Reflexiones sobre el liberalismo
 
HENRY RAMOS ALLUP
@hramosallup

A Emilio Ramos Rached y Amanda Allup de Ramos, por todo.

A Rodrigo Emilio, Ricardo Enrique y Reinaldo Eduardo, felicidad tardía y por eso mismo intensa.

Y especialmente a Diana, por demasiadas y tantas cosas.

Prefacio a la segunda edición

Agradezco a los lectores el éxito de la primera edición de Reflexiones sobre el liberalismo (Ediciones Nueva Visión, mayo 2007) si ello se evalúa por el rápido agotamiento del primer tiraje de 3500 ejemplares, inusualmente elevado en nuestro país para este tipo de libros. Precisamente eso, así como las muchas solicitudes de interesados en hacerse de un ejemplar infructuosamente, han constituido estímulo para la emisión de la segunda edición. A propósito de esta, aprovecho para expresar lo que me abstuve de hacer en la primera. Medité mucho antes de sumergirme en la apasionante actividad de investigar y escribir sobre un fenómeno tan complejo y trajinado en las ciencias sociales —sobre el que creía saber algo y realmente ignoraba casi todo— respecto del cual existen incontables opiniones de eruditos y legos, pero tuve presente la atinada reflexión del eminente historiador inglés Paul Johnson, quien expresara en su memorable Historia de los Estados Unidos que «redactar un libro es la única manera de estudiar un tema sistemáticamente, y con el empeño y la minuciosidad que merece».

Cuando decidí iniciar la investigación, elaboré un esquema general de trabajo que fui descartando en la medida en que revisaba la copiosa bibliografía sobre el tema y hacía las consultas pertinentes, tal era mi ignorancia sobre lo que indagaba. El esquema final, pues, no guardó parecido alguno con el primigenio. Tardíamente debo agradecer al extinto doctor Miguel de la Madrid, expresidente de México e inmediatamente después del Fondo de Cultura Económica, por haberme facilitado el acceso a la amplia bibliografía de esa prestigiosa editorial que empleé en mis consultas.

Resulta relativamente fácil escribir sobre lo que nadie o pocos conocen y extremadamente difícil hacerlo sobre tópicos polémicos que vienen ocupando desde hace centenares de años, en medio de insondables y a menudo irreconciliables posiciones, las reflexiones de filósofos, historiadores, sociólogos, políticos, cientistas sociales en general y opinantes del común. En eso consistía el reto, posiblemente también el atrevimiento y el riesgo de adentrarme en un tema y no hacerlo a la altura que su contenido exigía. Como si fuera poco, a ello se añadían circunstancias de orden personal por haber sido desde mi adolescencia un activista político, luego dirigente partidista a dedicación exclusiva, así como parlamentario en legislaturas regionales, nacionales e internacionales, siempre inmerso en las polémicas y fragores que tales actividades conllevan. Todos esos hechos, obviamente disuasivos, me hacían temer que se soslayara la imparcialidad valorativa ante todo cuanto pudiera expresar, mediante la palabra oral o escrita, uno de los muchos disputantes de la ardorosa política venezolana, aunque se tratara de un tema no directamente incluido en los ajetreos partidistas. Si en esas actividades las posiciones obedecen siempre a la rivalidad y a la pasión, sentimientos ambos que comprometen la objetividad, era de esperarse que los truenos cayeran también sobre la iniciativa de una investigación cuyo único propósito era contribuir a la mejor comprensión del fenómeno más importante de Occidente en los últimos cinco siglos.

Para mi sorpresa, Reflexiones sobre el liberalismo contó desde el principio con opiniones sumamente favorables, y diría que hasta con elogios desmedidos, tanto de académicos como de simples lectores ajenos a la docencia universitaria y a la actividad política, y eso me ha significado motivo de legítimo orgullo. Adversarios políticos irreconciliables, entre ellos renombrados profesores universitarios de quienes en mi prolongada actividad pública solo he recibido críticas ásperas en cuya valoración nunca me detuve, se dieron una tregua para elogiar el contenido de esta investigación tan compleja como el tema mismo que abordaba. Debo agradecerles sinceramente su hidalguía por reconocer el esfuerzo y haber hecho un inusitado paréntesis que me halaga especialmente por provenir de quienes proviene.

Críticos de buena fe han celebrado el texto pero me han expresado que es «un poco largo», y aquí debo manifestar que asumí el riesgo calculadamente: sacrifiqué la concisión, ciertamente, para ganar en claridad, haciendo muchas veces abundoso el contenido en beneficio de la comprensión del lector no especializado y para la debida intelección de un fenómeno como el liberalismo, en el que se hallan implicados innumerables tópicos que, a falta de explicación detallada, ameritaban las consultas e indagaciones colaterales que el lector común no se permite. El que escribe solo para los especialistas no resulta comprendido por el común; en cambio, quien escribe para el común es comprendido por el especialista. En cuanto a la longitud, también podría repetir la afortunada respuesta de Harry Sinclair Lewis a su editor, en 1923, cuando este le reclamaba «cortes» a su celebrada y voluminosa novela Fuego otoñal: «Anímate y recuerda que todos los libros de buena venta son indecentemente largos».

Jules Michelet, el brillante historiador de Francia, a propósito de críticas hechas a su apasionada obra, expresó que «el historiador que se propone desaparecer al escribir, que aspira a no ser, no es en absoluto un historiador», advertencia que creo válida para cualquiera que escriba con pretensiones asépticas para disimular su propia posición ante el tema que alude. En el prólogo a Mi vida, ensayo autobiográfico, Trotski, quien vivió hasta su muerte como un radical fervoroso e indoblegable, anotó que «así como el revolucionario más intransigente no puede volver la espalda a las circunstancias de lugar y tiempo, el polemista más fogoso tiene que guardar las proporciones de las personas y las cosas». Si bien me propuse no desaparecer al escribir Reflexiones sobre el liberalismo, procuré siempre ser objetivo y fundamentar mis puntos de vista, a veces a favor y en ocasiones en contra, respecto de un tema apasionante y controversial ante el que cualquier neutralidad resulta imposible.

Para esta segunda edición, he tratado de salvar errores de la primera y las infaltables travesuras de los duendes de la imprenta. Efectué correcciones en los signos de puntuación, incluí y excluí cursivas, hice mejoras de sintaxis y ortografía, reordené algunos párrafos y citas bibliográficas, introduje algunos comentarios y citas, muy pocos en realidad, que mejoran el texto sin modificar el fondo de la versión original. Las carencias y equivocaciones de este trabajo, que seguramente son muchas, son obviamente de mi exclusiva responsabilidad.

Capítulo I

Orígenes y evolución del liberalismo. Grecia y Roma

A diferencia de lo que ocurre con las invenciones y descubrimientos, resulta difícil ubicar en una fecha y a veces en una época determinada la génesis de las principales corrientes del pensamiento social, religioso, filosófico, político y económico. De ellas puede decirse, lo mismo que del derecho, que son múltiples y diversas las fuentes y circunstancias que determinan su nacimiento, condicionan su evolución y modelan su contenido. El liberalismo es la consecuencia de hechos sumamente complejos que comienzan a manifestarse en forma clara a partir del siglo XV, pero aun con raíces muy anteriores, y de allí siguen su evolución hasta nuestros días. John Gray, en su ensayo sobre el liberalismo, en el cual desarrolla una firme defensa de dicha corriente, después de hallar en el pensamiento de Pericles principios igualitarios, liberales e individualistas como para considerarlo factor fundamental de la libérrima sociedad abierta ateniense y auténtico precursor del liberalismo, así como precisar en Aristóteles y Platón terribles reacciones «contrarrevolucionarias» en la misma sociedad, sostiene, contra la opinión de muchos especialistas en la materia, que los rasgos de ideas liberales encontrados en la Antigüedad clásica, especialmente en Grecia y Roma, forman parte de la prehistoria del liberalismo y no del movimiento liberal moderno, ya que «como corriente política y tradición intelectual, como un movimiento identificable en la teoría y en la práctica, el liberalismo no es anterior al siglo XVII». Según el análisis de Gray, el surgimiento de las ideas aristotélicas señala la culminación del período protoliberal de Grecia y es posteriormente con los romanos cuando aparece el siguiente episodio significativo en la prehistoria de la tradición liberal (Gray. 1994: 9-20).

Si bien es cierto que a mediados del siglo V a. C. la democracia ateniense es espléndida y espontánea en el pensamiento, en el arte, en la participación cívica y en la más absoluta libertad en aquella ciudad-estado pintada magistralmente por la oratoria de Pericles en su Discurso fúnebre en honor a los caídos en el primer año de la guerra con Esparta (Tucídides. 1976: 69-74), los años finales de ese siglo, los de los diálogos platónicos y los de la filosofía aristotélica constituyeron la gran época de la filosofía política, el hito del cual partirán y el centro a cuyo alrededor gravitarán las grandes reflexiones y las más trascendentes exploraciones intelectuales de los siglos posteriores. Quienes analicen la Antigüedad clásica en búsqueda de líneas de pensamiento o al menos de antecedentes importantes de todas las corrientes de pensamiento que se desarrollaron después del clasicismo, hallarán invariablemente temas que ya habían sido tratados en la Academia platónica o en la Escuela aristotélica. Según explica Sabine: «en la época en que se completó el corpus de escritos aristotélicos —año 323 a. C.— el esquema general del conocimiento —filosofía, ciencia natural, ciencia de la conducta humana y crítica del arte— quedó fijado de tal modo que sus líneas generales se pueden reconocer en cualquier época posterior del pensamiento europeo» (Sabine. 1981: 38).

Así, entonces, resultan discutibles, como mínimo, las afirmaciones que Gray hace acerca de las aportaciones contenidas en los diálogos platónicos y los escritos aristotélicos, ya porque los considere simplemente «contrarrevolucionarios» y les niegue todo valor positivo frente al pensamiento «liberal» de Pericles, ya porque estime caprichosamente antiliberales y liberticidas ideas tales como considerar al Estado el medio más idóneo para asegurar el bien supremo de los individuos, la de que el fin del Estado es ético al propender al bienestar de la comunidad, la de que la justicia es el vínculo que mantiene unida a la sociedad y la que afirma que si la virtud es conocimiento (idea fundamental en Platón tomada de su maestro Sócrates) los hombres desearán el bien en cuanto lo descubran, lo estudien o lo aprendan.

Los sofistas y el individualismo

También debe señalarse la importante aportación de los sofistas, durante el siglo de Pericles, a la perspectiva liberal moderna. Considerados merecidamente como los primeros filósofos individualistas, fueron también los primeros en rechazar la validez de la verdad universal, en promover la idea del relativismo histórico y el sentido crítico de todas las cosas. Para ellos, todo era producto del espíritu humano, el hombre es la medida de todas las cosas (Protágoras), su naturaleza es egoísta, sus facultades desiguales y no es esencialmente un ser social sino individual, por lo cual concibieron el Estado como el resultado de un pacto entre los hombres y creyeron en su capacidad ilimitada para la educación. Es verdaderamente sorprendente la influencia que ejercieron los sofistas en todo el pensamiento filosófico ulterior, cuyos principios maestros veremos reproducidos y diversamente desarrollados una y otra vez a través del estudio del pensamiento liberal.

Las instituciones políticas romanas y el derecho civil

Debe destacarse de manera especial, y como antecedente sumamente importante, la influencia que ejercieron las instituciones políticas romanas, especialmente las del derecho civil, en el cual «creció una ley privada altamente desarrollada y, muchas veces, en extremo individualista» (Gray. 1994: 20), en el pensamiento, postulados y prácticas liberales de los siglos XVII, XVIII y XIX. No obstante que esas leyes fueron atemperadas y experimentaron una fuerte declinación, en especial bajo los mandatos de Justiniano y Constantino, se transmitieron a la posteridad a través del individualismo cristiano y el Renacimiento latino de los siglos XV y XVI, constituyendo una larga tradición que influyó de modo determinante en la filosofía, pensamiento político y derecho occidentales hasta nuestros días. Para el siglo XVII, los escritores clásicos latinos habían desplazado la influencia preponderante que ejercían los del clasicismo griego (aunque históricamente se habla de la Antigüedad clásica como una etapa localizada en el lapso de plenitud de las civilizaciones griega y romana, desde el siglo V a. C. al siglo II d. C., o más ampliamente en toda su duración, desde el siglo VIII a. C. hasta al siglo V d. C. , como una unidad denominada Clasicismo grecorromano), seguramente por el grado de desarrollo de las instituciones jurídicas romanas, inspiradas en la famosa Ley de las XII Tablas, que contenía principios novedosos sobre la libertad, la eliminación de privilegios entre iguales y el establecimiento para todos los ciudadanos de una ley común que la fuerza de la costumbre había impuesto, y por la evolución que experimentaron las ideas de los jurisconsultos romanos durante el régimen del emperador Justiniano, especialmente el Digesto y la Instituta en el siglo VI, obras en las cuales subyace el pensamiento estoico esbozado por Cicerón, particularmente en lo concerniente a la fraternidad de todos los hombres y al carácter universal del derecho. No ha podido precisarse con exactitud la data de la Ley de las XII Tablas, y hasta se ha dudado que fuese resultado del trabajo de los célebres decemviros enviados por Roma a ilustrarse en el derecho de las ciudades griegas; muchos jusromanistas sostienen que la diversidad y heterogeneidad de las materias agrupadas en ese texto hace presumir que se trata de disposiciones dictadas en épocas distintas, finalmente compiladas alrededor del año 450 a. C. Para Sabine, que destaca la influencia de la filosofía y el derecho latinos en todo el pensamiento occidental posterior, «la verdadera importancia de Cicerón para la historia del pensamiento político consiste en que dio a la doctrina estoica del derecho natural la formulación que ha sido universalmente conocida en toda Europa occidental desde su época hasta el siglo XIX. De él pasó a los jurisconsultos romanos y en no menor medida a los Padres de la Iglesia. Los pasajes más importantes se citaron innumerables veces en la Edad Media» (Sabine. 1981: 129).

En el mismo sentido, Friedrich Hayek destaca la influencia latina en la formación del pensamiento liberal:

El principio inspirador de las leyes de la Roma libre nos ha sido transmitido principalmente por las obras de historiadores y oradores del período, quienes una vez más llegaron a ejercer influencia durante el Renacimiento latino del siglo XVII. Tito Livio […] Tácito y, sobre todo, Cicerón llegaron a ser los principales autores a través de los cuales se difundió la tradición clásica. Para el moderno liberalismo, Cicerón convirtióse [sic] en la principal autoridad y a él debemos muchas de las formulaciones más efectivas de libertad bajo la ley. A él pertenece el concepto de las reglas generales, de las leyes legum que gobiernan la legislación; el de la obediencia a las leyes si queremos ser libres y el de que el juez haya de ser tan solo la boca a través de la cual habla la ley (Hayek. 1975: 225).

No obstante que en el transcurso del tiempo hubiese sido abrogada, suplantada o atenuada por normas menos liberales o en general más restrictivas de la libertad, la legislación romana dejó una impronta que marcaría profundamente todas las instituciones jurídicas posteriores, ya por simple inercia, ya por acostumbramiento a las leyes ancestrales consolidadas por la observancia reiterada, ya por la resistencia natural ante cualquier nueva ley que limitara la libertad, ya porque las instituciones jurídicas romanas resultaran favorecidas al comparárselas con las que fueron consagradas por legislaciones ulteriores. Sin embargo, las instituciones políticas romanas y el sistema jurídico romano en general serían inaplicables a la sociedad enteramente distinta que fue desarrollándose a través de la época medieval.

La Gloriosa Revolución inglesa de 1688 y la lucha contra el absolutismo

José Guilherme Merquior, coincidiendo con Gray en cuanto a la época en la que cabe situar el surgimiento del conjunto sistematizado de prácticas e ideas que posteriormente se denominaría «liberalismo», expresa que «por consenso de los historiadores el liberalismo (la cosa, aunque no el nombre), surgió en Inglaterra en la lucha política que culminó en 1688 en la Gloriosa Revolución contra Jacobo II», es decir, a finales del siglo XVII, cuyos objetivos fueron «la tolerancia religiosa y el gobierno constitucional, que llegaron los dos a ser pilares del orden liberal y con el tiempo se extendieron por todo el Occidente» (Merquior. 1993: 16). En lo expuesto por Merquior, hay dos circunstancias que deben destacarse: en primer lugar, que el conjunto de ideas dispersas pero similares alrededor de unos mismos postulados, las cuales posteriormente se agruparían y conocerían con el nombre de «liberalismo», son muy anteriores al término mismo, aspecto que examinaremos cuando tratemos lo relacionado con la acuñación del vocablo «liberal». En segundo lugar, que el autor no se limita a hacer una referencia temporal genérica (la época) para situar la aparición del liberalismo, sino que precisa dentro de una época un hecho histórico determinado, con personajes, fecha y lugar específicos (la Gloriosa Revolución de 1688, encabezada por el protestante Guillermo de Nassau o de Orange contra su suegro, el rey de Inglaterra, Jacobo II Estuardo, enfrentado al pueblo inglés por su catolicismo y su alianza con Luis XIV de Francia, símbolo del absolutismo) y dos finalidades concretas: la tolerancia religiosa y el gobierno constitucional como hitos que marcan formalmente la aparición del fenómeno liberal.

Jean-Jacques Chevallier (1979: 87-101), al analizar el Ensayo sobre el Gobierno civil de John Locke, también sitúa en el mismo suceso histórico el arranque formal del liberalismo, cuando expresa que en noviembre de 1688 Guillermo, llamado por la inmensa mayoría del pueblo inglés y por la misma Iglesia oficial, que era la anglicana, desembarca en las costas de Inglaterra blandiendo una triple consigna de contenido verdaderamente revolucionario: «Por la libertad, por la religión protestante, por el Parlamento» eran las palabras inscritas en las banderas del príncipe de Orange. Indica Chevallier que, como resultado de la Revolución Gloriosa de 1688, el protestantismo y el liberalismo whigs prevalecieron sobre el catolicismo a lo Bossuet, sobre el absolutismo de derecho divino a lo Luis XIV y sobre la soberanía absoluta y no compartida.

C.B. Macpherson considera que las raíces del Estado democrático-liberal, y ya no solamente del liberalismo, se hallan en la teoría política y en la práctica política del siglo XVII inglés:

Fue entonces cuando, en el curso de una prolongada lucha en el parlamento, de una guerra civil, de una serie de experimentos republicanos, de una restauración de la monarquía y de una revolución constitucional final, se desarrollaron todos los principios que habrían de convertirse en fundamentales para la democracia liberal, aunque, en aquella época, no todos con el mismo éxito. Y está claro que un ingrediente esencial de la lucha práctica y de las justificaciones teoréticas era una creencia nueva en el valor de los derechos del individuo (Macpherson. 1970: 15).

Aunque en términos generales Macpherson coincide con los autores antes citados, introduce un nuevo elemento como determinante en la aparición del fenómeno liberal («una creencia nueva en el valor de los derechos del individuo»), pero también concluye en que «hoy no es posible conseguir una teoría válida de la vinculación moral a un Estado democrático-liberal en una sociedad capitalista», por lo cual habría que buscarla más bien en una sociedad no capitalista e incluso socialista pues, siempre según Macpherson, pueden conciliarse perfectamente, y quizá más fácilmente, liberalismo y socialismo que liberalismo y capitalismo, tal como veremos adelante cuando examinemos el subtítulo: Liberalismo, liberismo y democracia en la sociedad capitalista de mercado.

El complejo tránsito del liberalismo

No obstante estas precisiones y las simplificaciones históricas implícitas, el origen del liberalismo es bastante más complejo, en la misma medida en que guarda relación íntima con la historia de Occidente en los últimos quinientos años, para señalar alguna referencia temporal no excluyente. El liberalismo nace y se desarrolla en el tránsito del pensamiento antiguo al medieval y posteriormente al moderno; del feudalismo al absolutismo y de este a la democracia; del colectivismo al individualismo; de la aristocracia a la burguesía; de la civilización agraria al capitalismo mercantil y luego al capitalismo industrial; del artesanado al gremialismo y a las corporaciones y de ellos a la Revolución Industrial; del cristianismo a la Reforma y a la Contrarreforma; de la Patrística a la Escolástica y de esta al Renacimiento y a la Ilustración; del sistema político-económico feudal, cuyas características esenciales eran el localismo y la disgregación, a la aparición del Estado-nación rígidamente centralizado. En su origen y evolución «han contribuido de modo determinante hombres que de hecho le eran ajenos y aun hostiles; desde Maquiavelo hasta Calvino, desde Lutero hasta Copérnico, desde Enrique VIII hasta Tomás Moro, en un siglo; y en otro Richelieu y Luis XIV, Hobbes y Jurieu, y lo mismo Pascal que Bacon» (Laski. 1981: 12), y sobre él han influido diversas circunstancias económicas, sociales, políticas y religiosas que aparecieron y se desarrollaron autónomamente para coincidir en distintos momentos de la historia.

Los principios fundamentales

El liberalismo apareció como postulado proclamando y aspirando a la libertad en todo, contra los diversos privilegios sobre los que se había construido el entramado del sistema medieval. No obstante que muchas veces desde el ejercicio del poder desmintiera este postulado esencial de libertad general, se fundamentó en una característica doctrina de los derechos naturales inalienables concebidos como anteriores y superiores a cualquier organización social; en el individualismo, la igualdad ante la ley y la autoridad; en la competencia aun entre participantes inicialmente desiguales; en la propiedad, en la herencia y en el mercado no interferido como concepción sistémica esencial (mas allá o por encima de un mero lugar físico), como ámbito en el cual productores y consumidores intercambian libremente bienes y servicios con base en los infinitos datos e informaciones que dicho mercado pone a su disposición; en el respeto y en la defensa de las desigualdades materiales que la tenencia de la propiedad apareja; en la libertad de conciencia y culto; en la menor injerencia del Estado, cualquiera fuese su forma, en la esfera de actuación de los particulares; en el menor tamaño posible de la organización estatal y del gobierno; en la desconcentración y división del poder político y en la separación de las funciones del poder público (como fundamento de un sistema de contrapesos entre ellos) y en la precisa demarcación de las funciones de cada uno de dichos poderes; en el mínimo indispensable de leyes, que en todo caso habrían de ser claras, precisas y no fácilmente modificables, destinadas a proteger los derechos y la seguridad del individuo, aunque pronto se convirtiera en la doctrina primero de la burguesía propietaria, luego del mercantilismo y finalmente del capitalismo, en el evangelio de los titulares efectivos de los derechos económicos, que en todas las sociedades siempre han constituido la minoría social, y en doctrina de quienes querían imponer una peculiar concepción de la libertad, entendida en función de la propiedad, aun en perjuicio de la justicia social e incluso en perjuicio de la democracia como sistema de gobierno conforme al principio de las mayorías, según el concepto tradicional, ya que la concibieron como un sistema que respetase también los derechos de las minorías, aunque en determinado momento estos derechos fuesen contrapuestos a los de la mayoría.

Laski define el contenido y desarrollo del liberalismo de la manera siguiente:

... como doctrina se relaciona sin duda con la noción de libertad, pues surgió como enemigo del privilegio conferido a cualquier clase social por virtud del nacimiento o la creencia. Pero la libertad que busca tampoco ofrece títulos de universalidad, puesto que en la práctica quedó reservada a quienes tienen una propiedad que defender. Casi desde los comienzos lo vemos luchar por oponer diques a la autoridad política, por confinar la autoridad gubernamental dentro del marco de los principios constitucionales y, en consecuencia, por procurar un sistema adecuado de derechos fundamentales que el Estado no tenga facultad de invadir. Pero aquí también, al poner en práctica esos derechos, resulta que el liberalismo se mostró más pronto e ingenioso para ejercitarlos en defensa de la propiedad que no para proteger y amparar bajo su beneficio al que no poseía nada que vender fuera de su fuerza de trabajo. Intentó, siempre que pudo, respetar los dictados de la conciencia, y obligar a los gobiernos a proceder conforme a preceptos y no conforme a caprichos; pero su respeto a la conciencia se detuvo en los límites de su deferencia para con la propiedad, y su celo por la regla legal se atemperó con cierta arbitrariedad en la amplitud de su aplicación (Laski. 1981: 14).

La aparición del vocablo

El vocablo «liberal» apareció y se popularizó con bastante posterioridad al conjunto sistematizado de ideas y prácticas económicas y políticas que hoy conocemos genéricamente con el nombre de «liberalismo», las cuales surgieron y han venido difundiéndose desde hace aproximadamente quinientos años, especialmente en Occidente. Casi todos los autores coinciden en afirmar que el término se originó en España alrededor de 1810-11 para calificar un tanto peyorativamente a rebeldes y contestatarios de la época, y que su mayor difusión europea comenzó alrededor de 1820.

«El liberalismo ha existido como actitud espiritual, en Europa occidental, mucho antes de que llegase a ser una designación política cuyo empleo no se remonta sino a comienzos del siglo XIX, cuando en las Cortes españolas de 1812 los liberales, representantes de la burguesía, vencieron en su oposición a los serviles, diputados de la nobleza y el clero, que tradicionalmente habían apoyado la monarquía absoluta. En 1812 los liberales habían conseguido la aprobación de una constitución que otorgaba a la nación española el derecho a establecer sus leyes fundamentales, aunque dos años después volvió el absolutismo en la persona del rey Fernando VII. No obstante, el término «liberales» prendió en otros países de occidente. En Inglaterra, sirvió primero de ofensa jenofóbica [sic] dirigida por los torys a sus adversarios, los whigs, más progresistas. Pero, a su tiempo, llegó a ser una palabra respetable y título de un partido importante (Bramsted-Melhuish. 1982: I-19. Paréntesis añadidos).

Giovanni Sartori hace un interesante relato sobre los pormenores de la acuñación del término «liberal», atribuyéndoles suma importancia en el desarrollo histórico del liberalismo:

Hasta mediados del siglo XIX (el término) no fue aceptado en Inglaterra como inglés y digno de elogio. El «liberalismo» comenzó a emplearse aún más tarde. Resulta, por lo tanto, que la denominación (el nombre abstracto) se implantó unos tres siglos después de la aparición del fenómeno. Hecho este que podemos calificar de desafortunado; pues, habiendo visto la luz tardíamente, era demasiado tarde para que el nombre arraigase. Además, por diversas razones, nació en un mal momento; en realidad, en el peor momento. La historia de la palabra es, por lo tanto, un aspecto interesante de la historia y merece relatarse, pues pocas fórmulas pueden competir con el «liberalismo» por haber nacido con fortuna tan adversa Sartori (1988: II-449).

El liberalismo innominado y el liberalismo nominado

Sartori atribuye gran importancia al desfase entre la aparición del fenómeno y su nominación, lo cual aconteció cuando el liberalismo, todavía innominado, ya había producido sus frutos, «aunque no lo esencial de sí mismo, pero sobre todo porque en ese momento la historia había comenzado a evolucionar rápidamente, tan rápidamente que los liberales no lograron recuperar todo el tiempo perdido entre el nacimiento clandestino y el bautismo oficial».

Debemos detenernos un tanto en el aspecto terminológico por la importancia, quizá un tanto exagerada, que Sartori le atribuye. Aunque la adopción de un término tiene gran importancia a los efectos de lo que pretende definir, ya que con él se logra identificar con una o pocas palabras un conjunto de ideas y conceptos (como lo demuestran los términos «liberalismo» y «socialismo»), debe tenerse muy presente que los términos son siempre cronológicamente posteriores a lo que definen, es decir, que primero fue lo definible (cosas, hechos, ideas, circunstancias) y después las palabras, o sea la definición. Si primero fueron los objetos y después los vocablos que sirvieron para definirlos, si tales objetos existían antes de que se los nominara, es obvio que son más importantes que las palabras utilizadas para identificarlos. «Liberalismo» y «socialismo» fueron neologismos inventados a comienzos del siglo XIX, empleándose posteriormente para definir asuntos no exactamente iguales a aquellos que motivaron su acuñación. Es decir, que originalmente ambos términos definían e identificaban circunstancias diferentes a lo que posteriormente se conoció como «liberalismo» y «socialismo»; y aunque continúen siendo palabras literalmente iguales que en la época de su acuñación, han variado etimológicamente, porque las ideas o circunstancias que nominan han experimentado diversas reformulaciones y muchas de ellas tienen hoy interpretaciones y hasta significados diametralmente distintos a los originales. Por supuesto que la terminología tiene gran importancia, pero nunca más que el contenido. Lo comprueba el hecho de que hoy día nadie discute terminologías plenamente aceptadas (aunque puedan parecernos inapropiadas, ficticias, contradictorias e incluso repugnantes); en cambio, sí se discute el contenido que encierra la terminología aceptada.

Aun en relación con la época de aparición y popularización de los términos «liberal» y «liberalismo» se presentan ambigüedades y dudas, no obstante que la incertidumbre podría despejarse revisando las obras de los autores más connotados adscritos al liberalismo, tanto las de los precursores como las de los clásicos, para determinar desde cuándo comenzaron a utilizarse formalmente esos términos y cuál era su verdadero significado en cada época. Pero resulta verdaderamente difícil comprender por qué Sartori afirma que mientras «un liberalismo sin nombre ha constituido entre los siglos XVII y XX el impulso más importante de la civilización occidental, el liberalismo como denominación pleno iure para resumir esta experiencia ha conseguido status y consideración sólo durante algunas décadas», décadas que el autor no precisa. Sabemos que en el siglo XVII el liberalismo comenzó a tomar cuerpo ideológico; que en el siglo XVIII alcanzó gran desarrollo y vivió su época de esplendor (la cual aspiraron a reivindicar los liberales del siglo XX, especialmente después de la Primera Guerra Mundial), y que en el siglo XIX, en medio de alzas y bajas, experimentó sus más grandes confrontaciones, particularmente desde la constitución formal del socialismo. También sabemos que el liberalismo fue denominado como tal y popularizado el vocablo en el primer cuarto del siglo XIX, es decir, que desde entonces el liberalismo se conoce como «liberalismo».

El «infortunio» del liberalismo

Sartori atribuye el «infortunio» del liberalismo a tres causas fundamentales: la primera, a la que ya nos hemos referido, es al desfase entre la aparición y existencia del fenómeno liberal en sí y su denominación o bautismo formal como «liberalismo». La segunda, derivada del hecho de que la historia se hubiese acelerado demasiado rápidamente en el siglo XIX, por lo cual «en el transcurso de unas décadas el “liberalismo” encontró dos competidores colosales: las denominaciones “democracia” y “socialismo”». En opinión de Sartori, dos rivales son demasiado, ya que la política históricamente gira en torno a oposiciones y polarizaciones elementales; y si la caída de Jacobo II en Inglaterra en 1688 y del Antiguo Régimen en Francia en 1789, representativos del absolutismo, originó la confrontación entre este y la república liberal o la monarquía constitucional con control parlamentario surgida de las revoluciones, la antítesis que surgió después de las revoluciones «contraponía el liberalismo a la democracia» o bien contraponía el liberalismo a los antiguos regímenes restablecidos al cabo de las revoluciones, es decir, a las monarquías o al imperio; tal fue el caso de Francia. Pero muy pronto —apunta Sartori— la aparición de un tercero en discordia impuso un realineamiento de las fuerzas rivales que, como ya se ha dicho, eran el liberalismo y la democracia:

El nuevo protagonista en Europa era el socialismo. Y en la medida en que el socialismo canalizaba las demandas de los trabajadores, liberales y demócratas se vieron, y aún se encuentran, reducidos a maniobrar en el mismo espacio electoral y, de esa manera, obligados a converger (Sartori. 1988: II-451).

Este análisis de Sartori implica otras circunstancias aún más desfavorables para el liberalismo y, más que la explicación misma, facilitan la comprensión de su «infortunio». Este no pudo haber dependido del simple hecho de que al liberalismo le hubiesen aparecido rivales o de que se hubiese visto obligado a maniobrar en un mismo campo con otras corrientes ideológicas o fenómenos sobrevenidos, pues el solo hecho de la insurgencia, la novedad por sí sola, tampoco la simple rivalidad, son suficientes para abatir o derrotar lo conocido. Si el hecho conocido es bueno o goza de aceptación universal o al menos mayoritaria, la mera prédica en contrario, la sola promoción de lo desconocido o la mera rivalidad representada en una ideología contraria tienen pocas oportunidades de fructificar, menos si se considera que por lo general los seres humanos suelen ser conservadores y recurren a los cambios solo cuando la situación en la que se hallan les resulta insoportable. Por lo demás, la circunstancia de que hubiesen aparecido como contrapuestos liberalismo y democracia, primeramente, y que luego estos coincidieran en una misma confrontación contra el socialismo, no puede ser razón única y suficiente para que el socialismo hubiese logrado una preponderancia inversamente proporcional a la declinación de aquellos, al menos entre la segunda mitad del siglo XIX y los tres primeros cuartos del siglo XX. En cambio, sí puede afirmarse que el triunfo de cualquier novedad ideológica necesariamente se fundamenta en el desencanto, fracaso o agotamiento de las ideologías precedentes. Poca suerte habrían tenido primero la democracia y después el socialismo si el liberalismo que los precedió hubiese generado un estado de satisfacción plena o al menos de conformidad social. Este examen nos lleva a la circunstancia que Sartori cita en tercer lugar y que, a nuestro modo de ver, es la más importante de todas: la vinculación indisoluble, el ayuntamiento entre el liberalismo político y el liberalismo económico, que él denomina «liberismo» (muchos tratadistas italianos utilizan comúnmente el vocablo «liberismo» para referirse al liberalismo económico y reservan el término «liberalismo» para referirse a los aspectos políticos de la doctrina). Debemos reiterar que para el momento cuando se acuñan los términos «liberal» y «liberalismo» (1810-11) y comienzan a alcanzar mayor difusión en Europa (1820), el liberalismo ya existía sin que fuese conocido como tal, es decir, existía innominadamente. La explicación de Sartori ayuda a la comprensión de la tercera causa:

En aquellos años tenía lugar la primera revolución industrial, con todas sus tensiones, crueldades y miserias; la revolución industrial se produjo en nombre de la libertad económica. Hoy sabemos que la industrialización —abstracción hecha de la bandera que la ampare, el capitalismo o el socialismo— se hace a costa de la explotación despiadada del proletariado. Sin embargo, el progreso industrial en Occidente se produjo bajo los auspicios de la libre competencia, del laissez-faire y del evangelio de la escuela de Manchester. Así, pues, por una coincidencia desafortunada, el nombre se acuñó en un momento en que la novedad no era el liberalismo político sino el liberismo económico. Aun así, la culpa recayó sobre el liberalismo como un todo indivisible. Después de esa fortuita y desgraciada coincidencia, el liberalismo (sin matices ni diferenciaciones) se asoció más con la economía que con la política; se le calificó en última instancia de «capitalista», se ganó la hostilidad sempiterna de las clases trabajadoras y todavía hoy un buen número de autores continúan hablando del liberalismo clásico como si fuera el liberalismo del laissez-faire confundiendo así erróneamente el liberalismo con el «liberismo» económico (Sartori. 1988: II-454).

La piadosa explicación de Sartori permite varios comentarios. El primero (incluso aceptando que la acuñación del término «liberal» se hubiese producido tardíamente y en infausta coincidencia con la primera Revolución Industrial), que la asociación entre las ideas y prácticas económicas y políticas que posteriormente se calificarían como «liberalismo político» y «liberalismo económico» o «liberismo», respectivamente, o simplemente como «liberalismo» sin diferenciaciones, venía desde hace mucho tiempo atrás, desde que en nombre de la libertad total se plantearon las primeras reivindicaciones de carácter económico y luego las de carácter político, lo cual hizo que apareciesen confundidas unas y otras, y no precisamente a propósito o a consecuencia de la Revolución Industrial. Pero sucede que, en realidad, no es históricamente cierto que la acuñación del término «liberalismo» se produjera al mismo tiempo que la Revolución Industrial, ni con la inglesa, ni con la de Europa continental ni con la norteamericana. Mientras que la Revolución Industrial comenzó a desarrollarse en Inglaterra alrededor de 1760, el vocablo «liberalismo» apareció en 1810-1811 (o sea, unos cincuenta años después) en España, no en Inglaterra; su mayor difusión europea ocurrió cerca de 1820 (o sea, unos sesenta años después), y su aceptación o popularización en Inglaterra fue, según el mismo Sartori, «alrededor del siglo XIX» (digamos que unos noventa años después, si nos situamos en 1850, o sea en la mitad del siglo XIX). Es decir, que todos los avatares relacionados con la acuñación y popularización del neologismo se produjeron mucho tiempo después de que la Revolución Industrial hubiera alcanzado considerable desarrollo, al menos en Inglaterra, pero mucho antes de que se produjera en Europa continental y en los Estados Unidos de América, lo cual aconteció alrededor de 1870. Esto en relación con el término. Pero es que cuando analizamos la aparición del fenómeno liberal y examinamos sus causas (y ya no se trata solamente del asunto terminológico), los tiempos tampoco cuadran, ni con la Revolución Industrial inglesa ni con la de Europa continental ni con la norteamericana, porque las diversas causas que determinaron la aparición del fenómeno liberal son antiquísimas (ya nos hemos referido a los orígenes identificables del liberalismo en el clasicismo greco-latino y posteriormente estudiaremos su evolución y desarrollo), y el liberalismo formal es considerado un producto del siglo XVII, o sea muy anterior a la Revolución Industrial inglesa, como a la de Europa continental y a la norteamericana. En resumen, la Revolución Industrial (la inglesa, la de Europa continental y la norteamericana) es un fenómeno posterior al liberalismo, que ya existía antes de ser nominado como tal (y todos los autores señalan que la Revolución Industrial fue una consecuencia directa del liberalismo económico), pero es también y al mismo tiempo un fenómeno anterior a la acuñación y popularización del término «liberal», en el caso de la Revolución Industrial inglesa, y es posterior a la acuñación y popularización del término en relación con la Revolución Industrial de Europa continental y norteamericana. Lo que importa destacar es que la Revolución Industrial, sea la inglesa, la de Europa continental o la norteamericana, en ningún caso coincide ni con la acuñación de la palabra «liberal» ni con su popularización y nos atrevemos a afirmar que tampoco guarda coincidencia temporal con el debate surgido en torno a la conflictividad desencadenada a propósito del ayuntamiento o confusión entre el liberalismo político y el liberalismo económico o «liberismo». Al examinar estos datos, pues, la confusión o asociación del liberalismo con el «liberismo», que es histórica y raizal, debe buscarse en otros campos en vez de considerarla una causa o una consecuencia de la Revolución Industrial, la cual constituye solo una etapa, muy importante pero solo una etapa, del proceso de desarrollo capitalista y del sistema de libertades económicas en que este se fundamenta.

En segundo lugar, la asociación, identificación o confusión entre liberalismo político y liberalismo económico o «liberismo» puede que haya sido una «desgraciada coincidencia» de hechos autónomos que terminó por desacreditar y ganarle antipatías al liberalismo político, como dice Sartori, pero en modo alguno puede calificarse de fortuita sino todo lo contrario. Puede afirmarse que respondió a la necesidad de la burguesía emergente de asegurar sus conquistas económicas a través del control del Estado y para lograrlo requería el ejercicio de libertades políticas que acabaran con las desigualdades impeditivas de su acceso al poder. Recordemos que las primeras exigencias sobre libertades políticas y las luchas contra el absolutismo teológico y laico no fueron planteadas por el pueblo llano ni por los pobres sino por los propietarios y burguesías emergentes (es decir, por quienes habían logrado progresar paulatinamente hasta alcanzar preeminencia o al menos importancia económica), y que los primeros ejercicios de democracia liberal tuvieran carácter censitario, es decir, basados en censos que reservaban el derecho de sufragio y el acceso a los cargos electivos a cierta categoría de propietarios o rentistas que poseyeran una cantidad de ingresos de cierta importancia. Que las libertades políticas fuesen apenas un medio para consolidar o proteger ventajas económicas ya adquiridas lo demuestra el hecho de la oposición de los liberales a las mismas libertades políticas por las que antes habían luchado cada vez que de alguna manera interfirieron en el mundo de los beneficios económicos conquistados. Puede afirmarse, entonces, que las libertades económicas (concretadas en beneficios económicos tangibles cuya distribución fue ordenando estratos socioeconómicos diferenciados por la acumulación de riqueza, pero no todavía clases sociales propiamente dichas) precedieron a las libertades políticas; que los sectores económicamente desfavorecidos terminaron por identificar la democracia liberal, concebida evidentemente sobre premisas exclusivistas, con democracia burguesa y capitalista porque comprendía un mundo de libertades que solo beneficiaba a quienes tenían riquezas que defender; y que el empeño de crear un nuevo establecimiento político puesto enteramente al servicio de los propietarios y la propiedad, prescindiendo de cualquier otra consideración, demuestra que la conexión entre el liberalismo político y el liberalismo económico o «liberismo» no es casual.

La coincidencia constituyó el resultado no de hechos o conductas económicos y políticos reunidos por el azar, sino de prácticas y prédicas simultáneas y perseverantes, tanto de los hombres que hicieron del liberalismo un estado de conciencia y una conducta, como de los más connotados filósofos y escritores liberales clásicos, que proponían libertad en todo, principalmente en materias de carácter económico; que definían la libertad económica como la fundamental, sin la cual no podría existir ninguna otra libertad; que planteaban que la propiedad, en tanto era lo único que garantizaba seguridad, autonomía y poder, era en definitiva lo que posibilitaba el ejercicio de las libertades políticas, consideradas una consecuencia de aquella. Los economistas clásicos de la escuela anglo-escocesa, los de la denominada escuela de Mánchester y políticos e industriales como Richard Cobden, así como los fisiócratas franceses (responsables de inventar y dar contenido específico al principio laissez faire, laissez passer y que eran, además, firmes partidarios de la monarquía absoluta, lo cual puede citarse como prueba de que el liberalismo económico y el liberalismo político no se hallan necesariamente correlacionados), unos más y otros menos, se mostraron firmes partidarios de tal principio, que desde entonces hasta hoy se ha referido casi exclusivamente al campo económico, pero que también en aquella época se extendió al campo político hasta que invadió o al menos puso en peligro el imperio de la propiedad.

Concedamos, solo como hipótesis, con todas nuestras dudas, que el liberalismo económico y el liberalismo político alguna vez fueron autónomos y pudieron haber permanecido así durante toda su evolución, de no ser por el empeño exitosamente logrado de atarlos indisolublemente por manera que hoy no puedan diferenciarse uno de otro. Pero, por encima de cualquier especulación, es preciso reconocer que la identificación o confusión del liberalismo político con el liberalismo económico se debió en mucho a la defensa que los pensadores liberales hicieron de la doctrina del laissez faire