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Siglo XXI / Colección Hitos

Andrew Roberts

La tormenta de la guerra

Historia de la Segunda Guerra Mundial

Traducción: Antonio Resines Rodríguez

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El 2 de agosto de 1944, poco después de la completa devastación del Grupo de Ejércitos Centro alemán a manos de los soviéticos, Winston Churchill hizo escarnio de Adolf Hitler en la Cámara de los Comunes a cuenta del rango que este había alcanzado durante la Primera Guerra Mundial: «Bien pudiera ser que el éxito de los rusos haya contado con cierta ayuda estratégica de Herr Hitler, del cabo Hitler –gruñó Chur­chill–. Hasta a los militarmente ignorantes les cuesta trabajo no ver defectos en algunas de sus acciones».

Si en su anterior libro, Masters and Commanders, Andrew Roberts analizaba la creación de la grand strategy de los aliados, La tormenta de la guerra desvela ahora cómo evolucionó la estrategia global del Eje. Tras examinar todos los frentes de la guerra, Roberts se pregunta si, con otra estrategia y con una proceso de toma de decisiones diferente, el Eje podría haber llegado a ganarla. ¿Tenían razón los generales alemanes que, tras la guerra, echaron la culpa de todo a Hitler, o simplemente emplearon como chivo expiatorio a quien, desde el más allá, no estaba en condiciones de defenderse a sí mismo?

En la investigación de esta historia, vívidamente contada, Roberts ha recorrido la mayoría de los campos de batalla clave, en Rusia, Francia, Italia, Alemania o en Extremo Oriente. El libro también emplea una serie de documentos inéditos hasta la fecha, tales como la carta del director de operaciones militares de Hitler que desvela qué esperaba el Führer cuando dio la orden de detener los Panzer a treinta kilómetros de Dun­querque. El libro está lleno de detalles esclarecedores que arrojan luz sobre las decisiones críticas adoptadas por los principales actores de ambos bandos, y presenta asimismo relatos que, de sus experiencias, trazaron infinidad de combatientes poco conocidos y que, en conjunto, dibujan un fresco de valor y sacrificio impresionantes, pero también de la vileza y de la crueldad terribles de una guerra que se prolongó durante 2.174 días y se cobró la vida de más de 50 millones de personas.

Andrew Roberts, historiador y periodista, es miembro de la Royal Society of Literature y de la Royal Society of Arts. Forma parte, asimismo, del Napoleonic Institute, y es socio honorario de la International Churchill Society.

Es autor, entre otros, de The Holy Fox: a Biography of Lord Halifax (1991), Salisbury: Victorian Titan (1999), Hitler and Churchill: Secrets of Leadership (2003), Waterloo. June 18, 1815: The Battle for Modern Europe (2005) y Masters and Commanders: The Military Geniuses who Led the West to Victory in WWII (2008).

[http://www.andrew-roberts.net]

Diseño de portada

RAG

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Nota editorial:

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Nota a la edición digital:

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Título original

The Storm of War. A New History of the Second World War

© Andrew Roberts, 2009

© Traducción de Antonio Resines Rodríguez, 2012

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2012

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1729-3

 

 

En memoria de Frank Johnson

(1943-2006)

Por mi parte, tengo confianza en que si todos cumplen con su deber, si nada se deja al azar y si se adoptan las mejores disposiciones, como se está haciendo, seremos de nuevo capaces de defender nuestra isla, nuestro hogar, de sobrellevar la tormenta de la guerra y sobrevivir a la amenaza de la tiranía, si fuese necesario durante años, si es necesario, solos.

Winston Churchill, Cámara de los Comunes, 4 de junio de 1940

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Abreviaturas

ALAB

Papeles del mariscal de campo lord Alan Brooke en el Liddell Hart Centre for Military Archives, King’s College, Londres.

BRGS

Papeles de Laurence Burgis en el Churchill Archives Centre, Churchill College, Cambridge.

Cunningham

Papeles del almirante lord Cunningham en la British Library.

Archivo de Ian Sayer

Colección privada del señor Ian Sayer.

KENN

Papeles del general de división sir John Kennedy, Liddell Hart Centre for Military Archives, King’s College, Londres.

LH

Papeles del capitán Basil Liddell Hart en el Liddell Hart Centre for Military Archives, King’s College, Londres.

MARS

Papeles de George C. Marshall en la George Marshall Foundation, Lexington, Virginia.

MHI

US Army Military History Institute, Carlisle, Pensilvania.

NA

British National Archives de Kew, en los que CAB corresponde a Cabinet Papers, FO a Foreign Office y PREM a primer ministro.

Portal

Papeles de sir Charles Portal en Christ Church, Oxford.

TLS

Times Literary Supplement.

Archivo de Wyllie

Papeles del difunto señor Bruce Wyllie, en manos privadas.

Prólogo

J. P. Taylor solía decir que escribir acerca de la historia era como los trucos de W. C. Fields: algo que parece fácil hasta que lo intentas. Para mí, escribir este libro ha resultado mucho más sencillo gracias al apoyo entusiasta de amigos y colegas.

El historiador Ian Sayer, que posee el mayor archivo privado británico de material –inédito hasta la fecha– sobre la Segunda Guerra Mundial, se ha mostrado tremendamente generoso con su tiempo, sus consejos y sus amplísimos conocimientos respecto a dicho periodo. Ha sido un enorme placer tratarlo durante la investigación para esta obra, que escribí al mismo tiempo que Masters and Commanders, dado que muchos de los protagonistas y fuentes se solapan.

No podría exagerar la importancia que han tenido mis visitas a los lugares y escenarios en los que se desarrollaron los momentos decisivos de la contienda. Así que querría dar las gracias a todos aquellos que hicieron más placentero mi recorrido por los siguientes emplazamientos: el cuartel general de la Wehrmacht en Zossen-Wunsdorf; la Línea Maginot; los anteriores Ministerios del Aire y de Propaganda de Göring y Goebbels, respectivamente; las instalaciones de la RAF en Uxbridge; la propiedad que Hitler regaló a Guderian en Polonia; los salones del Gabinete de Guerra; el submarino 534 conservado en Birkenhead; el bombardero Lancaster Just Jane en East Kirkby, Lincolnshire; el sitio ocupado por la Cancillería del Reich de Hitler en la Wilhelmstrasse de Berlín; el diorama de Sebastopol y los amarres en Crimea; la fábrica Siemens Dynamo en Berlín; la RAF de Coltishall; Colombey-les-Deux-Églises; el viejo edificio del Almirantazgo en Whitehall; la Maison Blairon en Charleville-Mézières; los antiguos refugios antiaéreos de Guernsey; el Bundesarchiv Lichterfelde en las afueras de Berlín; el Centro de Documentación Obersalzberg de Berch­tesgaden; el Wolfsschanze en Rastenburg; el Palacio Livadia de Yalta; y la dacha de Stalin en Sochi, Crimea.

Me gustaría manifestar mi especial agradecimiento a Oleg Germanovich Alexandrov de la magnífica Three Whales Tours [www.threewhales.ru] por hacerme de guía en el Museo de la Defensa de Moscú, el Kremlin, el Museo de las Fuerzas Aéreas de Moscú y el Museo de la Gran Guerra Patriótica; también a Svetlana Mishatkina por enseñarnos Volgogrado (antes Stalingrado), y en particular el almacén de grano, Mamayed Kurgan, las fábricas Octubre Rojo, la de tractores Barrikady y Dzerzhinsky; el Cruce 62, el cuartel general del mariscal de campo Paulus, el cementerio ruso-alemán y el Museo Panorámico; además de al teniente coronel Alexandr Anatolievich Kulikov, por acompañarme en la visita al Museo de Construcción de tanques en Kubinka, y al coronel Viacheslav Nikolaevich Budjony, por enseñarnos el museo del Club de Oficiales de Kursk y los campos de batalla de Jakovlevo y Projorovka.

Quiero agradecer al infatigable coronel Patrick Mercer el fascinante recorrido que me ofreció a través de los campos de batalla al sur de Roma, y en particular a las colinas Alban, el Museo del Desembarco Aliado de Nettuno, la antigua «Fábrica» (Aprilia), Campoleone, el cementerio de la cabeza de puente de la Commonwealth en Anzio, el cruce sobre el río Moletta –donde el vizconde De L’Isle ganó su Cruz Victoria–, el cauce «Boot» que sale de la Via Anziate, Monte Lungo, San Pietro Infine, los cruces del río Gari, Sant’ Angelo en Theodice, los cementerios de la Commonwealth, polaco y alemán de Cassino, el río Rapido, el Museo del Monasterio y el Museo de Historia de Monte Cassino. Tengo que dar las gracias a Ernesto Rosi, del American War Cemetery de Nettuno, por ayudarme a encontrar la tumba del hijastro del general George C. Marshall, el teniente Allen Tupper Brown.

Mi agradecimiento una vez más a Paul Woodadge, de Battlebus Tours [www.battlebus.fr], por haberme guiado por los campos de batalla de Omaha Beach, Beuzeville-au-Plain, La Fière, Utah Beach, Les Mézières, Sainte-Marie-du-Mont, Bréville, Angorille-au-Plains, Merville Battery, Strongpoint Hillman, Sword Beach, el puente Pegasus, Juno Beach, Sainte-Mère-Église, Lion-sur-Mer, Gold Beach y Crépon, así como por llevarme al Ryes Commonwealth War Cemetery en Bazenville y al American Cemetery en Colleville-sur-Mer, Normandía.

SPC Trent Creer de Fort Myer, Virginia, tuvo la amabilidad de acompañarme por el Pentágono y localizar la pluma que usaron Douglas MacArthur, el almirante Nimitz y la delegación japonesa a bordo del USS Missouri el 2 de septiembre de 1945 para firmar la rendición que puso fin a la guerra. Tengo que dar las gracias también a Magdalena Rzasa-Michalec por la visita de Susan y mía a Auschwitz-Birkenau, donde fue nuestra guía y demostró sus amplios conocimientos; y a David y Gail Webster por ofrecernos un recorrido por la residencia de De Gaulle en tiempo de guerra de Rodinghead, en Ashridge Park. También fue de gran ayuda Richard Zeitlin del Veteran’s Museum de Madison, Wisconsin.

El historiador Paddy Griffith tuvo la gran amabilidad de organizar un juego de guerra de Barbarroja, que duró casi tanto como la operación en sí, y cuyas lecciones han contribuido mucho a documentar mis puntos de vista, que expongo en los Capítulos V y X. Por dedicarme tanto tiempo, estoy muy agradecido a Ned Zuparko (que hacía de Hitler); Max Michael (Brauchitsch); Simon Bracegirdle (Stalin); Tim Cockitt (Zhukov). Gracias, además, a Martin James, al general John Drewienkiewicz y el coronel John Hughes-Wilson por sus opiniones e ideas.

Estoy en deuda con la difunta señora Joan Bright Astley; con Allan Mallinson; con la señora Elizabeth Ward; Bernard Besserglik; Ion Trewin; el difunto profesor R. V. Jones; St. John Brown; John Hughes-Wilson, de RUSI (Royal United Services Institut); el gremio de guías de campos de batalla; Hubert Picarda; el coronel Carlo d’Este; el profesor Donald Cameron Watt; el mayor Jim Turner; Rory Macleod; Miriam Owen; el Chief Marshal del Aire sir Jock Stirrup; Daniel Johnson; y Robert Mages, Richard Sommers y David Keough del Military History Institute de Estados Unidos, en Carlisle, Pensilvania.

Una serie de amigos han leído varios capítulos, y en algunos casos el libro entero, para darme su opinión, incluidos Johnnie Odgen, Conrad Black, mi padre Simon Roberts, Oleg Alexandrov, John Curtis, Anthony Selwyn, Ian Sayer, Hugh Lunghi, Eric Petersen, Paul Courtenay y David Denman. Aunque los errores que puedan haber sobrevivido son exclusivamente míos, quiero transmitirles mi mayor gratitud, así como a los lectores de pruebas de Penguin, auténticos genios como Stephen Ryan y Michael Page.

Sin la extraordinaria y amable profesionalidad de mi editor, Stuart Proffitt, mi agente Georgina Capel y el corrector de estilo Peter James, este libro jamás habría visto la luz.

Me gustaría agradecerle a mi esposa Susan su compañía en muchos de los lugares que aparecen en esta obra, incluyendo el de la ejecución de Mussolini en la aldea de Giulino di Mezzegra (al día siguiente de que nos comprometiéramos), Auschwitz-Birkenau, el campo de concentración de Kachanaburi sobre el río Kwai, los campos de batalla de Kursk y Stalingrado y otros escenarios de lucha en Budapest, Viena, El Cairo, Libia y Marruecos.

Este libro está dedicado a Frank Johnson, en memoria de nuestros largos paseos en los que discutíamos las cuestionas planteadas por la guerra, y en especial de nuestra visita a Wolfsschanze, el cuartel general de Hitler en Polonia. Siempre lamentaré que no llegáramos a realizar juntos el viaje a la tumba de Charles De Gaulle en Colombey-les-Deux-Églises. Todos los que lo conocimos y quisimos lo echamos enormemente de menos.

El uso por mi parte de medidas métricas o imperiales depende, por lo general, de mis fuentes: nadie, por ejemplo, necesita traducir a pulgadas calibres alemanes muy conocidos medidos en milímetros. Allí donde cito literalmente las notas escritas en reuniones del Gabinete de Guerra por Lawrence Burgis, secretario del Gabinete, he ampliado su forma abreviada original en aras de hacerlas más legibles.

Andrew Roberts

Abril de 2009

www.andrew-roberts.net

Introducción

El pacto

El martes 12 de abril de 1934, el general Werner von Blomberg, Reichswehrminister (ministro de Defensa) de Alemania y por tanto responsable político de la fuerzas armadas alemanas, se reunió con el canciller Adolf Hitler a bordo del Deutschland, un buque de guerra de 11.700 toneladas. Llegaron a un pacto secreto, por el que el Ejército ayudaría al líder nazi a hacerse con la presidencia de Alemania a la muerte de Paul von Hindenburg a condición de que la Reichswehr conservara pleno control sobre todos los asuntos de orden militar. El jefe de la Sturmabteilung (las SA, o camisas pardas), Ernst Röhm, impulsaba la creación de un nuevo ministerio que abarcara a todas las fuerzas armadas alemanas con él mismo a su cabeza, lo que no auguraba nada bueno ni para Blomberg ni, en última instancia, posiblemente para Hitler. Como muestra de su disposición a poner en marcha de inmediato el pacto del Deutschland, el 1 de mayo Blomberg ordenó la incorporación de la esvástica a los uniformes de las fuerzas armadas.

El 21 de junio, mientras Röhm presionaba cada vez con mayor fuerza a favor de su proyecto, Blomberg avisó a Hitler de que a menos que se tomaran medidas para garantizar la paz interna, Hindenburg instauraría la ley marcial, lo que dejaría al canciller a un lado y debilitado. Hitler comprendió la indirecta. Nueve días después, su cuerpo personal de seguridad, Schutzstaffel (las SS) procedió con repentina ferocidad contra Röhm en lo que llegó a llamarse la purga sangrienta o la Noche de los Cuchillos Largos, una serie de secuestros y asesinatos sumarios que dejó una estela de 200 muertos. El Ejército no solo no intervino durante la purga, sino que al día siguiente de esta, el 1 de julio, Blomberg redactó una nota en la que alababa «la decisión propia de soldados del Führer y su ejemplar valentía» al liquidar a los «amotinados y traidores» de las SA.

Un mes más tarde, el jueves 2 de agosto de 1934, moría Hindenburg. Con pleno apoyo del Ejército, Hitler asumió la presidencia y con ella el mando supremo sobre las fuerzas armadas según una ley acordada por el Gabinete cuando Hindenburg aún vivía[1]. Blomberg ordenó que se procediera a un nuevo juramento, dirigido a Hitler en vez de a la presidencia o el Estado. La nada ambigua redacción rezaba: «Pronuncio por Dios este sagrado juramento, que rendirá obediencia incondicional a Adolf Hitler, Führer del Reich y del Volk, comandante supremo de las fuerzas armadas de Alemania, y como valeroso soldado me declaro dispuesto a arriesgar mi vida por este juramento». En el funeral de Hindenburg, el 7 de agosto, Blomberg sugirió al nuevo presidente que todos los soldados se dirigieran a él en adelante llamándolo Mein Führer, propuesta que fue graciosamente aceptada.

Hitler había alcanzado el poder supremo, pero solo gracias a la tolerancia del Ejército alemán. Dos días después del funeral de Hindenburg, el jueves 9 de agosto de 1934, Blomberg escribió a Hitler una escueta carta de una sola frase (hasta el momento nunca publicada), que decía «Mein Führer! Ich bitte an die in Aussicht gestellte Verfügung an die Wehrmacht erinnern zu dürfen. Blomberg» (Mi líder, querría recordarle su compromiso con la Wehrmacht. Blomberg)[2]. El tono, un tanto perentorio, recordaba a Hitler su parte del acuerdo en el pacto del Deutschland, un compromiso sin el que no habría podido obtener la supremacía militar que habría de permitirle, cinco años más adelante, sumir al mundo en la guerra más catastrófica jamás conocida por la humanidad. Blomberg estaba en posición de insistir en un pleno cumplimiento del pacto, ya que como escribió sir John Whee­ler-Bennett, historiador británico del Alto Mando alemán:

Hasta agosto de 1934, el Ejército hubiera podido derribar el régimen nazi con un mero asentimiento de sus comandantes, ya que no debían alianza alguna al canciller. Sin embargo, al aceptar la sucesión de Hitler, los generales habían añadido un nuevo grillete, quizá el más férreo de todos, a los vínculos psicológicos que los encadenaban, cada vez más irremediablemente, a un régimen que habían previsto explotar y dominar[3].

Una semana después de recibir la carta de Blomberg, Hitler publicó el texto completo de las últimas voluntades y testamento de Hindenburg en el periódico del Partido Nazi, el Völkischer Beobachter. El documento hacía hincapié en que en el Tercer Reich alemán:

El guardián del Estado, la Reichswehr, ha de ser un símbolo de esta superestructura y un firme apoyo de la misma. Sobre la Reichs-wehr, como firme basamento, han de reposar las viejas virtudes prusianas de sencillez, camaradería y el afán de cumplir por uno mismo sus obligaciones […] Siempre y en todo momento, la Reichswehr será el patrón de conducta del Estado, de modo que, al no verse influenciado por posibles acontecimientos políticos internos, pueda mantener su elevada misión de defender la patria […] El mariscal de campo de la Guerra Mundial y su comandante jefe dan las gracias a todos los hombres que han contribuido a la construcción y organización de la Reichswehr[4].

El día siguiente, 19 de agosto, el pueblo alemán votó en un plebiscito sobre si Hitler debía o no ostentar los cargos combinados de presidente y canciller del Reich. Votaron afirmativamente más de treinta y ocho millones de personas, es decir, el 89,9 por 100 de los electores.

El 20 de agosto, Hitler siguió pagando la deuda contraída en el Deutschland al escribir a Blomberg y confirmarle que, a todos los efectos, el pacto seguía vigente. Agradecía al general su juramento de lealtad y añadía: «Siempre consideraré mi más elevado deber interceder a favor de la existencia e inviolabilidad de la Wehrmacht, en cumplimiento del testamento del difunto mariscal de campo y de acuerdo con mi propia voluntad, y asentar firmemente al Ejército como único portador de armas de la nación».

Nada consolidó más la estatura del Führer ante sus generales que la serie de golpes político-diplomáticos que asestó en torno a las fronteras de Alemania entre marzo de 1936 y agosto de 1939, y que convirtieron a la potencia humillada por el Pacto de Versalles –bajo el que había perdido el 13,5 por 100 de su territorio– en el potencialmente glorioso Tercer Reich. Las habituales declaraciones de Hitler respecto a sus intenciones pacíficas habían conseguido reducir las sospechas en el exterior, pero los comandantes veteranos de la Wehrmacht, la Kriegsmarine y la Luftwaffe, a los que ordenaba al mismo tiempo que se prepararan para un cercano conflicto generalizado en Europa, las consideraban, con total acierto, absolutamente falsas. «Por voluntad propia, Alemania jamás romperá la paz», le dijo, por ejemplo, al periodista G. Ward Price del londinense Daily Mail en febrero de 1935. No obstante, pocos días después decidió que la Wehrmacht había de crecer de 21 a 36 divisiones lo antes posible. Su intención era contar con un ejército de 63 divisiones –casi del mismo tamaño que el de 1914– antes del año 1959[5].

El ritmo de la agresión hitleriana fue creciendo exponencialmente en la segunda mitad de la década de 1930, al ir ganando confianza el dictador y ausentarse los generales de la toma de decisiones políticas. El anuncio oficial por parte de Hermann Göring de la existencia de la Luftwaffe se produjo en marzo de 1935, el mismo mes en el que Alemania rechazó públicamente las cláusulas de desarme del Tratado de Versalles, cláusulas que se habían venido ignorando en secreto desde el ascenso de Hitler al poder. Ese mismo septiembre, las leyes de Núremberg situaban a todos los efectos fuera de la ley a los judíos alemanes y convertían la esvástica en la bandera oficial de Alemania.

El 7 de marzo de 1936, Hitler violó en toda su extensión el Tratado de Versalles al enviar tropas a la región industrial de Renania, que de acuerdo con el artículo 180 quedaba específicamente designada como zona desmilitarizada. El ejército alemán tenía orden de regresar a sus bases si se encontraba con la oposición de las fuerzas francesas y británicas estacionadas en las inmediaciones. Semejante revés, sin duda, le hubiera costado a Hitler su puesto de canciller, pero las potencias occidentales, culpabilizadas por haber impuesto lo que se describió como una «paz cartaginesa» a Alemania en 1919, permitieron a los alemanes penetrar en Renania. Como afirmó el influyente político liberal y director de periódicos, marqués de Lothian, que había sido canciller del ducado de Lancaster durante el gobierno nacional de Ramsay MacDonald, «tan solo van al patio trasero». Cuando en marzo de 1936 Hitler aseguró a las potencias occidentales que Alemania solo deseaba la paz, Arthur Greenwood, el segundo del partido laborista, dijo ante la Cámara de los Comunes: «Después de todo, Herr Hitler ha realizado una declaración […] tendiendo la rama de olivo […] que debiera tomarse por lo que vale […] Ocioso es decir que tales declaraciones no han sido sinceras». Ese año, Alemania adoptó el servicio militar obligatorio de dos años.

En 1936 se produjo una intervención activa alemana en la Guerra Civil Española, a la que Hitler envió la Legión Cóndor, una unidad compuesta por más de 12.000 «voluntarios», así como aviones de guerra de la Luftwaffe, en apoyo de su colega fascista el general Francisco Franco. Las fuerzas que mandó la Italia fascista de Benito Mussolini acabarían sumando 75.000 soldados. Fue en España donde la Legión perfeccionó la técnica de bombardeo de saturación, dejando caer más de mil toneladas de bombas y disparando más de cuatro millones de proyectiles de ametralladora. Gran Bretaña y Francia celebraron una conferencia en Londres, a la que asistieron 26 países, en la que se designó un comité para supervisar la política de no intervención en los asuntos de España. Tanto Alemania como Italia ocuparon sendos asientos en ella, que conservaron hasta junio de 1937, cuando se hizo imposible seguir adelante con la farsa.

En noviembre de 1936 se produjo la firma del pacto anti-Comintern entre Alemania, Japón y, posteriormente, Italia, así como la creación de lo que llegó a conocerse como el Eje. La mise-en-scène de la Segunda Guerra Mundial estaba casi a punto, salvo por un giro excepcional que aún estaba por llegar.

De momento, Hitler dio rienda suelta a su política de ruido de sables con sus vecinos, en especial contra los que tenían numerosa población alemana en las fronteras del Reich. El hecho de que se trataba de parte de un plan general más amplio –que habría de avanzar a medida que se presentaran las condiciones necesarias– quedó demostrado de modo concluyente en una reunión convocada en la Cancillería a las 16:15 del viernes 5 de noviembre de 1937. Duró casi cuatro horas y su objetivo era que los altos cargos y militares del Reich no tuvieran la menor duda de hacia dónde se encaminaban sus planes. Ante Blomberg (que había recibido el primer nombramiento de mariscal de campo del Tercer Reich en 1936); el general Werner von Fritsch, comandante jefe de la Wehrmacht; el almirante Erich Raeder, comandante jefe de la Marina alemana; Göring, comandante jefe de la Luftwaffe; el ministro de Asuntos Exteriores, el barón Konstantin von Neurath; y su ayudante el coronel Friedrich Hossbach, encargado de tomar meticulosa nota de todo lo dicho, el Führer empezó declarando que el propósito de la reunión no podía formularse en presencia del Gabinete del Reich «precisamente por la importancia de la cuestión»[6].

A continuación, expuso el modo en que las historias de los Imperios romano y británico «habían demostrado que la expansión solamente podía lograrse destruyendo la resistencia y asumiendo riesgos». Habría que correr dichos riesgos –que para él significaban guerras cortas contra Gran Bretaña y Francia– antes del periodo 1943-1945, que consideraba «el punto de inflexión del régimen». A partir de ese momento, «el mundo estaría a la espera de nuestro ataque e incrementando sus contramedidas año tras año. Será mientras el mundo esté aún preparando sus defensas cuando nos veamos obligados a emprender la ofensiva». Con anterioridad, a fin de proteger los flancos de Alemania, Hitler pretendía «derribar Checoslovaquia y Austria» simultáneamente con «la velocidad de un relámpago» en una Angriffskrieg (guerra ofensiva). Estaba convencido de que los británicos y franceses habían «descartado ya tácitamente a los checos», y de que «sin el apoyo británico, no cabía esperar una acción ofensiva de Francia contra Alemania»[7]. Tras la rápida destrucción tanto de Austria como de Checoslovaquia, y después de Gran Bretaña y Francia, se concentraría en la creación de un vasto imperio colonial en Europa.

La aparente inmediatez de estos planes alarmó profundamente a Blomberg y Fritsch. Fritsch se ofreció incluso a posponer sus vacaciones, que comenzarían el miércoles siguiente, y ambos «insistieron repetidamente en la necesidad de que ni Francia ni Gran Bretaña se conviertan en nuestros enemigos». Conjuntamente, quizá Blomberg y Fritsch hubieran podido impedir que Hitler llevara a término la parte final de los planes Hossbach. Pero el 27 de enero de 1938 Blomberg fue forzado a dimitir de su puesto cuando se averiguó que su nueva esposa, Margarethe Gruhn, que era 35 años más joven que él, había posado en 1931 para unas fotos pornográficas tomadas por un judío checo con el que cohabitaba, y que también había formado parte de un registro de conocidas prostitutas de la policía de Berlín. Para empeorar todavía más las cosas, Hitler y Hermann Göring habían sido testigos de la boda, el 12 de enero, en el Ministerio de la Guerra. En el plazo de una semana, Fritsch se vio obligado a dimitir ante la sospecha de que estaba siendo chantajeado por un joven llamado Otto Schmidt, acusación de la que era inocente y de la que fue posteriormente exculpado con motivo de un error de identificación[8]. Es probable que todo fuera un montaje de Heinrich Himmler, líder de las SS, pero cualquier gesto colectivo contrario a su expulsión fue atajado por el general Wilhelm Keitel, un devoto seguidor de Hitler[9].

Aunque Hitler no había buscado estos resultados, se apresuró a explotar una situación potencialmente embarazosa para ampliar su control personal sobre las fuerzas armadas. En lugar de nombrar un sucesor al cargo de Blomberg, se apropió a todos los efectos del papel de ministro de la Guerra y designó a Keitel como asesor personal, por su devoción de acólito y su falta manifiesta de personalidad e intelecto. «A partir de entonces, Hitler daba las órdenes directamente al Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea», explicó Keitel en los juicios de Núremberg tras la guerra. «Nadie emitía órdenes independientemente de Hitler. Por supuesto, yo las firmaba […] pero tenían su origen en Hitler. Era voluntad y deseo de Hitler que todo el poder y el mando residieran en él. Era algo que no había podido hacer con Blomberg»[10].

Al reemplazar de facto, si no de iure, a Blomberg y Fritsch por sí mismo y por Keitel, Hitler consolidó finalmente su control sobre las fuerzas armadas alemanas. En un par de días llevó a cabo una reorganización masiva de los altos escalafones de la maquinaria militar: 12 generales (sin incluir a Blomberg y Fritsch) fueron despedidos y no menos de 50 destinos diferentes barajados de nuevo[11]. El camino quedaba despejado para que Hitler se asegurara el completo dominio de las fuerzas armadas. A lo largo de los años siguientes, se fue implicando progresivamente en todos los aspectos de la toma de decisiones estratégicas, tanto a través de Keitel como de su no menos sumiso delegado, el coronel –posteriormente general de división– Alfred Jodl. El Alto Mando alemán –soberbio, a menudo prusiano, en buena parte aristocrático y tan resentido por las humillaciones de 1918-1919 como cualquier otro en el Reich– permitió que su papel tradicional de diseñar grandes estrategias fuera usurpado por un hombre al que muchos de ellos admiraban, pero cuyo talento como estratega militar era desconocido para todos ellos. Y todo a causa de una antigua prostituta y un mendaz chapero berlinés.

Tal como salieron las cosas, no hubo que luchar contra Austria para incorporarla al Reich. El 11 de marzo de 1938, las tropas alemanas penetraron en el país y se toparon con un auténtico entusiasmo popular, lo que permitió a Hitler proclamar la Anschluss (unión política) dos días más tarde, antes de ser conducido triunfalmente a través de las calles de Viena. Aunque el Tratado de Versalles prohibía expresamente la unión de los dos países, Hitler presentó un fait accompli ante Occidente. Los únicos disparos realizados durante la Anschluss procedieron de los muchos judíos que se suicidaron al cruzar la frontera la Wehrmacht.

La siguiente crisis –la de los Sudetes germanohablantes de Checoslovaquia entregados a Praga en Versalles– fue resuelta por Hitler con no menos habilidad que la que había mostrado en las anteriores. Los alemanes de los Sudetes llevaban tiempo agitando a favor de su unión con Alemania mediante manifestaciones cuidadosamente orquestadas que, ocasionalmente, como en octubre de 1937, habían derivado en violencia. En noviembre, los nazis de los Sudetes presentes en el Parlamento checo habían abandonado este después de la prohibición de los mítines políticos. Hitler atizó la crisis con habilidad durante todo 1938, movilizando a la Wehrmacht el 12 de agosto y exigiendo la anexión de los Sudetes el mes siguiente. Como había hecho antes, declaró que sería su última incorporación de territorio en Europa.

El 15 de septiembre el primer ministro británico Neville Chamberlain voló al refugio alpino de Hitler en Berchtesgaden para intentar negociar una solución a la crisis. A su regreso, le escribió a su hermana Ida: «En pocas palabras, había entablado cierta confianza, lo que era mi objetivo, y a pesar de la dureza y la falta de escrúpulos que creí apreciar en su rostro, me dio la impresión de que estaba ante un hombre en cuya palabra, una vez dada, se podía confiar»[12]. Fue precisa una segunda reunión con Hitler, una semana más tarde en Bad Godesberg, para que Chamberlain lograra establecer términos específicos que Gran Bretaña y Francia pudieran esgrimir ante los checos para convencerlos de que los aceptaran. En su informe al Gabinete a la vuelta de Godesberg, Chamberlain dijo que creía que Hitler «no engañaría deliberadamente a un hombre al que respetaba y con el que había negociado»[13].

Se hizo necesario un tercer encuentro, en Múnich, a finales de septiembre, para que alemanes, italianos, británicos y franceses llegaran a un acuerdo sobre la extensión geográfica y el calendario de la absorción de los Sudetes por el Reich. En su defensa del acuerdo de Múnich frente a la Cámara de los Comunes, el 3 de octubre, Chamberlain dijo: «Es mi esperanza, y mi convicción, que bajo el nuevo sistema de garantías la nueva Checoslovaquia gozará de mayor seguridad que la que ha conocido en el pasado»[14]. Por gigantesca que fuera la ingenuidad de semejante afirmación, podemos al menos tener la seguridad de que Chamberlain se la creía.

Durante el periodo de Múnich, el Gobierno británico recibió diversas insinuaciones de generales alemanes antinazis de que derribarían a Hitler si las potencias occidentales rechazaban su palabrería sobre los Sudetes. Pero estas promesas no eran dignas de confianza, entre otras cosas, y no la menos importante, porque no provenían de la clase de los oficiales en su conjunto. Las razones por las que los generales alemanes no llegaron a derrocar a su Führer, incluso cuando la guerra estuvo claramente perdida, son múltiples. Incluyen el hecho vital de que no podían contar inequívocamente con la lealtad de sus propios hombres contra Hitler, permanecían aislados de los asuntos públicos, se sentían atados por el juramento de obediencia que habían prestado al Führer, representaban un orden conservador que carecía de atractivos para la juventud alemana, y les fue imposible anteponer, como grupo, su deber para con Alemania a sus intereses y ambiciones personales[15]. Representaban un brote demasiado débil como para que Chamberlain (y posteriormente Churchill) basara la política exterior británica en ellos.

Un mes después de Múnich, el 2 de noviembre de 1938, Hitler y Mussolini apoyaron la anexión del sur de Eslovaquia por Hungría, que se produjo repentinamente y sin consulta alguna a Gran Bretaña o Francia. Esto obligó a Chamberlain a declarar ante la Cámara de los Comunes: «Nunca garantizamos las fronteras tal y como existían. Lo que hicimos, algo muy distinto, fue garantizar que no se produjera una agresión no provocada». Una semana más tarde, los nazis desencadenaron el pogromo de seis días contra los judíos alemanes conocido por la historia como la Kristallnacht, dejando pocas dudas sobre la vileza del régimen de Hitler.

El 15 de marzo de 1939, las tropas alemanas ocuparon el patio trasero checoslovaco, formado por Bohemia y Moravia, arrastrando a no alemanes al Reich por primera vez. Hitler, triunfante de nuevo, recorrió una hostil Praga. Al ministerio de Chamberlain se le acabaron las explicaciones y las excusas, sobre todo cuando, más entrado el mes, Hitler denunció el pacto de no agresión que había firmado con Polonia cinco años atrás.

El 1 de abril, Gran Bretaña y Francia prometieron a Polonia que, si era invadida, entrarían en guerra contra Alemania. Pretendía ser un toque de atención para disuadir a Hitler de futuras aventuras. Quince días después se formularon promesas semejantes a Rumanía y Grecia. El 27 de abril, Gran Bretaña introdujo la recluta obligatoria para los hombres de veinte y veintiún años, el mismo día que Hitler denunciaba el acuerdo naval anglo-alemán, que establecía límites de tamaño a las flotas de ambos países. El mes siguiente, Mussolini y Hitler firmaron una alianza por diez años, conocida como el «pacto de acero».

En agosto de 1939, el ministro de Coordinación de la Defensa, sir Thomas Inskip, reconfortaba al público británico: «La guerra no solo no es inevitable, sino que es improbable». No había contado con que Hitler perpetrara el mayor golpe hasta entonces de su carrera. Mientras que los generales alemanes insistían en que Polonia no sería invadida a menos que se hubiera asegurado antes la neutralidad de Rusia, Hitler realizó el volte-face político más asombroso del siglo xx[16]. En abierta violación de lo que siempre había sostenido sobre su odio al bolchevismo, envió a Moscú a su nuevo ministro de Exteriores, Joachim von Ribbentrop, para que iniciara negociaciones con el nuevo ministro de Exteriores de Josef Stalin, Viacheslav Molotov. Entre el imperativo para Stalin de favorecer una guerra entre Alemania y Occidente, y el imperativo equivalente de Hitler de librar la guerra en un solo frente en vez de en dos (como en la Gran Guerra), sus respectivas ideologías comunista y fascista perdieron importancia. En las primeras horas del 24 de agosto de 1939 se firmó un extenso pacto nazi-soviético de no agresión. «All the isms have become wasms»[17], bromeó un oficial británico.

Hasta ese momento, el trato de Hitler con el presidente austriaco, Kurt von Schuschnigg, el presidente checoslovaco, Emil Hácha, y los líderes británicos y franceses se había caracterizado por su chulería, sus abusos y su constante aumento de la presión. Los afectados habían respondido con una mezcla de ingenuidad, aplacamiento y debilitada resignación. Por el contrario, Hitler se mostraba atento y respetuoso con sus enemigos de toda la vida, los bolcheviques, aunque, por supuesto, no por ello menos engañoso. Ya les llegaría la hora.

Una vez firmado el pacto Molotov-Ribbentrop, Hitler no perdió el tiempo. Una semana después, al atardecer del jueves 31 de agosto de 1939, un interno de un campo de concentración alemán fue conducido por la Gestapo a una emisora de radio situada en las afueras de la pequeña ciudad fronteriza de Gleiwitz. Allí lo vistieron con un uniforme del ejército polaco y lo mataron a tiros. Después se difundió una historia propagandística, que sostenía que los polacos habían invadido Alemania, lo que permitía a Hitler invadir Polonia en «defensa propia», sin necesidad de declararle antes la guerra. La Operación Himmler, nombre en código de la farsante y transparente pantomima, implicó por tanto la primera muerte de la Segunda Guerra Mundial. Teniendo en cuenta las horribles formas en que habrían de morir cincuenta millones de personas a lo largo de los seis años siguientes, el infortunado prisionero fue uno de los que tuvieron suerte.

El propio Deutschland –botado en 1931– fue rebautizado Lützow en 1940, porque a Hitler le preocupaba el efecto desmoralizador que podría tener el hundimiento de un buque con tal nombre. (Por la misma razón, jamás permitió que ningún barco llevara el nombre de Adolf Hitler, a pesar de las abundantes proposiciones de obsequiosos almirantes.) El Lützow entró en acción frente a las costas de Noruega en 1940, atacó a las escoltas de convoyes aliados en 1942, quedó gravemente dañado por ataques aéreos y se fue a pique finalmente en mayo de 1945, junto con el propio nacionalsocialismo. ¿Habría sido diferente el resultado de la Segunda Guerra Mundial si Hitler se hubiera atenido a los términos del pacto al que había llegado con Blomberg a bordo del navío de guerra en abril de 1934, permitiendo que los estrategas profesionales de la Reichswehr establecieran el momento, curso y ritmo de la guerra por venir, y se hubiera limitado a aumentar la moral y exhortar al pueblo al sacrificio? ¿Habría permitido el acuerdo alcanzado en el Deutschland una Deutschland über alles? Este es uno de los interrogantes a los que este libro intentará dar respuesta.

[1] Kershaw, Hitler: Hubris, p. 500.

[2] Archivo de Ian Sayer.

[3] Wheeler-Bennett, Nemesis of Power, p. 339.

[4] Stackelberg y Winkle, Nazi Germany Sourcebook, p. 176.

[5] Kershaw, Hitler: Hubris, pp. 547-548.

[6] Domarus, Essential Hitler, p. 604.

[7] Ibid., pp. 605-614.

[8] Kershaw, Hitler: Nemesis, pp. 52-54.

[9] Liddell Hart, Other Side, p. 13.

[10] Goldensohn, Nuremberg Interviews, p. 158.

[11] Kershaw, Hitler: Genesis, p. 58.

[12] Self (ed.), Neville Chamberlain Diary Letters, p. 348.

[13] Cowling, The Impact of Hitler, p. 197.

[14] Hansard, vol. 339.

[15] Liddell Hart, Other Side, pp. 11-12.

[16] Ibid., p. 14.

[17] Establece un juego de palabras entre el presente (is) del verbo inglés to be y la terminación ism (communism, fascism), y el pasado (was) del mismo verbo. [N. del T.].

Primera parte

La agresión

Queda constancia de que mientras el gran Moltke estaba recibiendo alabanzas por su desempeño en la guerra franco-prusiana, un admirador le dijo que su reputación estaría a la altura de la de grandes líderes como Napoleón, Federico el Grande o Turenne. Él respondió: «No, porque yo nunca he dirigido una retirada».

Frederick von Mellenthin, Panzer Battles (1955), p. 236