No-todos-los-amantes-se-llaman-romeo

No todos los amantes
se llaman Romeo

o
Todo el tiempo
dando explicaciones

Josep Albanell
Albert Monclús

No todos
los amantes
se llaman Romeo

A Andreu Martín y
Jaume Ribera, porque
todos los detectives
se llaman Romeo y no
todos los amantes se
llaman Flanagan.

Índice

PRIMERA PARTE

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

SEGUNDA PARTE

Catorce

Quince

Agradecimientos

PRIMERA PARTE

Uno

No todos los amantes se llaman Romeo. Ni tú Julieta. Yo me llamo como me llamo y tú te llamas Antonia, Toña para los amigos. Eso es lo único que sé con certeza. La verdad es que hubiera preferido otro nombre más sugerente: Andrea, Beatriz, Elena o, incluso, Julia. Pero en fin, ésta es sólo una de las muchas cosas que no se pueden escoger. Y tanto da. Al fin y al cabo me temo que los nombres no van a tener ninguna importancia en estas cartas. Nada de estas cartas va a tener importancia alguna: no las vas a leer nunca porque nunca las recibirás.

En realidad lo que escribo en este momento no es una carta. Es un sortilegio, un recurso desesperado, una pintada en la pared invisible de mi propia alma. En otras palabras: escribo para curarme de tu ausencia. Porque o escribo o reviento. Hay quien se desahoga saltando y gritando en un concierto, tomando cervezas hasta volverse loco o partiéndose la cara en cualquier pelea callejera. Yo soy un bicho raro y prefiero escribir. Será porque un profe me dijo una vez que tenía «cierto» talento literario. Pues eso. Pero no me da la gana de escribir un diario íntimo, sino esa carta insensata que tendré que enviarte a una dirección imposible.

Supongo que el cartero no sabría qué hacer con un sobre que dijera: «Para Toña, una chica de unos quince años, morena, ojazos negros, un antojo pequeñísimo en la base del cuello, manos finas, piernas largas y preciosas, delgadita y proporcionada. Parece muy fría y distante, pero cuando sonríe se vuelve la chica más encantadora y tierna del mundo. Sus miradas de reojo son sensacionales. Una maravilla andante. Madrid». A mí me parece una dirección muy buena, pero no creo que fuese de gran utilidad para el servicio de Correos. Aunque, a decir verdad, tampoco lo va a ser la que te voy a poner: «Toña Veteasaberquemás, C/ Desesperación, s/n, Madrid». Sin remite. Ya sé que todo esto parece un descomunal despropósito, pero tampoco puede esperarse gran cosa de los sortilegios de amor. Además, mandar esta carta a una dirección absurda me consuela. No sabría decirte por qué. Como el náufrago que abandona al mar su mensaje dentro de una botella, yo también alimento la vaga esperanza de conmover al destino con esta sandez.

Y la verdad es que todo es un cúmulo de cosas sin demasiado sentido. Apenas te conozco y ya hago locuras por ti. Nuestro único contacto ha sido habernos sonreído unas cuantas veces en un vagón de metro. Y si sé tu nombre es porque un día oí que te llamaban Toña. No hemos cruzado ni una sola palabra. Sólo miradas y sonrisas. Durante esos meses has sido sólo esa chica guapita y fina a la que cada mañana veía en el tren de Sarrià, justo en el trayecto de Muntaner a Reina Elisenda. En todo el día, sólo este trayecto, ese trocito diminuto de tiempo, tú en un extremo del vagón hablando, riendo, compincheándote con tus dos amigas, la rubia y la castaña. Y yo en la otra punta, aprendiéndome de memoria cada uno de tus gestos. En la parada de Reina Elisenda nos bajábamos los dos, los cuatro. Salíamos por la misma boca y, en la superficie, vosotras os ibais en dirección al colegio mientras yo me dirigía al supermercado, a repartir cestas de la compra. Fin. Hasta la mañana siguiente.

Pero de repente, un día, Toña desaparece. Tus amigas seguían subiendo en Muntaner. Y yo te echaba en falta. «Estará enferma.» Un día y otro y otro. Y tú sin aparecer. Hasta que una mañana oí a la rubia que preguntaba a la otra:

–¿Sabes algo de Toña?

–Pues no… ¿Y tú?

–Imagínate, tengo noticias de que está en Madrid.

–¿En Madrid? ¿Y qué pinta Toña en Madrid?

–Parece ser que su familia la ha enviado allí como castigo…

–Y tú, ¿cómo sabes todo eso?

–Nada, lo he oído decir en mi casa…

–¿Y sabes su dirección?

–No. Por lo visto su familia no quiere que se sepa dónde vive. Si incluso dice que la vigilan, que no le dejan escribir ni recibir correspondencia…

¡De manera que no estabas enferma, sino exiliada! Sentí como un puñetazo aquí dentro, justo en la mitad del pecho. Luego se me ahuecó el corazón y no podía respirar. Y me entraron unas ganas furiosas de liarme a tortazo limpio con todo el mundo. Por suerte el tren llegó a Reina Elisenda y me apeé. Pero el maldito escozor del pecho seguía y seguía: ya no te vería más, por las mañanas, en el metro. Cómo dolía. Y no podía hacer nada para remediarlo, mientras los días se me hacían interminables, trajinando las pesadísimas cajas llenas de botellas, frutas, conservas y detergente de la señora Engracia, la señora Pola, la señora Feliuet, que se hace llamar Cuca y que tiene un hijo algo mayor que yo y bastante plasta.

Cuando el dolor se me hizo insoportable supe que lo único que podía hacer era escribirte. Sólo para aliviarme. Escribir me relaja, me ayuda a pensar y a comprender mejor lo que me ocurre. Por lo menos eso creo yo. También me gusta leer. Leí mucho cuando estudiaba FP. A mis colegas de curso les caía muy mal el profe de literatura, con su barba roja y sus gafas de culo de vaso. Pero a mí me gustaba. Me gustaba cómo hablaba de los libros, de los que los escriben, de los que los leen. Era un tipo raro, que hablaba raro y vestía raro. Pero me gustaba. Mientras daba las clases me miraba a menudo, y en algunas ocasiones tuve la sensación de que se dirigía sólo a mí. Una vez me dijo:

–Llevas un escritor dentro. Se nota en la forma que tienes de mirar el mundo.

No entendí demasiado lo que quería decir, pero me lo creí. Me gustaba creérmelo. Gracias a él leí cantidad de libros. Leí más aquella temporada que en toda mi vida. Me enganché a la lectura. Y aún sigo.

Se me hace tarde, tengo que terminar. El papel y las ganas de escribir se me acaban. A lo mejor otro día vuelvo a coger el bolígrafo para contarte qué sé yo qué.

No me entretengo más. Antes de empezar a escribir entré en un estanco y compré papel de carta, sellos y sobres. Ahora sólo me falta encontrar un buzón para enviar este escrito a la loca dirección que te he dicho.

Dos

Querida Toña:

Te escribo desde un bar que hay cerca del súper. Aquí como. Potaje de garbanzos, lomo a la plancha, yogur, ochocientas noventa y cinco pesetas. Supongo que a ti este menú no te parecerá nada atractivo. Ni a mí tampoco. Pero lo que gano no da para demasiadas fantasías culinarias. El bar no está mal, lo único que ocurre es que suele estar lleno de gente ruidosa que en lugar de hablar vocea.

No tengo otro lugar mejor para escribir. En mi casa, ni hablar. En primer lugar, hay más follón que aquí. Y además, la única mesa, la del comedor, está siempre ocupada y antes de hacer nada tendría que quitar todos los bártulos, trastos, cachivaches y artilugios que la invaden: tazas, ollas, tebeos, cajas vacías, platos limpios, platos sucios, restos de bocadillos y de ensaladas, la jaula con el canario de mi madre, la jaula con el hámster de mi hermano pequeño, un par de periódicos deportivos de mi hermano mayor, un par de revistas con top-models y actores de los culebrones de la televisión de mi hermana Nuria, el termo de mi padre, una videoconsola de bolsillo, una bayeta y un ambientador de esos que anuncian por la tele. Y algo más. O algo menos. Según. Nunca he sabido cómo, pero todas las noches se produce el milagroso desalojo de la mesa para que quepan los vasos, platos y cubiertos de la cena. Luego, cuando todo el mundo está en la cama, debe de producirse el prodigio al revés: los trastos vuelven a invadir la mesa mágicamente para que por la mañana, a la hora del desayuno, tenga el aspecto caótico y desorganizado de siempre.

A veces me da por pensar que no sabría vivir en una casa amplia, ordenada, sin voces ni apretujones. Somos una familia grande en un piso pequeño. Y aún gracias. Algún día te tengo que contar cómo vinimos a parar a este piso de dos habitaciones de Cornellà. De momento voy a decirte cómo nos las apañamos siete personas para vivir allí. Roberto, mi hermano mayor, duerme en el comedor, en un sofá cama. Mis padres ocupan una de las habitaciones. La otra, la grande, la compartimos mis hermanas Loli y Nuria, Paco y yo. En dos literas dobles. Una cortina separa las dos literas. En invierno, Paco y yo dormimos junto a la ventana. En verano, junto a la puerta. Supongo que tú habrás tenido siempre tu propia habitación y ni siquiera te imaginas lo que es dormir cuatro personas en poco más de seis metros cuadrados. Un asco. Nunca puedes hacer lo que realmente quieres. Los otros siempre están de más. Aunque sean tus hermanos. Por eso prefiero aguantar los alaridos y las risotadas de los parroquianos de este bar.

Ya casi es hora de volver al trabajo, a cargar con la caja de la señora Engracia, la antipática del quinto, la señora Pura, la simpática del principal, la señora Carlota, el loro del barrio… La mayoría de ellas con una característica común: no sueltan un duro de propina, así se hunda el mundo. También está la señora Cuca. Ésta sí larga alguna propinilla de vez en cuando, pero lo hace como si diera limosna. Me pone tan negro que cuando empieza a rebuscar en el bolso me hago el loco y me voy. Pero a quien no puedo ver ni en pintura es a su hijo. Siempre que me lo encuentro, me hace alguna trastada: me retiene la caja por detrás, me pone la zancadilla o me cierra el paso. Y se ríe. De mí, imagino. O por lo menos lo intenta.

He tomado una decisión. Voy a hablar con una de tus amigas, la rubia. Para averiguar dónde estás ahora, tengo que empezar por el principio, por saber tu dirección en Barcelona… No te asustes, no tengo ninguna intención de plantarme en la puerta de tu casa para anunciar a tu familia que soy un… amigo que necesita saber tu dirección en Madrid. No. Voy a ser más astuto. Conseguiré localizarte y podré escribirte de verdad. Así, estos escritos ya no saldrán con direcciones raras, sino que irán a parar a tus manos. Eso espero.

Tres

¡Qué pasada con tu amiga, la rubia ésa! Había hecho cálculos sobre cuándo podía ser mejor acercarme a ella. Me he subido al metro pensando en eso y he estado dándole vueltas durante todo el viaje. Andaba yo tan metido en mis cavilaciones que cuando he querido darme cuenta ya estábamos en mi estación y se cerraban las puertas. Me he tirado de cabeza fuera del coche y he podido salir, pero la puerta me atrapó. Por un momento he tenido la horrible sensación de que el tren arrancaría con mi pie sujeto. Pero no. Han vuelto a abrir y he podido librarme. No me había hecho daño, aunque el susto ha sido enorme. La gente se me ha quedado mirando. Un señor mayor se ha acercado, solícito:

–¿Se ha hecho daño, joven?

Me daba vergüenza contestar que no. Le he hecho una mueca de dolor y me he alejado cojeando, sintiéndome incómodamente observado.

Ahí estaban tus dos amigas. Me miraban con cara de susto. La rubia más. Más susto, quiero decir. He ido directo hacia ellas, dejando de fingir la cojera, y le he dicho: «Oye…». Pero a ellas esa palabra tan breve y honrada les ha debido de sonar a algo espantoso, porque primero han puesto cara de sorpresa, luego se han mirado y finalmente se han alejado de mí como si les hubiese dicho la mayor porquería del mundo.

Todos me estaban mirando otra vez. Debían de estar pensando qué clase de degenerado era, que asustaba así a unas pobres chiquillas. Ha pasado por mi lado el señor que se había interesado por mi integridad física y me ha soltado un «¡sinvergüenza!» al que no he sabido replicar. Me he puesto a cojear de nuevo, pensando que a ese par de bobas les faltaba el pedal del embrague o les sobraban dos metros de tontería.

He llegado al trabajo tarde y cabreado. El encargado me ha echado la bronca. Me ha dicho que si no podía estar en el súper a las nueve de la mañana sería mejor que pidiera el turno de noche. Que así no se me pegarían las sábanas. Cuando ha terminado de hablar y de azotar el aire con su índice, le he pedido el turno de noche. Por favor. Se ha atragantado y ha tenido que sentarse en una caja de gaseosas. He aprovechado la ocasión para deslizarme hacia el vestuario y ponerme la bata azul con el emblema del súper. Me he hecho cargo del primer reparto con una diligencia que ha sorprendido a mis compañeros. Yo sólo quería huir del encargado. Cuando he abierto la puerta para salir con la caja a cuestas, el hombre aún tosía, mientras una cajera le daba aire con un anuncio de galletas.

Buena la había armado. Si me echaban del trabajo sería un desastre. Dejo todo mi sueldo en casa y me quedo con las propinas, lo que me permite tener la conciencia tranquila y el bolsillo caliente. Y todos contentos. Mientras mantenga el empleo. Con lo que yo gano pagamos el alquiler del piso. Con lo que gana mi padre, mi madre nos da de comer y se echa sus partiditas al bingo. Mi madre es una gran aficionada al bingo. Al bingo, a la lotería, a los ciegos, a la primitiva, a las quinielas y a las máquinas tragaperras. No recuerdo haberla visto ganar jamás. Siempre vuelve de jugar con el ceño fruncido, la boca apretada y la mirada estreñida. Pero sigue jugando. Lo de mi madre no es cosa de vicio, es cosa de fe. Ella cree en el juego. Cree de una manera inquebrantable. Por eso juega. A cualquier hora, de todas las maneras, con lo que le echen.

En fin, que no puedo permitirme el lujo de perder el empleo. Por eso he estado todo el día haciendo los encargos de calle, incluso los de mis compañeros. En el súper nos repartimos el trabajo entre tres. Aparte del sube y baja, tenemos que etiquetar los productos, reponer el género de las estanterías, ir y venir desde el almacén del sótano y cosas parecidas. Todos preferimos este trabajo interior a rompernos piernas y espalda repartiendo cajas con botes de detergente, garrafas de agua, latas de atún y chorizos de Cantimpalo. Pero hoy no he entrado en la tienda para nada. No quería volver a encontrarme con el encargado. Ahora estoy en casa. Me he encerrado en el váter para escribir. Pero tengo que terminar: hace rato que alguien aporrea la puerta.