El collar del lobo

Jesús Ballaz



© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016
www.metaforic.es

© Jesús Ballaz, 1987
jesusballaz.blogspot.com.es

ISBN: 9788416862290

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1   El coleccionista

EL señor Opa, una explosiva mezcla de potentado y hombre de pueblo, acababa de llegar a Utielo. Al viejo no se le conocía el oficio, pero se decía que era coleccionista por cuenta de un príncipe de la familia de los Laski.

—Bienvenido, señor Opa, está usted en su casa —le dijo Olbán, el de la fonda, apresurándose a recoger sus maletas de la diligencia.

—Ya me ves, como cada invierno, a pasar el Año Nuevo.

—Usted siempre tan metódico.

—¿Han fallado alguna vez las golondrinas en primavera? Pues yo tampoco —rió Opa, agitando su papada—. Me gusta cambiar de calendario en Utielo, de donde eran mis abuelos, porque año que estreno aquí año que me van bien los negocios. La Nochevieja es un negro precipicio y hay que salvarlo con buen pie. Mejor hacerlo por un lugar conocido.

El hombre tenía sus rarezas, pero en él parecían tan naturales que lo extraño hubiera sido la normalidad. Al señor Opa le hubiera gustado coleccionar pelos de compositor de ópera. Tanto él como el príncipe para el que trabajaba eran melómanos incorregibles. Pero aquello resultaba muy difícil porque entre gente de ese rango había muchos calvos y los que se veían adornados con una buena cabellera no se la dejaban arrancar ni la vendían con facilidad.

Solía llegar antes de Navidad y se marchaba pasado Reyes. Malas lenguas decían que iba a que le aconsejara la nueva adivina de Distel. Según se comentaba, la tatarabuela del señor Opa había sido también una respetada curandera y de ella le venían semejantes aficiones.

Al hacerse viejo, le aumentaron la barriga y las rarezas y, entre otras curiosidades, le había dado ese año por coleccionar cuernos y puntas de colmillos. Según explicaba en largas horas de taberna, en las que se exagera y se habla de todo, los tenía de todo bicho viviente: de rinoceronte, de carnero amarillo, de mochuelo, de jabalí o de caracol.

—¡Lo que me costó coger caracoles con los cuernos desplegados! No lo logré hasta que pude saber por un entendido que había un tipo de coles que los dejaban pasmados. Eran unas coles especiales que se regaban con agua de luna.

—¿Y dónde las plantaba? —le preguntó un aldeano.

—¿Dónde se plantan las hortalizas? ¡En el huerto, que yo sepa! —barbotó y, después de pedir para todos los presentes otra ronda de cerveza, continuó—: Pues, bien, les ponía a la vista una col de aquéllas y ellos quedaban ojialegres y con los cuernos tiesos. Entonces me acercaba con las tijeras y, ¡zas!, se los cortaba. Pronto dejé todos los caracoles de mi huerto descornados y, desgraciadamente, también ciegos porque la naturaleza les ha jugado a estos animalitos la mala pasada de darles unos ojos tan saltones que los llevan fuera de sitio, en las puntas de los cuernos.

El señor Opa le preguntó aquella misma noche a Olbán:

—¿Y en Utielo no hay quien tenga cuernos? Se los compraría a buen precio.

—Cuernos ¿de qué, señor Opa?

—Sí, sí, cuernos, cuernos de cualquier bicho astado que se mueva —se rió alzando su barriga.

—Hombre, cuernos sí que hay. Todavía los utilizan algunos para llevar la sal o el aceite cuando se quedan a comer en el campo y como parte del disfraz de carnaval. Fuera de eso, sólo lo usan el alguacil en los bandos; Rada el narigudo para llamar a la dula los domingos; en algunas ocasiones el pastor, y siempre los carneros para pelearse entre ellos…

—¿Y por estas montañas no hay especies raras de ciervos, o rebecos, o…?

—Lo único que hay son cabras y ovejas, pero dudo que Andreas se preste a serrarles las astas…

—Todo dependerá de lo que se le pague —soltó Opa, seguro del poder de sus dineros.

Cuando se lo propusieron al pastor, éste comentó:

—Decidle a ese fanfarrón que lo compra todo que para tener un gato sin bigotes, prefiero no tener gato.

No hubo que echar un bando porque la noticia de que el señor Opa pagaba a precio de oro cualquier especie de cornamenta o de colmillo corrió como la pólvora. Por otra parte, difícil hubiera sido pregonarlo porque el alguacil ya le había vendido el cuerno. La celebrada iniciativa hizo más ruido sin sonar que todos los bandos juntos. En Utielo y en muchos pueblos a la redonda no quedó ni un cuerno, fuera de los del rebaño de Andreas.

—¡Lástima de mi cuerno! —le comentó Rada el narigudo a Olbán—. Por él hubiera sacado mis buenos dineros.

Cuando el fondista le contó al señor Opa que Rada tenía un ejemplar único que, según el buhonero que se lo vendió, había crecido en el mar, exclamó:

—¡Ése es el cuerno que ando yo buscando! Debe de ser de algún toro de mar del que no tiene noticias ningún sabio ni han visto nunca los buzos.

Rada, para que el buen hombre no pensara que 1e mentían, le mostró un retrato que le había hecho durante las fiestas un dibujante ambulante y en el que se veía el cuerno sobre su camisa negra.

El viejo excéntrico, acariciándose su inmensa calva, lo ponderó:

—¡Extraordinario! No hay coleccionista de cuernos en todo el mundo que tenga una pieza como ésta.

—El caso es que ya no lo tengo —exclamó apesadumbrado Rada.

—¿Dónde para ese cuerno?

—Lo perdí en el monte antes de las nevadas de este invierno. Si no se lo encontró nadie, lo cual es lo más probable ya que nadie lo presenta, aún debe de estar bajo la nieve.

—¡Removeremos el infierno para encontrarlo!

El señor Opa ofreció un buen fajo de billetes a repartir entre Rada y quien encontrara el inusitado ejemplar.

Todos los hombres de Utielo salieron a buscarlo enloquecidos, como si de repente les hubiera entrado la fiebre del cuerno. Para ello quitaban la nieve, palmo a palmo, con picos y palas y hasta con las uñas. Cuando el frío parecía helar los ánimos y cundía el desaliento, el coleccionista añadía unos billetes más de recompensa y todos se ponían de nuevo en loco movimiento.

Las rencillas, los rencores, los odios por motivo de pastos, de linderos, de pedregadas que no habían repartido leña por igual, se reavivaron a causa de las asignaciones de nieve. El ayuntamiento tuvo que parcelar el monte nevado y asignar a cada uno el trozo que le tocaba remover porque todos querían una extensión mayor. La ambición los ofuscaba hasta el punto de proponerse trabajos muy superiores a sus fuerzas. Quedaban extenuados y en poco tiempo aumentó de manera alarmante el número de herniados.

Las parcelas cercanas a las de Rada eran las más apetecidas porque los aldeanos pensaban, no sin razón, que él debía de tener una idea aproximada de dónde perdió el tesoro. Hubo gritos, amenazas, riñas, peleas…, mientras los pies de algunos se entumecían hasta la congelación y no les quedaba más remedio que renunciar al cuerno y maldecir su suerte.

—¡Que se pudra el cuerno! Yo me retiro.

—¡Yo también me voy a casa!

—¡Al cuerno con el viejo Opa! Nos quiere matar a todos.

Otros seguían allí, exhaustos pero impávidos, con la loca esperanza de hallar el tesoro.

—Nunca desde que yo guardo memoria se ha trabajado tanto en un invierno —se reía el viejo Andreas el pastor—. ¡Hasta los más ricachones sudan la gota gorda!

—El señor Opa, sin embargo, contra lo que podía parecer, no hacía aquello por capricho sino que había redoblado su interés cuando unos estudiosos le hicieron saber que en realidad no se trataba de un vulgar cuerno sino de la punta de un colmillo.Según documentación digna de todo crédito, lo vació y labró el famoso Burkin por encargo de un excéntrico príncipe, emparentado precisamente con los Laski, y había servido al general Golmar para llamar a la batalla a los soldados que salvaron la ciudad de Moreva de sus enemigos.