva enroscada al pescuezo. Jí jí, ríe. "No es bufanda", dice, y la risa resbala, y los dedos sucios de nicotina se deslizan a lo largo de esa especie de víbora:

—Favor por favor hay algo que usted no me puede negar, desalmado.

—Y bueno. Diga.

—Ahora te explico. ¿Quién te corre?

Buscavida encuentra otra silla. Suena un estampido, la mesa tiembla, saltan los vasos: el Príncipe Gitano se mira la palma de la mano derecha: ahí no hay ninguna mosca muerta, y en la mesa tampoco. Masculla una puteada y vuelve a hundirse en su silencio particular. Caralisa ha concluido la revisación de las sumas y ahora tendría que calcular los porcentajes, pero no recuerda la regla de tres y no tiene a quién preguntar. King Kong gira alrededor de la mesa con la guitarra como escudo. Se trepa a las rodillas del boxeador y desde allí, arrimándose al oído de la Perversa, hace vibrar las cuerdas y amorosamente gruñe:

Muchas veces me moría
pensando que no iba a verte.
Pero moría la muerte
cada vez que te veía.

La Perversa bate sus alas emplumadas, aplaude locamente. Después, se lleva la mano a la boca para atajar un provechito. Con un golpe de bastón, devuelve a King Kong al suelo y le da la espalda.

La cabeza de Ganapán, que recibe la luz de atrás, está envuelta en una aureola rojiza. Los ojos de la Perversa le lanzan destellos. Ésta es la mirada que hace bailar a las víboras. Ella dice:

—Usted anda con el paso cambiado, y se le nota. ¿De qué signo es? ¿Qué le han dicho los astros?

Ganapán tartamudea: "Nada, nada". King Kong arde de celos. La Perversa piensa: "Tiene algo. Es feo como pegarle a Dios, pero tiene misterio. Qué raro. Es pobre de nacimiento y de destino, pero tiene misterio. Será lo único que tiene. Misterio y pena y rien de rien".

Hachabrava cuenta a Buscavida: "Yo soy del barrio de los curtidores de cuero, ¿sabías?". Buscavida mira para otro lado; silba. El hombre extrae un sobre del bolsillo de adentro del saco. Extiende la carta a Buscavida y le ordena:

—Es una misiva de amor. Abrila y me la leés. Te regalo el placer de romper el sobre.

Apoya el respaldo contra la pared y se recuesta sobre la silla inclinada, con los dedos entrelazados en la nuca y el éxtasis brillando en la sonrisa. Buscavida vacila. Hachabrava dice, cerrando los ojos:

—No te concedería el privilegio si no hubiera perdido los lentes. ¡Cabecita de novia!

Hachabrava escucha el rasguido del papel.

Explica:

—Él me la envió por una paloma mensajera, el primer día que se hizo a la mar.

Buscavida lee: Muñeca mía... Siempre le gustó violar correspondencia íntima. Y esta violación es a pedido. Caralisa para la oreja. King Kong, todavía mudo de pánico, asoma la cabeza: trama una venganza. El boxeador pide una manzana; nadie se molesta. La Perversa se alza por encima de todos; se dirige a Ganapán, le habla de la vida y el tiempo y el destino como si ella misma fuera invulnerable al rastrillo de la vejez y a la guadaña de la muerte: de la nada brota un mazo de naipes y la Perversa los mezcla en el aire; los acuesta amorosamente encima de la mesa y luego los cubre con una mano mientras la otra va extrayendo las barajas, unas tras otra, con chasquidos de hojas de acero. La Perversa enciende un fósforo, lo apaga de un soplido: un hilo de humo danza fugazmente entre los encajes. Omnipotente, dicta sentencia a Ganapán:

—La sombra de la culpa lo acompaña a todas partes, le viene de sus antepasados, los esclavos. Ella le pisa los talones, se acuesta en su cama.

Ganapán mira hacia atrás, para ver si hay otro. No entiende de qué se trata. Siente que le flaquean las rodillas. Las figuras avanzan sobre la mesa.

Mientras tanto, Buscavida lee, con voz apenas audible, la carta del marinero para Hachabrava: Por pensar en vos ante la pálida luna por poco no me caigo a los abismos amargos del mar la otra noche me salvó el capitán en persona Dios se lo pague sin quitarle el mérito por más que te diré que es flor de sanguijuela y sucio además no se baña nunca por mucho uniforme blanco y almidón que se ponga y los aires que se da de gran señor se le nota lo ordinario qué querés que te diga. De no haberlo querido así el destino vos no estarías disfrutando al día de hoy la lectura de estas líneas y envuelta en lágrimas llorarías la agonía de aquellas horas que tanto te hacen gozar mimosa mía cochina tu amor es todo para mí.

Hachabrava escucha con la cabeza inclinada y sin impaciencia, balanceando una pierna.

El hombre usa medias de seda roja.

—Yo sabía que algo terrible iba a ocurrir —dice— y también sabía que se iba a salvar.

Se acaricia los cachetes, la piel tersa y lustrosa. Señala a la diosa de yeso: "Ella hizo el milagro", dice. "Ella lo salvó. Cualquier cosa que precises, pedile. Como no la conoce nadie, te hace caso. Tiene poca clientela y atiende bien."

Buscavida sostiene la carta con ambas manos y una voz desde adentro le dice: "Sos un gil", y la otra voz desde adentro le dice: "Dale que va. Seguí que te conviene. Hay algo importante que te espera". Cada vez que Caralisa se asoma, Buscavida pliega el papel y se calla. Luego continúa leyendo con murmullos: Por eso te pido que hagas este sacrificio para ver si por fin podemos tener nuestro nido propio y nunca más andar cual mariposa sin rumbo como si lo nuestro fuera vicio o vergüenza social perdonando la expresión. Te digo que no me hagas la crueldad de condenarme al desengaño y sin egoísmo te acuerdes de mí como yo me acuerdo te llevo en el corazón el tiempo todo dulce herida de amor que me hace sangrar y antes que andar con otra soy capaz de cortarme el instrumento vida mía.

—Ahí justo tiene un tatuaje —susurra Hachabrava al oído de Buscavida, que asiente, comprensivo, y continúa: Bien sabés que ya no puedo soportar esta existencia que llevo a bordo trabajo como bestia ni ebrio ni dormido prefiero morir si preso de esta esclavitud he de seguir viviendo por eso lo que te pido no es ruego es exigencia vos hacé lo que te digo y si te falta coraje piensa en mí que la vida entera te he dado como yo pienso en ti lamiendomé como bien sabes picarona y tus mordisquitos también si pudiérate expresar todo lo que siento a pesar del mar que nos separa.

—Lo adoro, lo adoro —dice Hachabrava.

La punta de la lengua, muy roja, asoma entre los labios y baila.

Atónito, Buscavida lee y relee, para sí, los párrafos siguientes. La intuición no le había fallado. Ahí están, con todo detalle, las instrucciones para un asalto fácil y jugoso. Es plata dulce. Una fortuna al alcance de la mano, pidiendo ser robada. Boquiabierto, Buscavida se restrega los párpados.

—¿Y? —inquiere Hachabrava—. ¿Qué más? —Zalamero, le pasa por el cuello la palma siempre húmeda de su mano:

—No te pongás así. Celoso. ¿Qué querés? Tengo clavada en el pecho esa flecha, mi querido.

Buscavida, inmóvil, ajeno a todo, recorre la carta hasta el final, varias veces, se la aprende de memoria en un santiamén. Este asalto es para él. Este dinero es para él. Caralisa arrima su silla y asoma la trompa. Buscavida se guarda la carta en el bolsillo.

—No te pongás malito —insiste Hachabrava—. Tenés un olor tan rico, si supieras. Tenés olor a jardín mojado. Andá, decime.

Buscavida recita: Te digo que no te hagás la sorda que si esto es escandaloso es más vergonzoso no saber amar.

—¿Qué más? ¿Qué más? —Después viene la firma.

Mientras tanto, Ganapán, que quiere comer un buen plato de tallarines con tuco, recibe consejos y magia.

—Escuche —le dice la Perversa—. A los naipes los baraja el Diablo.

Un pastel de carne. Eso querría Ganapán.

—Escuche. Lo de tocar fondo es mentira.

Parece que se ha tocado fondo, pero siempre se puede llegar más abajo. Escuche.

Un churrasco de lomo con papas fritas. Que sea jugoso. Eso querría.

La Perversa se enternece:

—Le pauvre Ganapán. Te caíste del Cielo y nunca se te fue el dolor del porrazo. Siempre vas a fracasar, por bueno. Vas viviendo y te vas yendo y así.

Ganapán mira hacia abajo, las barras negras tendidas en el suelo: no reconoce su propia sombra. So pretexto de levantar un pucho del suelo, King Kong le pega un pisotón y lo insulta entre dientes: "Muestra gratis de hombre", le dice, y le dice: "Desclasado", mientras se oculta velozmente bajo la mesa y elude una patada.

—King Kong, ¡al mostrador!

La Perversa extiende un brazo, el guante que le llega al codo:

—Una medida de menta hindú —ordena—.