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Akal / Universitaria / 357 / Serie Historia contemporánea

Encarna García Monerris y Carmen García Monerris

Las cosas del rey

Historia política de una desavenencia (1808-1874)

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Los reyes de la España contemporánea han poseído cuantiosos bienes, sus cosas. Por un lado, extensas y lucrativas propiedades que han reunido por linaje, y considerables riquezas, propias unas y otras reconocidas por el Estado; por otro, sus liberalidades y extravagancias, esas licencias que los soberanos se daban –se dan– para aliviar el oneroso esfuerzo de regir los destinos de la Nación. Pero ¿qué pertenece al rey? ¿Y al linaje? ¿Qué pertenece a la Casa Real? Y, sobre todo, ¿qué pertenece a la Nación?

Este libro pretende ser el relato histórico de las singulares y tortuosas relaciones que, a lo largo del siglo XIX, se establecieron entre la monarquía y los principios liberales que fueron conformando la Nación española. Mientras aquella se empeñó en el carácter privado de muchos bienes y derechos del viejo Real Patrimonio, la Nación y sus representantes, en nombre del nuevo principio de soberanía, los reivindicaban como propios. Lo que estaba en juego, lejos de ser un asunto meramente privado, era la propia imagen de la monarquía y su papel en el nuevo entramado constitucional que se había abierto paso con la revolución liberal. Las cosas del rey no se concibe, pues, como una historia del Real Patrimonio al uso, sino como la historia de una larga desavenencia política, de efectos y resonancias muy actuales.

Encarna García Monerris y Carmen García Monerris son, respectivamente, profesora titular y catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia. Investigan principalmente sobre el periodo de la Ilustración, del primer liberalismo y de la contrarrevolución. Han escrito distintas obras, solas y conjuntamente, como Rey y Señor (1985), La monarquía absoluta y el municipio borbónico (1991), La Corona contra la Historia (2005) o La Nación secuestrada (2008). Son coeditoras del volumen Guerra, Revolución, Constitución, 1808-2008 (2012).

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RAG

Directores de la serie

Justo Serna y Anaclet Pons

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© Encarna García Monerris y Carmen García Monerris, 2015

© Ediciones Akal, S. A., 2015

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Madrid - España

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www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4239-6

 

 

PRÓLOGO

ECHAR MIS CUARTOS A ESPALDAS

Justo Serna

Las cosas del rey. Historia política de una desavenencia. Se me permitirá empezar por el título de la obra que ahora presento. Resulta un logro indiscutible. Describe y a la vez incita. Enuncia y a la vez inquieta. Para que un libro empiece bien en el mercado editorial aquello que primero ha de conseguir es ser reclamo, una apelación a los lectores. Imaginemos la escena. Un cliente ingresa en una librería («nadie acabará con ellas», podríamos decir parafraseando a Umberto Eco) y sobre el expositor de novedades encuentra este volumen. Inmediatamente, dicho lector se preguntará: ¿qué nos querrán decir las autoras con Las cosas del rey?

Las cosas del rey tiene, de entrada, resonancias teatrales, incluso a sainete de segunda. Como si de una pieza antimonárquica se tratara, la obra parece remitir a las farsas de otro tiempo, algo burlesco. Pero el volumen está publicado en una editorial de investigación, de ensayo. Hemos de inferir, pues, que se trata de un documentado estudio. Lo que no sabemos es si las autoras se refieren al monarca actual o, por el contrario, aluden a un soberano del pasado.

¿Las cosas? Esa fórmula sin duda puede designar bienes materiales –esas cosas, sí– que precisamente un individuo recibe o atesora o consume. Pero pueden diagnosticar también un estado, incluso un estado anímico, un carácter. Alguien es de determinada manera y tiene eso, sus cosas, equivalente a sus modos de ser, a sus características o incluso a sus rarezas.

Antes de precisar y siguiendo con el título hemos de decir que los reyes de la España contemporánea han tenido muchas cosas, sus cosas. Por un lado, grandes bienes materiales que han reunido por linaje, unas riquezas propias y otras reconocidas por el Estado; por otro, sus liberalidades y extravagancias, esas licencias que los soberanos se daban o se dan para aliviar el oneroso esfuerzo de regir los destinos de la Nación.

La nave del Estado: esta fórmula gastada y mil veces empleada dice mucho del pesado lastre con el que han debido cargar los mandases de la patria. España sería como un barco, una embarcación que emprende una singladura. La metáfora entraña tiempo más que desplazamiento físico, aunque también el Imperio español ha supuesto una trayectoria propiamente geográfica. Una Corona con numerosos territorios, con innumerables instituciones, con una ingente cantidad de servidores, con recursos siempre limitados: esta descripción superficial e incluso banal ha formado parte del discurso político español.

Desde antiguo, esta fórmula previsible se repite para dar idea de la dificultad de aunar lo distinto, de ahormar lo diferente, de salir adelante cuando se ha sido un Imperio en el que no se ponía el sol. El soberano del Antiguo Régimen era un monarca absoluto, pero a la vez está seriamente limitado por jurisdicciones exclusivas y privativas de estas o de aquellas instituciones, por costumbres y fueros de Reinos, por privilegios de súbditos nobles o titulados. Su patrimonio, ese Patrimonio Real, confunde en una amalgama difícil de deslindar lo particular con lo más general, sus intereses y los del Reino. En cambio, el rey contemporáneo, que directa o indirectamente añora los hábitos antiguos, el absolutismo de sus prácticas, la discrecionalidad de su poder, la prestancia indiscutible del linaje, la investidura divina de su Corona, verá recortados sus poderes, sus capacidades. La Nación y la Revolución le reclamarán ese Patrimonio y querrán bajar su figura del pedestal divino, pese a su oposición.

Pero no hemos respondido aún a la pregunta que nos plantea el título. Las cosas del rey, ¿a qué monarca se refiere? La Monarquía tiene hoy una gran actualidad, no siempre beneficiosa. El envejecimiento de Don Juan Carlos, que se resistía a abandonar su puesto, nos tenía en un ay. Por un lado, cualquier día podía fallecer. Sin duda, las instituciones y las leyes prevén sin trabas la sucesión. Pero Don Juan Carlos parecía querer recuperar una parte del prestigio que se había ganado por los tiempos del 23-F. La legitimidad que entonces reforzó no era sólo la de un linaje, el Borbón; tampoco era la de una instauración franquista: la designación como sucesor del Caudillo. Era, por el contrario, la legitimación que un acto valeroso daba por oposición a un golpe de Estado, a un pronunciamiento militar en una historia española repleta de alzamientos y de golpes pretorianos. Por otro lado, la madurez del entonces príncipe, excelentemente preparado, se celebraba y se reconocía, sin apenas oposición, pero esa experiencia y estudios podían quedar estériles si su acceso a la Corona se demoraba, si Don Felipe no estaba legalmente capacitado ni reconocido para aplicarlos en edad razonablemente temprana. El príncipe podía agostarse y, por tanto, las cosas del rey (las de su padre o las de él) podían ser finalmente una carga, un lastre en efecto oneroso para el país y para la institución. Si además de ello, unimos los escándalos que afectaban y afectan a la Casa Real, entonces los riesgos que corría la Corona eran obvios.

Tras pasar por una dictadura militar, el apellido Borbón se instaura o se reinstaura. Si los miembros directos de la Casa se ven envueltos en escándalos financieros o amorosos, entonces el aura se desvanece, el halo se pierde y, por tanto, la sagrada institución monárquica (como gustan de llamarla sus seguidores más fieles) puede quedar a los pies de los caballos, en el lodo, en el lodazal de una cacería o de una granjería mayor. Una parte de los problemas que aquejan a Don Juan Carlos y a Don Felipe no son nuevos. En el fondo son hábitos heredados, malas prácticas que creíamos desechadas (o picarescas que nos decepcionan).

¿Qué pertenece al rey? ¿Qué pertenece al linaje? ¿Qué pertenece a la Casa Real? ¿Qué pertenece a la Nación? Las autoras de este libro no hablan de Don Juan Carlos ni de sus problemas articulares: cómo dejar bien asentada la institución. No hablan de Don Felipe: cómo asumir modernamente una tradición que en parte es anacrónica. Las autoras de este libro no hablan de las algarabías que han afectado a la Monarquía actual. Felizmente contamos con un sistema parlamentario, con un sistema de partidos, con un sistema en el que el ejercicio del poder soberano está recortado, limitado y conferido a la Nación.

Queda la Monarquía como una institución moderadora que atemperaría las fricciones propiamente políticas. Pero las fricciones políticas afectan a la Monarquía contemporánea desde sus inicios. Son los representantes de los partidos los que establecen y fijan qué papel le corresponde al rey y qué asignaciones ha de tener para desempeñar su alto empleo. En la Transición política posterior a 1975, los principales partidos configuraron y consensuaron una Monarquía parlamentaria, cosa que quedó reconocida en la Constitución de 1978. El rey era algo así como un emblema unificador y, por tanto, las graves decisiones políticas no le correspondían. Su firma sólo sellaba simbólicamente las elecciones que los representantes de la Nación habían adoptado.

Sin duda, no era mala solución para la malhadada historia de la Monarquía en la España contemporánea. Dicha institución había registrado gravísimos problemas dinásticos desde el siglo XIX. Había padecido choques y enfrentamientos por parte de sus desafectos y hostiles. Se había enfrentado directamente a la Nación por la titularidad y disfrute del que consideraba su Patrimonio. Había participado directamente en soluciones militares, pretorianas, en dictaduras. Su reputación, incluso, había quedado manchada por negocios financieros de dudosa legalidad e integridad. Y, en fin, no era infrecuente que los monarcas y sus respectivas Cortes montaran auténticas casas moralmente depravadas para su disfrute personal: esto no es una metáfora; indica bien a las claras las alcahueterías que pudieron vivirse en Palacio en tiempos de Fernando VII, de María Cristina, de Isabel II, etcétera.

El siglo XIX español es la constatación de un fracaso institucional: el de la Monarquía, un régimen que malamente pudo incorporar el sistema parlamentario por los hábitos absolutistas de los Borbones y por la mala política de los partidos, enfrentados para capitalizar y manipular al soberano o a la soberana en beneficio propio. Sinceramente, desde este punto de vista, el caso de la Corona española es calamitoso y políticamente nefasto: sólo las malas experiencias y una cultura moderna han atemperado hoy el circo del Ochocientos, aquella Corte de los Milagros.

Se entenderá por qué, las autoras de este libro lo subtitulan muy bellamente: Historia política de una desavenencia. Durante décadas y décadas del siglo XIX, los políticos parlamentarios españoles quisieron definir el papel del monarca. Se instauraba el Estado-nación y, por tanto, sus instituciones debían quedar delimitadas y con sus atribuciones bien fijadas. Era La Nación, a través de sus representantes, la que dotaba a la familia y a la Casa Real a través de los presupuestos del Estado; era ella también la que debía «cederle» para su ornato y para resaltar su valor simbólico, parte de los palacios y Sitios Reales que antaño disfrutara. Sin desechar lo antiguo, la racionalidad moderna exigía, como mínimo, claridad, transparencia y delimitación entre las «cosas del rey» y las «cosas de la Nación». Eran aspectos que en el Antiguo Régimen no estaban nada claros.

«¡Viva la limitación que nos da un país, un ambiente, una montaña en lo lejano, y que si nos cierra el camino de las aspiraciones teatrales, no nos impide pensar, ni querer, ni soñar…!», decía Pío Baroja en Nuevo tablado de Arlequín (1917). Justamente es eso. Durante décadas, los liberales españoles, moderados y progresistas, pero también los exaltados, los realistas, los carlistas trataron de delimitar. Trataron de establecer la limitación de la Corona. Eso podía cerrar felizmente el camino de las aspiraciones teatrales. Lamentablemente no fue así y la Corte de los Milagros fue un circo de aspiraciones.

La limitación define el campo de actuación, permite atribuir racionalmente las competencias, favorece pensar en corto, bajo un marco. Pensar en abstracto no suele traer nada bueno. Pensar en términos de dinastía no favorece la sensatez. Pensar en abstracto permite soñar. Justamente, si los políticos españoles del Ochocientos se hubieran frenado, si hubieran frenado las ambiciones de Fernando VII, de María Cristina, de Isabel II y su familia, quizá el siglo XIX no hubiese sido la centuria de las guerras civiles. La Monarquía y sus gestores, la Corona y sus valedores, trastornaron el espacio político, pero lejos de actuar con sensatez, se dejaron llevar por sus ambiciones teatrales.

Este libro es necesario, es disolvente y es edificante. Nos ayuda a entender por qué la historia contemporánea de España es un desastre de dinastías inoperantes y de reyes mal definidos. El rey necesita tener unos ingresos para poder desenvolverse con holgura y con dignidad. Al mismo tiempo que en España se definía esto, otras Monarquías –como la británica– establecían y fijaban las atribuciones de la reina Victoria y, de paso, establecían y fijaban lo que era el poder moderno. No necesitamos reyes investidos por Dios ni monarcas rodeados de cortesanos meapilas o negociantes. Aquello que precisamos es una institución operativa en la que no sea posible el error repetido, contumaz.

Más que pedir perdón y arrepentirse, hay que aprender de los protestantes o de los anglicanos: es decir, apretar los dientes, trabajar duramente y sobre todo respetar a los ciudadanos. Eso que tienes, idolatrado rey, no es tuyo. Es de la Nación. No hagas negocios dudosos, no te hagas con cuartos que no te pertenecen, no emprendas aventuras censurables. Compórtate como lo que eres. ¿El capitán general de los ejércitos? No, eres un delegado de la Nación en armas. Échate tu cuarto a espaldas. No eres nada más.

INTRODUCCIÓN

A mediados del siglo XIX, el jurista Joaquín Escriche daba en su Diccionario la siguiente definición de bienes patrimoniales: «Se toman alguna vez por toda especie de bienes cualquiera que sea el título con que se hayan adquirido; más en un sentido menos extenso, se toma por los bienes o hacienda de una familia; y aún a veces no significa esta palabra sino los bienes que recaen en una persona por sucesión de sus padres o abuelos»[1].

Al adoptar como referencia esta definición genérica, cuando hablamos de patrimonio de la Monarquía española no nos estamos refiriendo a otra cosa. Un patrimonio, en cualquier caso, como el mismo autor dice más adelante, que puede ir aumentando de generación en generación a través de compras, adquisiciones o donaciones, y ser transmitido a los primogénitos del linaje caso de que se haya establecido sobre ellos un vínculo. Pero el Real Patrimonio, más allá de esta primaria acepción, arrastra un sentido histórico, ligado, además, no a una persona cualquiera, no a una casa o linaje cualquiera, sino a la Casa Real y, por tanto, al titular de la Corona.

Porque a fin de cuentas, hablamos de la primera Casa del Reino y de su principal institución, la Corona. Históricamente esta se había ido configurando con un Patrimonio y con una hacienda real que, si inicialmente eran sinónimos, con el tiempo la segunda fue articulándose sobre presupuestos más impersonales y generalistas que los estrictamente patrimonialistas. Patrimonio Real y Hacienda Real, con sus peculiares trayectorias fueron dos realidades que permanecieron desde la época medieval y a lo largo de la Edad Moderna. Aunque el monarca necesitaba cada vez menos de los bienes y rentas de su Patrimonio para la financiación de las necesidades de su Casa y de las del Reino, eso no impidió que, en algunos momentos, hubiera serios intentos de acrecentarlo, reformarlo, e incluso convertirlo en un ramo más de la Hacienda Real. Conforme avanzaba el tiempo, resultaba más evidente la confusión entre Rey y Reino, entre Patrimonio Real y Hacienda Real, entre las cosas de la Casa y las del Reino. Era el tránsito de una concepción patrimonial y particularista de la Monarquía a otra más universalista, más absolutista y, por tanto, mistificadora del bien común.

Sólo con la revolución liberal y el dogma de la soberanía nacional, se estuvo en condiciones de distinguir claramente entre lo político y lo particular, entre lo público y lo privado. Desde estos nuevos supuestos, la Hacienda era la Hacienda de la Nación y, en consecuencia, el Patrimonio Real debía revertir a aquella. Para realizar sus funciones y atender a la dignidad de su cargo, ni el monarca ni la familia real necesitaban ya de los bienes y las rentas del Patrimonio, sino de aquella dotación que las Cortes le asignaran, es decir, la lista civil. La Monarquía dejaba de ser natural y divina para ser una institución constituida políticamente por la voluntad soberana de la Nación, y así reconocida en la norma constitucional. Por tanto, ni la Nación era patrimonio de ninguna persona ni familia, ni el monarca podía disponer de otro que aquel que los representantes de la soberanía nacional tuvieran a bien asignarle.

Como dijera un diputado en el calor de la discusión, muchos años después, «o lista civil o patrimonio, pero no las dos cosas». Esa hubiera podido ser, en efecto, una solución temprana y efectiva a lo que en realidad acabó siendo un grave problema para la Monarquía, para su imagen y su legitimidad, y un quebradero de cabeza para el propio Estado liberal a lo largo de casi todo el siglo XIX. En diversos momentos y en legislaturas diferentes, los liberales abordaron la cuestión del mantenimiento del Patrimonio Real desde el anacronismo que este suponía, pero, sobre todo, desde la necesidad de adoptar una solución acorde con la legalidad constitucional. La Corona no lo puso fácil. Los muros de Palacio casi nunca fueron transparentes, aunque también es verdad que las prácticas políticas y los dogmas de los distintos grupos liberales tampoco ayudaron mucho.

Este libro no es una historia del Real Patrimonio en sentido estricto. Pretende ser un relato histórico de las especiales, conflictivas y tortuosas relaciones que a lo largo del Novecientos se establecieron entre aquella institución, la Monarquía, y los principios liberales que fueron conformando la Nación y el Estado en España. Queremos demostrar que, lejos de encontrarnos ante un problema residual o, como algunos lo han calificado, ante una «reminiscencia feudal», el debate se inscribe plenamente, en aquel otro, liberal y moderno, en torno al derecho de propiedad. Queremos también confirmar hasta qué punto este tema acabó teniendo una vertiente política sustantiva, en la que estaba en juego nada menos que la propia imagen de la Monarquía y su papel en el nuevo entramado constitucional. Y queremos, en fin, calibrar en qué medida culturas y prácticas políticas patrimonialistas y escasamente liberales de la Casa Real y de la camarilla cortesana pusieron reiterados e intencionados obstáculos a los principios de racionalidad, claridad y transparencia, que debían ser consustanciales al recinto de Palacio adornando a sus habitantes.

¿De qué hablamos cuando nos referimos al Patrimonio Real? Aunque nuestro relato se limita básicamente al siglo XIX, necesariamente hemos de hacer alguna puntualización referida a épocas pretéritas. La fundamental a tener en cuenta es que la configuración de la Monarquía hispánica, aparte de otros elementos, se articuló sobre la realidad diversa de dos reinos constitucionalmente distintos: el de la Corona de Castilla y el de la Corona de Aragón. En el primer caso, la mayor capacidad política y jurisdiccional del monarca supuso una temprana dilapidación del patrimonio regio a través de cesiones, donaciones o ventas. Tal como llegó a épocas posteriores, el Patrimonio Real de Castilla se limitaba a una gran cantidad de Sitios Reales, palacios, jardines, dehesas, bosques y fincas de recreo. Algunas de estas propiedades eran de origen antiquísimo, otras adquiridas en épocas más recientes por Carlos III.

En los territorios de la Corona de Aragón, sin embargo, la permanencia de los Fueros mantuvo con más nitidez la separación entre las «cosas del rey», que se ceñían a su Real Patrimonio, y las «cosas del reino». Además, esos bienes constituyeron desde el principio un mayorazgo vinculado al titular de la Corona. Esto supuso, hasta cierto punto, un freno a su deterioro, aunque no pudo evitarlo en coyunturas críticas como la expulsión de los moriscos o la Guerra de Sucesión. En momentos como esos, gran cantidad de bienes y derechos patrimoniales, con la aquiescencia de los monarcas o sin ella, pasaron a manos de terceros, especialmente de la nobleza. Abolidos los Fueros a comienzos del siglo XVIII, el Patrimonio Real sufriría una considerable merma, pero no lo suficiente como para dejar de constituir una institución de perfiles muy nítidos y diferenciados respecto al de Castilla.

Alguien que lo conocía muy bien, como José Canga Argüelles, en su Diccionario de Hacienda definía el término «Patrimonio Real» refiriéndose exclusivamente al de la Corona de Aragón: «Con este nombre se conocía en Aragón, cuando se gobernaba por sus fueros, los derechos y contribuciones feudales aplicadas para sostener los gastos de la real casa y de los tribunales; pues para los extraordinarios de guerra acudían las cortes con servicios que se repartían a todas las clases del estado en razón de sus haberes»[2]. Se trataba de un complejo conjunto de derechos y regalías sobre tierras cultas e incultas, aguas, artefactos diversos, bienes y servicios urbanos, solares, etc. Una parte importante de esos derechos y de las rentas que generaban se obtenían de algunos «estados» muy potentes como el del Real Lago de la Albufera de Valencia o el del Pantano de Alicante. Era, con todos los matices y diferencias que podían establecerse entre los diversos territorios de la Corona, lo más parecido o próximo a un inmenso «dominio señorial» de cuya lógica en gran manera participó. De ahí también el que algunas veces, cuando de plantear la reforma o la abolición se trataba, se optara por dar a esta parte del Real Patrimonio un tratamiento diferencial.

Hace muchos años, a finales del siglo XIX, un liberal conservador, Fernando Cos-Gayón, escribió una Historia jurídica del Patrimonio Real[3]. Lo hizo desde su compromiso político con la Monarquía, más concretamente con Isabel II, y desde un sentimiento personal de lealtad y servicio a la institución. Nosotras hemos redactado esta nueva historia evidentemente desde una nueva situación política y con toda seguridad desde otros compromisos y lealtades, por ejemplo, el de una fidelidad a la institución monárquica sustentada exclusivamente en su utilidad, transparencia y respeto constitucional y democrático. Cuando Cos-Gayón escribía aquellas páginas, la Monarquía no atravesaba por su mejor momento: no hacía demasiados años que Isabel II había sido destronada. Cuando nosotras redactábamos este libro, tampoco la Monarquía actual estaba pasando por su mejor momento. Casualidad o no, acabando las últimas páginas, la Casa Real, con Don Juan Carlos todavía al frente, hacía público su interés por ser incluida en la ley de trasparencia que estaba preparando el Gobierno. De nuevo, como si de viejos fantasmas se tratara, la falta de claridad y las dudas sobre las cuentas de la Casa Real y el patrimonio de alguno de sus miembros salía a la luz y se convertía en un asunto público y político de gran trascendencia. ¿Qué se había hecho mal? ¿Qué quedaba pendiente de resolver?

En este como en tantos otros asuntos, la historia no tiene que convertirse en una suerte de «madre justiciera» o siempre moralizante, pero sí que es verdad que debe servirnos para comprender el presente e intentar resolver de la mejor manera los problemas que nos atenazan. En este caso concreto, da la impresión de que, aunque en contextos distintos, algunos muy parecidos siguen vigentes. La Historia aquí, tal vez, tenga cosas que decir. Más allá de aspectos concretos, si algo nos enseña el problema analizado es que, cuando este existe, alargarlo en el tiempo o no afrontarlo de manera correcta, implica agravarlo. Y la gravedad en este caso afecta a una institución tan sensible e importante como la Jefatura del Estado.

Valencia, mayo de 2014.

[1] Joaquín Escriche, Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia, Paris Librería de Rosa, Bouret y Cia. 1851, voz «Patrimonio».

[2] José Canga Argüelles, Diccionario de Hacienda con aplicación a España, Madrid, Imprenta de Don Marcelino Calero y Portocarrero, 1834, T. II, voz «Patrimonio Real».

[3] Fernando Cos-Gayón, Historia jurídica del Patrimonio Real, Madrid, imprenta de Enrique de la Riva, 1881.