Francisco Illán Sepúlveda


El Averno

de los

Portadores



© El Averno de los Portadores

© Francisco Illán Sepúlveda


ISBN ebook: 978-84-16882-39-7


Editado por Tregolam (España)

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1ª edición: 2017



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COMENTARIO INICIAL DEL AUTOR

El último agradecimiento que puedo dar en esta novela va dirigido especialmente a ti, querido lector o lectora, ya que si estás leyendo estas líneas significa que le has dado una oportunidad a un autor novato que está dando sus primeros pasos en el mundo de la escritura. No quiero entretenerte más (vaya incongruencia, pues eso es precisamente lo que quiero con este libro) y te espero al final de la historia.

CAPÍTULO 1

17 años antes del Juicio Divino



Hugo había querido huir del orfanato junto a su hermana desde que los llevaron allí hacía dos años. Fantaseaba a menudo con salir de ese lugar, incluso con los poderes que podían serle útiles para escapar de aquella cárcel. Ser invisible, poder atravesar las paredes, cambiar su cuerpo con el de otra persona o incluso ser inmortal. Cualquier poder que pudiera ser ventajoso, cualquiera menos el suyo. Ahora él tenía 7 años y ella 5. Aquel lugar reunía a un gran número de niños de distintas edades. Residían allí, pero llamar «hogar» a ese sitio no era lo más apropiado. Aunque no eran definidos como prisioneros, permanecían allí encerrados mientras hacían pruebas con ellos, descubriendo lo que les pasaba. Sabían que no eran como el resto de personas, pero no por ello se sentían peligrosos ni debían ser considerados una amenaza. Lo que tenían claro era que ninguno de los dos quería permanecer allí más tiempo, y fue aquella misma noche cuando decidieron fugarse.

Todo el lugar permanecía tranquilo, acompañado de una fría noche calmada e imperturbable que parecía el preludio del acto principal. Ya habían conseguido llegar hasta el vestíbulo cuando la niña comenzó a hablar.

—El gatito, el gatito está dentro...

—No tenemos tiempo, Sofía, luego te dibujaré otro. Vamos —respondió Hugo tirando de ella.

—¡No, no, no! Quiero el gatito... —respondió la niña entre balbuceos.

—Está bien, espera aquí. Vuelvo enseguida.

A continuación, Hugo fue hacia el pasillo para después dirigirse a su habitación. Se paraba a cada esquina para mirar con precaución por si venía alguien y, cuando comprobaba que el paso era seguro, comenzaba a caminar de forma sigilosa. Al cabo de un rato consiguió llegar a la habitación. Entró y cerró la puerta para asegurarse de que sus movimientos pasaban desapercibidos. Encontró el peluche del gato que quería Sofía debajo de la cama. Era un peluche que Hugo había dibujado para la niña de forma un tanto desastrosa y hacia el que ella sentía un cariño muy especial. Lo cogió, lo guardó en su mochila y se dispuso a salir de la habitación cautelosamente. Fue entonces cuando la sorpresa lo envolvió. No entendía muy bien qué estaba pasando, pero por mucho que empujase no conseguía abrir la puerta. Alguien la había atrancado desde el otro lado. Hugo empezó a empujar con todas sus fuerzas, pero era inútil. Sabía que para entonces, ya se habían percatado del ruido de sus golpes en el orfanato. La única opción que le quedaba era salir por la ventana. Era un segundo piso, de forma que no suponía ningún problema para él descender por la fachada.

Mientras bajaba la pared agarrado a una tubería, comenzó a oír unos gritos difusos que asemejó a la voz de su hermana, lo que hizo que descendiera de forma más acelerada. De repente, cuando estaba cerca del suelo, una explosión procedente del tejado del edificio hizo que perdiera el equilibrio y se desplomase contra la superficie. Después de unos momentos, Hugo consiguió levantarse con dificultad y comenzó a correr en dirección opuesta. Esa pequeña longitud que recorrió fue lo que le salvó de una segunda explosión, la cual terminó derrumbando el edificio entero. Hugo permaneció observándolo todo desde detrás de unos arbustos. No podía creer lo que veía. Las lágrimas inundaron sus ojos. Al cabo de un rato, llegaron los policías y comenzaron a inspeccionar la escena. Hugo sabía que era cuestión de tiempo que lo encontrasen. Intentando darse toda la prisa que sus ojos lagrimosos le permitían, hizo un dibujo en el cuaderno que llevaba, arrancó la hoja y la enterró allí para después empezar a correr mientras sus lágrimas caían con sus pasos...



* * *


Actualidad



Llevaban ya muchísimo tiempo descendiendo, aunque era difícil saber cuánto sin un solo destello de luz que lo dejase intuir. Hugo comenzaba a sentir un escozor en sus muñecas producido por el frío metal de los grilletes que lo encadenaban. Los guardias que lo acompañaban no habían pronunciado ni una sola palabra en todo el descenso. Eran dos hombres que lo seguían desde atrás mientras mantenían sus armas en alto, dando la sensación de que aquellas cadenas que aprisionaban al muchacho no fueran, ni por asomo, suficientes para contenerlo. Ambos iban cubiertos sin dejar entrever ni una minúscula parte de su piel. Sus indumentarias negras dejaban percibir una amplia musculatura, y sus cabezas estaban cubiertas por unos yelmos negros que se asemejaban a los cascos corintios de los soldados griegos. Los rostros también permanecían tapados, haciendo todavía más llamativa la luz roja, fuerte y penetrante que emanaban los cristales que cubrían sus ojos. Uno de ellos llevaba un cuaderno y una pluma estilográfica, ambos propiedad de Hugo, que mantenía a buen recaudo, pues comprendía perfectamente que aunque parecieran unos objetos ordinarios, se trataban de las armas del muchacho.

Hugo tenía veinticuatro años cuando lo capturaron. Era alto, aunque de constitución no demasiado musculosa. Tenía el cabello oscuro y ondulado, algunos mechones que caían por su frente bailaban al ritmo acompasado de su descenso. Sus ojos, que no habían vuelto a brillar desde hacía muchísimo tiempo, dejaban percibir un tono verdoso. Llevaba una barba de algo más de una semana, aunque poco poblada y descuidada. En aquel momento todavía no llevaba el uniforme de los presos y por lo tanto conservaba su atuendo, compuesto por una sudadera de color gris con una capucha que llevaba puesta sobre su cabeza y unos vaqueros que, a pesar de tener una antigüedad que ya desconocía, le seguían quedando grandes.

Siguieron descendiendo por unas escaleras que parecían no tener fin, algo que Hugo agradecía, pues sabía que aquel túnel de paredes cavernosas y atmósfera húmeda conducía a un lugar del que no saldría jamás. Todo el descenso transcurrió de forma tranquila, sin ningún otro sonido que el acompasado tono de las gotas de agua que caían del resquebrajado techo. De repente, un temblor los envolvió, seguido de un ruido lejano que poco a poco se hizo más cercano y claro. Los tres individuos se volvieron sobresaltados, aunque Hugo reaccionó antes que los guardias y en un rápido movimiento y aprovechando que los tenía de espaldas, le arrebató a uno de ellos su cuaderno y su pluma y empezó a correr a toda velocidad. Los dos hombres corpulentos se volvieron hacia él enseguida, pero una intensa sacudida y el fuerte sonido del techo del túnel desmoronándose los hizo volverse sorprendidos una vez más. Empezaron a descender tan rápidamente como les permitían sus piernas, aunque no era suficiente para el avanzado paso del hundimiento, que parecía devorarlo todo a su paso. Hugo oyó dos fuertes chillidos acompañados del ruido que producían los grandes bloques de piedra al caer y desmoronarse. Esto, y el hecho de vislumbrar la débil luz que emitía la salida del túnel, hicieron que intentara aumentar su velocidad con todas sus fuerzas. Un fugaz salto hacia el exterior fue lo que le permitió salir con apenas unos rasguños del túnel o de lo que quedaba de él, pues ahora no era más que un cúmulo de escombros que hacía imposible volver a utilizarlo.

Hugo apenas pudo pararse a ver dónde se encontraba, pues cuando cayó al suelo y levantó la mirada observó a tres personas con una expresión de confusión en su rostro y una postura de alerta, pues ninguno de los presentes sabía si estaba ante aliados o enemigos. Cuando el polvo se disipó y las tres figuras vieron que no estaban ante un guardia, se acercaron lentamente. Uno de ellos, el único chico de los tres, fue el que rompió el silencio:

—¿Quién eres? —preguntó inseguro, por si se trataba de una amenaza.

—Me llamo Hugo —respondió el muchacho, todavía jadeando—. Me traían a este lugar cuando el túnel se vino abajo. ¿Y vosotros quiénes sois?

Hugo se quedó observando a aquellas tres personas. El chico que le había hablado parecía el mayor, de unos 26 años. Tenía el pelo oscuro y casi rapado, además de una perilla descuidada. Su figura escuálida y sus ojos azules penetrantes le daban un aspecto de matón consumado y al mismo tiempo consumido. Nada que ver con las dos chicas que lo acompañaban. La mayor se asomaba ligeramente por la veintena. Su pelo largo y liso de tono oscuro solo era superado por el negro de sus ojos, de rasgos orientales, los cuales se imponían sobre una suave tez clara que podía perfectamente emitir más luz que aquel siniestro lugar. Llevaba de la mano a una niña que no debía superar los 6 años. Su pelo de color dorado descendía onduladamente hasta la altura del cuello. Una pequeña coleta en el lado izquierdo le aportaba un mayor grado de ternura, y sus ojos castaños se asomaban curiosa y tímidamente para presenciar al recién llegado. El pequeño grupo comprobó que lo que decía el desconocido era cierto al ver las cadenas de sus muñecas. Asimismo, esos grilletes significaban que era un aliado más en aquel lugar.

—No jodas, un nuevo. Y justo en el mejor momento... Yo me llamo Travis y ellas son Saya y Chiu —dijo señalando primero a la chica mayor con rasgos orientales y luego a la pequeña—. Creo que lo primero que debemos hacer es buscarte una llave para quitarte esas cosas.

Hugo se sentó en el suelo y, mientras respiraba forzosamente por el cansancio, cogió su cuaderno y su pluma.

—Eso no será necesario —comentó mientras se ponía a dibujar. Al cabo de unos segundos había dibujado una llave con un realismo fotográfico digno de un artista profesional. Al terminar, pasó su mano sobre el papel, el cual comenzó a brillar intensamente con un tono azulado que obligaba a entrecerrar los ojos. Cuando el destello se disipó, el dibujo había desaparecido. En su lugar, encima de la hoja, había una pequeña llave idéntica a la retratada por el chico.

—Joder, cómo mola ese poder, ¿no? —mencionó Travis, impresionado por lo que acababa de ver.

Saya se acercó a Hugo mientras este abría los grilletes con la llave que acababa de dibujar. Parecía bastante sorprendida.

¿Eres tú...?

La chica parecía reconocerlo; sin embargo, el sentimiento no era recíproco, pues Hugo mostraba un gesto de confusión en su rostro.

—¿Disculpa? Creo que no nos hemos visto nunca —dijo mientras observaba su rostro con detenimiento.

Para él aquellos rasgos orientales eran bastante destacables y por lo tanto difíciles de olvidar dentro de su entorno, hecho que aumentó su confusión.

—¿No lo recuerdas? Nos conocimos hace un año, fuera de aquí... —comentó de forma entrecortada y con un rostro de decepción al comprobar que Hugo no parecía acordarse de aquello.

—Bueno chavales, lamento interrumpiros, la verdad, pero creo que tenemos asuntos más importantes que resolver, como por ejemplo, escapar de aquí de una puta vez —dijo Travis.

—¿Escapar? —preguntó Hugo, apartando la mirada de Saya.

—Claro, tío, todo se ha venido abajo. Hay muertos por todos lados. No sabemos lo que está ocurriendo pero lo que está claro es que hay que pirarse de aquí ya.

—¿Cómo que están todos muertos? —Hugo parecía más desconcertado con cada cosa que le contaban, de modo que Saya intentó explicarle la situación, o al menos, hasta donde ellos comprendían.

—No sabemos lo que ha pasado, las celdas se abrieron para reunirnos a todos, como siempre, pero hubo un brillo que nos cegó, seguido de un montón de gritos. Cuando todo volvió a la normalidad y salimos de las celdas, vimos que todos los demás presos habían muerto.

Hugo reflexionaba con cada palabra que decía Saya, ya que le resultaba muy difícil asimilarlo.

—¿Y cómo es que os habéis salvado vosotros?

Saya miró a Travis un momento y este le devolvió la mirada.

—No estamos seguros del todo, pero puede deberse a nuestros poderes. Yo puedo hacerme invisible y ocultar mi presencia. Cuando vi que el brillo empezaba a inundarlo todo, utilicé mi poder hasta que todo pasó —explicó la chica de forma clara, como si aquello fuera un hecho cotidiano, algo que de momento bastó, pues Hugo ahora miraba a Travis esperando su respuesta.

—Yo no tuve tanta suerte. Aquella cosa me dio de lleno, recibí todo el impacto. Era como si me estuvieran electrocutando o algo así. Una puta locura. Es lo malo de ser inmortal, puedes morir muchas veces pero es algo a lo que no te acostumbras.

Hugo ahora centraba su atención en la chica pequeña que estaba aferrada a la pierna de Saya, como si todo a su alrededor le produjera miedo. No había pronunciado ni una sola palabra desde que Hugo estaba entre ellos.

—Ella no ha dicho nada desde que la encontramos. La vimos viniendo hacia aquí y tampoco sabemos cuál es su poder. La llamamos Chiu porque al menos parece gustarle —comentó Saya mientras acariciaba los cabellos dorados de la niña.

—Entonces todos los presos de aquí tenían poderes, ¿no? —preguntó Hugo, que empezaba a entender dónde se encontraba.

—Así es. Todos somos «portadores» como nos llaman ellos. Nos capturaron, nos vistieron así y nos encerraron aquí, donde han estado experimentando con nosotros. El nombre con el que los presos se refieren a esta prisión es el «Averno de los Portadores» —explicó Saya, dando muestras de que aquellas palabras le producían un profundo temor.

Hugo observó con detenimiento las ropas que llevaban. Se trataba de un mono con correas por los brazos y las piernas. La escasa luz de la sala dejaba percibir un tono gris ceniza por todo el atuendo y una franja negra que lo atravesaba diagonalmente por todo el torso, desde el hombro derecho hasta la parte izquierda de la cadera. Sobre la banda, en la parte del pecho, cada uno de ellos llevaba un número blanco que servía de identificador.

Ahora que Hugo había recuperado el aliento y entendía un poco más la situación en la que estaban, miró a su alrededor y se puso a meditar sobre lo que deberían hacer a continuación. Desconocían a lo que se enfrentaban, pero quedarse allí significaba ser descubiertos tarde o temprano y, aunque todavía albergaba muchas dudas, tenía muy claro que el tiempo jugaba en su contra.

—Está bien, ¿hacia dónde debemos dirigirnos? —preguntó.

—Solo existen dos salidas de aquí —contestó Travis mientras miraba el túnel que ahora estaba derruido—. Y ya que una se ha ido a la mierda, no tenemos más remedio que subir hasta la superficie por los cinco pisos que tiene la prisión.

Los cuatro empezaron a moverse. En primer lugar fueron hacia el ascensor que conectaba todos los pisos, con la vaga esperanza de que siguieran funcionando, algo que desecharon enseguida al comprobar que estaba inutilizado, probablemente por un cortocircuito en el sistema. Pese a que el ascensor no funcionaba, las luces situadas sobre las paredes rocosas seguían iluminando tenuemente la sala. Aquel lugar inmenso era una mezcla de la arquitectura natural y la del ser humano. Sus paredes rocosas emanaban la humedad y el olor de una cueva subterránea formada por el avance de la erosión durante años y años. Se podía percibir la desesperación y la agonía en cada una de sus grietas, pero entre los recovecos había algo que llamaba más la atención. De algunos de los puntos de aquella colosal formación rocosa parecía emanar una sustancia brillante y viscosa que se movía lentamente, como si albergase vida propia.

—¿Qué es toda esa sustancia? —preguntó Hugo sin que detuviesen su marcha.

—Por lo que he oído, ellos la llaman «sangre de Ares». Un componente extraño que los portadores tenemos en nuestra sangre y que produce nuestros poderes —respondió Saya.

Toda aquella explicación le sonó desconocida a Hugo; sin embargo, centró su atención en un detalle.

—¿Ellos? —preguntó.

—Los científicos que trabajan aquí y experimentan con nosotros. Es lo que llevan haciendo desde que nos capturaron.

Hugo sentía la necesidad de averiguar más cosas sobre todo aquello. Sin embargo, por unos momentos, se limitó a guardar silencio y observar hacia dónde se dirigían. Los cuatro se movieron hacia unas escaleras que se abrían paso entre los abruptos muros para comenzar el ascenso. Si bien los peldaños por los que Hugo descendió hasta el quinto piso eran de forma regular, bien estructurados y fácilmente atribuibles a la mano del ser humano, aquellos que ahora estaban pisando eran tan desproporcionados que la única característica que mantenían para ser considerados escalones era que continuaban en ascenso. Aquellas escaleras eran similares a la estructura de las paredes rocosas y daban la sensación de ser tan antiguas como la misma cueva. La escasa iluminación la proporcionaban en algunas ocasiones los focos colocados por la gente de allí, y en otras, el brillo azulado que emitía aquella sustancia gelatinosa.

La sensación que tenían todos de alerta los obligaba a mantenerse en silencio, aunque Hugo necesitaba resolver algunas cuestiones todavía. Además, intuía que al menos Saya no había quedado conforme con la respuesta que recibió antes y quería seguir insistiendo en su pasado y la razón por la que se conocían. Aunque el ascenso no formaba una gran pendiente, sí que era prolongado, pues solo al cabo de un buen rato vislumbraron una luz que indicaba la salida hacia el cuarto piso. El paso por las escaleras rocosas les hacía comprender el gran tamaño de aquella prisión.

Cuando por fin alcanzaron la salida del túnel, Hugo observó el nuevo piso, con las mismas características que el anterior pero con unos nuevos detalles. Las paredes estaban llenas de pequeñas cuevas que actuaban a modo de celdas, y a pesar de la escasa luz proveniente de los focos, se podía alcanzar a distinguir los cuerpos muertos de los reclusos en el interior de ellas. Los cuatro muchachos no tuvieron tiempo para observar mucho más, pues al momento de entrar en la sala oyeron unos pasos detrás. Al darse la vuelta se encontraron a un guardia apuntándoles con su arma:

—Ni se os ocurra moveros.

Muy lejos de aquella escena, en el primer piso, un hombre con bata blanca apoyaba sus manos sobre un balcón que se alzaba sobre un gran precipicio y decía:

—Por fin has llegado, Hugo.