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Akal / Universitaria/ Serie Historia contemporánea / 351

Directores de la serie: Justo Serna y Anaclet Pons

Maximiliano Fuentes Codera

España en la Primera Guerra Mundial

Una movilización cultural

Prólogo: José Álvarez Junco

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Diseño de portada

RAG

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© Maximiliano Fuentes Codera, 2014

© Ediciones Akal, S. A., 2014

Sector Foresta, 1

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ISBN: 978-84-460-4026-2

 

 

«Heaven,

heaven is a place,

place where nothing,

nothing ever happens.»

David Byrne, Heaven

Agradecimientos

Este libro fue escrito durante la primavera y el verano de 2013 e intenta resumir muchos años de preguntas e investigaciones alrededor del impacto de la Primera Guerra Mundial en España. Por ello, si me propusiera escribirla, la lista de colegas y amigos con los que he compartido mis ideas e inquietudes –y de los cuales he aprendido– podría llegar a ser casi tan larga como alguno de los capítulos de este trabajo. En estas primeras líneas, simplemente me gustaría dejar constancia de algunos de ellos: Ismael Saz, Ignacio Peiró, Jordi Gracia, Xosé Manoel Núñez Seixas, Santos Juliá, Christophe Prochasson, Patrizia Dogliani y Ferran Archilés. José Álvarez Junco ha demostrado una enorme generosidad al escribir el prólogo que el lector tiene en sus manos y no puedo dejar de agradecérselo. Àngel Duarte fue, como muchas otras veces, un amigo atento a mis primeras dudas sobre cómo articular este texto; también leyó una versión casi final, a la cual volvió a aportar su punzante mirada. Anna Maria Garcia Rovira ha sido, al igual que en casi todos mis proyectos, una compañía imprescindible. Mis padres, mis hermanas y mis amigos están siempre que hace falta y eso es bastante más de lo que uno puede pedir. Si este libro ha sido posible, es sobre todo gracias a la confianza infinita que Anaclet Pons y Justo Serna demostraron al proponerme escribirlo. Espero no haberlos defraudado.

En los meses en que he redactado estas páginas, la llegada de Oliverio ha vuelto a cambiarlo todo, como ya había pasado con Fausto hace unos cuantos años. A ellos dos, a mi pequeña república imaginada y transhumante, les regalo este libro, que intenta transmitirles mi pasión por la lectura, los libros y la siempre conflictiva Historia. La dedicatoria es, como siempre, para María. Porque como sigue cantando maravillosamente Caetano Veloso, «Você é linda e sabe viver, você me faz feliz».

Maximiliano Fuentes Codera

Girona, septiembre de 2013

Prólogo

Hay acontecimientos que uno no necesita haber vivido en persona para sentirse profundamente afectado por ellos. Ese fue el caso de los españoles con la Gran Guerra europea de 1914-1918. Ni un solo soldado español fue a combatir, como se sabe, a aquellos frentes de batalla, pero el cataclismo continental sacudió los cimientos de la política y las conciencias del país como jamás había hecho ni ha vuelto a hacer –no creo que exagere– ningún otro suceso internacional.

Las naciones más avanzadas del mundo, las que en nombre de la civilización y la superioridad racial dominaban la gran mayoría del resto de la tierra, se enzarzaron en 1914 en una monumental contienda que, tras un apoyo inicial por muchedumbres inflamadas de patriotismo, se fue hundiendo en la desilusión y el desengaño a medida que pasaron los meses y se acumularon los muertos.

Eso fue, al menos, lo que les ocurrió a las mentes más despiertas y sensibles. Y lo primero que comenzó a tambalearse fue su fe, firme cual roca a lo largo de todo el siglo anterior, en el progreso, en la civilización, en el inevitable avance de la humanidad desde un oscuro pasado de miseria e ignorancia hacia cotas cada vez más altas de bienestar material, de perfección moral y de beneficios mutuos. Claro que el racionalismo progresista había empezado a ser puesto en cuestión por algunas mentes críticas –como Marx, Nietzsche o Freud– desde finales del xix. A comienzos del xx, pero antes de que empezaran a tronar los cañones, Einstein, Heisenberg o Bergson habían hecho que se tambalearan también algunas de las creencias que cimentaban la seguridad positivista: frente a la regularidad newtoniana, ni el tiempo ni el espacio eran lo que parecían y se podía hablar de una cuarta dimensión; la materia resultaba estar atomizada y dominada por un último reducto en el que reinaba la indeterminación; y los impulsos intuitivos y vitales servían para captar las realidades más profundas mejor que la fría disección mecanicista. El edificio empezaba a agrietarse.

En política, la gran novedad era que en casi todos, incluida la izquierda, estaba comenzando a introducirse la desconfianza hacia las «masas». El régimen representativo, que tras sucesivas ampliaciones del derecho al sufragio desembocaba en la democracia parlamentaria plena, no era ya el único modelo que atraía a las elites intelectuales de los países más avanzados. Había muchos que discutían que el aumento de la participación política hasta llegar al sufragio universal asegurara la racionalidad en la toma de decisiones. El problema no era solo que individuos vociferantes y mediocres fascinaran y se hicieran con el poder en Italia, Alemania o Rusia, sino que tanto la Revolución soviética como los fascismos atraían a muchos de los mentores intelectuales del mundo occidental.

A ello se añadían las crisis de conciencia que había sufrido, en los últimos años del xix, la opinión pública de los distintos países de la periferia europea. La opinión portuguesa se había sentido humillada, en 1890, por el terminante ultimátum británico que les obligaba a abandonar sus planes de ocupar el centro del África meridional, que hubieran permitido la unión de sus posesiones de Angola y Mozambique. Seis años más tarde, Italia viviría una gravísima crisis por la derrota que sus tropas sufrieron en Adua ante los salvajes abisinios. Rusia, en las décadas anteriores a la revolución, se debatía angustiosamente sobre su identidad europea o asiática, una manera elíptica de plantear el problema de su modernización. Turquía era, no hace falta recordarlo, «el hombre enfermo de Europa». Y la propia Francia vivía abrumada desde 1870 con la humillación de Sedán.

¿Y España? España había experimentado, en 1898, la derrota en una guerra colonial que liquidó los últimos restos del Imperio americano. En lugar de interpretarlo como un síntoma de los nuevos tiempos que vivía el mundo, como un avance de lo que ocurriría con los demás imperios europeos medio siglo más tarde, las clases medias y altas cultas, y el mundo intelectual en su conjunto, se sumieron en estado de shock y bautizaron a aquella derrota como el «Desastre» por antonomasia, lo cual les llevó a expresar dudas sobre la identidad nacional o, peor aún, sobre la calidad de la «raza» en sí misma. ¿Eran los españoles europeos («éramos», diría alguno; pero mejor es que el historiador evite las retroproyecciones), es decir, pertenecían («pertenecíamos») a las «razas» superiores, al selecto club de pueblos civilizados, o los restos de sangre africana que corrían por las venas españolas eran la causa de una inferioridad que podría algún día terminar en el aniquilamiento? Por otro lado, las dos bochornosas derrotas navales de Cavite y Santiago dejaban tambaleante el mito de la invencibilidad de los soldados españoles, piedra angular en la que se apoyaba el orgullo colectivo y el relato escolar. En cuanto al papel político del país en el escenario internacional, nadie medianamente informado podía ignorar el absoluto aislamiento en que el país se había hallado en aquel conflicto, justamente en un momento en que el mundo europeo se veía entrecruzado por las más intricadas redes de alianzas. España era, en suma, una potencia de tercera categoría. Lo cierto es que lo había sido desde que en tiempos de Fernando VII perdiera la inmensa mayoría del Imperio americano, pero el mantenimiento de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, aparte de algunos archipiélagos en el Pacífico cuyos nombres y localización ni siquiera conocía la mayoría de los españoles, había servido para mantener la ficción de que seguía siendo uno de los grandes imperios europeos. Ahora se veía la situación con claridad meridiana: «creíamos ser un gran imperio y resulta que no somos nada», resumió Ramón y Cajal, para quien el país estaba como despertando de un sueño fantasioso para enfrentarse con la dura realidad.

Cuando, en el verano de 1914, se desataron las hostilidades en Europa, España, en efecto, no contó en el tablero internacional. No solo no estaba aliada con nadie, sino que las potencias beligerantes daban tan poco valor a su posible apoyo que ni siquiera se esforzaron demasiado para que se sumara a una de las partes.

La esperanza se cifraba ahora en la «regeneración», que había sido el grito alzado unánimemente tras la breve fase depresiva vivida en el verano y otoño de 1898. Pero había muchas maneras de interpretar este término. Regeneracionistas eran Maura y Canalejas, en los dos partidos dinásticos, como era regeneracionista, a su manera, el catalanismo. Y hasta podría defenderse que tendrían tintes regeneracionistas, más tarde, Primo de Rivera, la Segunda República e incluso el propio Estado Nuevo del general Franco. Tanta era la polisemia del término. Esto fue lo que comenzó a descubrirse en 1914-1918, cuando la intelectualidad –toda ella «regeneracionista»– se dividió en torno al conflicto europeo.

Entre esa intelectualidad emergía ya, a aquellas alturas, una segunda generación. La aparición de los «intelectuales» (incluso la del término, usado como sustantivo) databa del propio 1898, cuando se había aplicado a los Unamuno, Baroja, Azorín o Maeztu que ocupaban las tribunas y firmaban los artículos de prensa de mayor impacto. Pero ahora rivalizaban con ellos los hombres «del 14», los Ortega, Araquistáin, Marañón o Azaña. Estos jóvenes se caracterizaban por una mayor profesionalidad y un cierto optimismo, frente al diletantismo y el romanticismo angustiado de sus mayores; por su clara ambición política, frente al «metapoliticismo» filosófico y estético de aquellos; por su carácter de grupo, y su fuerte conciencia de identidad generacional, frente al individualismo de los enrabietados escritores del 98. Ambos, sin embargo, ante el conflicto europeo, tomaron posiciones de similar apasionamiento y se alinearon juntos, en una u otra de las trincheras.

Lo que se debatía en España, mientras en el resto de Europa dominaba el estruendo de los cañones, no era ya solo el metafísico dilema que enfrentaba a casticistas con europeístas. Ya no se discutía si abrirse a «Europa» –eufemismo para la modernidad– o reafirmarse en la personalidad cultural heredada. Es que Europa, por un lado, estaba dando mal ejemplo; había emprendido el camino de la «brutalización de la política», que tanto habría de desarrollarse en los años veinte y treinta y que tan pésimos modelos políticos proporcionaría para la España de la Segunda República. Y es que, además, la Europa que andaba a la greña ofrecía, al menos, tres modelos políticos opuestos entre sí que atraían a diferentes sectores de la sociedad y del mundo político español: la monarquía parlamentaria, encarnada por Gran Bretaña; el modelo francés de república laica (subrayando el adjetivo, decisivo para la izquierda española); y la monarquía autoritaria y militarista simbolizada por Alemania. Eso, por no hablar de la autocracia rusa, cuya incómoda compañía junto a Francia y Gran Bretaña tantos problemas planteaba a los aliadófilos que pretendían presentar su causa como una defensa de la democracia. Una lejana Rusia desde la que pronto llegarían ecos de una revolución de nuevo tipo que proporcionaba otro modelo más, de inmenso atractivo tanto para organizaciones obreras como –y quizá más– para intelectuales.

A todo esto se añadía, en aquel complejo cruce de caminos en que se hallaba la historia española, la crisis del edificio político construido por Cánovas del Castillo, que rondaba ya los cuarenta años de vida. El partido liberal de Sagasta y el conservador del propio Cánovas, que se habían turnado pacíficamente en el poder sin llegar nunca a competir abiertamente por ganarse al electorado, se hallaban irremediablemente divididos tras la muerte de sus fundadores. Y el joven rey Alfonso XIII se entrometía en sus manejos políticos e incluso en sus querellas internas. Lo que daba lugar a una vertiginosa sucesión de inestables gobiernos y a un creciente desprestigio del sistema canovista en particular y del parlamentarismo en general.

Esta es la fascinante situación que describe y analiza Maximiliano Fuentes Codera en este libro. Y lo hace con inteligencia y autoridad, porque conoce excepcionalmente bien el periodo, en particular desde el ángulo de la historia intelectual, con el mérito añadido de que siempre lo ve desde la doble perspectiva madrileña y barcelonesa. Para él, en los medios intelectuales no reina solo Ortega, sino también D’Ors. Una veta más que añadir a aquel complicado mosaico de hace 100 años. Y que él, con buen criterio, nunca pretende simplificar ni permite que sus preferencias se escoren hacia una de las partes. Intenta, simplemente, entenderlo y explicárnoslo. Agradezcámoselo y zambullámonos en sus páginas.

José Álvarez Junco