Capítulo I

Demonio de niño

Érase un niño tan serio, que parecía malo. O triste, tal vez. No se reía ni por asomo. Su maestra pensaba que, simplemente, era un niño malo, de esos que saben esperar el momento oportuno y jugártela cuando menos te lo esperas.

–¡Demonio de niño! –se exasperaba la buena mujer–. ¿Qué estás tramando, eh? ¿Es que nada te hace gracia?

El niño se limitaba a mirarla fijamente, sin inmutarse, todo serio, y eso la ponía aún más nerviosa.

–¡Demonio de niño!

Tampoco se inmutó el niño el día que a la pobre mujer le saltó por los aires la dentadura postiza.

–¡Achís! -estornudó la maestra.

Y escupió la dentadura, que fue a parar, ya es casualidad, a la cabeza del niño serio. Toda la clase se quedó boquiabierta de ver al niño todo serio con unos dientes postizos sobre la cabeza.

La maestra apretó los labios y no dijo ni esta boca es mía. El niño se mantuvo impertérrito, ataviado con aquel peculiar gorrito dentado.

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–Parece una máquina de cortar el pelo –comentó una niña, con toda candidez, señalando el artefacto que coronaba la cabeza del niño serio.

Se hizo un silencio sepulcral, en espera de la reacción furibunda de la maestra. El cuerpo de esta tembló ligeramente y de su boca cerrada brotó un soplido con un timbre de risitas. La niña que había hecho el comentario la imitó, y luego el resto de la clase. Al final, estalló una sonora carcajada, y todos se agarraron el vientre, tratando de controlar el repentino ataque de risa. El niño serio los observaba fijamente, con un leve gesto de asombro, sin inmutarse lo más mínimo.

Una lágrima provocada por la risa recorrió una mejilla de la maestra. El niño permanecía completamente serio, con la dentadura postiza sobre la cabeza.

Por fin, la maestra logró respirar profundamente, controló la risa, se secó la lágrima, se acercó al niño serio, recuperó la dentadura y se la metió en la boca.

–¡Ya basta! –ordenó con aplomo, enseñando los dientes–. ¡Sigamos trabajando!

“¡Demonio de niño!”, murmuró para sí.

Más tarde, cuando llevaban un buen rato trabajando en silencio, la maestra estornudó de nuevo.

–¡Achís!

Pero anduvo lista y se puso la mano en la boca, de manera que pudo retener su inquieta dentadura.

Transcurrió el resto del día sin más incidentes. Pero la maestra ya llevaba un tiempo preocupada por el niño serio; es lamentable tener en clase a un alumno que no ríe nunca. Así que decidió llamar a los padres para una entrevista.

–¿Se han dado cuenta de que su hijo no se ríe nunca?

Los padres se miraron entre sí, todo serios, y luego dirigieron sus ojos hacia la maestra.

–¿Y para qué tiene que reírse? –preguntó el padre.

La maestra lo miró estupefacta, incapaz de responderle.

–Tampoco nosotros nos reímos –remachó la madre–. ¿Pasa algo?

La maestra se quedó pensativa unos segundos, y explicó:

–Pues una se ríe para estar contenta. Para eso. La gente se ríe, los niños se ríen…

Los padres volvieron a mirarse con toda seriedad.

–Pues nosotros vivimos bien contentos, y sin reírnos. Mire usted.

Cuando se marcharon los padres, la maestra corrió a entrevistarse con el psicólogo del colegio. Y le contó el caso del niño serio.

–No puede ser. No me lo creo –contestó el psicólogo–. Todos los niños se ríen.

–Pues ese niño del demonio, no.

La maestra, aprovechando un recreo, llevó al psicólogo al patio.

–Compruébalo tú mismo.

Todos los niños se reían cuando jugaban. O cuando menos, sonreían. El niño serio, en cambio, se mantenía impertérrito.

–Ese niño tiene un problema en la dentadura –afirmó el psicólogo–. Se le coloca un aparato de la risa, y asunto zanjado.

–¿Un aparato de la risa?

–Sí, mujer; un aparato de ortodoncia común y corriente. De esos que te dibujan una brillante sonrisa metálica entre los labios.

Como el niño en realidad tenía los dientes un poco torcidos, a la maestra no le costó mucho convencer a los padres de que le colocaran un aparato de ortodoncia.

Los padres se tomaron en serio el consejo de la maestra, y a los pocos días el niño se presentó en la escuela con una sonrisa de oreja a oreja.

En adelante, la maestra se sentía orgullosa de haber convertido a un niño serio, tristón y de poco fiar, según su parecer, en un agradable niño de brillante sonrisa cautivadora.

Pero ocurrió que, un tiempo después, la maestra, a la hora del cuento, narró una historia muy triste, la Cerillera de Andersen, y toda la clase se apenó, con los ojos humedecidos, mientras que el niño en cuestión lucía una espléndida sonrisa, como si le hubieran contado una fábula humorística. La maestra hizo como que no se daba cuenta.

En otra ocasión, durante el recreo, un chico de la clase de los mayores se tropezó con un balón y se cayó de morros ante el niño, que se le quedó mirando todo sonriente.

–¿Y tú de qué te ríes? –se enfadó el chico.

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Y le propinó un soplamocos. El niño sonriente giró sobre sus talones y se alejó sin perder un ápice de su sonrisa.

El colmo fue cuando la maestra, en medio de la clase, sufrió un inesperado retortijón que la obligó a encorvarse y agarrarse el vientre, medio mareada. Toda la clase puso cara de susto. El niño, en cambio, sonrió de oreja a oreja.

–¿Qué es lo que te hace tanta gracia, eh? –se molestó la maestra, sin despegar las manos del vientre.

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Cuando se le pasó el dolor, pensó en llamar de nuevo a los padres del niño; pero, ¿qué les iba a contar? Decidió que era mejor dejar las cosas como estaban.

“Al fin y al cabo, un niño de sonrisa perenne es una bendición”, pensó para sí, y su corazón se llenó de gozo.

Pero no acaba ahí la cosa.

Capítulo 2

El abuelo

El niño tenía un nombre, como es natural; se llamaba Fran. Dicho nombre le fue bien mientras conservó la seriedad.

–Me llamo Fran –se presentaba, mostrando un grave semblante y pronunciando la r con rotundidad.

Sin embargo, la cosa cambió cuando el aparato de ortodoncia le transformó la seriedad en una sonrisa perenne. En adelante, pronunciaba con gran dificultad la r tras la f, porque le patinaba la lengua a causa del aparato. Se esforzó mucho al principio, igual que de pequeñito, pues cuando aprendió a hablar a eso de los dos años se entrenó con ahínco en pronunciar bien su nombre –Farrán, Farrán, Fran– y no quería perder la brillante dicción que había logrado. Pero tuvo que ceder ante su agotada lengua y comenzó a llamarse Fan, a secas.

–Hola, soy Fan –se presentaba ahora con aire gracioso.

Inmediatamente lo imitaron todos sus compañeros y amigos; incluso al profesor de inglés le pareció un nombre muy funny. Durante un tiempo, su maestra tutora se resistió, porque le gustaba que sus alumnos hablaran con propiedad; pero hasta ella acabó cediendo ante la avalancha Fan.

Así que, de ahora en adelante, llamaremos Fan a nuestro protagonista.

Fan tenía un abuelo, también muy serio, que dormía la siesta con la frente apoyada en el periódico sobre la mesa de la cocina; daba la impresión de que se tragaba una noticia a cada ronquido. A veces sudaba un poco, y se le pegaban unas cuantas letras en la nariz. A Fan le encantaba leer las letras de la nariz de su abuelo.

–A ver qué pone, abuelo.

Fan trazaba con un fino rotulador las letras que faltaban y formaba palabras, que el abuelo no se molestaba en borrar; salía a la calle de esa guisa, sin pizca de apuro, nariz en ristre, todo serio.

–Miren al abuelo –le tomaba el pelo la gente–: le brotan las ideas por la nariz.

El abuelo respondía, todo serio, sin un atisbo de sonrisa:

–Son mensajes para borricos como vosotros.