Cincuenta-mil-pelas-por-un-bigote

1

ALUCINO. Que Jon se haya ligado a la titi del fax de la empresa de su padre no me extraña, pero que encima esa chati recoja de extranjis todos los faxes que lleguen para nosotros, eso ya es demasiado. Con semejante comienzo arrollamos, seguro. Además las tarjetas son una pasada, de alucine, una joya, vamos; en rosa subido, quizá algo gay, pero agresivas a la vez, no sé, de impacto, vamos; y sin dirección, para ser más discretos. Las hemos mandado imprimir con las pelas de Jon, faltaría más.

Salgo de la imprenta más ancho que la puerta. Fuera, las releo.

F.F. y Cía.
DETECTORES PRIVADOS
Teléfono y fax: 55 55 05

—¡Caramba, qué desastre! —grito dándome una palmada en la frente.

Vuelvo sobre mis pasos y me planto ante el del guardapolvo azul que me ha cobrado el encargo:

—Oiga, mire lo que han puesto ahí.... —señalo tímidamente.

El de la bata observa las tarjetas recién impresas, con calma. Yo insisto impaciente:

—¿Pero no lo ve? ¡Pone detectores!

El hombre ni se inmuta. Da media vuelta y me deja ahí tirado. Ni tiempo me da a protestar cuando regresa acompañado de otro, éste sin guardapolvo, que me viene con el cuento de que la equivocación no es suya sino nuestra.

—¿NU-ES-TRA?

—Nosotros ponemos exactamente lo que los clientes quieren, que, por lo que nos pagan, no estamos para inventos, ¿comprendes, chico?

Educado, lo era.

—Oiga, oiga.... —balbuceo en tono conciliador—. En la nota ponía detectives, ¿me explico? ¡DE-TEC-TI-VES!

Pero el caracontable, en sus trece. Entonces le espeto, autoritario:

—¡A ver, sáqueme la muestra!

—No puedo —me dice con cara de niño bueno.

—¿Cómo que no puede?

—Está archivada. Como comprenderás, archivamos todo.

—¡Pues desarchívela, carajo!

—Eso es cosa del jefe, muchacho.

Y el jefe no está, claro. Además, el del guardapolvo descolorido añade:

—Yo que tú, lo dejaría como está, chico, que tampoco es para tanto.

Ahora sí que se me llevan los diablos:

—¿Que no es para tanto? —aúllo— ¡Pero si nos van a tomar por un conjunto de rock! —y añado después de dudar un momento—: ¡Pues si no quieren enseñarme el papel, ya me están devolviendo las pelas, oiga!

Punto.

Me desconozco. Pero ellos dos, erre que erre.

Me largo. Con las tarjetas a medio envolver.

—Esto no va a quedar así, ni lo sueñen; no saben con quién están hablando —les digo desde la puerta.

Ya en la calle, me subo por las paredes, es un decir. A ver qué cara ponen mis socios. ¡Y ya veremos si Jon está dispuesto a aflojar la mosca otra vez!

Luego de andar unos metros, reflexiono, cosa habitual en mí últimamente porque, en realidad, por un tropiezo así no vamos a cambiar los planes, ¡digo yo!

Nos hemos lanzado en picado a lo de la agencia, sobre todo nosotros dos. Jon ha dicho que se lo pensará, que su padre está algo mosqueado; atornillado lo tiene, eso es lo que pasa.

Yo voy flotando, flipo, que ni me lo creo, vamos, porque todo ese asunto comenzó inesperadamente un día en que el tiempo andaba revuelto, cuando todavía me llamaba Quico.

2

–¡NO te muevas tanto, Francisco! ¡Vete con cuidado!

Yo, ni caso. Me arrastré hasta los pies de la cama para ver aquello que llamábamos la plazoleta y que, sin exagerar, era algo así como un patio de luz pero metido en la calle. Los coches, ni entrar podían. Sólo había un árbol, cosa que los perros agradecían, y el garito del Mani, al que nosotros llamábamos la Sucursal. Era lo único interesante; allí se vendía de todo, desde pipas hasta parches para las bicis, o sea como un híper, pero en miniatura.

Desde mi estratégica posición, veía la plazoleta entre las letras colgadas de mi barandilla:

images

Lola tenía mucho empuje. Había trabajado para Fongueras y se estableció por su cuenta cuando un servidor todavía usaba pañales. Decía que no había podido atenderme como es debido y por eso andaba yo tan maleducado; tenía mala conciencia la mujer. Me sermoneaba que tenía que ser un hombre de provecho, que dejara el grupo del Jeta, que eran todos unos irresponsables. Tenía una pega, eso sí: era muy mandona.

Aquella mañana andaba con lo mismo.

—No me dejes en mal lugar, ¿eh, Francisco? ¡Va a venir la señora Pontini!

Cerró la puerta de golpe. Soltaba lo que fuera con tal de tenerme a raya. Pero a mí la señora esa me importaba un comino. Por mí, como si venía King-Kong o Jack el Destripador. Lola no se enteraba de que yo estaba en plena adolescencia, edad en que, según el Jeta, más bien se pasa de todo y, por descontado, no se admiten coacciones. Eso no. Además empezaba a afeitarme el bigote, que contribuye cantidad a que uno se sienta más seguro. Después de aquel paquete de instrucciones que me dejó, oí un frenazo. Estiré el cuello, fisgoneé por entre las letras del balcón. Aluciné. En la plazuela había un coche, más que un coche: ¡un Rolls!

Se oyó una voz que salía por el cristal trasero:

—¡Bautista, acércalo más!

Me sonaba a algo de Antonio Machín, creo, que Lola suele poner. El Rolls se acercó.

—¡Bautista! ¿No ve que no puedo ni abrir la portezuela?

El Rolls se separaba del árbol.

—¡Bautista, cuidado con el quiosco!

Se refería a la Sucursal; se la iba a cargar, seguro.

—¡Bautista, la farola!

—Bautista, que...

—¡Bautista...!

Yo no veía la cara de Bautista. Pero el Rolls parecía andar nervioso. Por fin se detuvo, bajó un chófer, abrió la portezuela trasera, alguien se apeó rápidamente y desapareció bajo mi balcón.

Instantes después sonó el timbre de la peluquería.

3

AL verla me quedé patidifuso. Porque la del Rolls debía de ser la Pontiloquesea esa a la que se había referido Lola, ¡pero también era la extravagante dueña del chalé! ¡Ay, madre! ¡La que se iba a liar! ¡Porque había venido a la peluquería para eso, para chivárselo todo a mi madre! ¿Para qué si no? Una señora estrambótica y de pelas no va como clienta a una peluquería de barrio donde la dueña prepara moldeados mientras cuece los espaguetis, ¡digo yo!

Todavía no me había repuesto cuando oí a la italiana:

—Lo de siempre, Lola. Allora, Lola, oggi también arreglará mi Mimí.

¡Clienta habitual, pues! ¿Y Mimí? ¿Quién era Mimí? Por más que le daba al ojo, yo solamente veía a ese pobre Bautista... Cuando lo descubrí estuve a punto de caerme de culo, pero recordé que no podía.

Pues era. Aquella bolita que la italiana llevaba a cuestas era una gata, una gata de color rosa. ¿Quizá contemplaba un ejemplar en extinción, o más bien una gata teñida, digno juguete de su dueña? Echado en la cama, boquiabierto, miraba por el agujero de la cerradura y veía a Bautista erguido como un poste, la italiana con la gata en el regazo y Lola preguntándole:

—Y Andreas, ¿cómo se encuentra?

Molto bene... Cada giorno es più intelligente, ahora le estoy enseñando a silbar La donna è mobile. Ah, ya se comporta como un perro policía: hace un par de giorni picoteó a un bambino que saltó al mío jardín.

—¡Vaya, a robar, seguro! —la animó mi madre como para ayudarla.

Ahora sí que la habíamos liado. Ése era yo, porque no creo que sea un deporte muy frecuente saltar de noche muros de jardines.

Non lo so. Spiegó que quería plumas del mío caro Andreas para no sé qué fiestecita.

¡Vaya si era yo! Y si hubiera sabido que la cotorra se llamaba Andreas hubiera ido con más tiento, la verdad.

—Excusas. Seguro que iba a por algo más... —añadió Lola.

Menuda trola, lo del loro. No había loros tan inteligentes. Me daba la impresión de que se habían invertido los papeles, que era la italiana quien le estaba tomando el pelo a la peluquera. Y estate atento, Quico, que la Pontini sólo había venido para contárselo todo a Lola, y yo ya me veía sin mi paga semanal, eso si había suerte.

—¡Achiiimmmm!

Fue el primero; siguieron un par de docenas. Lola se presentó en mi habitación.

—Pero ¿qué pasa? Abrígate. Ya habrás cogido un buen catarro.

—¡Qué va! ¡Es ese achiiimmmm... mal olor... achim! —refunfuñé.

—¿Mal olor? ¿Qué mal olor?

—La colonia de... achim..., ¡de la bruja esa!

—De la señora Pontini —puntualizó—. Pero si usa perfume francés...

El tema de los perfumes no era mi fuerte, me traía sin cuidado, la verdad. El caso es que me quedé a dos velas de la conversación por culpa de los estornudos. Cuando se me fue la racha y pude volver a poner el ojo en la cerradura, Bautista entraba llevando una bandeja con un tazón y una ensaimada, la italiana estrafalaria le tiraba las llaves y él, levantando la mano izquierda, les daba caza en pleno vuelo con un estilo impecable; pero a mi no me engañaban: una cosa así sólo se consigue a fuerza de entrenamiento. Luego, el chófer hizo una inclinación de cabeza y adiosmuybuenas. La italiana lo tenía lo que se dice bien amaestrado.

Me quedé dándole vueltas al asunto. Porque ¿cómo era posible que mientras yo pasaba el rato en clase, inocente como un lirio del campo, todo cambiara hasta ese extremo y que la italiana, conocida por todo el insti como la chiflada del chalé, resultara que aquel día (¿sólo aquel día?) había aparecido por la peluquería con un Rolls que te dejaba cegato y un criado de película inglesa? Además, ¿cómo era posible que yo, Francisco Ferrer, un chaval más bien despierto, ni lo hubiera olido? ¡Hombre!

4

TENÍAN mucha cara. Aquella noche habían huido como gallinas al empezar la juerga. Por eso me pareció raro que vinieran tan pronto, sólo a unas horas de mi accidente.

—¿Qué se os ha perdido? —les dije más frío que un muerto.

—¡Passa, tío! ¿Somos o no somos amigos? —largó el Jeta, mascando chicle y con los pulgares metidos en los vaqueros, como siempre.

—Quico..., nosotros no tuvimos la culpa. ¿Qué le contaste a tu vieja? ¡Ni nos dejaba pasar! —soltó Jon, algo preocupadillo.

Lo de Lola no me extrañaba. Por el Jeta. Lo tenía entre ceja y ceja porque, entre el corte de pelo en eses y los pendientes, los viejos enseguida fruncían el ceño. Jon insistía, afligidísimo:

—Pero, tío, no podíamos hacer otra cosa. ¡En serio!

No, si todavía tendría que consolarlos. Por eso respondí, contundente:

—¡Achiiiimmmm!

Lola voceó desde el salón:

—¡Abrígate de una vez, hombre, que vas a coger un buen catarro!

Estaba en todo. Pero yo tenía el maldito perfume metido en las narices, y mientras intentaba librarme de él a fuerza de estornudos, Jon cambió de canal:

—¿Sabes que el Mani ya no nos va a vender más petardos? ¡Es ridículo!

—¿Ah, no? ¿Por qué? —pregunté, completamente en la luna.

—Dice que desplumamos el árbol, que se la va a cargar, que no queda otro por los alrededores... Está ecologista, ¡ya ves!

—¡Cargado de puñetas está! —masculló el Jeta sin sacar los pulgares del bolsillo.

—¡Pero si estamos hartos de lanzar petardos! —dije para contribuir al asunto.

Entonces el Jeta me ordenó:

—¡Háblale tú, que lo conoces más, tío!

—¿Quién, yo? ¡Estáis listos! ¿Tendréis cara? Mirad cómo me habéis dejado, ¡no puedo ni moverme! Y de aquí a que me quiten el yeso... Lo siento, tirad bombas fétidas.

Tenía ganas de hacerme el duro, pero estaba de su parte porque siempre teníamos que sufrir las arbitrariedades de los adultos: cuando les interesaba, nos echaban en cara que éramos unos crios, y cuando no, que ya teníamos edad suficiente. Eso. Hasta ahora, el Mani nos largaba petardos sin remorderle la conciencia, y ahora que habíamos crecido, ahora nos decía que nanai, que las normas... Pero tampoco era de extrañar... A esa edad no éramos ni chicha ni limoná, y los mayores siempre agarran la sartén por el mango, ya se sabe, todo lo ven desde su punto de vista y cambian de opinión de un día para otro. Como el Mani ahora. No podías fiarte.

—Nos ignoran completamente... —se lamentaba Jon.

—Siempre mandan. ¡Es lo suyo! —añadí levantando la voz para ver si me oía mi progenitora.

—¡Tenemos más barba que ellos y se empeñan en darnos lecciones! —soltó el Jeta, dirigiéndose a la puerta.

Me pasé la mano por la barbilla con disimulo; no todo el mundo podía decir lo mismo....

— Dejé de verle el cogote al Jeta porque me miró fijamente y me escupió:

—Lo dicho, ni más mi menos, y dile que, si se pone borde, nos fabricaremos nosotros los petardos.

Ése era capaz de cualquier cosa. Yo estaba casi seguro de que no había dado mi consentimiento, pero me quedé mudo como un fósil. El Jeta era un tipo con todo muy bien puesto, lo reconozco.

Miré a Jon. Me disponía a pasarle la información de que la italiana chiflada había estado en casa cuando él, con la boca de oreja a oreja, lo que le dificultaba enormemente articular las palabras, murmuró, para hacerse el simpático, me supongo:

—Pues menos mal que no te has roto la crisma, ¿eh?

Lo soltó con decisión, sin tartamudear ni nada. Le dirigí una mirada de malo de película que lo dejó frito. Porque, después de aquella aventura, un servidor no estaba como para que lo utilizasen otra vez como bayeta de lavabo.

Pero él tenía ganas de insistir:

—Nosotros no tuvimos ninguna culpa, Quico. Es cosa tuya, siempre estás dispuesto a trepar.

Era un piropo, en parte, pero...

—¿Quién? ¿Yo dispuesto a...? ¡Qué morro! —grité gesticulando con los brazos.

—No digas que no. El año pasado te subiste al tejado del insti a por una pelota, ¿recuerdas? ¡Nadie te mandó subir, nadie!

—Tuvisteis la culpa vosotros, que no sabéis hacer una torre derecha, y tú te moviste —repliqué.

Ahora sí que nos subíamos por las paredes...

—¿Quién? ¿Yo? Es que... el gato del portero se me agarró a la pierna. ¿Qué querías que hiciera?

Aguantar.

Me hizo perder el equilibrio. Si te caíste fue por tu culpa: querías vacilar ante la clientela femenina.

¡Que yo...! ¡Anda ya!

Me callo. ¡Hice, efectivamente, el ridículo, desgraciado de mí! Pero entonces salí con mejor pie: mi esqueleto quedó intacto.

—¡Agur, ya te apañarás! —me dijo algo mosca.

—¡Achiiiimmmm! —respondí.

5

HABÍA dormido mal y me desperté pronto con la otra pierna dormida. Me horroricé. ¡Me había quedado inútil total, parapléjico de por vida!

«Calma, Quico, calma», me aconsejé, porque, aunque ante Lola no quería reconocerlo, era asustadizo por naturaleza.

Entonces descubrí que no me había metido en la cama y que tenía en la mano un destornillador. ¿Me había quedado amodorrado con aquella peligrosísima herramienta? ¿O era sonámbulo y lo ignoraba?

Oí ladridos y miré por el balcón; justamente vi pasar al chófer de la italiana mirando de reojo al quiosco, abierto a esas horas. El chucho, contentísimo con el árbol, después de levantar la pata, se puso a ladrar, a Bautista, supuse. Luego, el chófer se esfumó. Al poco rato apareció el Mani, y el perro huyó como loco. ¿Acaso se conocían?

—¡Menudo trajín a estas horas!

Entonces me acordé: había cogido el destornillador para rascarme la pierna por dentro del yeso. Ya más tranquilo, lo metí debajo de la cama e intenté dormir.

Pero la pierna y un servidor se habían despertado demasiado como para volver a dormirse y empecé a ponerme nervioso porque no podía ni desahogarme dando vueltas entre las sábanas.

6

NO quería echar raíces esperando inmóvil a que me quitaran el yeso: tenía que espabilar. Lola me había contado que un hijo de una clienta se había estrellado con la moto el año anterior me prestaría sus muletas. Pero Lola siempre iba de cráneo y temía que su gestión fuese para largo. Por eso, aquel día empecé pronto a ensayar unos ejercicios de recuperación.

Me puse a fortalecer la pierna sana saltando a pata coja desde la silla, y al poco rato oí unos golpes sospechosos, como si dieran con un palo de esquí. Aquello podía ser un hecho habitual que un servidor ignorara porque, a tales horas, solía dormir como una marmota. Me hice el longuis y olvidé los ruidos.

Hasta que sonó el timbre de la puerta, con insistencia, como si hubiera un, incendio o, algo por el estilo.

«Una hora algo intempestiva», me dije, «para andar dándoles a los timbres de los pisos, ¡Si en vez de pillarme saltando a pata coja me pillan durmiendo, me despiertan!».

Fue a abrir Lola, atándose la bata floreada y medio tropezando con las sillas.

Eran los vecinos.