Un-año-fuera-de-casa

M. Angels Bogunyà

Un año fuera de casa

A Marieta, mi abuela, nieta de carlistas.

1

El sol, al esconderse, teñía de color melocotón maduro las paredes de la ermita. Junto al campanario crecía una higuera de tronco retorcido suave y gris, llena de frutos y de sombra. Sólo se oía alguna liebre que, al correr entre el tomillo, rom­pía el silencio de la tarde, o el aleteo de una paloma torcaz, o el ¡plaf! sordo de las pieles- de los higos al caer al suelo.

«¡Para los pájaros!», pensaba Ramón, mientras, subido en el árbol, iba devorando uno tras otro los dulces higos de cue­llo de dama.

Ramón era un muchacho delgaducho, un saco sin fondo, como decía su madre, pero avispado y con una mirada pro­funda, penetrante y negra como el azabache.

-¡Ése desciende de moros! -solían decir a veces. Porque tenía una piel morena a rabiar y la espalda salpicada de luna­res.

Desde su atalaya miraba el valle. El río, rojo de arcilla y de otoño, había crecido mucho con las últimas lluvias; ahora, sosegado, se rasgaba con suavidad al pasar por los ojos del puente, lamía los campos y se entretenía en los meandros dulcemente, sin hacer daño alguno. Los pueblos le respeta­ban, era su límite natural.

Aún lo cruzaba alguna barcaza, cuando no iba furioso y desbordado.

Ramón, encaramado en la higuera encaramada a su vez en el punto más alto de la loma, daba la espalda a viñas y olivares y, más arriba, hacia la sierra redondeada del norte, a encinas y pinos, retamas y chaparros. Y las viñás subían por la ladera de la montaña, muy arriba. El chico contaba... uno, dos, tres... cuatro pueblos, como manchas pardas y blancas esparcidas entre el verde de los frutales.

-¡Ramón, vas a tener dolor de vientre, de tanto comer higos! -se adelantó la voz a su dueña, Mariona, por el camino que lleva a la villa.

-Pero, ¿cómo has tardado tanto? ¡Habíamos quedado para la hora de la siesta! -dijo Ramón, pidiéndole explicaciones.

-Nada, es que he tenido que ayudar a mi madre a operar una gallina... -dijo la chica jadeando-. ¡Y tú, vete con cuida­do, no te vaya a suceder lo mismo!

-¿Qué? ¿Qué dices que habéis hecho? -preguntó el chico abriendo unos ojos como platos.

-Pues eso, que hemos operado una gallina. ¡Se nos hubie­ra muerto de un empacho!

Ramón permanecía quieto, con los ojos de par en par y un higo abierto a punto de comer...

-¿No te lo crees? ¡Pues es verdad! Ayer se hartó tanto de pieles de higo que se le hinchó el buche y no las podía digerir. Los animales, ya se sabe, no miden lo que hacen... Y la pobre se iba poniendo mustia, mustia... ¡Y estaba que se moría, va­mos! Mi madre ha dicho que de seguir así se nos moriría y me ha ordenado: «¡Ven!» Hemos cogido tijeras e hilo, le hemos desplumado el pescuezo, le hemos vaciado el buche y la he­mos cosido otra vez.

Ramón se tronchaba de risa.

—¡Como el cuento de los siete cabritos!

-No te creas, enseguida se ha espabilado. ¡Y ahora va más ligera que una ardilla! Era la gallina más ponedora, ¿sabes? -dijo como excusándose.

Un poco cansada, Mariona subió a su rama preferida.

-Bueno, ¡aquí me tienes! ¿Qué es lo que querías?

-Mira, tienes que cuidar mi grillo -dijo bajando el tono de voz.

Y al mismo tiempo le alargaba una cajita de barro, redonda como una pelota y con unos agujeritos y una puertecita atada con un alambre. Se la había hecho Mariona. Porque antes Ramón se metía los grillos en sus bolsillos o en cajitas de cerillas, pero se le escapaban casi siempre.

-¿Cómo es eso?

-Me voy a la guerra...

-¿A la guerra? ¡No seas loco! ¡A la guerra sólo van los soldados y los mayores! Además, tú no sabes por dónde se va a la guerra... ¿Sabes acaso por dónde andan ahora?

-No hace mucho estaban en Reus... ¡No te preocupes! ¡Ya me las arreglaré!

Pero Mariona insistía:

-Tu madre sufrirá mucho si tú también te vas...

Ramón tardó en contestar, como si buscase palabras y ra­zones de peso.

-¡Qué más da! Mi madre ya ha sufrido tanto que le dará igual. ¡Lo que sé es que no puedo aguantar más aquí, cruzado de brazos, limpiando conejos y cerdos, yendo al campo o re­zando el rosario con el abuelo mientras pelamos alubias! Mi madre tiene los ojos llenos de lágrimas todo el día y dice que se volverá loca si esto continúa...

-Pero las cosas son como son, ¡tú no puedes arreglar­las!

-La otra noche, ya muy oscuro, estábamos en la cama y se oyó un tumulto de gente, no sé, una cuadrilla, y una voz gritó: «¡Quemad esa casa, que es una casa de carlistas!» Era la voz de tía Rosita, ¡estoy seguro! Nadie se levantó, permanecimos quietos como si nada hubiéramos oído. A la mañana siguiente mi madre dijo que eso de vivir con el corazón en vilo no lo aguantaría por mucho tiempo, que, cualquier día se volvería loca o se iría al otro mundo... Mi padre tiene que volver, por eso me voy. Además, si los carlistas contaran con más hom­bres, ya hubiéramos ganado.

En los ojos de Mariona, se había puesto el sol. Negras y densas nubes invadían el cielo. A poniente todo era violeta, gris... Oscuro.

 

2

Los llares colgaban del fogón con una olla de cobre enne­grecida a fuerza de lamerla las llamas. Al fondo, un trébede cobijaba al gato, que dormía a pierna suelta. Un tronco de encina a medio quemar estaba arrinconado hacia un lado junto a un cazo que, agujereado por los años, servía para guar­dar las brasas. Encima de la mesa, parpadeante, una lámpara de aceite lo iluminaba.

Prietos los labios, la madre servía la sopa con precisión. El abuelo, que presidía la mesa, estaba ocupado en dos cosas: sorber ruidosamente la humeante sopa y cambiar la cuchara de boj, vieja y gastada, por la pala de matar moscas cuando alguna se le ponía a tiro.

-No sé qué pasa este año con las moscas, ¡en pleno otoño y todavía andan por ahí! -decía.

-¡Quiero agua, por favor! -pedía la pequeña.

Ramón le sirvió al punto agua del cántaro y, de paso, cu­chicheó algo al oído de Jaume...

-Tengo que decirte algo...

El abuelo continuaba:

-¡Ya veréis cómo esta guerra se acabará pronto! ¡Estalló en primavera y ahora, en otoño, hemos cosechado ya muchas victorias! -decía el viejo.

—¡Dios le oiga! -exclamó la madre secándose las manos con el delantal.

-¡Ni lo dudes! Nuestros hombres son disciplinados y están bien adiestrados. Son buenos soldados... Tenemos Reus en nuestro poder, pronto caerá Manresa ¡y a lo mejor Igualada! ¡Tendrían que darse cuenta de que la única manera de recu­perar los fueros es luchar junto a Carlos VII! ¡Y los republica­nos y federalistas, que también están en contra del centralis­mo, tendrían que alistarse en las filas carlistas, mecagüenlá!

-¡Ay, abuelo, si todo fuera tan sencillo...! -dijo la madre resignada.

-¿Que no? Mira el ejemplo de Reus, sin ir más lejos... Na­die opuso resistencia a los nuestros...

-¡Porque muchos cabecillas eran de aquellas regiones! -añadió la madre.

-Déjate, déjate... El caso es que si había alguien que ponía mala cara, los nuestros les decían que no molestarían a nadie. Si no estorbaban, ¡claro está! ¡Se hicieron con la ciudad, a la chita callando! Pues ¡en todas partes podía pasar lo mismo, mecagüenlá!

-¡No exagere, abuelo! -dijo Ramón-, Siempre ha habido muertos y heridos en la guerra. ¡Si no, no sería guerra!

-¡Qué sabéis vosotros, diantre! -refunfuñó contrariado.

* * *

Era entrada la noche y todos dormían. Dos sombras se deslizan sigilosas hacia la entrada. Antes de cenar, Ramón había puesto aceite en las bisagras y los pestillos para que no chirriasen. Jaume, el hermano mayor, quitó con sumo cuida­do la pesada barra de hierro y susurró algo al oído de Ramón.

-¡Suerte!

-Cuida de madre y la hacienda. Pronto volveré con padre, ¡ya lo verás!

Los dos hermanos se abrazaron. Mientras tanto, una luz tenue avanzaba por el pasillo. En el dintel de la puerta, apare­ció el abuelo con su camisa, su bastón de fresno y su palmato­ria.

-Abuelo... No hacía falta que se levantase... -dijo conten­to Ramón.

 

El viejo, sin decir palabra, bajó poco a poco los cuatro peldaños que lo separaban de la entrada y se acercó al chico. Dejó la palmatoria sobre el banco y alargó al muchacho un objeto que éste conocía de sobra.

-¡Gracias, abuelo! -musitó echándosele al cuello.

-¡Que me vas a-tirar, diantre de chico!

Era el puñal que el viejo había utilizado en las anteriores guerras carlistas.

-Lo he afilado bien -dijo.

Y lo metió de nuevo en la funda de cuero grabada con sus iniciales.

-Sé prudente y que Dios te acompañe, Ramón.

El muchacho se arrodilló y el abuelo lo bendijo.

La puerta dejó pasar, al abrirse, un rectángulo de noche húmeda.