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Primera edición digital: marzo 2018
Imagen de la cubierta: Pixabay
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Laura Vera
Revisión: Bárbara Fernández y Sara Checa

Versión digital realizada por Libros.com

© 2018 Juan José Robles
© 2018 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17236-29-8

Juan José Robles

La sombra de Juana de Arco

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Introducción
  5. 1. Ruan (Francia), 30 de mayo de 1431
  6. 2. Prelati
  7. 3. Sombras en el bosque
  8. 4. Luna roja
  9. 5. ¡Ya no eres mi Dios!
  10. 6. El dulce sabor de la sangre
  11. 7. ¡Esta es mi gloria!
  12. 8. Mi casa es la vuestra
  13. 9. Una gota en el océano
  14. 10. Ave César
  15. 11. Pacto de sangre
  16. 12. Oscura venganza
  17. 13. Juliette
  18. 14. Bourges
  19. 15. Machecoul
  20. 16. Éxtasis de placer
  21. 17. Viaje sin retorno
  22. 18. En el nombre del rey
  23. 19. La sombra de Juana de Arco
  24. 20. Nantes (Francia), 26 de octubre de 1440
  25. Mecenas
  26. Contraportada

Introducción

Entre la realidad y la ficción

En 2016, como cada año, llegó el mes de octubre, y con él la fiesta más importante del año en nuestra casa, Halloween. Habría para escribir todo un libro sobre esta festividad, de lo que dicen sus detractores, de lo que pensamos los que la defendemos. Pero este no es el caso. No estás a punto de leer un libro sobre Halloween. Sólo me gustaría contaros cómo nació esta historia, casi por casualidad.

Este año decidí que la temática de la fiesta y, por tanto, los juegos que organizamos para ella, serían los asesinos en serie. Así que un mes antes me dispuse a investigar sobre el tema. Y me topé con la realidad, una realidad que supera con creces toda ficción. Toda clase de personajes reales que no tenían nada que envidiar a los personajes de ficción a los que tanto conocemos y admiramos, a la vez que tememos. Pero lo cierto es que muchos de esos personajes de la ficción están inspirados en todos estos personajes reales.

De esta forma me encontré con un macabro ramillete de asesinos en serie, tan reales como la vida misma. Sin salir de nuestro propio país, podría destacar el caso de Romasanta, el único caso documentado de licantropía real. Enloquecido por la muerte de su mujer, huyó a un bosque profundo de Galicia. Allí secuestró, asesinó y devoró a un número de mujeres y niños que nadie fue capaz de determinar.

En España también tuvimos nuestro propio Jack el Destripador, apodado ‘Sacamantecas’. Fue un conocido asesino de prostitutas, a las que después de su muerte, destripaba y les extraía la grasa corporal con la que elaboraba un elixir que creía curaba la tuberculosis.

Fuera de nuestro país el caso de Albert Fish no fue menos espeluznante. Con aficiones masoquistas, no dudaba en clavarse agujas en los genitales; en ocasiones incluso ponía algodón en las agujas y les prendía fuego. Eso se lo hacía a sí mismo, porque a sus víctimas les infligía torturas aún peores, e incluso las llegaba a devorar.

Uno de los casos más impactantes fue el de Ed Gein, creo que uno de los asesinos en serie que más personajes de ficción ha inspirado, como es el caso de Norman Bates, el inquietante gerente del hotel de Psicosis, o el inocente niño de Viernes 13, Jason. Pero la historia real de Ed era mucho más espeluznante que estos personajes. Tras la muerte de su madre, enloqueció y pasó el resto de su existencia, hasta que fue capturado, asesinando a mujeres, a las que arrancaba el rostro que luego utilizaba como careta en un extraño caso de travestismo extremo y macabro.

El cine ha explotado hasta la saciedad la historia de familias enteras que dedicaban su tiempo a la tortura y el asesinato. Una especie de demencia colectiva y genética que tuvo un primer ejemplo ilustre en La matanza de Texas, pero que siguió con sagas como La colina tiene ojos o las más recientes dirigidas por Rob Zombie, La casa de los 1.000 cadáveres o Los renegados del Diablo. Pero para encontrar el origen de esta demencia familiar tenemos que remontarnos a la Escocia del siglo XVI, en la que toda una familia encabezada por Sawney Bean, atemorizaba a toda la comarca secuestrando, torturando, asesinando y devorando en la cueva en la que vivían a mujeres, hombres y niños. La familia fornicaba y procreaba tan sólo con los miembros de la misma, y este podría ser el origen de una demencia tan atroz.

También me topé con asesinos que han hecho correr ríos de tinta en la prensa, como es el caso del ‘Asesino del Zodiaco’. Puso en jaque a cientos de investigadores con enrevesados acertijos que dejaba junto a sus víctimas. O el caso de Charles Manson, un asesino ilustre, no por él mismo, porque no logró la fama en su carrera de cantante, sino por las víctimas, la actriz Sharon Tate y el grupo de amigos con los que celebraba una fiesta el día que Charles irrumpió en la misma con los miembros de la secta que dirigía, dejando tras de sí un reguero de sangre y horror.

Llamó especialmente mi atención el caso de Cayetano, uno de los primeros casos documentados de asesinos en serie infantiles. Apodado ‘Petiso Orejudo’, asesinó al menos a media docena de niños, aunque también se divertía provocando numerosos incendios. El Buenos Aires de principios del siglo xx fue testigo de este pequeño demente.

El mundo gay, o LGTB como nos gusta decir ahora, también ha tenido sus propios casos. Quizá los más conocidos sean los de Jeffrey Dahmer. Captaba a sus víctimas en oscuros bares, luego las llevaba a su casa con la promesa de practicar sexo, pero su verdadera intención era la de acabar con su vida.

El caso de Armin Meiwes, al que se le atribuye un solo asesinato, se hizo famoso no por la muerte en sí, sino por lo extraño de la historia. Armin contactó con su víctima a través de un chat de contactos. Pero en este caso fue la propia víctima la que solicitó ser asesinada y devorado por Armin, a lo cual accedió sin ningún problema. Una forma de perversión sexual llevada al extremo.

Pero ha sido la historia la que nos ha dado los casos de asesinos más conocidos y sanguinarios. Quizá sea la distancia en el tiempo la que nos haga verlos con menos repulsión, aunque eso no les quita ni un ápice de terror. En muchos casos se han convertido en leyenda y sus actos no se han relatado con la exacta precisión. En este entorno histórico, en un momento en el tiempo más cercano, nos encontramos con las atrocidades cometidas por el nazismo. Uno de los más atroces y conocidos es Josef Mengele, un médico que practicó toda clase de experimentos con los presos de los campos de concentración nazis. La historia nunca sabrá los muertos bajo la mano de Mengele, como los del propio nazismo.

Viajando un poco más atrás en el tiempo nos encontramos con Isabel Báthory, también llamada ‘la Condesa Drácula’, no por su relación con el conde, sino por su desmedida afición por la sangre, en la que incluso se llegaba a bañar para conseguir la eterna juventud. Sus víctimas eran jóvenes doncellas y vírgenes, a ser posible.

Pero el asesino que más historias y diversos personajes ha propiciado tanto en la literatura como en el cine es Vlad ‘el Empalador’, más conocido en la ficción como el Conde Drácula. Pero su verdadera historia, también contada en la literatura, dista bastante de la ficción. Vlad era un despiadado guerrero que podía acabar con la vida de ejércitos enteros. Su más conocida afición era el empalamiento, pero esa era sólo una de sus diversiones. La literatura le ha convertido en todo un mito y en el símbolo del vampirismo.

Y así llegamos al protagonista de La sombra de Juana de Arco. Gilles de Rais.

Aunque Gilles de Rais también ha tenido su lugar en la literatura, no ha obtenido la notoriedad que sus actos podrían presuponer.

Perrault escribió un cuento basado en el mariscal, aunque la historia dista bastante de la realidad. Un cuento en el que Gilles de Rais se convertía en Barba Azul. Dicho cuento inspiró incluso la ópera de Béla Bartòk, El castillo de Barba Azul, estrenada en Hungría en 1918.

En la película de Luc Besson, Juana de Arco, aparece el personaje de Gilles de Rais, pero en otras películas sobre la heroína francesa el personaje, o bien no tiene el protagonismo que realmente tuvo, o incluso es omitido.

Especialmente curioso es el caso de la película de Carlos Aured, El espanto surge de la tumba, en la que Paul Naschy interpreta a Alaric de Marnac, personaje inspirado en Rais, que regresa de su tumba para volver a asesinar, en este caso a bellas doncellas.

El lector se preguntará por qué elegí a Gilles de Rais. Es difícil de explicar, pero lo cierto es que según averiguaba detalles de la vida del mariscal, su figura me fue atrayendo y fascinando, hasta convertirse en el verdadero protagonista de una historia que no podrá dejar indiferente a nadie.

En La sombra de Juana de Arco, Gilles de Rais se convierte en un personaje de ficción. Muchos de los datos, actos relatados, personajes son auténticos y reales, aunque eso es difícil de determinar. La historia no siempre es como nos la han contado. Por eso muchos de los personajes, aunque reales, tienen mucho de ficción. Los hechos acontecidos también están fusionados entre la realidad y la ficción. La historia es así, entre la leyenda y la realidad.

Como autor y creador de La sombra de Juana de Arco te invito a descubrir esta historia y a hacer volar tu imaginación a un tiempo pasado. Y tú mismo podrás decidir lo que es real o no.

Capítulo 1

Ruan (Francia), 30 de mayo de 1431

Gilles se encontraba sentado en su tienda de campaña esperando noticias. Sentado en su silla que le acompañaba en todas las campañas, se encontraba absorto en sus pensamientos, en sus recuerdos. Pero en su mente un solo nombre, Juana, que se encontraba en una difícil situación a merced de un juicio injusto que podría llevarla a la muerte.

Durante tantos años de lucha al lado de Juana, siempre se había mostrado como un hombre fuerte y decidido a la vez que sometido a la voluntad de una mujer que siempre le había impuesto sus decisiones. Pero no le importaba. A ambos les unía su profunda fe en Dios, y en nombre del mismo habían aniquilado ejércitos enteros. Pero ahora Gilles por primera vez en su vida tenía miedo, mucho miedo. Porque la lucha junto a ella había conseguido alejarle de sus verdaderos instintos asesinos, que le habían llevado en el pasado a cometer todo tipo de actos violentos. Pero con Juana y su profunda fe era todo distinto. Junto a ella había logrado satisfacer sus más bajos instintos.

Todo había cambiado, ella había caído en desgracia, había perdido su ejército y casi hasta su fe. De qué había servido tanta lucha y tanta sangre en nombre de un Dios que ahora le había dado la espalda, por qué luchar por un pueblo que ahora la juzgaba y estaba a punto de acabar con ella. Junto a él, sólo un puñado de soldados a sueldo, mercenarios, dispuestos a hacer lo que fuera por dinero, preparados para entrar en Ruan y liberar a Juana de su casi segura muerte. La que hasta ahora había sido su guía, su maestra, se encontraba encarcelada a sólo veinticinco kilómetros de su campamento, acusada de hereje y blasfema por afirmar que hablaba con Dios. Y era el mismo Dios el que le indicaba que debía luchar. Aunque para Gilles, ella era algo más… Un puente entre lo divino y lo humano, que lograría salvarle de la condenación por todos los pecados cometidos durante su juventud.

Mientras tanto, los acontecimientos se precipitaban en Ruan. Juana se encontraba en un juicio sin defensa, sin salida. Ella tan sólo tenía que renunciar y desmentir sus afirmaciones para salvarse, pero sabía que hacer eso era renunciar a su Dios, era negar a ese Dios que le hablaba y eso para ella era peor que la misma muerte que la esperaba, era la muerte espiritual, a la que temía mucho más que a la muerte terrenal. Entre la muchedumbre que presenciaba el juicio y gritaba enfurecida sin descanso: «¡Bruja, bruja, a la hoguera!», un emisario de Gilles presenciaba aquella locura, atónito y convencido de que aquello no tendría un buen final. Miraba a Juana, atónito, sin creer lo que estaba pasando. La sentencia se había dictado y ella se mantenía impasible, sólo se aferraba a una vieja Biblia que sostenía en sus manos, resignada a su destino. La noche caía en Ruan y la sentencia era firme: sería quemada en la hoguera al amanecer.

Juana fue conducida a una vieja celda, donde esperaría su muerte, su última noche. La esperaría sola, prácticamente a oscuras y con la única compañía de su Biblia, la oración era su único consuelo. Abandonada por los suyos, por todos aquellos que estuvieron a su lado luchando, sólo un hombre permanecía junto a ella, Gilles, pero estaba muy lejos para poder darle un mínimo consuelo, o para poder salvarla del martirio que se avecinaba sin remedio. El emisario de Gilles se mostró entonces decidido a parar esa barbarie. Tenía que ver a Juana, darle consuelo y hacerle saber que su amigo Gilles haría todo lo posible por salvar su vida. Era difícil, la celda se encontraba fuertemente custodiada por soldados. Ideó una artimaña para poder verla y engañó a los guardias diciéndoles que le llevaba algo de alimento a la presa para hacerle más llevadera la espera de su muerte.

Cuando logró acercarse a la puerta de la celda, se asomó a la pequeña ventana enrejada y vio a una Juana abatida, de rodillas y aferrada a su Biblia.

Entonces gritó: «¡Juana!».

Ella, casi sin fuerzas y con los ojos empapados en lágrimas, giró lentamente la cabeza mirando la puerta y viendo el rostro del emisario, con la voz entrecortada, dijo:

—¿Quién eres?

Él contestó:

—Me envía Gilles. Él no te ha abandonado. Se encuentra en las afueras de la ciudad, apenas a veinticinco kilómetros.

Juana, taciturna y con la voz entrecortada, sólo consiguió articular unas cuantas palabras:

—Sólo Dios puede salvarme. Por él estoy aquí y ya nadie puede evitar mis destino, moriré por su causa.

Mientras decía estas palabras apretaba su Biblia, la vieja Biblia que la había acompañado durante todos estos meses de cautiverio. Pero en un gesto de extrema generosidad, miró la Biblia por última vez. Alzó sus manos sosteniéndola y con apenas tres palabras dijo:

—Entrégasela a Gilles. A mí ya no me servirá para nada y él sabrá qué hacer con ella.

Juana no dijo ninguna palabra más. Con los ojos empapados en lágrimas, se dio la vuelta lentamente y caminó hacia un rincón de la celda, dobló sus rodillas y abatida siguió con sus oraciones, ya con las manos vacías. Se había desprendido del único bien material que la mantenía aferrada a este mundo. Entonces fue cuando en el fondo de su ser sintió que todo lo que amaba, todo lo que quería, la había traicionado. Hasta el mismísimo Dios, en el nombre del que tanto había luchado, la había abandonado. Quizás empezó a dudar de su existencia, quizá no fuera Dios el que le hablaba, sino el mismísimo Satanás. Pero ya era tarde, demasiado tarde para ella. Faltaban pocas horas para el amanecer y nada ni nadie podría salvarla. Su confianza en Dios se desvanecía como el sol al anochecer.

El emisario la miró durante unos instantes, y lentamente fue alejándose de la puerta. En sus manos la Biblia que Juana le había entregado. Recordaba cómo ella siempre la llevaba consigo, en todas sus batallas la acompañaba como un talismán. Pero él sentía que aquel viejo libro tenía algo especial. Era como si tuviera una fuerza sobrenatural. Mientras caminaba lentamente ojeaba la Biblia. En sus apenas cincuenta páginas, ilustraciones de diferentes momentos de las sagradas escrituras, acompañadas de algunos sencillos textos que apenas acertaba a leer. Pero eso no importaba, sólo los más afortunados tenían el don de la lectura, y sólo los más privilegiados podían conocer esos textos en toda su extensión y conocer la verdadera envergadura de su mensaje. Pero nada de eso importaba ya. Ni siquiera aquel libro supuestamente sagrado había logrado salvar a Juana de la muerte, tal vez fuera el causante. Mientras caminaba hacia su caballo, continuó ojeando aquel libro. La mayoría de las ilustraciones eran sobre la vida de Jesús; algunas eran imágenes realmente perturbadoras, otras inspiraban paz… Pero había una página especialmente llamativa que mostraba a un Jesús abatido; su rostro no mostraba la misma paz que en las otras imágenes y junto a él una imagen realmente demoniaca que le tendía una mano. Acompañando a esta ilustración, un texto en un idioma diferente al resto del libro, que estaba escrito en latín. Aquella frase estaba escrita en francés y decía algo así como…: «Únete a mí, lucharemos juntos y encontrarás la libertad».

Era realmente inquietante reconocer esa frase, porque era la frase que Juana pronunciaba cada vez que quería conseguir un aliado para su lucha. Y más inquietante aún saber que era la única frase que ella podría leer en ese libro, ya que no sabía latín.

¿Había estado Juana durante estos años guiada en su lucha por su Dios o por el mismísimo Diablo? Aquella duda invadió profundamente al emisario. Aun así estaba decidido a cabalgar hasta el campamento donde Gilles esperaba noticias sobre Juana y alertarle sobre la necesidad urgente de liberarla. Pero seguía albergando la duda sobre si entregarle aquella Biblia que la muchacha le había rogado encarecidamente que su señor tuviera.

Aquella no sería la última visita que Juana tendría aquella noche…

Entonces el emisario llegó al sitio donde su caballo le esperaba, se subió a él y empezó a cabalgar con el paso rápido. Tenía que llegar a tiempo al campamento y alertar a Gilles sobre todo lo que había acontecido en Ruan y, lo que era más importante, lo que estaba a punto de ocurrir. El anterior intento de quemar a Juana no había sido más que una farsa para hacerla arrepentirse de sus «pecados», pero ahora todo era distinto. En esta ocasión todo iba en serio y al amanecer ella estaba dispuesta a morir sin remedio. La noche era oscura y el camino difícil, pero eso no le quitó ni un ápice de determinación para llegar al campamento. El camino se hacía interminable.

Mientras, en el campamento, Gilles caminaba de un lado al otro de su tienda, impaciente y con un mal presentimiento en su corazón. Un frío sudor empezó a invadir su cuerpo. Sus ojos se fueron enrojeciendo y la furia había obnubilado su mente. Fue sólo entonces cuando el mal presentimiento se hizo más fuerte y le obligó a salir de la tienda de campaña de forma intempestiva. En la oscuridad de la noche apenas se veía la luz de las hogueras que sus hombres habían encendido y sólo se oían los grillos y algún ronquido lejano. Sólo permanecía despierto el vigilante nocturno del campamento. Gilles le ordenó acercarse.

—Despierta a todos los hombres, que se preparen para salir de inmediato. Presiento que pronto llegarán malas noticias de Ruan.

Gilles comenzó a escuchar el trotar de un caballo a lo lejos; tal vez fuera su emisario con noticias. El emisario llegó, se bajó apresuradamente del caballo y con la voz sofocada dijo:

—Mi señor, hay que partir inmediatamente hacia Ruan, nos queda poco tiempo. La Inquisición inglesa está dispuesta a quemar a Juana en la hoguera.

Gilles le miró con los ojos envenenados, su rabia podía más que la razón. Pero no era momento de indecisiones. Y dijo:

—Los hombres están preparados, partiremos de inmediato.

El emisario asintió no sin antes advertir a su amo:

—Señor, he de advertirle que la ciudad está sitiada. Será difícil atravesar su muralla sin ser vistos.

Pero Gilles ya lo tenía previsto todo. Sabía que sería difícil entrar en Ruan. La autoridad había previsto que Gilles y sus hombres tratarían de liberar a Juana y había apostado guardias en todas las entradas de la ciudad amurallada. Además se había cambiado el lugar donde se ajusticiaba normalmente a los reos, en la plaza pública de la ciudad. La muerte de Juana se había preparado en la plaza del mercado y para la ocasión se habían levantado tres templetes. El primero de ellos para el cardenal, que sería el encargado de leer la sentencia de muerte y los cargos, junto con sus invitados. En el segundo se colocaría el tribunal encargado del juicio y en el tercero se colocaría Juana para escuchar la sentencia antes de ser conducida al montículo preparado para la hoguera.

Gilles le dijo a su emisario:

—Iremos todos disfrazados de mercaderes. Entraremos sin problema en la ciudad y cuando estemos dentro buscaremos a Juana y la liberaremos. Mataremos a quien haga falta, a cualquiera que se interponga en nuestro camino.

Fue entonces cuando Gilles se apercibió de que su emisario llevaba algo en la mano. Y reconoció la Biblia que Juana llevaba siempre consigo. Entonces con un brusco movimiento se la arrebató de las manos, interpelándole:

—¿Por qué tienes tú este libro?

El emisario con el rostro enrojecido y con la voz entrecortada dijo:

—Me la dio Juana, me pidió que se la entregara, mi señor.

—¿Y por qué no lo has hecho de inmediato? —replicó Gilles, con el rostro cada vez más enfurecido.

La voz del emisario se hacía cada vez más entrecortada, al borde de la tartamudez. Y entre sollozos dijo:

—No lo sé, mi señor. Creo que ese libro es el culpable de todos los males que ha sufrido Juana, desde que cayó en sus manos. Quizás habría que quemarla. Esta Biblia tiene algo maligno, algo satánico entre sus páginas.

Gilles no daba crédito a todo lo que estaba escuchando, prácticamente había perdido la razón. Y dijo con los ojos entornados:

—Dime, ¿quién eres tú para decidir sobre esta Biblia? ¿Acaso Juana no te la entregó con la confianza de que me la dieras a mí? Dime, ¿quién eres tú para contradecir la voluntad de tu señora? Ella está apunto de entregar su vida por salvar a Francia de los infieles ingleses y tú dudas de sus palabras. Quizá no mereces vivir tan siquiera. Deberías ser tú el que murieses en la hoguera.

Pero el emisario ya no habló más, el terror a su amo atenazó su voluntad y su respiración se hacía cada vez más rápida y entrecortada. Mientras, aún sostenía la Biblia en la mano izquierda. Fue entonces cuando Gilles le rodeó el cuello con su mano mano grande y fuerte, propia de un guerrero. Mientras, con la otra mano desenvainó la espada y con un súbito y fuerte golpe le atravesó el abdomen hasta la espalda, sacándola de inmediato, al tiempo que la sangre empezó a manar de su cuerpo cubriendo el suelo alrededor. El cuerpo del emisario cayó casi de forma súbita y la muerte fue casi instantánea, sin apenas tiempo de que el emisario advirtiera lo ocurrido. Con las manos aún manchadas de sangre, miró el cuerpo inerte.

Gilles se dio cuenta inmediatamente de lo que había hecho y su rostro pasó del enfurecimiento al horror. Comenzó a llorar desconsoladamente, cayó abatido de rodillas junto al cuerpo muerto del emisario, el cual había sido su amigo, su compañero durante tantos años de batallas, el único que no le había abandonado y ahora yacía muerto por sus propias manos. Muerto su amigo y con Juana a punto de morir en la hoguera, el futuro se presentaba oscuro y sombrío. Volvió a rodear su cuello, pero esta vez para levantar su cabeza y decir:

—Lo siento, amigo, nunca te olvidaré. Pero ahora tengo que acudir raudo a salvar a Juana.

Con las manos aún manchadas de sangre, recogió la Biblia que había caído al suelo, subió a su caballo y comenzó a cabalgar hacia la ciudad. Tras él su grupo de hombres reclutados entre lo más bajo de Bretaña y Normandía, ladrones, asesinos, mercenarios… Todos cabalgaron tras la estela de su amo, fieles a él, no por convicciones, sino por el dinero que les pagaba. Había perdido su ejército tras la captura de Juana y sus largos meses de cautiverio en aquella torre inaccesible.

El camino no era muy largo, pero la oscuridad de aquella noche de luna nueva lo hacía difícil. Habrían de cabalgar sigilosos para no alertar a las patrullas que rondaban aquellas noches por los alrededores de Ruan. Mientras cabalgaba en la oscuridad, a Gilles se le agolpaban todos los recuerdos acumulados durante los años de lucha junto a Juana. Recordó cuando la conoció, con el aspecto de un joven aguerrido y valiente a cargo de un ejército entero. Ya habían establecido un fuerte vínculo emotivo cuando Gilles se percató de que aquel joven era una mujer lo cual no le quitaba ni un ápice de coraje en la batalla.

Entre tanto, en Ruan, apenas unos rayos de sol empezaban a despuntar. Las calles de la ciudad empezaban a llenarse de gente a la espera del espectáculo, caminando hacia la plaza del mercado. Todos iban ocupando sus puestos en los respectivos estrados. Mientras, en la celda, Juana esperaba el momento que no tardó demasiado en llegar, cuando se atisbaron las primeras luces de la mañana por la estrecha ventana del habitáculo. Fue entonces cuando escuchó la puerta abrirse. Directamente entraron los guardias para conducirla a su ejecución. Para ella no había una última confesión, una última oportunidad de arrepentirse de los pecados de los que estaba acusada. Los guardias la agarraron de los brazos y sin mediar palabra la empezaron a conducir a la plaza por las calles de Ruan por el medio de la muchedumbre que ya abarrotaba las calles al grito de:

—¡Bruja, hereje, a la hoguera!

Juana permanecía en un estado prácticamente catatónico y, aunque casi tropezaba con la gente, las voces las escuchaba en la lejanía, como en un sueño, una oscura pesadilla de la que quería despertar pero no podía. Siguió caminando por las calles de Ruan agarrada por los guardias, entre empujones, improperios y gritos. Sus pies descalzos se iban magullando por el empedrado del suelo, pero no sentía dolor porque su mente permanecía adormecida. Tan sólo era capaz de seguir oyendo los insultos de la multitud en la lejanía.

Al llegar a la plaza, fue subida de un empujón al estrado donde habría de escuchar la sentencia que la condenaba a muerte, una formalidad que apenas duró unos instantes…

—Juana de Arco ha sido condenada por este tribunal eclesiástico a morir quemada en la hoguera por los cargos de herejía, brujería… —Y así hasta una veintena de acusaciones más, a las que Juana no prestó la más mínima atención. Sus ojos estaban puestos en el cielo, a la espera de que el Dios que tantas veces creía haber escuchado, le dijera algo por última vez. Pero en aquella ocasión el cielo no dijo nada, permaneció mudo e impasible, abandonando a su suerte a la que fue su más incondicional sierva.

Cuando la sentencia fue leída, Juana fue conducida al patíbulo donde sería quemada. Las fuerzas le flaqueaban cada vez más, los guardias apenas podían sostenerla para hacerla subir al palo donde habría de ser atada con las manos en alto y los pies sujetos al madero. Cuando estaba sujeta e inmovilizada, los guardias comenzaron a prender todas las maderas que rodeaban a Juana. La madera empezó a arder rápidamente y un humo negro comenzó a subir hacia el cielo.

La multitud gritaba cada vez más fuerte:

—¡Quemad a la bruja, quemad a la bruja!

La visión de Juana se fue haciendo cada vez más nublada, apenas veía a la multitud que la increpaba. El humo cada vez le impedía más la respiración. Estaba a punto de perder el conocimiento cuando a su cabeza llegó una oscura e inquietante visión. Una figura con túnica negra, con el rostro difuminado, se acercaba a ella, hasta que se puso a su altura. Era como si Juana se encontrara en otra dimensión. Ya no le molestaba el humo, ya no escuchaba los gritos de la gente, ya no tenía miedo. Aunque aquella figura le creaba cierto desconcierto. La agarró de la mano y le dijo:

—Juana, ven conmigo. Has tenido una vida luchando por mí, has matado a muchos hombres en mi nombre y ahora tendrás tu recompensa.

Pero Juana ya no tenía voluntad. Su alma había sido entregada a la muerte, mientras su cuerpo era consumido por el fuego. La guardia entonces avivó el fuego con más leña. Poco a poco el cuerpo de Juana fue desapareciendo.

Mientras tanto, Gilles seguía cabalgando hacia Ruan. Cuando empezó a atisbar a lo lejos las murallas de la ciudad, su desesperación se convirtió en rabia al ver el negro humo saliendo de la ciudad. Paró un momento su caballo, al tiempo que alzaba la mano para ordenar que sus hombres pararan también. Por unos instantes su mirada se fue perdiendo en el horizonte, sabía que todo estaba perdido. A estas alturas Juana ya estaría muerta y poco podría hacer por salvarla. En una de las manos sostenía la cincha del caballo y en la otra cogía con fuerza la Biblia de Juana, el único bien que conservaba de ella.

La rabia y la furia se apoderaron de Gilles, y fue esta rabia la que le llevó a dar la orden a sus hombres de atacar Ruan. Ya no servía de nada entrar en la ciudad sin levantar sospechas. Guardó la Biblia en el bolsillo de la montura, desenvainó su espada y al grito de: «¡Por Juana!», alzó su espada y comenzó a cabalgar hacia Ruan. Todos sus hombres le siguieron, no hacían falta más órdenes, sabían perfectamente lo que tenían que hacer.

Al llegar a la puerta, el intento de ser detenidos por la guardia fue en vano. Uno a uno fueron degollados, atravesados por las espadas de los hombres de Gilles. Cabalgaron por las calles de la ciudad, sembrando un reguero de muerte, de sangre… Nadie escapaba de la sed de sangre y venganza de Gilles, hombres, mujeres, niños… Todos morían al paso del escaso centenar de hombres que le acompañaban.

Los gritos que antes eran de júbilo por la muerte de Juana, ahora eran gritos de dolor y luego silencio. Todos huían sin remedio. Los pocos que podían se escondían en sus casas. Las madres protegían a sus hijos, muchas sin conseguirlo. Los hombres protegían a sus mujeres, pocos lo conseguían.

Para cuando Gilles consiguió llegar a la plaza del mercado, la ciudad ya era un silencio, apenas se oían unos pocos gritos de dolor en la lejanía. En la plaza ya no quedaba nadie, todos habían huido.

La llama de la inmensa hoguera ya estaba casi extinta, sólo un hedor a muerte inundaba el ambiente de la plaza. Gilles bajó del caballo y comenzó a caminar hacia lo que ya eran cenizas. Pisando los restos aún calientes de la hoguera, logró llegar a los pocos restos que quedaban de Juana, unos pocos huesos calcinados. Con sus propias manos aún llenas de sangre, revolvió las cenizas con el rostro compungido aunque resignado y entre sollozos dijo:

—Esto no es obra de Dios, no puede serlo. Si Dios existiera no habría permitido esto. Sólo puede ser obra del mismísimo Diablo y juro que le pediré explicaciones.

Gilles empezó a caminar con el paso taciturno hacia su caballo. Estaba solo en la plaza. Sólo un puñado de hombres le observaban en la distancia. Se montó en su caballo y lentamente comenzó a recorrer las calles de Ruan, observando la devastación que había provocado a su paso. Muerte y sangre. Hasta que llegó a la puerta de la ciudad amurallada y su silueta se perdió por el horizonte. Sus hombres se dispersaron. Ahora solo y abatido se dirigía a su castillo, donde comenzaría una vida nueva, en busca de venganza.