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Índice

 

 

Cubierta

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Prólogo

1. Niño, adulto

2. El encuentro

3. Lugares comunes

4. Soledad originaria

5. Los baobabs

6. De los asteroides a la Tierra

7. En el jardín de las rosas

8. El zorro, los ritos

9.Amistad y amor esponsal

10. Lo esencial invisible

11. El desierto es hermoso

12. Agua para el corazón

13. Despacito hasta la fuente

14. Retorno

Epílogo

Créditos

 

 

 

 

 

Para Eduardo, Patricia, Isabel, Rosa, Freddy, Javier, Adriana, Mónica, Nacho, Rubinel, Jorge, Paola, Alejandro, otro Alejandro.

Y, en ellos, a tantos amigos —a lo largo de los años— con quienes he podido compartir el gozo de leer Le Petit Prince.

Prólogo

 

 

 

 

 

El 31 de julio de 1944 partía Antoine de Saint-Exupéry hacia las costas del sur de Francia en misión de reconocimiento. Fue su último vuelo. Su avión no regresó ni fue entonces hallado. El final de su vida rubricaba así la autenticidad de su vocación como hombre y como escritor, centrada en el valor de lo humano; de lo heroico sin aspavientos; de lo que permite realizar un sentido en la vida y da su peso a nuestro viaje en el tiempo.

De sus obras, casi todas relacionadas con su vida de aviador, una breve narración, Le Petit Prince, ha conocido el mayor éxito. En su lengua original, el francés, se han vendido millones de ejemplares; y ha sido traducida a más de noventa idiomas diferentes, entre los cuales el quechua. Tan enorme difusión ya sugiere la presencia en este libro de algo que atañe a lo esencial, que puede hablar a todos. Lo asequible del relato, la exacta correspondencia de los símbolos, su fino humor y aun los característicos dibujos —de mano del propio autor— que lo adornan hacen sin duda de El Principito lo que su venta masiva ha confirmado: una obra de valor, cuyo primer contacto invita a la relectura y al gozo del comentario compartido.

Tal ha sido mi experiencia desde que lo encontré, hace bastantes años. He tenido ocasión de leerlo muchas veces, de servirme de él como guión para introducir a jóvenes amigos al filosofar sobre la condición humana. Y me ha ocurrido lo que nos suele ocurrir con las obras maestras: he encontrado sus páginas siempre frescas, gustosas, llenas de sugerencias. Con tantos aciertos que se ofrecen a la cita oportuna en una conversación o en el discurso de un razonamiento en público. Al mismo tiempo, se ha decantado en mí la convicción de que expresa, de manera muy ajustada, un itinerario de madurez.

Con apariencia de una obra de literatura infantil (y acaso lo sea), el libro recoge como una doble trayectoria, la del Aviador y la del Principito, los personajes principales, hacia el encuentro consigo mismo y con una nueva, más profunda, manera de mirar a la realidad. Resulta así la trasposición simbólica de un itinerario interior, un proceso de maduración en el cual se alcanza lo que podría denominarse una existencia abierta. Presenta también, por contraste, la radiografía de una sociedad condicionada por la cantidad y lo funcional o, en términos más generales, una imagen de la existencia del hombre encerrado en sí mismo. Porque la narración tiene sobre todo significación en la intimidad de los personajes. No hay casi aventura. O, más bien, sólo la hay en cuanto dispone para el evento íntimo. De esta manera, muestra un camino hacia la sabiduría de la infancia, esa que nos ha sido propuesta —en el Evangelio— como arquetipo de la realización humana.

Al decir esto no pretendo sugerir que se trate de una mera alegoría. El relato posee su consistencia propia y puede ser leído tal como se presenta, sin mayores elucubraciones. Tiene, sin embargo, un carácter simbólico, que le otorga un alcance mayor del que acaso su propio autor podía suponer. De hecho, si se lo compara con otro texto de las mismas fechas, la Lettre à un otage —Carta a un rehén— , dirigida al Léon Werth a quien El Principito está dedicado, se verá de inmediato la diferencia. Esa carta, densa, recoge y expone algunos de los temas esenciales del otro cuento; pero con toda su riqueza, no tiene —no puede tener— la misma polivalencia significativa del texto poético.

Hay en nuestra obra expresión figurada de unos contenidos y una experiencia, que permite diversas lecturas a diversos niveles, tal como ocurre con esas obras clásicas que crecen con sus lectores, sin perder nunca la inmediatez inicial de su forma acabada.

Quisiera entonces subrayar esas líneas de fuerza y momentos clave que me parece descubrir en la trama y que marcarían el itinerario de madurez a una existencia abierta al que he aludido. Hacer como una guía de lectura, sin cerrar lo que ha de quedar abierto para gozo y provecho de sus imprevisibles futuros lectores. En ello me atengo al criterio expresado por Juan de la Cruz, poeta y, a la vez, doctor que comenta con mucha ciencia y acierto su poesía mística. Ha escrito éste en el prólogo de su declaración del Cántico Espiritual:

 

Los dichos de amor es mejor dejarlos en su anchura para que cada uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de espíritu, que abreviarlos a un sentido que no se acomode a todo paladar; y así, aunque en alguna manera se declaran, no hay para qué atarse a la declaración...[1]

 

Con esa libertad y esos límites, he querido pues recoger en las páginas que siguen algunas reflexiones con un modo de seguir el relato que acaso estimule y enriquezca su comprensión. Que invite a la apertura. Si eso ocurre, sería buena ganancia. En cualquier caso, el trabajo de escribirlas no habrá sido en vano: nadie lamenta volver a contemplar lo que admira y ama.

Mas comencemos a andar. Sólo en el camino se alcanza la comprensión.

 

 

[1] Cántico Espiritual, prólogo, n. 2. En San Juan de la Cruz, Obras Completas, Madrid, BAC, 11ª edición 1982, p. 435.