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Akal / Estudios visuales / 4

Kaja Silverman

El umbral del mundo visible

Traducción: Alfredo Brotons Muñoz

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Diseño de portada

RAG

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Nota a la edición digital:

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Título original

The Threshold of the Visible World

© Routledge, 1996

© Ediciones Akal, S. A., 2009

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3884-9

 

 

Para Harun y su productiva mirada

Reconocimientos

La mayor parte de este libro se escribió en Berlín, que es para mí la ciudad del amor. Cuando vivo aquí, incluso mi estación de metro se llama Blisse Strasse, que en alemán no significa nada, pero que para mí tiene un profundo significado privado. Así que mi primer agradecimiento es para Berlín y mis amigos alemanes por crear una atmósfera en la que, como Natasha Vonbraun dice en Alphaville, de Godard, pude moverme «perpetuamente» en la luz.

Un buen número de amigos americanos leyeron partes o la integridad de este libro, y me ayudaron a mejorarlo. Estoy enormemente en deuda con Amy Zilliax, mi ayudante de investigación y mano derecha, que prestó ayuda en todas las fases de su producción. Hayden White, Greg Forter, Judy Butler y David Eng fueron lectores meticulosos y brillantes de estas páginas, y contribuyeron con inestimables críticas y sugerencias a su mejora. Leo Bersani intervino en un momento crucial con una feliz mezcla de entusiasmo y buenos consejos, y Brian Wallis fue un estupendo corrector de pruebas. Debo también dar las gracias a Mary Russo por el apoyo de su amistad y a Carol Clover por mantenerse siempre en contacto, incluso cuando estuve varios meses seguidos ausente de Berkeley. Eric Zinner entró en la parte editorial de este proyecto en una fase tardía, pero fue de gran ayuda.

Debo más de lo que soy capaz de reconocer a Mieke Bal, una querida amiga ni alemana ni americana, pero que entra y sale con suma facilidad en muchas culturas. Cada palabra de este libro la sometió a un escrutinio microscópico y escribió páginas enteras de sagaces sugerencias sobre cómo reforzar y clarificar sus argumentos.

Pero es con Harun Farocki con quien a fin de cuentas estoy más en deuda. Leyó todos los borradores de este libro, con un ojo infalible para los problemas formales. Gracias a él accedí a un novedoso enfoque de los textos visuales aquí analizados. Y lo más importante es que me posibilitó concebir el argumento teórico de mayores dimensiones en este libro al enseñarme a creer en la posibilidad de ir más allá del «o tú o yo» hasta un «tú y yo». Fue él quien puso la «bendición» [bliss] en Blisse Strasse.

Introducción

En la primavera de 1992, durante un seminario de posgrado uno de mis alumnos preguntó: «¿El psicoanálisis tiene una teoría del amor?». Casi de manera automática, comencé a responder afirmativamente; después de todo, el psicoanálisis es la teoría par excellence de lo afectivo. Sin embargo, tras un momento de reflexión, ya no estaba tan segura. Tanto en el psicoanálisis propiamente dicho como en los muchos debates que sobre él se han suscitado en los últimos años, se ha hablado mucho sobre la sexualidad, el deseo y la agresividad. Pero en ninguno de los dos contextos el amor ha ocupado un lugar prominente. Siempre ha parecido que le faltaba respetabilidad como objeto de investigación intelectual, que representaba la quintaesencia misma de lo kitsch.

Algunos acontecimientos contemporáneos en mi vida conferían una urgencia personal y teórica a la pregunta del alumno, y la clase dedicó el resto del seminario a buscar una respuesta. Encontramos muchos pasajes sugerentes, pero ningún modelo definitivo para la conceptualización del amor. Lo único que resultaba absolutamente claro en las páginas de los escritos de Freud era que el amor está íntimamente ligado a la función de la idealización. Sin embargo, con el paso del tiempo me fui convenciendo cada vez más de la importancia de nuestra investigación. El amor comenzó a parecer tan indispensable en el dominio político como en el terreno psíquico.

Al final del semestre, comencé a escribir El umbral del mundo visible. En un texto que constituía la base de lo que luego se convirtió en los capítulos 1 y 3 –y que yo creía que estaba muy alejado de los asuntos tratados en mi seminario sobre Freud–, me cuestioné la popular noción del sujeto móvil, abierto a una infinitud de identificaciones contradictorias. Yo sostenía que mientras que la mayoría de nosotros somos, de hecho, bastante peripatéticos cuando se trata de posicionamientos narrativos y estructurales, somos considerablemente menos tratables cuando nos enfrentamos con la posibilidad de la reconfiguración corporal, en especial cuando ésta implicaría un alineamiento identificatorio con lo socialmente menospreciado. En general, o bien nos aferramos a nuestras coordenadas corpóreas, o bien aspiramos a asumir aquéllas más valoradas socialmente. Traté de articular las condiciones psíquicas y estéticas bajo las cuales podríamos ser apartados de la idealidad y del sí, y situados en una relación identificatoria con cuerpos menospreciados.

No fue hasta que comencé a componer el capítulo 2 de El umbral del mundo visible cuando el amor afloró como la categoría central de la primera mitad del libro. Entonces me di cuenta de que aquellos de nosotros que escribimos deconstructivamente sobre el género, la raza, la clase y otras formas de «diferencia»1 hemos cometido un grave error estratégico. Hemos erigido argumentos consistentes contra la idealización, esa actividad psíquica en el corazón del amor, más que imaginar los nuevos empleos a los que se podría destinar. En consecuencia, no nos hemos cuestionado el sistema de ideales existentes y hemos pasado por alto una componente crucial del proceso identificatorio.

A continuación, pasé a argumentar en los capítulos 1, 2 y 3 de este libro que la idea­lidad es el más poderoso incentivo individual a la identificación; no podemos idealizar algo sin al mismo tiempo identificarnos con ello. La identificación constituye por tanto una crucial herramienta política, que puede darnos acceso a toda una variedad de nuevas relaciones psíquicas. Sin embargo, no podemos decidir que en lo sucesivo idealizaremos de manera diferente; esa actividad es primordialmente inconsciente y en su mayor parte textualmente guiada. Necesitamos por consiguiente obras estéticas que nos hagan posible idealizar y, por ende, identificarnos con cuerpos que de lo contrario repudiaríamos.

Pero no basta con que se nos capacite textualmente para identificarnos con lo culturalmente despreciado. Es crucial que esta identificación se ajuste a una lógica exteriorizadora más que a una interiorizadora: que nos identifiquemos excorporativamente más que incorporativamente y, por tanto, que respetemos la otredad de los cuerpos recién iluminados. Es igualmente vital que se nos lleve a un conocimiento consciente de que hemos sido los agentes de esa iluminación, a fin de que el ideal recién creado no se solidifique en una esencia tiranizadora. La obra estética a la que en la primera mitad de El umbral del mundo visible concedo el estatus de paradigma es, por tanto, aquella que resiste nuestros intentos de asimilar la imagen ideal. Esa obra mantiene también el don del amor en la forma de un legado provisional y, por consiguiente, nos compromete a una forma activa más que pasiva de idealización.

Hasta el momento no he dejado claro que las prácticas representacionales que aquí me preocupan son, sobre todo, visuales. Es más, el proyecto más amplio de este libro consiste en ofrecer una ética del campo de visión, y una política psicoanalítica de la representación visual. En sus Écrits, Lacan escribe que «la imagen especular parece ser el umbral del mundo visible»2. Lo que sugiere, pues, no es sólo que todas las transacciones visuales están sesgadas por el narcisismo, sino igualmente que sólo atra­vesando el estadio del espejo entra uno en el dominio escópico. El umbral del mundo visible deriva su lógica organizativa de esta sugerente observación. Aborda el campo de visión a través del estadio del espejo.

La primera mitad de este libro se ocupa de aquellos conceptos que se hallan en el corazón de ese «acontecimiento»: el ego corpóreo, la idealización y la identificación. La segunda mitad se centra en las tres categorías que constituyen juntas el dominio visual: la mirada3, la mirada y la pantalla (o el repertorio cultural de imágenes). Y, mientras que los capítulos que comprenden la sección del «Umbral» tratan de articular las restricciones sociales y psíquicas que obstaculizan nuestras identificaciones corpóreas, así como las condiciones bajo las cuales podríamos sortear esas restricciones, las que comprenden «El mundo visible» se ocupan más bien de las fuerzas sociales y psíquicas que regulan la mirada y de las circunstancias bajo las cuales, no obstante, conseguimos a veces ver productiva o transformadoramente.

En la segunda mitad de El umbral del mundo visible, sostengo que la mirada está bajo presión cultural a aprehender el mundo desde un punto de vista preasignado, y bajo presión psíquica a verlo de un modo que proteja al ego. La mirada es exhortada desde muchos lados a percibir y afirmar sólo lo que en general pasa por la «realidad». Su objetividad se ve más socavada por todas aquellas formas de reconocimiento por las que se crea y consolida el moi. La mirada atribuye de manera consistente al sí lo que es exterior y otro, y proyecta sobre el otro lo que pertenece al sí.

Incluso antes de hacernos conscientes de haber visto algo, esa percepción ha sido procesada en todas las clases de modos clasificatorios que ayudan a determinar qué valor adquirirá. El objeto visual puede también haber sido narcisistamente apropiado, o bien despachado con el indeseado detritus del ego y, por tanto, repudiado. Sin embargo, nunca miramos de una vez por todas, sino dentro del tiempo.

Este «tiempo» tiene dos dimensiones, una consciente y otra, inconsciente. Aunque no podemos controlar lo que le ocurre a una percepción antes de hacernos conscientes de ella, podemos revisar retroactivamente el valor que adquiere para nosotros en un nivel consciente. Podemos mirar un objeto por segunda vez, a través de parámetros representacionales diferentes, e invertir dolorosamente los procesos por los que nos hemos arrogado lo que no nos pertenece o hemos desplazado a otro lo que no queremos reconocer en nosotros mismos. Aunque tal revisión sólo puede tener una eficacia muy limitada y debe repetirse con cada nueva percepción visual, es un paso necesario para que el sujeto entre en una relación ética y no-violenta con el otro.

El «tiempo» inconsciente de cualquier percepción dada puede durar toda una vida y producir una transmutación de los valores mucho más radical que la que puede producir su revisión consciente. Mirar es insertar una imagen en el seno de una matriz constantemente cambiante de recuerdos inconscientes, lo cual puede hacer libidinalmente significante un objeto culturalmente insignificante, o bien privar de valor a un objeto culturalmente significativo. Cuando una nueva percepción se pone en las inmediaciones de aquellos recuerdos que más nos importan en un nivel inconsciente, también se ve «encendida» o irradiada, con independencia de su estatus dentro de la representación normativa. Excluido de ese privilegiado campo, el valor se escurrirá de él.

Uno no puede caracterizar esta motilidad de la mirada como «actuación», pues resiste nuestros intentos conscientes de dirigirla. Aquí, una vez más, necesitamos el auxilio de textos estéticos que puedan intervenir donde nosotros no podemos hacerlo. Tales textos abundan en las imágenes visuales y retóricas que, aun antes de ser psíquicamente elaboradas, tienen las propiedades formales y libidinales de recuerdos inconscientes sumamente cargados. Son por consiguiente capaces de ocupar inmedia­tamente un lugar privilegiado en el inconsciente. Al mismo tiempo, están a disposición del escrutinio y el cuestionamiento conscientes.

En su mayor parte, la práctica representacional se mueve por tales «implantes» mnémicos a fin de confirmar los valores dominantes. Sin embargo, implícita en la derivación exterior de éstos existe la posibilidad de que cada uno de nosotros tenga acceso psíquico a lo que no nos «pertenece»... o de que «recordemos» los recuerdos de otras personas. Y a través de estos recuerdos prestados podemos acceder psíquicamente a dolores, placeres y luchas que se encuentran muy lejos no sólo de los nuestros, sino también de lo que la representación normativa valida.

En el capítulo 2 de El umbral del mundo visible, argumento por extenso que todos nuestros intentos de aproximarnos personalmente al ideal acaban en fracaso y nos dejan en una relación de agresividad fatal hacia otros. A esta vana busca narcisista opongo el don activo del amor o la concesión provisional de idealidad a cuerpos socialmente devaluados. Sin embargo, no indico en ese capítulo cómo ha de negociar psíquicamente el sujeto su resultante aprehensión de la carencia o de la distancia con respecto al ideal.

Pudiera parecer que la única alternativa a la autoidealización es una determinada autorrevulsión. Sin embargo, en las páginas finales de este libro una serie de imágenes importantes me conducen hacia un concepto con el que parecería posible desmantelar la oposición binaria de idealidad y abyección: la noción de lo «bastante bueno». Con ello, vuelvo al tema con el que comencé: el amor. Sin embargo, mientras que inicialmente me ocupo de los términos bajo los cuales podríamos idealizar y por tanto identificarnos con cuerpos que de otro modo rechazaríamos, al final me preocupan más las condiciones bajo las cuales podríamos amarnos éticamente a nosotros mismos.

Lo «bastante bueno» es un paradigma mediante el cual pueden simultáneamente vivirse y deconstruirse ideales. Vivir un ideal en el modo de lo «bastante bueno» es, ante todo, disolverlo en sus tropos: captar su estatus fundamentalmente figurativo. Igualmente importante es comprender que esos tropos nunca son sino parcialmente rellenables. Finalmente, aceptar el principio de lo «bastante bueno» es darse cuenta de que la aproximación parcial y tropológica de uno al ideal es tanto más importante cuanto más conspiran contra ella las circunstancias. Una vez más, estas son lecciones que quizá sólo podemos aprender de los textos visuales, pues éstos tienen el poder de reeducar la mirada. Sólo podemos acceder narcisistamente al principio de lo «bastante bueno» una vez se nos ha enseñado a ejercitarla en relación con otros cuerpos, y aquí la imagen es de la máxima importancia.

Al igual que en la primera mitad de El umbral del mundo visible, en toda la segunda insisto, pues, en que el texto estético puede ayudarnos a hacer colectivamente algo que el sujeto individual no tiene capacidad para hacer solo. Aunque la imposibilidad de esa tarea no nos libera a ninguno de nosotros del imperativo de mirar éticamente, no obstante, la consciencia no puede hacer mucho por sí misma para combatir la violencia bien del sí, bien de la representación dominante. Para ese propósito necesitamos más textos como los citados en este libro.

Puesto que amplían tan enormemente nuestras capacidades libidinales, las películas y fotografías que ejemplifican mi noción de una política psicoanalítica de la representación adoptan en estas páginas una posición poco convencional. Esos textos –Bildnis einer Trinkerin, de Ulrike Ottinger; Buscando a Langston, de Isaac Julien; Bilder der Welt und Inschrift des Krieges, de Harun Farocki; Sans Soleil, de Chris Marker, e Instantáneas fílmicas sin título, de Cindy Sherman– figuran aquí no tanto como objetos que yo interpreto desde una posición de mayor conocimiento teórico cuanto como las guías que, como la Diotima de Sócrates, me han instruido en las artes del amor y de la mirada productiva.

1 A lo largo de este libro pondré la palabra «diferencia» entre comillas cuando se refiera a aquel conjunto más amplio de efectos que se sigue del principio del «cuerpo igual-a-sí-mismo», el cual desarrollaré en el capítu­lo 1. Pondré «otro» entre comillas cuando designe lo que resulta cuando el sujeto proyecta sobre un objeto lo que no puede aceptar en sí mismo.

2 J. Lacan: «The Mirror Stage as Formative of the Function of the “I” as Revealed in Psychoanalytic Experience», en Écrits. A Selection, trad. ingl. A. Sheridan, Nueva York, Norton, 1977, p. 3 [ed. cast.: «El estadio del espejo como formador de la función del yo (“je”) tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica», en Escritos, México, Siglo XXI, 1977, p. 14].

3 A lo largo del libro, Silverman utiliza los términos look y gaze para referirse a dos tipos de mirada. Ante la inexistencia en castellano de dos palabras que marquen tal diferenciación, hemos optado por escribir mirada, en cursiva, para la traducción de gaze, y mirada, en redonda, para la de look. [N. del T.]

El umbral