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Índice

Cubierta

Índice

Colección

Portada

Copyright

Nota del editor

Gratitudes

Molinos de tiempo

Huellas

Elogio del viaje

Los libres

Los náufragos

El viento

El viaje del arroz

El aliento perdido

Las estrellas

Encuentros

El nuevo mundo

La satánica diversidad

Costumbres bárbaras

Mudos

Ciegos

El Monstruo de Buenos Aires

Sordos

El poderoso cero

Peligro

El Evangelio según Cochabamba

La explicación

La naturaleza enseña

Éramos bosques caminantes

La ceiba

La aruera

Con el abuelo no hay quien pueda

La piel del libro

Símbolos

Mano de obra

Los aliados de Urraká

El hondero

Los profetas de Túpac Amaru

Buenos Aires nació dos veces

La primera flauta

El tambor

Concurso de viejos

Me lo contó un cuentacuentos

Samuel Ruiz nació dos veces

José Falcioni murió dos veces

El viaje de la tierra

Tierra indignada

Homenajes

Andresito

La garra charrúa

El viaje del café

Cafés con historia

Esplendor del mediodía

Las manos de la memoria

La memoria no es una especie en vías de extinción

Semillas de identidad

La divina ofrenda

Amnesias

Monstruo se busca

¡Damas y caballeros!

Vamos a pasear

Extranjero

Esopo

Una fábula del tiempo de Esopo

Si el Larousse lo dice...

Así nació Las Vegas

Repítame la orden, por favor

El trono de oro

Pequeño dictador ilustrado

Pequeño dictador invencible

El asustador

El purgatorio

Puertas cerradas

Invisibles

La primera huelga

El rompevientos

Ecos

¿Se restableció el orden?

Nidos unidos

La otra escuela

La militante

La costurera

La peligrosa

El ojo del amo

Héroes admirables, huéspedes indeseables

Sanguijuelas

Aleluya

La Virgen privatizada

El bienvenido

Las puertas del Paraíso

Viaje al Infierno

Mi cara, tu cara

Máscaras

El zapatazo

El médico

La paz del agua

Había una vez un río

Había una vez un mar

Habrá que mudarse de planeta

Una nación llamada Basura

Aprendices de brujos

Autismo

Adivinanza

El precio de las devociones

Profecías

Magos

Brevísima síntesis de la historia contemporánea

Diagnóstico de la Civilización

Informe clínico de nuestro tiempo

Sabidurías/1

Sabidurías/2

Lo que el río me contó

El héroe

El cronista

Pleitos

La más prestigiosa crónica

El callado

El cuentacuentos

El cantor

El músico

La poeta

La viciosa

El bautismo

La secuestrada

La dama de la lupa

La ídola

La primera jueza

Otra intrusa

Bendito seas, Dalmiro

El derecho al saqueo

Te lo juro

Las guerras del futuro

Calumnias

La guerra contra las guerras

Revolución en el fútbol

Sírvame otra Copa, por favor

El ídolo descalzo

Yo confieso

La pelota como instrumento

Tramposos, pero sinceros

Depravados

El condenado

El prohibido

El querido, el odiado

Bendita seas, risa, siempre

El tejedor

El sombrerero

Las telas y las horas

El carpintero

El descubridor

El jinete de la luz

El escultor

El cocinero

El bombero

Artistas

El difunto

Papá va al estadio

Huellas perdidas

Ausente sin aviso

La ofrenda

Las otras estrellas

Los reyes del camposanto

Última voluntad

La música en los gatillos

Colores

Cuerpos que cantan

El cuerpo es un pecado

Sagrada familia

Primera juventud

El placer, un privilegio masculino

Virtuosos

Castigos

Bésame mucho

La desobediente

Crónica gastronómica

Culpables

La maldita

Love story

Piojos

Arañas

Esa nuca

Esos ojos

Ese porfiado sonido

Líos de pareja

Líos de familia

Revelaciones

El taxista

La recién nacida

Afrodita

Lilario

El inventor

Niños que nombran

Allá en mi infancia

La vocación

Esa pregunta

La lluvia

Las nubes

El río raro

Los caminos del fuego

La luna

La mar

Los cuentos cuentan

Prontuario

Autobiografía completísima

Brevísimas señas del autor

Por qué escribo/1

Angelito de Dios

Por qué escribo/2

Silencio, por favor

El oficio de escribir

Por qué escribo/3

Quise, quiero, quisiera

Vivir por curiosidad

Última puerta

Pesadillas

Al fin de cada día

Al fin de cada noche

Vivir, morir

Quise, quiero, quisiera

BEG


Eduardo Galeano

EL CAZADOR DE HISTORIAS

Primera edición en formato digital: abril de 2016

Ilustración de portada: Dibujo del Monstruo de Buenos Aires, así llamado por el sacerdote francés Louis Feuillée, que anduvo por el sur de América en 1724 y publicó en París lo que había vivido.
Ilustraciones de interiores: Collages de Eduardo Galeano, inspirados en autores anónimos del arte popular y en obras de April Deniz, Ulisse Aldrovandi, William Blake, Albrecht Dürer, Theodor de Bry, Edward Topsell, Enea Vico, Pieter Brueghel el Joven, Hieronymus Bosch, J.-J. Grandville, Collin de Plancy y Jan van Eyck.

© Fideicomiso Eduardo Galeano

© 2016, Siglo XXI de España Editores, S. A. 2016

Nota del editor

Eduardo Galeano murió el 13 de abril de 2015. En el verano de 2014 habíamos cerrado hasta el último detalle de El cazador de historias, incluida la imagen de cubierta que, como solía suceder, él mismo había elegido, la del Monstruo de Buenos Aires que ilustra esta edición. Había dedicado los años 2012 y 2013 a trabajar en este libro. Dado que su estado de salud no era bueno, decidimos demorar la publicación, como un modo de protegerlo del trajín que implica todo lanzamiento editorial.

En sus últimos meses de vida siguió haciendo una de las cosas que más disfrutaba hacer, que era escribir y pulir los textos una y otra vez. Había empezado una nueva obra, de la que dejó escritas unas cuantas historias; le gustaba la idea de llamarla Garabatos. Luego de su muerte, cuando fue posible retomar el plan de publicar El cazador de historias, volvimos sobre ese proyecto inacabado, releímos las historias y sentimos que varias de ellas tenían tanto en común con las de El cazador que merecían integrarse al volumen. Por eso, una veintena de esos “garabatos” forman parte de este libro.

Varios de ellos tenían como tema la muerte. Eduardo siempre fue un hombre sobrio, quizás haciendo honor a sus genes galeses de los que tanto renegaba, y no solía hablar en tono grave de sus enfermedades o dolencias, ni siquiera en los últimos tiempos. Este puñado de textos parecían ser una huella de lo que imaginaba o pensaba sobre la muerte. Son tan bellos e impactantes que quisimos incluirlos, y para eso nos permitimos sumar una cuarta parte al libro original. A esta sección le dimos el título de un poema que él había dispuesto como cierre del volumen, y que efectivamente clausura esta obra: “Quise, quiero, quisiera”.

Fuera de estos agregados, respetamos todas sus indicaciones, obsesivas y amables como siempre.

No es sencillo poner el punto final a esta tarea en la que no estuvimos solos. Daniel Weinberg aportó valiosos comentarios y observaciones. Gabriela Vigo y el resto del equipo de Siglo XXI trabajaron con profesionalismo durante el largo proceso de edición, seguramente motivados de modo especial por el particular cariño que todos le tenían y le tienen a Eduardo.

Agradezco a Helena Villagra su preciosa ayuda para dar forma definitiva a El cazador de historias. Fue un trabajo placentero, de reencuentro con un autor muy querido, y al mismo tiempo inevitablemente difícil.

Carlos E. Díaz

Gratitudes

Este libro está dedicado a los compañeros que me ayudaron haciéndolo: Alfredo López Austin, Mark Fried, Lino Bessonart, Carlos Díaz, Pedro Daniel Weinberg y otros amigos. Y sobre todo y siempre, a Helena Villagra.

Molinos de tiempo

02.tif

Huellas

El viento borra las huellas de las gaviotas.

Las lluvias borran las huellas de los pasos humanos. 

El sol borra las huellas del tiempo.

Los cuentacuentos buscan las huellas de la memoria perdida, el amor y el dolor, que no se ven, pero no se borran.

Elogio del viaje

En las páginas de Las mil y una noches, se aconseja:

¡Márchate, amigo! ¡Abandónalo todo, y márchate! ¿De qué serviría la flecha si no escapara del arco? ¿Sonaría como suena el armonioso laúd si siguiera siendo un leño?

03.tif

Los libres

En los días, los guía el sol. En la noche, las estrellas. 

No pagan pasaje, y viajan sin pasaporte y sin llenar formularios de aduana ni de migración.

Los pájaros, los únicos libres en este mundo habitado por prisioneros, vuelan sin combustible, de polo a polo, por el rumbo que eligen y a la hora que quieren, sin pedir permiso a los gobiernos que se creen dueños del cielo.

Los náufragos

El mundo viaja.

Lleva más náufragos que navegantes.

En cada viaje, miles de desesperados mueren sin completar la travesía hacia el prometido paraíso donde hasta los pobres son ricos y todos viven en Hollywood.

No mucho duran las ilusiones de los pocos que consiguen llegar.

El viento

Difunde las semillas, conduce las nubes, desafía a los navegantes.

A veces limpia el aire, y a veces lo ensucia.

A veces acerca lo que está lejos, y a veces aleja lo que está cerca.

Es invisible y es intocable. 

Te acaricia o te golpea. 

Dicen que dice:

Yo soplo donde quiero.

Su voz susurra o ruge, pero no se entiende lo que dice.

¿Anuncia lo que vendrá?

En China, los que predicen el tiempo se llaman espejos del viento.

El viaje del arroz

En tierras asiáticas, el arroz se cultiva con mucho cuidado. Cuando llega el tiempo de la cosecha, los tallos se cortan suavemente y se reúnen en racimos, para que los malos vientos no se lleven el alma.

Los chinos de las comarcas de Sichuán recuerdan la más espantosa de las inundaciones habidas y por haber: ocurrió en la antigüedad de los tiempos y ahogó el arroz con alma y todo.

Sólo un perro se salvó.

Cuando por fin llegó la bajante, y muy lentamente se fueron calmando las furias de las aguas, el perro pudo llegar a la costa, nadando a duras penas.

El perro trajo una semilla de arroz pegada al rabo. 

En esa semilla, estaba el alma.

El aliento perdido

Antes del antes, cuando el tiempo aún no era tiempo y el mundo aún no era mundo, todos éramos dioses.

Brahma, el dios hindú, no pudo soportar la competencia: nos robó el aliento divino y lo escondió en algún lugar secreto.

Desde entonces, vivimos buscando el aliento perdido. Lo buscamos en el fondo de la mar y en las más altas cumbres de las montañas.

Desde su lejanía, Brahma sonríe.

Las estrellas

A orillas del río Platte, los indios pawnees cuentan el origen.

Jamás de los jamases se cruzaban los caminos de la estrella del atardecer y la estrella del amanecer.

Y quisieron conocerse.

La luna, amable, las acompañó en el camino del encuentro, pero en pleno viaje las arrojó al abismo, y durante varias noches se rió a carcajadas de ese chiste.

Las estrellas no se desalentaron. El deseo les dio fuerzas para trepar desde el fondo del precipicio hasta el alto cielo.

Y allá arriba se abrazaron con tanta fuerza que ya no se sabía quién era quién.

Y de ese abracísimo brotamos nosotros, los caminantes del mundo.

Encuentros

Tezcatlipoca, dios negro, dios mexicano de la noche, envió a su hijo a cantar junto a los cocodrilos músicos del cielo.

El sol no quería que ese encuentro ocurriera, pero la belleza prohibida no le hizo caso y reunió las voces del cielo y de la tierra.

Y así se unieron, y aprendieron a vivir unidos, el silencio y el sonido, los cánticos y la música, el día y la noche, la oscuridad y los colores.

El nuevo mundo

Quizás Ulises, llevado por el viento, fue el primer griego que vio el océano.

Me imagino su estupor cuando la nave pasó el estrecho de Gibraltar y ante sus ojos se abrió esa inmensa mar, vigilada por monstruos de fauces siempre abiertas.

El navegante no pudo ni siquiera sospechar que más allá de esas aguas muy saladas y esos vientos bravíos había un misterio más inmenso, y sin nombre todavía.

La satánica diversidad

A mediados del siglo diecisiete, el sacerdote Bernabé Cobo culminó en Perú su Historia del Nuevo Mundo.

En esa voluminosa obra, Cobo explicó el motivo por el cual la América indígena contenía tantos dioses diferentes y tan diversas versiones del origen de sus gentes.

El motivo era simple: los indios eran ignorantes.

Pero un siglo antes, el escribano Juan de Betanzos, asesor principal del conquistador Francisco Pizarro, había revelado otra razón, mucho más poderosa: era Satanás quien dictaba lo que los indios creían y decían, y por eso ellos no tenían una fe única, confundían el Bien con el Mal y tenían tantas opiniones diferentes y diversas ideas:

El Diablo les trasmite miles de ilusiones y de engaños —sentenció.

04.tif

Costumbres bárbaras

Los conquistadores británicos quedaron bizcos de asombro.

Ellos venían de una civilizada nación donde las mujeres eran propiedad de sus maridos y les debían obediencia, como la Biblia mandaba, pero en América encontraron un mundo al revés.

Las indias iroquesas y otras aborígenes resultaban sospechosas de libertinaje. Sus maridos ni siquiera tenían el derecho de castigar a las mujeres que les pertenecían. Ellas tenían opiniones propias y bienes propios, derecho al divorcio y derecho de voto en las decisiones de la comunidad.

Los blancos invasores ya no podían dormir en paz: las costumbres de las salvajes paganas podían contagiar a sus mujeres.

05.tif

Mudos

Las divinidades indígenas fueron las primeras víctimas de la conquista de América.

Los vencedores llamaron extirpación de la idolatría a la guerra contra los dioses condenados a callar.

Ciegos

¿Cómo nos veía Europa en el siglo dieciséis? 

Por los ojos de Theodor de Bry.

Este artista de Lieja, que nunca estuvo en América, fue el primero que dibujó a los habitantes del Nuevo Mundo.

Sus grabados eran la traducción gráfica de las crónicas de los conquistadores.

Según mostraban esas imágenes, la carne de los conquistadores europeos, dorada a las brasas, era el plato preferido de los salvajes americanos.

Ellos devoraban brazos, piernas, costillares y vientres y se chupaban los dedos, sentados en rueda, ante las parrillas ardientes.

Pero, perdón por la molestia: ¿eran indios esos hambrientos de carne humana?

En los grabados de De Bry, todos los indios eran calvos. 

En América, no había ningún indio calvo.

08.tif

El Monstruo de Buenos Aires

Así lo vio, o lo imaginó, y así lo llamó, el sacerdote francés Louis Feuillée.

Este monstruo fue uno de los espantos que ilustraron el libro de memorias de su viaje por tierras sudamericanas, “reinos de Satán”, entre 1707 y 1712.

09.tif

Sordos

Cuando los conquistadores españoles pisaron por vez primera las arenas de Yucatán, unos cuantos nativos les salieron al encuentro.

Según contó fray Toribio de Benavente, los españoles les preguntaron, en lengua castellana:

¿Dónde estamos? ¿Cómo se llama este lugar?

Y los nativos dijeron, en lengua maya yucateca:

Tectetán, tectetán.

Los españoles entendieron:

Yucatán, Yucatán.

Y desde entonces, así se llama esta península. 

Pero en su lengua, los nativos habían dicho:

No te entiendo, no te entiendo.

El poderoso cero

Hace cerca de dos mil años, el signo del cero fue grabado en las estelas de piedra de Uaxactún y en otros centros ceremoniales de los mayas.

Ellos habían llegado más lejos que los babilonios y los chinos en el desarrollo de esta llave que abrió paso a una nueva era en las ciencias humanas.

Gracias a la cifra cero, los mayas, hijos del tiempo, sabios astrónomos y matemáticos, crearon los calendarios solares más perfectos y fueron los más certeros profetas de los eclipses y otras maravillas de la naturaleza.

Peligro

El chocolate, antigua bebida de los indios de México, generaba desconfianza, y hasta pánico, entre los extranjeros venidos de Europa.

El médico Juan de Cárdenas había comprobado que el chocolate provocaba vientos y melancolías, y la espuma impedía la digestión y causaba terribles tristezas en el corazón.

También se sospechaba que inducía al pecado, y el obispo Bernardo de Salazar excomulgó a las damas que habían bebido chocolate en plena misa.

Pero ellas no dejaron el vicio.