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Akal / Hipecu / 44

Enrique López Castellón

Simbolismo y bohemia: la Francia de Baudelaire

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Diseño de portada

Sergio Ramírez

Director de la colección

Félix Duque

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© Ediciones Akal, S. A., 1999

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

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ISBN: 978-84-460-4058-3

 

 

I. Romanticismo

La mayoría de edad de Baudelaire coincide con el silencio de las musas románticas. Lamartine guardaba silencio desde sus Recogimientos poéticos. Pero ya en este poemario parecía haber apurado hasta las migajas del festín. Al convertir la poesía en «la razón cantada» y reemplazar la «expansión» (culpable de «la caída del ángel») por la «concentración», en la que vislumbraba la salvación del artista, mostraba su oposición a ciertos postulados del romanticismo. Victor Hugo, a su vez, iniciaba con Los rayos y las sombras una noche del alma en la poesía y anunciaba un cambio literario. Poco antes había proclamado la subordinación de la naturaleza al artista, no imponiendo al arte más patrón que Dios, lo que significaba una noble manera de emanciparle habida cuenta de que en el poema 38 de sus Cantos del crepúsculo había emitido este diagnóstico nietzscheano:

Las supersticiones, cual víboras horribles,

invaden nuestras sienes carentes de semillas,

llevamos en el alma el cadáver podrido

de aquella religión que vivió en nuestros padres.

Ante esta situación, las exuberantes metamorfosis de la naturaleza que se vislumbran en Los rayos y las sombras, especialmente en «Tristesse d’Olympio», constituyen un insulto al poeta aislado y consciente de que sólo puede contar consigo mismo para conservar recuerdos. Su bajada a la cripta le hace ver que dispone del admirable poder de recrear un paisaje hollado aún por las efímeras divinidades que lo habían habitado. De este modo, Hugo lograba oponer a la vida ciega y azarosa la vida interpretada, pues, en última instancia, Cibeles existe únicamente para ser cantada y el descubrimiento de la armonía sólo es el fruto de un duro entrenamiento. De ahí que Baudelaire censurase el entreguismo de Alfred de Musset, que publicaba sus Poesías completas nada más cumplir los veinte años, resaltando «su total incapacidad para entender el trabajo mediante el cual el ensueño se convierte en objeto artístico». En esta línea cincelaba Gautier sus Esmaltes y camafeos sin más pretensiones que la satisfacción del artesano ni más mérito que la reducción de la poesía a una suerte de «numismática». Esta combinación de fragua y de crisol, de inspiración y de ascesis, ofrecía en Gérard de Nerval un balance inesperado: el amor romántico resultaba ser uno de los rostros de la soledad y la poesía una hábil conjunción de alquimia, astrología y tarot, dirigida a sondear las honduras anímicas del poeta. Bien es cierto que, merced a los moralistas franceses (La Rochefoucauld, La Bruyère, Vauvenargues), había quedado al descubierto el trasfondo de determinadas virtudes que nada tienen que ver con lo moralmente laudable. Era una vía abierta a través de la cual el psicoanálisis freudiano explorará las oscuridades del psiquismo. Pero, por el momento, cierta filosofía y cierta literatura buceaban con especial ahínco en aquellos recovecos del pensamiento y de la conducta singularmente opacos a las luces de la Razón. De esta manera la reacción contra la Ilustración y contra la moral burguesa atacará las ideas de libertad política, de progreso social, de democracia y, sobre todo, de bondad natural. A esta corriente pertenecen desde distintas coordenadas Joseph de Maistre y Edgar Allan Poe, quienes, según Baudelaire, le «enseñaron a razonar» (640)1.

Si Lamartine había llegado a entender que la naturaleza es un laboratorio de encantamientos y metamorfosis, Nerval estaba plenamente convencido de que sólo una interpretación mágica puede descifrar el universo y establecer correspondencias entre sus elementos merced al estremecimiento poético. Ya en estos años Joseph Delorme había profundizado en el alma humana hasta el hastío y había exaltado la belleza de las mujeres marchitas, tímidas o venales, sintonizando su psiquismo con la desolación de los suburbios mientras Théodore de Banville consideraba que el Parnaso no es tanto un templo con cariátides cuanto un circo provisto de excelentes aparatos gimnásticos para que el pícaro realice sus acrobacias. Gracias a Banville, ningún tema estaba ya vedado al lirismo y el idioma quedaba perfectamente saneado y dispuesto para plasmar las contradicciones de la modernidad con la elegancia de un Racine y el prosaísmo de un periodista del Segundo Imperio. El cisne de Lamartine, el cóndor de Leconte de Lisle y el albatros de Baudelaire debían olvidar sus elevadas ensoñaciones y sus vuelos, pues, como sugería con sorna Jacques Vier, Parnasse no rima demasiado mal con ­impasse. Todas las cámaras de resonancia que había abierto Chateaubriand (la naturaleza, la catedral, el foro) para que propagaran nuevas ondas sonoras estaban ya cerradas a mediados de siglo. Los paraísos de Lamartine y los infiernos de Byron trasladaban sus nubes y sus claros al interior del poeta dejando a la intemperie una vastísima zona de la psique que había permanecido inexplorada, no porque fuese ignota, sino porque los preceptos de la moral religiosa y el concepto de dignidad humana amonestaban: Hic sunt leones, y había que protegerse a leone et dracone, del león y de la serpiente. Joseph de Maistre, que ya había descendido lo bastante dentro de sí mismo, ascendía asfixiado a la superficie, harto de vergüenza y estremecido en su conciencia de persona decente.

Mientras esta nueva espeleología aguardaba a sus pioneros, los poetas franceses de las últimas hornadas habían cantado a los mártires cristianos o a los nuevos mártires de la libertad recién conquistada. Los menos comprometidos exaltaban las virtudes presuntamente naturales de los pastores no contaminados por las convulsiones de las sociedades urbanas y los aduladores de los nuevos mecenas glorificaban el progreso industrial y científico que habría de reportar supuestos beneficios a toda la humanidad. Desde esta perspectiva, el objeto bello sólo hallaba justificación en virtud de su utilidad social y los moldes de la expresión artística quedaban académicamente definidos por leyes especiales. Fue por estos años cuando Saint-Marc Girardin, profesor de poesía de la Sorbona, se permitía aconsejar: «¡Seamos mediocres!», esto es, resistamos a la tentación de la originalidad y la innovación y sacrifiquemos nuestra individualidad singular en aras del buen entendimiento de todos. Por eso, cuando Alfred de Vigny era recibido en la Academia Francesa sabía muy bien que ello no suponía un reconocimiento oficial de sus poemas, recientemente condenados por su «exaltación desmesurada». Y es que el romanticismo había iniciado una revolución que nunca pudo culminar, porque, como decía Sainte-Beuve, no bastaban la versificación anticlasicista y la personificación del lirismo para asegurar la conquista del toisón de oro. Su mayor mérito en la historia de la poesía había sido recuperar el gusto por la experiencia y la pasión por la aventura y destacar el sentimiento de la universalidad poética que extendía la poesía al teatro, a la novela y en muchos casos a la vida entera. De ahí la crítica romántica a la división de géneros literarios y artísticos que habría de desembocar en lo que Baudelaire entenderá como «correspondencias» entre los contenidos sensoriales y, por ende, entre las bellas artes. Esta nueva forma de sentir exigía una nueva forma de lenguaje, sobre todo porque el romanticismo era realista en un doble sentido: el de pretender reflejar la realidad y el de ejercer un efecto sobre ella mediante la versificación y el ritmo. Para un poeta moderno como Baudelaire, el mundo exterior se fundirá con el interior, y éste se hará cada vez más misterioso e insondable.

El romanticismo francés había estado, además, fuertemente marcado por las convulsiones, esperanzas, nostalgias e iras de la agonizante sociedad preindustrial. A diferencia del alemán, nunca llegó a profundizar en el gran secreto del universo; se esmeró, eso sí, en pulir y depurar el idioma a la vez que expresaba la reacción de la sensibilidad artística a las agitaciones sociales con una elocuencia de tribuna. Los poetas sabían muy bien que se hallaban al margen o incluso en contra de la sociedad de su tiempo, y ésta, en el mejor de los casos, se limitó a ignorarlos y en el ­peor a maldecirlos. Los poetas malditos (según la célebre expresión de Verlaine) fueron poetas que maldijeron porque antes habían sido maldecidos. En conflicto con la sociedad, identificaron poesía y revolución, en conflicto con la religión, pretendieron emular al ángel luminoso arrojado a las tinieblas; en conflicto con la evidencia sensible o con la conciencia superficial, se perdieron en la exploración del inconsciente onírico, desde la Aurelia de Nerval hasta el Sueño de Tristan Corbière, desde Los paraísos artificiales de Baudelaire hasta los delirios del surrealismo; en conflicto con su corazón e inteligencia, se convirtieron en verdugos de sí mismos, logrando que la Endecha de Laforgue fuese más cruel y despiadada que todos los lamentos románticos, en conflicto con el lenguaje, pese a ser su tierra natal, buscaron su salvación entre los despojos de su propio encarnizamiento. Nunca los poetas han exaltado tanto la palabra, al tiempo que dudaban de las formas preceptivas para hacerla eficaz.

Corría, asimismo, por el romanticismo una corriente subterránea que permitirá en su día la eclosión de las flores malsanas de Baudelaire. Las reflexiones de Lamartine sobre la belleza y la voluptuosidad incluían una imagen de la mujer más rica e inquietante que la presentada hasta entonces. La Daïdha de La caída de un ángel, la fumadora en narguile e incluso Graziella, resucitada por el demonio del mediodía, celebran que Eva, la madre universal, se una a los cánticos e himnos que el sentimiento de pecado pretendía silenciar. Como por azar, los olores, vehículos de una peligrosa molicie, invaden el spleen con su cortejo de desencantos y de fúnebres cadencias. En «La viña y la casa» de los Recogimientos poéticos, Lamartine avanzaba unos versos que podría haber firmado luego Baudelaire:

¿Qué fardo te subyuga, oh alma mía,

en ese viejo lecho de los días labrado por el tedio,

cual fruto de un dolor que oprimiera a entrañas femeninas,

ansiosa por nacer y llorando por haber nacido?

La teoría del arte por el arte, surgida de los escombros del romanticismo moribundo, era, en última instancia, una reacción contra la demanda funcional y utilitaria de la burguesía ascendente. Los artistas que adoptaron este lema eran plenamente conscientes de que estaban condenados a la marginación. Esto explica que un poeta tan elitista como Baudelaire participara en la insurrección de 1848, codo a codo con el pueblo revolucionario. La lucha encarnizada contra el enemigo común (el mercantilismo inhumano del orden burgués) impedía por su urgencia mayores matizaciones. Ante la imposibilidad de encontrar un lugar no convencional e independiente en el nuevo sistema, numerosos artistas reclamaron para sí el terreno de la belleza pura y se singularizaron como grupo residual, más allá de los valores dominantes de la época. Corrían, claro está, un riesgo considerable, y muchos pagaron su reto con el dolor y la pobreza que suelen acompañar a toda existencia inadaptada. Baudelaire sintetizó esta opción en unos versos memorables:

Dos voces escuchaba: una insidiosa y firme,

decía: «La Tierra es un pastel de infinita dulzura,

yo puedo (y tu placer no tendrá entonces coto)

despertar en ti un ansia de similar tamaño».

Y la otra susurraba: «Tú que viajas en sueños, ven

fuera de lo posible, más allá de todo lo sabido». (46)

Semejante opción obligaba a redefinir los conceptos mismos de artista y de belleza, diferenciándolos tanto del racionalismo abstracto y universalista como del romanticismo burgués. Porque, efectivamente, el romanticismo era un movimiento en esencia burgués, aún más, era (como ha señalado Arnold Hauser) el movimiento burgués por excelencia, que había roto con los convencionalismos del clasicismo, con el artificio y la retórica cortesanos, con el estilo elevado y el lenguaje refinado, para acabar cantando al amor convencional. Con todo, el romanticismo francés, que había sido en sus orígenes, con palabras de Georg Brandes, «una literatura de emigrados», siguió siendo hasta después de 1820 el portavoz de la Restauración. Hemos de esperar a 1825-1830 para verle evolucionar hacia un movimiento liberal que formuló sus objetivos artísticos en consonancia con la revolución política. Ahora bien, aunque la ideología liberal triunfó aparentemente en las constituciones y en las instituciones occidentales, la Europa moderna, con su política capitalista, sus monarquías militaristas e imperialistas, sus sistemas administrativos centralistas y burocráticos, sus iglesias rehabilitadas y sus religiones oficiales, era, en igual medida, obra de la Restauración y de la Ilustración, por lo que tan legítimo resulta ver en el siglo xix un período de oposición al espíritu de la Revolución, como defender la tesis de que en esta centuria triunfaron los ideales de libertad y progreso. Si ya el Imperio napoleónico significó la disolución de los ideales individualistas de la Revolución, la victoria de los aliados sobre Napoleón, la Santa Alianza y la Restauración de los Borbones condujeron a la ruptura definitiva con el siglo xviii y con su idea de basar el Estado y la sociedad en el individuo. Ello no quiere decir naturalmente que pudiera desalojarse de las formas de pensar y de experimentar de la nueva generación el espíritu individualista, lo que explica la contradicción entre la política antiliberal y las tendencias innovadoras de la época en el campo literario.

Al principio, los románticos franceses se declararon partidarios incondicionales del legitimismo y del clericalismo, mientras fueron principalmente los liberales quienes representaron en el campo literario a la tradición clásica. Como señala Charles-Marc des Granges, no todos los clásicos eran liberales, pero todos los liberales eran clásicos. Es probable que no haya en toda la historia del arte un ejemplo más claro de que una postura política conservadora resulta perfectamente compatible con una actividad artística progresista. No puede extrañarnos, entonces, que Baudelaire abriera nuevas vías a la poética contemporánea mientras en materia política sustentaba las mismas tesis ultraconservadoras de Joseph de Maistre y de Poe.

La reacción contra el romanticismo pretendía conservar su espíritu antiacademicista pero conservando el aristocratismo clásico. Desconfiaba de las pasiones y rechazaba abiertamente la ingenuidad de la tesis sobre la bondad natural del hombre, pero suscribía la fe ciega en el pecado original y vivía su debilidad por la sensualidad y el erotismo con agudos remordimientos; criticaba el espíritu antipoético de la Ilustración, pero admiraba la lógica y el análisis, con el convencimiento de que toda hipótesis exige su conclusión. Baudelaire, que ilustra esta postura, odiaba a Voltaire, pero apoyaba con entusiasmo el dictamen de Diderot: «La sensibilidad apenas caracteriza al genio. No es su corazón, sino su cabeza quien lo hace todo». La inspiración romántica perdía valor frente al trabajo continuado y pertinaz del artista moderno.

En este momento social y literariamente crítico inicia su obra Baudelaire. Heredero por sus relaciones y sus lecturas de los románticos de la generación de 1830, se siente próximo a unos autores en los que encuentra su inspiración más clara: Chateaubriand, encarnación del «dandysmo de la desdicha», Pétrus Borel, el licántropo, cuyas «lucubraciones» colman sus ansias de bohemio marginado, y, sobre todo, Sainte-Beuve, el autor de Poesías y pensamientos de Joseph Delorme, modelo de poemario para Baudelaire durante largo tiempo, encarnación de un romanticismo tardío que en 1859 seguía considerando «una bendición celestial o diabólica». Frente a los excesos del romanticismo, se sentía vinculado a los movimientos y grupos que preconizaban el retorno al rigor formal y a la seriedad del «oficio» poético. Admiraba a Gautier, que en la época de Hernani había sido uno de los pioneros del romanticismo y que desde 1840 se había convertido en abanderado de la teoría del arte por el arte, germen de las escuelas formalistas que, mucho antes del célebre Parnaso Contemporáneo, dieron origen a la Escuela Plástica y a la Escuela Pagana. Su programa era claro: acabar con la desmesurada espiritualidad romántica, restaurar el culto a una Belleza «laica» y pura y dar prioridad a la perfección formal sobre la expresión sincera de las emociones. En contacto con estos «poetas impecables» y virtuosos de la versificación, Baudelaire tomará conciencia de la importancia de las estructuras formales en la poesía que marcarán la arquitectura global de Las flores del mal y de cada uno de sus poemas. Ello no quiere decir que se pasara con armas y bagajes a las filas del formalismo. El «materialismo pagano» de éste no se compaginaba con su espiritualidad y su singular misticismo, al tiempo que su dimensión «naturalista» no casaba con el pesimismo de Baudelaire en base a su idea de una naturaleza caída y viciada por el pecado original, que le hacía más proclive a sospechar de lo bello y a denunciar la espontaneidad natural. Entendía, por el contrario, que no puede haber perfección artística sin emoción ni oficio poético sin temperamento, y ello determinó que mientras Gautier evolucionaba hacia un formalismo esclerótico, una de las últimas trampas del clasicismo, Baudelaire abriese con plena lucidez la senda de la poesía de la modernidad por la que luego transitarán Verlaine, Rimbaud y Mallarmé. La duda atormentada de Verlaine entre la fascinación y el horror hacia el placer, entre la maldición y la plegaria, lacerado por remordimientos masoquistas y aguardando en casas de prostitución la luz de una aparición inefable, la cólera negra de Rimbaud, su desafío a la realidad y su hechizo blasfemo, y el cincelado de Mallarmé, su esfuerzo por una forma rigurosa y secreta frente a la abundancia o la redundancia románticas, no podrían entenderse sin hacer referencia a Baudelaire.

Solitario al final del período romántico, como lo había sido en cierto modo Chénier al final del neoclasicismo, y abierto a la poesía por venir, como Chénier se había proyectado en Musset y en Lamartine. Muchos dirán que en la Edad Media y en el Barroco ya se habían cultivado en el jardín de la literatura la mayoría de las flores del mal y toda suerte de indagaciones infernales, funerarias y macabras; que Boileau y Bossuet habían anticipado el tema del spleen en sus divagaciones sobre el tedio. Sin embargo, el mérito de Baudelaire radica en haber logrado que la poesía francesa no siguiese prisionera de una mitología grandiosa y encantadora pero perteneciente a un mundo en vías de extinción, en haber aceptado el reto de su época con la misma mezcla de deseo y de horror, de fascinación y de rechazo que experimentara hacia París y hacia la mujer. Mago y maldito a partes iguales, sin el fondo filosófico de Novalis o de Hölderlin, sus universos son la sensualidad y la palabra, cuyos recursos trató de ampliar y flexibilizar sin dejar de ser fiel a las estructuras heredadas del clasicismo. Como indica el poeta surrealista Philippe Soupaul, «los poetas de esta época no podían creer que tras el nacimiento y expansión del romanticismo iba a elevarse por encima de él una nueva poesía». En esta atmósfera crepuscular que otros, como los parnasianos, iban a tratar de iluminar con fuegos artificiales que hicieran visible la conjunción de arte y ciencia, hay que situar y comprender el acontecimiento decisivo que representó para nuestra modernidad literaria la aparición en 1857 de Las flores del mal.

1 Las cifras entre paréntesis corresponden a las páginas de Oeuvres complètes, de Charles Baudelaire. Éditions du Seuil, L’Intégrale, París, 1968. Todas las traducciones de los textos que se citan son mías.