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Akal / Cuestiones de antagonismo / 65

Shlomo Sand

La invención del pueblo judío

Traducción: José María Amoroto Salido

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Prefacio a la edición inglesa

Este libro fue escrito originalmente en hebreo. Mi lengua materna es realmente el yiddish, pero el hebreo ha quedado como la lengua de mi imaginación, probablemente de mis sueños y ciertamente de mi escritura. Decidí publicar el libro en Israel por una razón bastante sencilla: los lectores a los que inicialmente estaba dirigido eran israelíes, tanto los que se ven a sí mismos como judíos como los que están definidos como árabes, y además vivo en Tel Aviv donde enseño Historia.

El libro se publicó a principios de 2008 y su acogida fue un tanto dispar. Los medios audiovisuales se mostraron profundamente interesados y me invitaron a participar en muchos programas de radio y televisión. También la prensa prestó atención a mi estudio, la mayor parte en términos favorables. Por el contrario, los representantes del cuerpo «autorizado» de historiadores desencadenaron sobre el libro toda su furia académica y algunos bloggers exaltados me presentaron como un enemigo del pueblo. Quizá este contraste hizo que los lectores se mostraran indulgentes conmigo y el libro permaneció 19 semanas en la lista de los libros más vendidos.

Para entender estos hechos, hay que dirigir una mirada desapasionada sobre Israel y renunciar a cualquier inclinación a favor o en contra. Vivo en una sociedad bastante extraña. Como se dice en el capítulo final del libro –para disgusto de muchos críticos–, Israel no puede ser descrito como un Estado democrático mientras se considere a sí mismo como el Estado del «pueblo judío», en vez del órgano que representa a todos los ciudadanos dentro de sus fronteras reconocidas (sin incluir los territorios ocupados). A principios del siglo xxi el espíritu de las leyes de Israel indica que el objetivo del Estado es servir a los judíos, en vez de a los israelíes, y proporcionar las mejores condiciones para los supuestos descendientes de este ethnos, en vez de para todos los ciudadanos que viven en él y hablan su lengua. De hecho, cualquiera que tenga una madre judía puede tener lo mejor de los dos mundos: es libre para vivir en Londres o Nueva York con la confianza de que el Estado de Israel es suyo, incluso aunque no desee vivir bajo su soberanía. Sin embargo, cualquiera que no proceda de entrañas judías y que viva en Jaffa o Nazaret sentirá que el Estado en el que ha nacido nunca será suyo.

A pesar de esto, en Israel hay una extraña clase de pluralismo liberal que se debilita en tiempos de guerra pero que funciona bastante bien en tiempos de paz. Hasta ahora ha sido posible expresar una diversidad de opiniones políticas en eventos literarios, que haya partidos políticos árabes tomando parte en elecciones parlamentarias (siempre que no cuestionen la naturaleza judía del Estado) y criticar a las autoridades elegidas. Determinadas libertades liberales –como la libertad de prensa, de expresión y de asociación– han quedado salvaguardadas y el escenario público es tanto multicolor como estable. Todo esto hace posible la publicación de este libro y explica por qué su acogida en 2008 fue tan polémica y provocara un auténtico debate.

Además, el férreo control que han ejercido los mitos nacionalistas se ha ido debilitando con el tiempo. Hay una nueva generación de periodistas y críticos que ya no reproduce el espíritu colectivista de sus padres y busca los modelos sociales que se cultivan en Londres y Nueva York. La globalización ha hundido sus agresivas garras incluso en los escenarios culturales de Israel y en el proceso ha socavado las leyendas que alimentaron a la «generación de los constructores». Aunque de manera marginal, actualmente existe en diversas instituciones académicas una corriente intelectual, conocida como el postsionismo, que ha elaborado retratos desconocidos del pasado. Sociólogos, arqueólogos, geógrafos, politólogos, filólogos, incluso directores de cine, han estado desafiando los términos fundamentales del nacionalismo dominante.

Pero este torrente de información y de perspectivas no ha alcanzado la cima en la que reside, en las universidades y colegios hebreos, una cierta asignatura llamada Historia del pueblo israelita. Estas instituciones de enseñanza no tienen departamentos de Historia como tales, sino departamentos separados de Historia General –yo pertenezco a uno de ellos– y de Historia Judía (israelita); no hace falta decir que mis críticos más severos procedían de estos últimos. Aparte de señalar errores secundarios, se quejaban principalmente de que ya que mi área de conocimiento era Europa occidental, no era asunto mío el discutir la historiografía judía. Sin embargo, a otros historiadores de mi ámbito que se ocuparon de la historia judía no se les hizo semejante crítica, siempre que no se hubieran desviado de la conceptualización dominante. En Israel, «el pueblo judío», «la tierra ancestral», «el exilio», «la diáspora», «la aliyah», «Eretz Israel», «la tierra de salvación», etc., son términos clave para cualquier reconstrucción del pasado nacional, y la negativa a utilizarlos se considera una herejía.

Antes de empezar a escribir el libro, ya era consciente de todo esto. Esperaba que mis atacantes alegaran mi falta de un conocimiento adecuado de la historia judía, que no entendía la singularidad histórica del pueblo judío, que era incapaz de ver su origen bíblico y que negaba su unidad eterna. Pero me parecía que pasarme la vida en la Universidad de Tel Aviv, en medio de su enorme colección de libros y documentos sobre la historia judía, sin dedicar un tiempo a leerlos y estudiarlos, hubiera sido una traición a mi profesión. Como profesor académicamente bien establecido, resulta agradable viajar a Francia y a Estados Unidos para recopilar material sobre la cultura occidental disfrutando del poder y la tranquilidad de la institución. Pero, como historiador que toma parte en la formación de la memoria colectiva de la sociedad en la que vive, consideraba que era mi deber contribuir directamente a los aspectos más delicados de esa tarea.

Tengo que admitir que la disparidad entre lo que sugería mi investigación sobre la historia del pueblo judío y la manera en que esa historia se entiende en general –no sólo en Israel sino en el mundo en general– me produjo el mismo impacto que más tarde produciría en mis lectores. En general los sistemas educativos te enseñan a empezar a escribir después de haber acabado de reflexionar, te enseñan que debes conocer tu conclusión antes de empezar a escribir (así fue como obtuve mi doctorado). Pero en este caso me encontré repetidamente desconcertado según trabajaba en la composición. En el momento en que empecé a aplicar los métodos de Ernest Gellner, Benedict Anderson y otros, que provocaron una revolución conceptual en el campo de la historia nacional, los materiales con los que me encontraba en mi investigación aparecían iluminados por perspectivas que me llevaron por direcciones inesperadas. Tengo que dejar claro que apenas realicé nuevos hallazgos; prácticamente todo este material había sido desvelado por historiógrafos sionistas e israelíes. La diferencia estaba en que a algunos elementos no se les había prestado suficiente atención, otros fueron inmediatamente barridos debajo de la alfombra de los historiógrafos y otros más fueron «olvidados» porque no encajaban en las necesidades ideológicas del desarrollo de la identidad nacional. Resulta asombroso que gran parte de la información que se cita en este libro siempre ha sido conocida dentro de los limitados círculos de la investigación profesional, pero invariablemente se perdía en el camino hacia el escenario de la memoria pública y pedagógica. Mi tarea consistió en organizar la información histórica de un modo nuevo, desempolvar los viejos documentos y reexaminarlos continuamente. Las conclusiones a las que me condujeron crearon una narrativa radicalmente diferente de la que se me había enseñado en mi juventud.

Desafortunadamente pocos de mis colegas –los profesores de Historia en Israel– consideran que sea su deber emprender la peligrosa misión pedagógica de exponer las convencionales mentiras sobre el pasado. Por mi parte yo no hubiera podido seguir viviendo en Israel sin escribir este libro. No creo que los libros puedan cambiar el mundo, pero cuando el mundo empieza a cambiar, éste busca libros diferentes. Puedo ser un ingenuo, pero mi esperanza es que este trabajo sea uno de ellos.

Tel Aviv, 2009