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Akal / Universitaria / 344

Justo Serna y Anaclet Pons

La historia cultural

Autores, obras, lugares

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Introducción

CÓMO SE ESCRIBE LA HISTORIA CULTURAL

Historiografía

Este libro trata de historiografía, de una parte de la historiografía. La palabra se las trae y sin duda es disuasoria, como tantas veces ocurre en el ámbito académico: si alguien dice dedicarse a la historiografía, inmediatamente pensamos en un saber arcano o en una ciencia abstrusa, algo inaccesible y solo apto para especialistas. Grafía viene de grafos. Por tanto, historiografía parece indicar algo que solo interesa a ciertos expertos: la escritura de la historia. Preguntarse cómo se escribe no es exactamente lo que interesa a los lectores de historia. El público que consume libros de esta materia quiere aprender del pasado, quiere aprovechar las lecciones que nos enseña la experiencia y probablemente quiere entretenerse, pasmarse o escandalizarse con lo que los antepasados hicieron: una parte de lo que emprendieron es igual a lo que nosotros ejecutamos y otra parte es totalmente distinta. Por un lado, los seres humanos compartimos una naturaleza que no parece modificarse sustancialmente; por otro lado, los individuos obramos de manera diferente en función de los contextos que nos rodean.

Eso hay que decirlo, hay que escribirlo: a partir de documentos, de fuentes, de informaciones, siempre parciales. Y a eso hay que atribuirle un significado, un relieve. Debemos comprender lo que los individuos hacen bajo determinadas circunstancias (sin que eso implique necesariamente aprobación): sus intenciones y sus justificaciones. Y debemos ir más allá: hay que captar lo que las personas no vieron o no quisieron ver, las consecuencias de sus actos. Por otra parte, el historiador no está al final del tiempo: quien investiga no sabe cómo van a acabar las cosas. No está arriba de un cerro desde el que pueda divisarlo todo y tampoco está en una posición protegida fuera de las acometidas. Por tanto, unos hechos del pasado remoto aún pueden estar provocando efectos en el presente de nuestros días. O, al revés, lo que hoy nos pasa nos hace ver las cosas pretéritas de otro modo, descubrir lo que hasta hace nada no atisbábamos. Por todo ello, quienes nos dedicamos a la historia debemos ser muy conscientes de lo que hacemos. ¿De qué cosas? De las normas que compartimos, de los objetos que analizamos, del lenguaje que empleamos los contemporáneos y los antepasados, de los recursos de que nos servimos hoy y en otras épocas, del público al que nos dirigimos, de las fuentes en las que nos informamos y de la escritura de nuestras investigaciones. ¿Cómo contamos la historia y qué sentido le damos a lo contado? Todo conocimiento se obtiene en determinadas condiciones; toda investigación se realiza a partir de unas reglas y según unos procedimientos; todo saber se comunica, se difunde a los colegas de profesión y a quienes se benefician de los avances de esa disciplina.

La historiografía trata de la historia, de la investigación y de la escritura de la historia; trata de la profesión y de las normas que siguen quienes se dedican a este menester; trata del pasado, de lo que hicieron los seres humanos en otro tiempo, del significado que dieron a sus acciones y del significado que ahora damos a aquellos actos. La historia se escribe para poder ser leída y aprovechada: se supone que alguna enseñanza obtenemos al comparar lo que hicieron los antecesores y lo que hacemos nosotros. El historiador restituye lo pretérito, una parte de lo ocurrido, y lo ordena, lo conecta y lo compara. ¿Cómo realiza esas tareas y qué normas comparte con otros colegas? Ahora bien, ¿pone algo de sí? O dicho en otros términos: ¿intervienen lo subjetivo, el sesgo del investigador, su habilidad o su intuición e incluso su genio o ingenio?

En París, a comienzos de los años setenta del siglo xx, apareció un libro muy perspicaz: un volumen de historiografía, precisamente. ¿Su autor?, Paul Veyne, quien ya por entonces era un acreditado estudioso de la Roma clásica. ¿Su título? Comment on écrit l’histoire. El texto no abordaba cuestiones de la Antigüedad, sino el problema general de la investigación histórica. Más concretamente, aquello sobre lo que Veyne se interrogaba era la comprensión humana. Expresado en otros términos y en primer lugar: qué estudian los historiadores, qué tratan, qué analizan, sobre qué escriben. Y, en segundo término, cómo captan las acciones de los antepasados, sus intenciones, sus justificaciones, con qué resultados.

Paul Veyne se inspiraba en dos grandes autores que, sin dedicarse propiamente a la historia, habían investigado sobre el pasado y se habían explicado, diciendo por qué hacían lo que hacían, por qué escribían lo que escribían. Nos referimos a Max Weber y a Michel Foucault. ¿Para qué le servía la inspiración de ambos pensadores? Veyne se interrogará sobre los actos humanos, sus intenciones y sus justificaciones: sobre la acción de los sujetos históricos y sobre la acción de quienes observan, en este caso los historiadores. En Comment on écrit l’histoire, Veyne se plantea el objeto de estudio: el acto humano, justamente el acto que alguien emprende dándole cierto significado, pero también el acto que otro contempla atribuyéndole sentido, coincidente o no con el del actor.

En este punto, la metáfora teatral no es irrelevante. Los seres humanos actuamos, en su acepción más rica. Por un lado, ejecutamos, realizamos: actualizamos, precisamente. Por otro, representamos, encarnamos papeles, desempeñamos funciones, cumpliendo o no las expectativas que nos habíamos marcado o las que los restantes interlocutores tenían de nosotros. En ocasiones, se nos ve venir: somos así de predecibles. Otras veces, no: por arrojo o por pereza, por cobardía o por coraje, hacemos lo contrario de previsto. Echemos un vistazo: siempre hay alguien observando, poniéndonos en contexto y desentrañando lo que hacemos. ¿Quién? Muchas veces no hace falta mirar fuera: hay alguien que internamente nos supervisa, aprobándonos o suspendiéndonos. ¿Quién? Uno mismo o, en otras palabras, una instancia interior que nos vigila. La podemos llamar Dios, conciencia, superyó. O podemos valernos de otro terminacho de menor prestigio. En fin, una historia interminable. O el cuento de nunca acabar.

La respuesta que en 1971 daba Paul Veyne a la pregunta clásica de qué es la historia era polémica. Aún hoy nos ilumina para reflexionar sobre nuestra disciplina. Para él, «la historia no es una ciencia y apenas tiene nada que esperar de las ciencias; ni explica ni tiene método; es más, la historia de la que tanto se habla desde hace dos siglos, no existe». Por tanto, «la respuesta sigue siendo la misma» que se dio «hace dos mil años»: esto es, «los historiadores relatan acontecimientos verdaderos cuyo actor es el hombre; la historia es una novela verdadera». Eso decía a la altura de 1971. Esa respuesta resultaba provocadora: la historia no es una ciencia (y, por tanto, carece del método que los procedimientos científicos imponen); la historia es una novela verdadera. Traduzcamos ambos enunciados.

La historia no es ni puede aspirar al estatuto de las ciencias naturales. No hay experimentación: no hay laboratorio en que puedan reproducirse las condiciones del hecho analizado. ¿Esa carencia la convierte en un saber corriente, inescrupuloso, indisciplinado, sin reglas? No. La historia es lo que siempre fue: un relato, una puesta en orden de hechos que les han ocurrido a unos sujetos en un contexto determinado. Lo que el historiador hace es narrar esos acontecimientos atribuyéndoles sentido. Los hechos no están aislados: ocurren bajo determinadas circunstancias y están relacionados entre sí. A estas conexiones entre los acontecimientos, Veyne las llamará trama. El historiador propone una trama para los hechos y lo que hace es postular un orden espacial y temporal, aventurar un significado. Al emplear esta palabra, podemos pensar que Veyne identifica sin más historia y ficción. En realidad, no. Y ya nos advertía: la historia es una novela verdadera. ¿Eso qué significa? Que los historiadores cuentan las cosas acaecidas basándose en fuentes, en datos contrastados que se conservan y que pueden consultarse. Al investigador le está vedada la fantasía: actúa y actualiza lo pasado, dispone un marco y representa para otros, para sus lectores, lo que un tercero hizo o dijo o dicen que hizo. Como la novela, también la historia es una estructura verbal en prosa que relata hechos de individuos en un contexto. Pero, contrariamente a la ficción, dicho relato se fundamenta en informaciones contrastadas (las fuentes), ciñéndose a lo documentado. Hechos y pensamientos, emociones, especulaciones, percepciones: todo aquello que los seres humanos son capaces de producir.

En efecto, todo aquello que los seres humanos somos capaces de producir puede ser objeto de la historia, puede ser objeto de ese relato verdadero. Es verdadero en el sentido de que el historiador no escribe quimeras. No inventa. Aunque carezca de un método científico –en la acepción fuerte de la expresión–, el historiador se somete a reglas, a procedimientos, a protocolos que comparte con los restantes investigadores: tanto para exhumar productos humanos como para escribir sobre ellos y para comunicarlos. Tiene que comprender –en el sentido que diera Wilhelm Dilthey a esta expresión– y tiene que hacerse comprender. ¿Para qué? Para no violentar a los antepasados, que actuaron en su propio contexto: con informaciones limitadas acerca del pasado, del presente y del futuro. Y para interesar a los restantes historiadores y lectores, se ocupen o no de esos asuntos. Esos lectores y esos historiadores los examinarán validando o no lo que dicen, aceptando su trama de significados y el modo de presentación, la capacidad de persuasión. Todo ello conforma el método histórico: al margen de que Veyne lo llamé así o no.

Uno de los desarrollos posibles de esta forma de plantear la disciplina es el que representa la historia cultural. Cuando hablamos de contexto, no nos referimos solo a las circunstancias sociales, económicas o políticas. Cuando hablamos de contexto, aludimos al entorno cultural en que se emprenden las acciones. Los actos humanos tienen resultados, consecuencias, cierto; pero tienen sobre todo un marco de referencias comunes que hace inteligibles las acciones. O en otros términos: cuando actuamos, cuando hacemos algo, los demás nos entienden. Normalmente es así. Por eso, de muchas de las cosas que realizamos no debemos dar cuenta o no debemos explicarlas. ¿Por qué? Porque nuestros contemporáneos saben su significado: las hacemos en una situación reconocible en la que las reglas están claras, un contexto en el que los valores se comparten. Socializarnos o aprender es justamente eso: identificar los distintos marcos de actuación sabiendo cuál es la conducta apropiada en cada caso, cuáles son las normas que aceptamos o no al realizar ciertas cosas. Pero dar con ese marco es también tarea prioritaria del historiador. Este se preguntará qué significaba hacer esto o esto otro en determinada circunstancia. No se trata de que el historiador apruebe o desapruebe. De lo que se trata es de captar el marco en que se inscriben los hechos. Actuamos (representamos ciertos papeles), pero sobre todo nos representamos lo que hacemos o hicieron los antepasados confiriéndole sentido.

Historia cultural

La historia cultural es un extensísimo campo en el que trabajan investigadores de distintas nacionalidades y de procedencias muy diversas. Rastrean variados asuntos y temas, numerosas cuestiones que no parecen tener relación entre sí. En este libro –que apareció en 2005, ahora reeditado con ampliaciones y con correcciones– podemos constatar esa vastedad de contenidos. En dicha circunstancia es difícil jerarquizar y sopesar la importancia de unos objetos frente a otros. Son tantas las materias tratadas, son tantos los argumentos abordados, que la historia cultural podría caer en la irrelevancia, en el relativismo. Todo puede ser objeto de investigación; todo puede ser materia de historia cultural; todo puede ser abordado. ¿Es así? Desde luego hay cronistas o investigadores que rubrican como historia cultural lo que solo son exploraciones más o menos pintorescas. Hay libros dedicados a los afeites o a las sillas, a la cubertería y a las maneras de mesa. ¿Asuntos sin importancia? Cómo nos presentamos en público no es irrelevante. Cómo nos manejamos con los utensilios no es secundario. Todo lo que hacemos y cómo lo hacemos dice mucho de nosotros y de nuestro tiempo. Echamos un vistazo, nos examinamos, y de repente descubrimos ciertas particularidades. La dieta mediterránea, el cognitivismo, el psicoanálisis, la religión, el vudú: ¿acaso podríamos decir que todo ello es adventicio, puramente circunstancial, mera ganga? Hasta las cosas más accesorias nos delatan. Por tanto, no es ese el problema, pues el objeto no determina el grado ni la calidad de lo estudiado: la relevancia depende del modo en que se trate el fenómeno histórico.

Sin embargo, algo sucede cuando la fórmula historia cultural se emplea para fines muy distintos e incluso contradictorios. En efecto, cuanto más extraña es la entidad a analizar, cuanto menos convencional es, cuanto menos académica resulta, el autor parece más obligado a identificar su obra como un volumen de dicha materia: la historia cultural. Presuntamente, esa etiqueta le daría un aire respetable a todo lo que rotula, incluso a lo que tal vez sea una irrelevancia histórica, a lo que no merecería esa dedicación. En este libro constatamos, pues, dos cosas. Primera: parece haber numerosas obras que dicen ser de historia cultural. Segunda: entre ellas parece haber una dificultad seria para establecer un rango, una categoría. Y, sin embargo, pese a todo, sí que es posible limitar el terreno estableciendo una jerarquía de objetos: por la calidad de los historiadores que los abordan; por la frecuencia con que se repiten; y, finalmente, por la influencia que ejercen en tantos y tantos investigadores que frecuentan asuntos parejos con presupuestos teóricos más o menos afines y con un instrumental metodológico semejante. Es posible que muchos nos equivoquemos alguna vez, pero no es probable equivocarse tantos todo el tiempo.

En principio, los dos objetos fundamentales de la mejor historia cultural son el texto y la imagen, sus diversas representaciones. A analizar una cosa y la otra se dedican los investigadores más avezados. Pero, si bien se mira, el fenómeno decisivo es el de la comunicación. Textos e imágenes que se producen, que se transmiten y que se destinan a públicos diversos. Ahora bien, ambos objetos no son nada hasta que no se materializan sobre diversos soportes más o menos duraderos, desde la arena de la playa hasta el espejo, desde el libro hasta la película. Definámoslos, en principio. Un texto es una estructura verbal formada por enunciados que guardan entre sí algún tipo de coherencia y que aluden expresamente o no a un referente externo; una imagen es una estructura icónica compuesta por figuras que tienen entre sí algún tipo de coherencia y que representan algo semejante a un referente también externo.

Estas definiciones simplemente operativas indican sus propiedades: texto o imagen están constituidos por un sistema interno, es decir, sus partes tienen algún tipo de trama que les da congruencia; sus enunciados o sus figuras, a pesar de carecer de todas las dimensiones del mundo real, tienen una relación mayor o menor con ese espacio externo, esto es, sus elementos son reconocibles por ser copia, representación, imitación, mejora, sublimación, deformación o parodia de algo exterior. Dicho eso, que solo es una definición meramente utilitaria, hay que precisar cómo se proyectan esos textos e imágenes.

Aunque puedan concebirse en la mente de un individuo, para que sean un objeto colectivo deben plasmarse externamente, en algún tipo de soporte gracias al cual pueda percibirse. Un enunciado o una figura que no tienen traslado, que no se verbalizan o que no se materializan, forman parte del mundo interior del individuo. ¿Carecen de importancia? Tienen importancia porque las acciones presentes y futuras no obedecen a las presiones externas del mundo que nos rodea, sino a las representaciones internas que nos hacemos de lo exterior, representaciones que, a veces, revelamos o mostramos y a veces no, reservándonoslas. Eso que no plasmamos es nuestro mundo virtual, un mundo de potencialidades que nos influyen a pesar de su secreto, potencialidades que se relacionan con otras representaciones que sí exteriorizamos. Por eso, los textos o las imágenes son solo una parte exigua de lo que hay en la mente humana, de esas elaboraciones que verdaderamente proyectamos y que responden a los estímulos que vienen de fuera y a las mezclas internas de representaciones virtuales.

Pero esas elaboraciones solo cobran forma interior o solo se plasman gracias a la socialización. Pensamos con los nuestros, con aquellos que nos han formado, o al menos pensamos con los instrumentos que los nuestros nos han transmitido, que son recursos propios o heredados, ensayados en este tiempo o legados de épocas anteriores. Por tanto, cuando producimos un enunciado o una imagen plasmamos un presente en el que estamos insertos, pero también un pasado que llega hasta nosotros y en el que hemos sido formados, un pasado del que nos vienen experiencias catalogadas, rutinas ya probadas, fórmulas empleadas. Virtual y real, individual y colectivo, invención y tradición, son entre otros los factores de producción de esos textos y de esas imágenes que materializamos (siempre escasos en comparación con el copioso mundo interno que jamás se expresará).

Para que estos textos e imágenes se plasmen, el productor necesita un código que ponga orden a esos materiales internos desacordes, es decir, necesita alguna clave compositiva que dé coherencia a lo que es un depósito caótico de partes sin sellar. En dichos códigos vemos repetidas esas mezclas de lo real y lo virtual, lo colectivo y lo individual, lo tradicional o lo inventado. Pero, en cualquier caso, gracias a esa clave compositiva, el productor puede crear un entero, un todo, sobre papel o sobre un lienzo, por ejemplo, soportes materiales que él no ha inventado y que son recursos también colectivos. Al proyectar enunciados y figuras comunica, se desprende de lo que solo eran elementos internos y, por tanto, pone ese producto elaborado a disposición de otros, que eventualmente podrán usarlo, aceptarlo, rechazarlo u olvidarlo.

Pero para que ese potencial destinatario perciba adecuadamente el objeto necesita otro código de reconocimiento que le permita descifrar qué se le dice o qué se le muestra. Ese código que descifra es también una clave compositiva, pues ha de rehacer el significado de los enunciados y las figuras. Esto es, el destinatario ha de echar mano de su propio mundo interno, de recursos personales o ajenos, del presente y del pasado. Descodifica, por decirlo con una palabra, e inviste de sentido lo que otro proyectó, lo que otro exteriorizó sobre determinado soporte. Pero esa atribución no tiene por qué coincidir con las intenciones significativas del productor original, primitivo. Por eso, tan frecuentemente los humanos no nos entendemos; por eso, en nuestras relaciones se dan tantos malentendidos o incomprensiones. Es trivial, pero es cierto: cuantas menos referencias se compartan, más difícil será esa comunicación. Esta es la razón por la que en principio podemos definir la cultura como un repertorio común de referencias, como una vasta gama de significados colectivos que sirven precisamente para facilitar la relación y la comprensión.

Las referencias y los significados incorporan no solo recetas prácticas, sino también valores comunes: la aprobación o la desaprobación ética y estética, política o religiosa que damos a ciertas elaboraciones humanas en función de esas referencias y significados que compartimos. Nuestra cultura incorpora, pues, el sentido común que nos rige, el conjunto de evidencias que no discutimos, evidencias en las que hemos sido educados y que no es necesario hacerlas explícitas. Con ellas nos entendemos más o menos y con ellas nos hacemos también una representación de lo extraño, de lo diferente, de lo ajeno, de lo imprevisible. La cultura es, desde este punto de vista, la principal actividad humana, seamos creadores de textos e imágenes o seamos meros usuarios, porque en cualquier caso deberemos descifrar esas figuras o enunciados ajenos.

En el pasado, la producción de textos e imágenes fue incomparablemente menor a la actual. Como nos reveló Walter Benjamin, hace tiempo que entramos en una fase de reproductibilidad técnica y, por tanto, la proliferación de los soportes ha aumentado el número de los destinatarios. Con ello se multiplican las posibilidades de comunicación significativa, pero también de incomprensión, de malentendidos, de descodificaciones contrarias a las intenciones del productor. A la postre, esta evidencia nos hace reparar en un dato banal pero decisivo: en mayor o menor medida, todos somos usuarios, destinatarios en una esfera textual e icónica más o menos densa y, a la vez, todos somos en mayor o menor medida productores (desde un libro hasta una carta; desde un óleo hasta un garabato) que emprenden procesos de comunicación con otros.

Como indicara Antonio Gramsci, todos somos intelectuales aunque no todos desempeñemos esa función. Si es por pensar y juzgar, todos somos filósofos, insistía. Vemos y nombramos, damos sentido a las cosas y evaluamos. Ahora bien, con frecuencia eso lo hacemos de carrerilla: con creencias o ideologías que se nos imponen. ¿Qué es lo preferible? ¿Hablar de prestado, pasivamente? No, responde Gramsci, hay que pensar y juzgar con autonomía y con crítica: cada persona debe interrogarse sobre lo que hay, sobre lo que ocurre y sobre sí misma, participando activamente en la historia del mundo. Si no lo hacemos, se nos impondrán opiniones e ideas ajenas: nos someteremos con docilidad.

Todos somos intelectuales. Discurrimos y creamos, nos expresamos e intervenimos en la sociedad. Son intelectuales quienes cumplen esa función y quienes se comprometen públicamente, analizando y exponiendo sus resultados. En principio, no todas las personas desempeñan dichas tareas. En realidad, cada una puede hacerlo: si de lo que se trata es de pensar y juzgar, la convocatoria es común. Ahora bien, por comunicar somos, además, distribuidores. En mayor o menor medida.

Si escribimos una carta y la remitimos, seremos productores y difusores; si nos la responden, seremos receptores. Puede haber coincidencia o no entre ambos corresponsales o puede haber graves desencuentros en cuanto a los significados o los valores que cada uno de ellos maneje. Pero puede darse el caso de que no mandemos ni abramos dicha misiva: entonces nos comportaremos solo como productores… Si algún día, dentro de varios siglos, alguien leyera esa carta, remitida o no, es probable que entendiera básicamente sus enunciados si conoce la lengua en que fue escrita, pero no es improbable que perdiera múltiples referencias y evidencias: esas que forman la cultura compartida o esas que constituyen el sentido común de una época. Los sobreentendidos ya no son los mismos y, por tanto, la atribución de significado será probablemente dificultosa e incluso errónea. Pero tampoco sería improbable que ese lector pudiera entender mejor el contexto de aquella misiva: simplemente sabe o cree saber qué es lo que ocurrió antes, durante y después de aquel texto, un pasado, un presente o un porvenir que iban más allá del autor o del primer destinatario de la carta.

Historiadores culturales

La mejor historia cultural estudia estas cosas, estos objetos materiales (aquellos que son soporte de textos e imágenes, principalmente). De otros tiempos han quedado como vestigio, como restos. Justamente por eso, si queremos captar su significado debemos desarrollar complejos procesos de investigación: hay que remontarse a la época de los objetos y hay que examinar ese resto o huella material tiempo después, cuando el historiador accede y observa. Los mejores autores que han emprendido esta tarea, de la que resultan pioneros, han estudiado preferentemente la cultura popular, su producción y su transmisión. Sus nombres son muy relevantes y de ellos hablaremos en páginas posteriores: Peter Burke, Carlo Ginzburg, Robert Darnton, Natalie Zemon Davis, Roger Chartier, etcétera. Son historiadores que asisten como contemporáneos al máximo desarrollo de la cultura de masas y son lectores atentos de otros estudiosos que analizan esa masificación.

A los nuevos historiadores culturales se les distingue por partir implícita o explícitamente de la cultura, claro: pero entendida como ese marco de referencias y de evidencias a partir de las cuales obran los seres humanos. Pensamos cosas, hacemos cosas, etcétera: todas las actividades se ejecutan a partir de ciertos códigos con los que nos reconocemos y que son el dominio cultural que define el ámbito de lo posible y de lo probable. ¿Cómo estudiar esas concepciones y esas acciones? A partir de huellas materiales en cuyo soporte está un pensamiento expresado o el vestigio de un acto emprendido. ¿Cuál es el contexto en el que hay que insertar esos objetos? Estos historiadores son conscientes de la conexión que tienen entre sí las distintas elaboraciones y productos de una época determinada. Los pensamientos, las experiencias, los anhelos, las expectativas y los actos son hechos humanos totales, es decir, tienen diferentes caracterizaciones, intenciones, fines y funciones. De esa complejidad hay huella en los documentos que los reproducen.

Por tanto, los historiadores culturales toman el vestigio como un material interpretable que no es obvio, precisamente porque la cultura de que los contemporáneos nos servimos no tiene por qué coincidir con las referencias y evidencias de nuestros antepasados. No son expertos en literatura o en arte, en realidad: no son historiadores de las novelas o de la pintura. Esa especialización la dejan para los investigadores que cultivan esos dominios. De hecho, lo que hacen es integrar esos documentos en el marco de referencias y de evidencias al que pertenecen, apreciando su materialidad y los efectos que tuvieron o tendrán después de su producción y primera recepción.

En eso están y en eso estamos. Y a eso nos comprometemos. ¿A qué nos comprometemos? Paul Veyne nos dio una respuesta muy convincente en Comment on écrit l’histoire. Para designar lo real y su tratamiento emplea algunas metáforas: la primera es la del texto. ¿Existe un texto original de la realidad que el historiador pueda desentrañar y finalmente iluminar?

El ser es a un tiempo complejo y exacto: cabe, o bien intentar describir esa complejidad, sin acabar nunca, o bien buscar un fragmento de conocimiento exacto, sin aprehender nunca la complejidad. El que se atiene al plano de lo vivido no saldrá nunca de él; el que construye un objeto formal se embarca para otro mundo, en el que descubrirá cosas nuevas, pero no volverá a encontrar la clave de lo visible. No alcanzamos un conocimiento completo de nada; ni siquiera el acontecimiento en el que nos hallamos más íntimamente implicados nos es conocido salvo por vestigios (…). Las cosas no se nos dan plenamente, no se nos muestran sino de forma parcial u oblicua; nuestro espíritu llega a un conocimiento riguroso o amplio de lo real, pero no contempla nunca el texto original de la realidad.

¿Accedemos al plano de lo real, eso que es representación más o menos fiel? Dice Veyne:

La historia es un palacio cuya extensión nunca descubrimos enteramente (…) y del cual no podemos divisar a la vez todos los ángulos, de suerte que no nos aburrimos nunca en ese palacio, en el que estamos encerrados. Un espíritu absoluto se aburriría en él, porque conocería su geometral y no tendría nada que descubrir o describir. Ese palacio es para nosotros un auténtico laberinto: la ciencia (…) no nos entrega el plano del lugar.

No hay texto original ni hay plano completo, pero los vestigios que quedan nos permiten reconstruir tentativamente los códigos, esos marcos significativos. No sabemos si nuestra operación dará buenos resultados, pero sabemos que así es cómo se escribe la historia cultural, la mejor historia cultural. Emprendamos o reemprendamos con un guía útil pero incompleta este viaje. Dejémonos impresionar por los autores, obras y lugares de una investigación que aún está en curso. Hagamos ese recorrido por distintos continentes. Cuando terminemos, inevitablemente deberemos volver, pero el viajero ya no regresará igual que partió y entonces lo propio, lo local, lo doméstico se verán de otro modo.

Valencia, junio de 2012