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Akal / Colección / 126

Fiodor Dostoievski

el jugador

Traducción: Sergio Hernández-Ranera

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No hay nada de glamour en las salas de juego de la inquietante ciudad-balneario de Ruletenburgo; ni elegantes caballeros de modales refinados, ni vaporosas damas de belleza sin igual. Ni siquiera el brillo del oro apilado. Sólo hay chusma continental: haraganes y golfillas, representantes de la sinvergonzonería europea de alta alcurnia de la época. El ansia por conseguir dinero fácil se disfraza de noble desdén… hasta que la turbación generada por una joven rusa hace saltar por los aires las relaciones de todos.

Ruina, demencia, odio, engaño y desengaño son sólo algunas de las explosivas turbulencias que un hombre, Alexei Ivanovich, desencadena en un paraíso cogido con alfileres. En el proceso, afloran algunas de las más agudas reflexiones del genial Fiódor Dostoievski, las cuales hoy provocarían a buen seguro más de una queja ante las representaciones diplomáticas de media Europa.

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RAG

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ISBN: 978-84-460-3760-6

Prólogo

Una novela apresurada, un autor atormentado, un tiempo convulso… Y sin embargo, pocas novelas emergen y perduran en el tiempo con la tremenda fuerza que sólo un escritor de talla enorme como Fiodor M. Dostoievski sabe imprimir a una narración.

La aparición en 1846 de Pobres gentes, su primera novela, reportó a Dostoievski fama inmediata y la constatación unánime de que el mundo asistía a la presentación de un genio. Noches blancas se pu­blica en 1849 y, al poco, es arrestado y confinado en Siberia. Tras diez años de reclusión y trabajos forzados, vuelve con Un trance desagradable (1862) y Memorias del subsuelo (1864), las cuales restituyeron su celebridad, esa que se había ganado por interpretar con singular penetración la tortuosa vida del hombrecito medio en mitad de un sistema social opresivo. Es entonces cuando pudo viajar y residir durante algún tiempo en Europa occidental, lo que no hizo sino reforzar su fe en el futuro de Rusia y alimentar su nacionalismo reivindicativo. Pero en 1864 muere su esposa de tuberculosis y poco después su hermano, de quien hereda las deudas de su revista y la obligación de atender a su familia. Corre el año 1866, y aunque Fiodor M. Dostoievski está enfrascado en la escritura de la espeluznante Crimen y castigo, se ve forzado a crear una novela más: El jugador.

Es ésta una historia gestada en condiciones casi patéticas, pues no en vano le fue dictada en poco más de una semana a su secretaria, taquígrafa personal y más tarde segunda esposa, Anna Grigorievna. Por contrato, la fecha límite de entrega de una obra a su editor (no merece ser nombrado) tocaba a su fin en el otoño de 1866 y, lejos de arredrarse, el gran Fiodor se las compuso para dictar una historia vibrante, insolente y plena de emociones que ya tenía prodigiosamente orquestada en su cabeza. Lo que se suponía iba a ser un librito menor para salir del paso ante su vampirizante editor (bueno, sí: Stellovski, ríanse de él), el devenir de los años no hace más que seguir abrillantando una joyita indiscutible, pues es precisamente la frescura de las palabras dictadas a Anna Grigorievna la base de la potencia del relato. Un lenguaje áspero, directo y sin tapujos revela a un Dostoievski en estado de gracia (como siempre), ofreciéndonos una historia de ritmo alocado en la que el autor nos deleita impregnando al personaje central con algunos rasgos autobiográficos. Y estos rasgos son, eminentemente, políticamente incorrectos.

Dostoievski no equivocó su tiempo y puede que ni siquiera se adelantase lo más mínimo, pero, definitivamente, estas páginas son hoy un bofetón, todo un ciclón contra el estigma actual de la corrección política. Como en la poesía, de El jugador tal vez se puedan extraer aforismos: si gracias a R. Tagore nos enteramos de que «en las playas del universo, los niños juegan», y J. Racine nos dice que Fedra no sabe «qué corazón aspira a conquistar», el alter ego del autor en esta novela nos advierte de que, en las salas de juego, «la chusma juega realmente sucio», que «la amistad se basa en la humillación» y que «quizá el placer esté en el látigo». Esa chusma, canalla o, directamente, basura, es la inolvidable descripción de la clase alta europea de la época, variopinto pijerío y wanna-be-pijerío esparcido por los balnearios de Renania, muy probablemente los de Baden-Baden, que el autor rebautiza irónicamente como Ruletenburgo. Catalogado con frecuencia como una especie de ideólogo del sufrimiento y del mal rollo, Dostoievski nos fascina esta vez con tintes incluso optimistas, llenos de esa energía con la que uno tanto devora página tras página, como también ansía meterse en la trama para decirle cuatro cosas a esos personajes de mentalidad impresentable que siglo tras siglo se repiten como clones degenerados por doquier. Y así, observamos irreverencias tales como amenazar con escupir en un café cardenalicio, o la descomedida opinión vertida sin complejos sobre alemanes y franceses en apenas dos párrafos. Es aquí donde el inmenso Fiodor brilla especialmente: sin miedo, sin altivez, con la convicción que otorgan las propias contradicciones y un ánimo reivindicativo nada soterrado, a menudo nacionalista, para con la dignidad de los rusos.

Dostoievski también se vierte en estas letras con la impronta de alguien curtido en ese nirvana que es la frontera entre el dolor y el placer, hacia la delgada línea en que se apoya todo espíritu en realidad romántico e impulsivo, eclosionando, en suma, como látigo de crápulas, adoradores del dinero y pijos decimonónicos, todos ellos delincuentes potenciales y fauna atemporal. Y lo más importante: como defensor de un amor verdadero inicial e iniciático, pese a que luego traspase con frecuencia esos límites y se erija en un paria de los afectos o en un aristócrata del desamor. Porque esos límites son su propia experiencia vital, una vida retratada como consecuencia de un constante paseo por el lado salvaje: por las penurias económicas que siempre le machacaron; por su afición al juego; por el pelotón de fusilamiento que en macabra pantomima no llegó a disparar el día que le ajusticiaban por «atentar» contra la Iglesia y el Estado; por sus ataques de epilepsia; por sus dificilísimas relaciones familiares; y, ¡cómo no!, por su intrigante (o fascinante) concepción (o confusión) del binomio placer/dolor incluso en el terreno íntimo (¡más látigos!).

Dostoievski sigue buscando nuestra salvación a través de la belleza (o eso nos creemos), a pesar de presentarla más bien en sentido religioso, a pesar de comprobar su engaño casuístico en el espejismo de una ruleta que es la existencia misma, a pesar de, parafraseando a su protagonista, no triunfar en este mundo «porque los rusos son demasiado talentosos y polifacéticos como para encontrar con rapidez unas formas aceptables».

El mismo autor logra supuestamente en 1871 deshacerse para siempre de su afición al juego, pero antes, en 1867, compone otra narración prodigiosa cuyo protagonista también sufre de epilepsia: El idiota. Pero lo mejor lo deja para el final. En 1879, el brillo de su madurez alumbra a Los hermanos Karamazov, su obra cumbre. Si el carácter ruso es poco menos que un misterio insondable, ahí tenemos a Fiodor M. Dostoievski para rastrear genialmente sus trazos y ofrecernos una visión exacerbada de éste y de la mente humana en general. A tal punto es profunda la caracterización psicológica de los personajes de su universo, que aún hoy sirven de ejemplo para muchos psiquiatras y estudiosos de la mente humana.

El jugador no es ni mucho menos una creación menor. Es una novela de lectura fácil porque no cuenta con las disertaciones filosóficas de otras obras más densas del mismo autor, y esto sucede así porque su pensamiento a volumen brutal permite obviarlas. Su energía insolente, esa rara honestidad con la que todo el mundo es puesto a parir, las verdades como puños sobre el dinero y las supuestas formas decorosas de conseguirlo, todo ello, digo, nos permite concebir que Fiodor Mijailovich Dostoievski, si viviera hoy, sería el más heavy.

Sergio Hernández-Ranera

EL JUGADOR

Capítulo I

Tras ausentarme dos semanas, finalmente he regresado. Los nuestros llevan ya tres días en Ruletenburgo. Pensaba que me estarían esperando Dios sabe con qué impaciencia, pero me he equivocado. El general parecía tener aires de extraordinaria independencia, ha hablado conmigo con altivez y me ha ordenado que fuera a ver a su hermana. Está claro que han conseguido dinero de algún sitio. Incluso me ha parecido que al general le avergüenza un tanto mirarme. María Filippovna estaba extraordinariamente ocupada y ha conversado un poco conmigo, ha tomado el dinero, lo ha contado y ha escuchado todo mi informe. Esperaban para comer a Mezentsov, al francesito y también a un inglés. Como de ordinario, si hay dinero, inmediatamente se da una comida de gala: a lo moscovita. Polina Alexandrovna, al verme, me ha preguntado: «¿Por qué ha tardado tanto?». Y sin esperar mi respuesta, se ha marchado a algún sitio. Naturalmente, lo ha hecho a propósito. Pero tenemos que explicarnos. Son muchos los hechos que se han acumulado.

Me han asignado una pequeña habitación en la cuarta planta del hotel. Aquí se sabe que pertenezco al séquito del general. De todo esto deduzco que ya se han dado a conocer. Aquí todos consideran que el general es un riquísimo alto dignatario ruso. Antes de comer, entre otros encargos, le ha dado tiempo a darme dos billetes de mil francos para que los cambiara. Los he cambiado en la oficina del hotel. Ahora nos mirarán como si fuéramos millonarios, al menos durante toda la semana. Hubiera querido coger a Misha y Nadia e ir con ellos a pasear, pero ya en la escalera me llamaron al cuarto del general. Tenía a bien enterarse de adónde les llevaba. Decididamente, este hombre no es capaz de mirarme directamente a los ojos. Puede que tenga muchas ganas de hacerlo, pero cada vez que respondo con una mirada fija, es decir, irreverente, parece turbarse. Con un habla muy grandilocuente, ensartando una frase en otra y, finalmente, trabándose por completo, me ha dado a entender que diera un paseo con los niños por cualquier sitio lejos del casino, por el parque. Al final, se ha enojado del todo y ha añadido bruscamente: «No sea que acaso les lleve al casino, a la ruleta. Perdóneme –añadió–, pero sé que usted es aún bastante frívolo y muy capaz, quizá, de jugar. En cualquier caso, y aunque yo no sea su mentor, papel que tampoco deseo desem­peñar, al menos tengo derecho a desear que usted, por así decirlo, no me comprometa…».

—Pero si no tengo dinero –respondí con tranquilidad–. Para perder, hay que tenerlo.

—Lo recibirá inmediatamente –contestó el general, sonrojándose un poco. Hurgó en su escritorio, consultó una libreta, y resultó que me debía cerca de ciento veinte rublos.

—¿Y cómo vamos a hacer las cuentas? –dijo–. Hay que hacer la conversión en táleros. Bueno, coja cien táleros para redondear. El resto, por supuesto, no se perderá.

Cogí en silencio el dinero.

—Le ruego que no se ofenda por mis palabras, es usted tan susceptible… Si le he hecho esta observación es, por así decirlo, para prevenirle, ya que, por supuesto, tengo cierto derecho a ello…

Al volver a casa con los niños antes de comer, me encontré con toda una cabalgata. Los nuestros habían ido a ver unas ruinas. ¡Dos magníficos coches, espléndidos caballos! Mademoiselle Blanche iba en un coche con María Filippovna y Polina; el francesito, el inglés y nuestro general, a caballo. Los transeúntes se detenían y miraban; el efecto estaba conseguido. Sin embargo, el general no podrá evitar la desgracia. Calculé que con los cuatro mil francos que yo había traído y sumando lo que, por lo visto, habían tenido tiempo de conseguir, tendrían ahora siete u ocho mil francos, lo cual es demasiado poco para mademoiselle Blanche.

Mademoiselle Blanche también se aloja en nuestro hotel, junto con su madre. Por aquí también está nuestro francesito, en algún sitio. Los lacayos le llaman «monsieur le comte»[1], y la madre de mademoiselle Blanche se hace llamar «madame la comtesse»[2]. Bueno, puede que, efectivamente, sean comte et comtesse.

Yo ya sabía que monsieur le comte no me iba a reconocer cuando nos juntáramos a la hora de comer. Por supuesto que al general no se le ocurriría presentarnos o, cuando menos, recomendarme a él. En cambio, monsieur le comte ya había estado en Rusia y sabe qué poquita cosa es lo que llaman un outchitel[3]. Por otra parte, me conoce muy bien. Pero tengo que reconocer que me presenté a la comida sin ser invitado. Parece que al general se le olvidó disponer la invitación, pues de lo contrario, seguramente me habría enviado a comer a la table d’hôte[4]. Me presenté yo mismo, así que el general me ha mirado con desagrado. La buena de María Filippovna enseguida me mostró mi sitio. No obstante, el encuen­tro con mister Astley me sacó del apuro y, a la fuerza, me encontré­ dentro de su círculo.

Había encontrado por primera vez a ese extraño inglés en Prusia, en un vagón donde estábamos sentados uno enfrente del otro, cuando yo trataba de alcanzar a los nuestros. Luego me topé con él al entrar en Francia y, finalmente, en Suiza. Dos veces durante esas dos semanas. Y justo ahora me lo encuentro ya en Ruletenburgo. Nunca en mi vida había visto a una persona más tímida; es tímido hasta la estupidez. Y por supuesto que él mismo lo sabe, porque en absoluto es estúpido. Por lo demás, es muy amable y calmoso. En Prusia le obligué a trabar conversación en nuestro primer encuentro. Me anunció que había estado ese verano en Nord-Cap y que tenía unas ganas inmensas de visitar la feria de Nizhni Novgorod. No sé cómo conoció al general. Creo que está totalmente enamorado de Polina. Cuando ésta entró, se puso rojo como un tomate. Estaba muy contento de que yo estuviese sentado a la mesa a su lado, y parece que me considera amigo íntimo suyo.

Durante la comida, el francesito ha dado excesivamente la nota. Aunque en Moscú, recuerdo, hablaba de nimiedades, aquí ha estado con todos despectivo y prepotente. Ha hablado en exceso de finanzas y de la política rusa. El general se atrevía de cuando en cuando a contradecirle, pero discretamente, lo justo para no comprometer definitivamente su importancia.

Me encontraba en un extraño estado de ánimo, claro está, y hacia la mitad de la comida pude hacerme mi habitual pregunta de siempre: «¿Qué hago con este general y por qué no me despego de ellos desde hace tiempo?». De vez en cuando miraba a Polina Alexandrov­na. No repara en mí en absoluto. Acabé por encolerizarme y decidí decir groserías.

Comencé por inmiscuirme en conversación ajena súbitamente y sin venir a cuento, en voz alta y sin permiso. Sobre todo tenía ganas de pelearme con el francesito. Me volví al general y, de repente, con voz totalmente alta y clara –creo que le interrumpí–, hice notar que ese verano los rusos tenían casi imposible comer en la mesa redonda de los hoteles. El general me dirigió una mirada de asombro.

—Si usted se aprecia como persona –me lancé–, entonces, con toda seguridad, se hará merecedor de improperios y tendrá que aguantar desaires extraordinarios. En París y en el Rin, incluso en Suiza, hay tantas polaquitas y francesitos que comparten sus ideas, que resulta imposible pronunciar palabra si se es ruso.

Todo esto lo dije en francés. El general me miraba perplejo, sin saber si debía enfadarse o sólo asombrarse de que yo me hubiera propasado de tal modo.

—Se ve que en algún sitio alguien le ha dado una lección –dijo el francesito desdeñosa y despreciativamente.

—Primero discutí en París con un polaco –respondí–, y luego con un oficial francés que apoyaba al polaco. Pero después, parte de los franceses se pusieron de mi lado cuando les conté las ganas que tenía de escupir en el café de un monseñor.

—¿Escupir? –preguntó el general perplejo y serio, mirando incluso a su alrededor. El francesito miraba con incredulidad.

—Exactamente, sí –contesté–. Ya que durante dos días enteros estuve convencido de que quizá tuviera que dirigirme un par de días a Roma por un asunto nuestro, fui a la cancillería de la embajada del santo padre en París para que visaran mi pasaporte. Allí me recibió el abate, un curita de unos cincuenta años, flaco y de rostro frío, y tras escucharme cortés pero extraordinariamente seco, me rogó que esperara. Y aunque tenía prisa, claro está, me senté a esperar, saqué el Opinion Nationale[5] y comencé a leer los más terribles improperios contra Rusia. Mientras tanto, oí como alguien pasaba a través de la habitación contigua para ver al monseñor. Vi como el abate se despedía de alguien. Me dirigí a él con el mismo ruego, y aún más secamente me volvió a pedir que esperase. Poco después entró otro desconocido, un austriaco. Pero a lo que vamos: le atendieron y enseguida le acompañaron arriba. Entonces me enfadé muchísimo. Me levanté, me acerqué al abate y le dije resueltamente que, puesto que el monseñor estaba atendiendo visitas, también podía resolver lo mío. De pronto, el abate se echó para atrás, con un asombro excepcional. Simplemente, no concebía que un ruso insignificante osara con esos modos compararse con los invitados del monseñor. Con un tono de lo más insolente, como alegrándose de que pudiera ofenderme, me miró de pies a cabeza y exclamó: «¿Pero es posible que piense que el monseñor vaya a dejar su café por usted?». Entonces empecé a gritarle aún más fuerte: «¡Pues sepa usted que el café de su monseñor me importa un bledo! Si no me arregla el pasaporte en un minuto, entraré yo mismo».

«¡¿Cómo, mientras atiende al cardenal?!» –levantó la voz el abate, apartándose de mí aterrorizado. Se lanzó hacia las puertas y puso los brazos en forma de cruz, indicando con ese gesto que moriría antes que dejarme pasar.

Entonces le respondí que yo era un hereje y un bárbaro, «que je suis hérétique et barbare», y que todos esos arzobispos, cardenales, monseñores, etc., etc., me traían sin cuidado. En una palabra, le di a entender que no le dejaría en paz. El abate me miró con rabia infinita, me arrancó el pasaporte de las manos y se lo llevó arriba. Al cabo de un minuto ya tenía el visado puesto. Bueno, ¿les apetece verlo? –saqué el pasaporte y les mostré el visado romano.

—Sin embargo, usted… –comenzó el general.

—A usted le salvó el declararse bárbaro y hereje –observó el francesito, sonriendo maliciosamente–. Cela n’était pas si bête[6].

—¿Y qué, echamos un vistazo a los rusos que están sentados por aquí? No se atreven a abrir el pico, y quizá estén dispuestos a renegar de ser rusos. Por lo menos a mí en París, en mi hotel, empezaron a tratarme mucho más atentamente después de que les contara mi pelea con el abate. Un señor gordo, polaco, el más hostil de todos cuantos estábamos a la mesa, se esfumó a un segundo plano. Los franceses incluso se aguantaron cuando les conté que dos años atrás había visto a un hombre al que un cazador francés en el año veintiuno[7] disparó simplemente por descargar el fusil. Ese hombre era en aquel entonces un niño de diez años y su familia no había podido salir de Moscú.

—¡Eso es imposible! –montó en cólera el francesito–. ¡Un soldado francés no dispararía a un niño!

—Sin embargo, así fue –contesté–. Me lo contó un honorable capitán retirado, y yo mismo vi la cicatriz de la bala en su mejilla.

El francés empezó a hablar rápido y con profusión. El general comenzó apoyándole, pero le recomendé leer aunque sólo fuera, por ejemplo, unos fragmentos de las Memorias del general Perovski, quien fue prisionero de los franceses en el año doce[8]. Finalmente, María Filippovna empezó a hablar de otra cosa, para cambiar de tema. El general estaba muy disgustado conmigo porque el francés y yo casi empezábamos a gritarnos. Pero a mister Astley, mi discusión con el francés al parecer le gustó mucho; levantándose de la mesa, me ofreció beber con él una copa de vino. Por la tarde, como era menester, conseguí hablar un cuarto de hora con Polina Alexandrovna. Nuestra conversación tuvo lugar durante el paseo. Todos iban por el parque hacia el casino. Polina se sentó en un banco enfrente de la fuente y dejó que Nadienka jugara con los niños cerca de ella. Yo también dejé a Misha ir a jugar a la fuente y, por fin, nos quedamos a solas.

Al principio empezamos a hablar, naturalmente, de negocios. Polina sencillamente se enfadó cuando le entregué apenas setecientos guldens. Estaba segura de que le traería de París, por sus brillantes empeñados, al menos dos mil guldens, o incluso más.

—Necesito dinero como sea –dijo–. Hay que conseguirlo, o de otro modo será mi ruina.

Comencé a preguntarle qué había ocurrido durante mi ausencia.

—Tan sólo dos noticias de Petersburgo. Primero, que la abuela estaba muy mal, y a los dos días, que ya había muerto. La noticia venía de parte de Timofey Petrovich –añadió Polina–, que es una persona precisa. Esperamos la última y definitiva noticia.

—Así que, ¿todos están aquí a la espera? –pregunté.

—Por supuesto. Todos y todo. Es lo único que han estado esperando durante seis meses enteros.

—¿Usted también espera? –pregunté.

—¡Si yo no soy pariente de ella! Sólo soy la hijastra del general. Pero sé con seguridad que se acordará de mí en su testamento.

—Me parece que usted heredará mucho –dije afirmativamente.

—Sí, me quería. Pero, ¿por qué usted lo cree así?

—Dígame –contesté con una pregunta–, parece que a nuestro marqués también le confían todos los secretos familiares, ¿no?

—Y usted mismo está muy interesado en ello, ¿no? –preguntó Polina, mirándome seca y ásperamente.

—Sin duda. Si no me equivoco, el general ya ha tenido tiempo de tomarle prestado dinero.

—Adivina usted muy bien.

—Bueno, ¿le habría dado el dinero si no hubiera sabido lo de la abuelita? ¿Se ha fijado usted en que durante la comida, al decir algo de la abuela, la ha llamado unas tres veces la abuelita: «la baboulinka»?[9]. ¡Qué relaciones tan íntimas y amistosas!

—Sí, tiene usted razón. En cuanto sepa que yo también heredaré algo por el testamento, pedirá enseguida mi mano. ¿Era esto lo que deseaba saber?

—¡No faltaba más! Creía que lo había hecho ya hace tiempo.

—¡Usted sabe perfectamente que no! –dijo Polina de corazón–. ¿Dónde ha conocido a ese inglés? –añadió tras un minuto de silencio.

—Sabía que ahora me lo preguntaría.

De camino le conté mis encuentros anteriores con mister Ast­ley. «Es tímido y enamoradizo, y, por supuesto, está enamorado de usted, ¿no?»

—Sí, está enamorado de mí –contestó Polina.

—Y, por supuesto, es diez veces más rico que el francés. Por cierto, ¿posee el francés de veras algo? ¿No lo ponen en duda?

—No. Tiene un château[10]. Ayer mismo el general me habló de ello con seguridad. Así pues, ¿está usted satisfecho?

—Yo, en su lugar, me casaría con el inglés sin dudarlo.

—¿Por qué? –preguntó Polina.

—El francés es más guapo, pero más canalla. En cambio, el inglés, además de honrado, es diez veces más rico –dije con aspereza.

—Sí, pero el francés es un marqués y más inteligente –respondió imperturbable.

—¿Está usted segura? –continué igualmente.

—Completamente.

A Polina le disgustaban mis preguntas enormemente, y vi que tenía ganas de hacerme rabiar por el tono y aspereza de sus respuestas. Se lo dije inmediatamente.

—Y por cierto, me divierte de veras ver cómo se enfurece. Sólo por permitirle hacerme semejantes preguntas y suposiciones, debe usted pagar.

—Realmente, considero tener derecho a hacerle cualquier pregunta –contesté tranquilamente–, precisamente porque estoy dispuesto a pagar del modo que sea. Ni siquiera me importa mi propia vida.

Polina empezó a reírse a carcajadas.

—La última vez, en Schlangenberg, usted dijo que estaba dispuesto a tirarse de cabeza a la primera palabra mía. Y creo que aquello tiene cerca de mil pies. Algún día pronunciaré esa palabra únicamente para ver cómo me paga. Y tenga usted por seguro que me mantendré entera. Me resulta usted odioso precisamente por haberle permitido tanto, y aún más odioso por necesitarle tanto. Pero mientras le necesite, tengo que cuidarle.

Empezó a levantarse. Hablaba con irritación. Últimamente siempre terminaba de conversar conmigo con rencor e irritación, con verdadero rencor.

—Permítame, ¿qué es eso de mademoiselle Blanche? –pregunté. No quería dejarla irse sin que se explicase.

—Ya sabe usted qué es eso de mademoiselle Blanche. No ha pasado nada más desde entonces. Mademoiselle Blanche, seguramente, se convertirá en la generala si, claro está, los rumores sobre la muerte de la abuela se confirman. Porque tanto mademoiselle Blanche, como su madre y su cousin[11] segundo, el marqués, saben muy bien que estamos arruinados.

—¿Está el general perdidamente enamorado?

—Ahora no se trata de eso. Escuche y recuerde: coja estos setecientos florines y váyase a jugar, gane para mí todo lo que pueda en la ruleta. Necesito dinero ahora como sea.

Tras decir esto, lanzó un grito a Nadienka y se dirigió al casino, donde se unió a todos los nuestros. Entonces, pensativo y sorprendido, torcí por el primer camino a la izquierda. Era como si la orden de dirigirme a la ruleta me hubiera conmocionado. Extraño asunto: tenía cosas sobre las que reflexionar, pero, entretanto, me sumí por entero en el análisis de mis sensaciones y sentimientos hacia Polina. Verdaderamente, me había sentido mejor durante esas dos semanas de ausencia que ahora, en el día de mi regreso. Aunque durante el viaje sentí una nostalgia de locos, me agitaba como un poseso e incluso la veía en sueños ante mí a cada instante. Una vez (esto sucedió en Suiza), tras quedarme dormido en el vagón, creí hablar en voz alta con Polina, lo cual hizo reír a todos los viajeros allí sentados. Y una vez más me hice la pregunta: ¿la quiero? Y una vez más no supe contestarme; es decir, mejor dicho, de nuevo por centésima vez, me dije que la odiaba. Sí, me resultaba odiosa. ¡Hubo momentos (justamente siempre al final de nuestras conversaciones) en que habría dado media vida por estrangularla! Juro que si hubiera sido posible hundir un cuchillo afilado lentamente en su pecho, creo que me hubiera puesto a ello con gusto. Mientras que, lo juro por todo lo sagrado, si en Schlangenberg, esa cumbre de moda, me hubiera dicho «tírese», me habría tirado también con gusto. Lo sabía. Aquello tenía que resolverse de un modo u otro. Ella lo comprendía de maravilla, y la idea de que era clara y perfectamente consciente de su inaccesibilidad y de la total imposibilidad de que se cumplan mis fantasías, esa idea, estoy seguro, le produce un placer extraordinario. Pues de otro modo, ¿cómo podría ella, inteligente y cautelosa como era, tener unas relaciones tan francas y estrechas conmigo? Me parece que hasta ahora me ha mirado como aquella antigua emperatriz que se desnudaba ante su esclavo por considerar que no era un ser humano. Sí, muchas veces no me ha considerado un ser humano…

Sin embargo, había recibido un encargo suyo: jugar a la ruleta pasara lo que pasase. No había ocasión de cambiar de opinión: ¿para qué había que ganar dinero con tanta rapidez, y qué nuevas razones habían surgido en aquella cabeza eternamente calculadora? Además, durante esas dos semanas, por lo visto, se habían agolpado un montón de hechos nuevos de los que yo todavía no tenía cono­cimiento. Había que adivinarlo todo, penetrar en todo, y lo más rápidamente posible. Pero aún no tenía ocasión. Debía dirigirme a la ruleta.

[1] El Sr. Conde (en francés en el original).

[2] La Sra. Condesa (en francés en el original).

[3] Maestro. Se trata de la transcripción fonética francesa de la palabra rusa, tal como aparece en el original. [N. del T.]

[4] Mesa de huéspedes (en francés en el original).

[5] Opinión Nacional (en francés en el original).

[6] Eso no era tan estúpido (en francés en el original).

[7] 1821. [N. del T.]

[8] 1812. [N. del T.]

[9] Abuelita. Transcripción fonética francesa de la palabra rusa, tal como aparece en el original. [N. del T.]

[10] Castillo (en francés en el original).

[11] Primo (en francés en el original).