bia2615.jpg

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Melanie Milburne

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Deseo desatado, n.º 2615 - abril 2018

Título original: A Ring for the Greek’s Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-122-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Cuando la séptima prueba de embarazo salió positiva, Emily supo que había llegado el momento de aceptar la realidad o de gastarse una fortuna en pruebas hasta que hubiera agotado las existencias de todas las farmacias de Londres. No tenía sentido mentirse. Las líneas azules eran nítidas.

Estaba embarazada.

Una cosa era que quisiera tener un bebé algún día con un hombre locamente enamorado de ella y tras una boda de blanco. Pero acostarse por primera vez con un hombre al que acababa de conocer y que aquel fuera el resultado… ¿Cómo podía ser tan fértil? ¿Cómo era posible que los preservativos fallaran? ¿Cómo se había acostado con un hombre tan alejado de su círculo habitual? Siempre había aspirado a más en la vida, pero ¿un multimillonario griego? Y no uno bajito y calvo, sino un espectacular hombre de más de uno noventa con unos ojos tan marrones que una temía ahogarse en ellos.

Que era lo que le había pasado a ella en cuestión de minutos. Por eso se había entregado a un tórrido encuentro sexual de una sensualidad que no había experimentado jamás. Claro que tampoco tenía demasiada experiencia, dado que había perdido siete años de vida con su ex, Daniel, del que había esperado una proposición de matrimonio que no había llegado nunca.

En lugar de eso, Daniel le había sido infiel. Ser traicionada era de por sí una afrenta, pero que la dejara por un hombre convertía lo ocurrido en una espantosa humillación. ¿Cómo había podido ser la última en darse cuenta de que Daniel era gay?

Pero lo que más le dolía no era tanto el engaño como haberse quedado sin pareja. El golpe emocional de estar sola, de salir de noche sin acompañante, de comer sola en un restaurante con la sensación de que los otros comensales se preguntaban si la habrían dejado plantada.

Con Daniel, que era un gran gourmet, le encantaba salir a cenar y probar distintos restaurantes. Le gustaba volver a casa y que en ella hubiera alguien con quien comentar cómo había ido el día. Daniel había sido su apoyo, su ancla, la persona que le proporcionaba la estabilidad que le había faltado desde niña.

No había tenido suerte con los hombres. Según su madre, una terapeuta de parejas de la Nueva Era, eso se debía a que subconscientemente saboteaba sus relaciones porque tenía asuntos no resueltos con su padre. Pero ¿de quién era la culpa de que no tuviera padre? Su madre ni siquiera le había preguntado cómo se llamaba cuando se acostó con él durante un festival de música.

Emily miró de nuevo la prueba de embarazo. No era un sueño. Era una pesadilla que la obligaba a enfrentarse a Loukas Kyprianos, el multimillonario conocido por su rechazo al matrimonio, y decirle que iba a ser padre

¡Qué gran plan!

La tarea habría resultado más sencilla si él la hubiera llamado durante el mes que había transcurrido desde su noche de sexo salvaje. Tampoco había mandado un mensaje de texto, ni un correo electrónico, ni siquiera una paloma mensajera. No había dado la menor señal de querer volver a verla.

Lo cierto era que no le extrañaba. Era una especialista en ahuyentar a los hombres en la primera cita. Cuando estaba nerviosa, charlaba sin parar, y en cuanto bebía un par de copas se ponía a hablar de su matrimonio soñado, que incluía cuatro hijos y un perro, un setter irlandés, ni más ni menos. Y eso era lo que le había contado a un hombre que tenía la fama de evitar cualquier atadura.

¿Qué demonios le pasaba?

Emily salió del cuarto de baño y tomó el teléfono. No tenía ni llamadas perdidas, ni mensajes… aparte de los cuatro de su madre para recomendarle páginas Web con sesiones de meditación y de yoga. Era más fácil decirle que las usaba que discutir con ella. Había decidido hacía años que llevarle la contraria era un ejercicio agotador e infructuoso.

Aunque podía pedir el teléfono de Loukas a su amiga Allegra, que estaba casada con el mejor amigo de Loukas, Draco Papandreou, la idea de llamarle para decirle: «Adivina qué: hemos hecho un bebé» no le parecía lo más adecuado.

No. La situación exigía una conversación cara a cara. Tenía que ver cómo reaccionaba, aunque no sería sencillo porque Loukas tenía un rostro inescrutable. Era como intentar adivinar qué había tras una cortina. Pero tenía un aura de autoridad que Emily había encontrado extremadamente atractiva. Su aire distante la había intrigado en la boda. Al contrario que ella, que era como un cachorro intentando ganar la aprobación ajena, él daba la sensación de no necesitar a nadie; era como una estatua.

El timbre del teléfono la sobresaltó y estuvo a punto de caérsele de la mano. Como no reconoció el número, contestó con su mejor voz de secretaria judicial:

–Al habla Emily Seymour.

–Soy Loukas Kyprianos.

Emily sintió que el corazón se le subía a la garganta.

«Ha llamado, ha llamado, ha llamado».

Las palabras marcaron el ritmo de su acelerado pulso. Necesitaba más tiempo. No estaba preparada para tener aquella conversación. Antes tenía que ensayar ante el espejo, tal y como solía hacer de pequeña. Intentó calmarse, pero tenía la respiración tan alterada como si estuviera sufriendo un ataque de asma.

«Respira, respira, respira». ¿Por qué no habría seguido mejor los consejos de yoga de su madre?

–Ho-hola. ¿Cómo estás?

–Bien. ¿Y tú?

–Bien, gracias. Muy bien. Fenomenal.

«Aparte de las náuseas matutinas».

Se produjo un breve silencio.

–¿Estás libre esta noche?

Emily tragó saliva. ¿Libre para qué, para otra noche de sexo? No quería parecer demasiado disponible. Debía mostrar algo de dignidad. Pero tenía que contarle lo del bebé. Quizá sería un buen momento hacerlo mientras cenaban. No, no, no. En un lugar público, no. Tenía que ser en privado.

–Tengo que mirar mi agenda. Creo que…

Loukas emitió un sonido que sonó a risa burlona.

–No hace falta que te hagas la difícil conmigo, Emily.

Ya era un poco tarde para eso. La forma en que pronunció su nombre, con un leve acento griego, la derritió. En labios de Loukas no sonaba como su nombre, sino como una sensual caricia.

–Debes saber que no suelo ser como… como la noche de la boda. Ni bebo tanto ni…

–Cena conmigo.

A Emily le irritó que sonara más a una orden que a una invitación. ¿Pensaba que llevaba todo aquel tiempo esperando a que la llamara? Que lo hubiera hecho era lo de menos. No estaba dispuesta a que creyera que podía llamarla por sorpresa y asumir que lo dejaría todo por ir a cenar con él.

–No estoy libre esta noche, así que…

–Cancela la cita.

¿Por qué iba a obedecerle?

–No –dijo, enorgulleciéndose de sonar decidida.

–¿Por favor?

Emily dejó pasar unos segundos para mantenerlo en vilo.

–¿Por qué quieres cenar conmigo? –preguntó finalmente.

–Quiero verte –dijo él en un tono entre áspero y dulce.

¿Por qué querría verla? Loukas tenía la reputación de ser un playboy y de cambiar de acompañante cada pocos días.

O al menos eso era lo que reflejaban los periódicos. Desde que su mejor amigo, Draco, se había casado, Loukas se había convertido en el centro de interés de los medios. Durante las semanas anteriores, Emily había temido verlo con otra mujer porque eso le habría hecho aún más difícil anunciarle que iba a ser padre.

–¿Esa es tu manera de decir que quieres acostarte conmigo? –preguntó–. Si es así, debes saber que no soy ese tipo de mujer. Nunca había tenido una relación de una noche y…

–Si repitiéramos ya no sería una relación de una noche.

Eso era cierto. Pero Emily no podía volver a acostarse con él sin hablarle de las consecuencias de su primer encuentro. Sus entrañas todavía hacían piruetas cuando recordaba la noche que había pasado en sus brazos. Oír su voz era como empezar los juegos preliminares.

–Solo cenar, ¿vale?

–Solo cenar.

–¿Dónde quedamos?

–Te recojo. ¿Dónde vives?

Emily le dio la dirección a la vez que pensaba qué ponerse. ¿Vestido negro o de color? Rojo, no. Era provocativo. Rosa, demasiado infantil. ¿Tendría tiempo de peinarse? ¿Se alisaba el cabello y lo dejaba suelto o se hacía un recogido? Se maquillaría poco. ¿Tacones? Sí. Loukas era muy alto y no quería terminar con tortícolis.

–Te habría llamado antes, pero he estado de viaje de negocios –dijo entonces él.

«Eso no te impedía llamar».

¿Los «negocios» incluían una rubia como la que lo acompañaba en la fotografía que había visto en Internet?

–¿Ah, sí?

–Sí.

Emily se mordisqueó el labio inferior. ¿Por qué la habría llamado? ¿No lo había asustado con su charla sobre el matrimonio y los hijos? Ni siquiera ella sabía por qué se lo había contado.

–¿Por qué? No soy tu tipo.

–Dada tu relación con Allegra y la mía con Draco, prefiero evitar cualquier incomodidad antes de que volvamos a coincidir.

Emily pensó que le esperaba una «enorme incomodidad» cuando le contara las consecuencias que había tenido aquella noche.

–Claro… bien pensado.

–Nos vemos a las siete.

Emily no pudo contestar porque Loukas colgó. Se quedó mirando el teléfono preguntándose si pulsar el botón de rellamada, pero Loukas tenía un número oculto.

Su madre habría dicho que eso era una señal.

 

 

Loukas dejó el teléfono en el escritorio y se apoyó en el respaldo de la butaca de su despacho. Llamando a Emily Seymour estaba rompiendo su regla de oro, pero no había conseguido quitársela de la cabeza ni olvidar el recuerdo de su cuerpo pegado al de él.

El sexo de una noche tenía que ser precisamente eso: una noche.

Aunque mantenía relaciones ocasionalmente, siempre eran breves y basadas en el sexo.

Pero no recordaba haber tenido sexo tan bueno como con Emily. No sabía qué lo había alterado tanto aquella noche. Emily era una monada, tenía una constitución menuda y un cabello ondulado que le llegaba a los hombros y que no era ni castaño ni rubio. «Castubio», había bromeado ella.

Tenía ojos de Bambi, color caramelo, salpicados por puntitos oscuros que parecían diminutas limaduras de hierro sumergidas en estanques de miel. Su piel era de melocotón y seda, y las pecas del puente de su nariz respingona parecían una lluvia de nuez moscada. Tenía una sonrisa alegre y luminosa, con unos encantadores hoyuelos; y unos labios diseñados para besar y para… otras cosas que habían estado a punto de hacerlo enloquecer.

Era verdad que no era su tipo, aunque en otra vida podría haberlo sido. En un universo paralelo en el que no lo abrumara el peso de la culpabilidad y en el que no reviviera con angustia el episodio que había destrozado a su hermanastra, Ariana, y que lo había convertido a él en un paria dentro de su familia. Incluso después de diecisiete años, cada vez que veía a un niño en bicicleta se quedaba sin respiración y se le formaba un nudo en el estómago. Si oía un frenazo, se le paraba el corazón. La sirena de una ambulancia le aceleraba el pulso; todavía se desvelaba y oía el ruido del metal aplastándose y el agudo grito de una niña herida de gravedad…

Loukas sabía que no debía volver a quedar con Emily. De hecho, no debería haberse acostado con ella. Pero tras haber ido directamente a la boda después de visitar a Ariana en el hospital, donde se sometía a una nueva operación ortopédica, se había sumido en la desesperación. No podía cambiar el pasado por más que reviviera aquel fatídico día. Había destrozado la vida de su hermana y, de paso, el segundo matrimonio de su madre.

La sonrisa de Emily había sido como una descarga de luz. Su piel de nácar se había sonrojado al verlo, y Loukas no recordaba cuándo había estado por última vez con alguien que se ruborizara de timidez porque evitaba a ese tipo de mujer. Pero algo en Emily, con sus ojos chispeantes, su figura de bailarina y su encantadora torpeza, lo había fascinado. Por no mencionar el gesto adorable de arrugar la nariz como un conejillo, como si tuviera unas gafas invisibles que recolocarse en el puente.

No tenía intención de ofrecerle más que una relación pasajera. A él solo le interesaban el aquí y el ahora. Estaba en Londres para diseñar un nuevo software para una agencia de seguridad gubernamental, el plazo perfecto para disfrutar un poco más de lo que habían experimentado aquella noche. Sería claro y sincero desde el principio, y le avisaría de que, como con las demás mujeres que le gustaban, le proponía una relación libre de ataduras.

Y Emily le gustaba especialmente.

Había pensado en ella con frecuencia, aunque seguía sin saber por qué la había invitado a su habitación después de la boda. Podía haberla acompañado a la suya y haberse despedido de ella con un impersonal «Ha sido un placer conocerte». Pero el beso que había pretendido plantar en su mejilla se había transformado en algo distinto, como si sus labios tuvieran voluntad propia, como si fueran un misil buscando su diana.

Un beso no había bastado. Los labios de Emily entreabriéndose bajo los de él habían desatado un feroz deseo en un profundo lugar de sí. Un deseo que había borrado completamente de su mente todas las razones por las que no debía acostarse con ella.

Apenas habían hablado, o al menos él no lo había hecho. Pero eso era lo característico en él en cualquier relación. Era silencioso y práctico. Emily, por su parte, le había contado sus sueños como si él estuviera pasando un casting para Príncipe Azul.

Algo que jamás sucedería… aunque pudiera haber sucedido en otro tiempo.

Loukas se puso en pie y contempló la vista de Londres y la multitud que caminaba por sus calles como un ejército de hormigas. Él estaba contento con su vida… más o menos. Tenía más dinero del que podía gastar, una carrera internacional y un estilo de vida envidiable. No solía dejar pasar un mes entre amantes, pero no había estado con ninguna mujer desde la noche con Emily. Sí, había estado ocupado, pero normalmente el sexo le servía para descargar tensión y relajarse.

Aun así, no se consideraba un playboy, tal y como la prensa lo describía, porque no pensaba que fuera ni superficial ni un explotador de mujeres. Si actuaba como lo hacía, era precisamente para evitarles todo sufrimiento. Él no era como su padre, que pasaba de una mujer a otra sin pensar en sus sentimientos, prometiéndoles la luna y luego abandonándolas.

Él era todo lo contrario: no prometía nada y suavizaba la ruptura con generosos regalos.

Pero desde que su amigo se había casado, la prensa lo seguía de cerca y debía tener cuidado. Y, puesto que todo el mundo tenía una cámara en el móvil y estaba dispuesto a usarla para ganar dinero con la exclusiva, tenía que estar permanentemente alerta para proteger su vida privada.

Así que volver a ver a Emily era arriesgado. Pero solo duraría la semana que iba a estar en Londres: siete días de sexo sin compromiso. El sexo de la noche de la boda había sido tan excepcional que cada vez que lo recordaba su cuerpo reverberaba como la cuerda de un violoncelo. Solo tenía que pensar en el tacto de mariposa de sus manos para sentir una sacudida. Había bastado con oír su voz para que se le erizara el vello. La forma en que susurraba al hablar, su parloteo cuando estaba nerviosa. La manera en que se mordisqueaba el labio inferior y cómo sus largas pestañas ocultaban su mirada; el delicado rubor que coloreaba sus mejillas.

Loukas solía evitar a las chicas dulces y hogareñas como Emily. Nunca perdía la cabeza. Pero, excepcionalmente, estaba haciendo caso omiso de lo que le dictaba la razón y escuchando a su cuerpo.

Pero solo excepcionalmente.

Capítulo 2

 

Emily iba a ponerse brillo de labios cuando sonó el timbre de la puerta y puso cara de horror al ver el estado en el que había dejado la balda del cuarto de baño, con todos los tubos de maquillaje esparcidos y algunos incluso abiertos. Su dormitorio estaba aún peor. Había prendas de ropa hasta en el suelo, como si un drogadicto lo hubiera revuelto todo en busca de una dosis.

Cerró las dos puertas de camino hacia la de la entrada, y la abrió con una forzada sonrisa.

–Hola.

Loukas le dedicó una mirada que la sacudió como si la alcanzara un rayo.

–Hola.

¿Cómo podía una sola palabra alterarle el pulso? ¿Cómo podía un hombre tener un efecto tan poderoso sobre ella? Loukas vestía un traje azul marino, camisa blanca y una corbata plateada y negra que le daban un aire sofisticado letalmente atractivo. Emily retiró el pie hacia la pared del estrecho vestíbulo para poder abrir la puerta completamente.

–¿Quieres pasar? Todavía no estoy lista.

Ni lo estaría en cien años.

Loukas entró sin rozarla, pero el cuerpo de Emily reaccionó como si lo hubiera hecho, como si le enviara una señal de radar que activara cada célula de su piel. El olor cítrico de su loción de afeitado alcanzó su nariz, evocando instantáneamente imágenes de la noche que había pasado en sus brazos. Aquel olor se había quedado impregnado en su piel durante horas; Emily había sentido la huella de su musculoso cuerpo contra el de ella. Con cada movimiento había revivido las sensaciones de tenerlo en su interior, deslizándose, empujando.

La intimidad que habían compartido aquella noche se había convertido en una presencia fantasmal. Desde entonces el aire estaba electrificado, vibraba.

Loukas deslizó la mirada sobre su cuerpo como si la acariciara.

–¡Estás preciosa!

Emily odiaba su tendencia a ruborizarse. Se retiró un mechón de cabello tras la oreja y cambió el peso de un pie al otro.

–¿Quieres tomar algo o…?

Loukas dio un paso hacia ella, posó las manos en sus caderas y acercando sus labios a unos centímetros de los de ella, susurró:

–Lo primero es lo primero.

Haciendo acopio de fuerza de voluntad, Emily apoyó las manos en su pecho y retrocedió un paso.

–¿No íbamos a cenar? Ha pasado un mes y me siento un poco…

Loukas le dedicó una de sus tenues sonrisas, una leve curva de los labios, que aun así provocó un temblor en el vientre de Emily parecido a la danza de las hojas de otoño al ser impulsadas por la brisa.

–No tienes por qué estar nerviosa.

«Me temo que sí».

Emily desvió la mirada, concentrándose en el nudo de la corbata de Loukas.

–¿Quieres sentarte? Voy por… mi bolso.

«Y a recuperar el valor, aunque no sé si conseguiré encontrarlo».

–Tómate tu tiempo. La reserva no es hasta las ocho.

–Enseguida vuelvo –Emily se golpeó con la pata de una mesa que tenía a la espalda–. Vaya, Lo siento. No tardaré.

Fue al cuarto de baño precipitadamente y se asió al lavabo.

«Puedes hacerlo, puedes hacerlo, puedes hacerlo».

Se miró en el espejo y contuvo un gemido. Estaba más pálida que un vampiro. Quizá debía ponerse un poco más de colorete. Al alargar la mano, golpeó un frasco de perfume, que se hizo añicos al caer al suelo de baldosas. Emily se quedó mirando los trozos de cristal unos segundos antes de agacharse a recogerlos, y se cortó un dedo.

La sangre fluyó por su mano y su muñeca como si estuviera en una película de terror. Oyó pasos aproximándose y cada uno resonó en su pecho.

–¿Estás bien? –preguntó Loukas desde el umbral de la puerta.

Emily tomó la toalla más próxima y se envolvió la mano. El olor a madreselva y vainilla era tan intenso que se le revolvió el estómago.

–He-he roto el frasco de perfume.

Loukas se aproximó y le tomó la mano con delicadeza.

–Deja que mire. Puede que necesites puntos.

Emily miró con los ojos entornados mientras él retiraba el improvisado vendaje. Alzó la mano hacia la luz y la observó con gesto de concentración.

–No parece que necesite puntos, pero creo que se te ha clavado una esquirla. ¿Tienes unas pinzas?

Era una pregunta absurda para hacérsela a una mujer cuyas cejas crecían más deprisa que las malas hierbas.

–En el armario de encima del lavabo.