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Primera edición digital: abril 2017
Imagen de la cubierta: Gonsanhi | Hemeroteca Municipal de Madrid
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Sandra Soriano
Revisión: Alexandra Jiménez

Versión digital realizada por Libros.com

© 2017 Jorge García
© 2017 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17023-44-7

Jorge García

Damas del aire

Las pioneras de la aviación española

A Carmen y Hugo, por los besos que me regaláis.

«¡Lo que a mí me daba miedo era no servir para aviadora!
Quería gobernar el aeroplano; llevarlo yo,
no ir cargada en él igual que un fardo».

María Salud Bernaldo de Quirós Bustillo (1928)

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Cita
  6. 1. Ella siempre quiso que escribiera estas memorias
  7. 2. Abriéndome paso
  8. 3. Eca
  9. 4. La influencia de los Ansaldo Vejarano
  10. 5. Las primeras conquistas
  11. 6. Pilar no se quedó atrás
  12. 7. Los inicios de la aviación en Cataluña
  13. 8. Mari Pepa Colomer
  14. 9. La prensa y los lectores demandaban más
  15. 10. Las titulaciones no pararon
  16. 11. El curioso y disparatado caso de Greta Bravo
  17. 12. El éxito de la aviación femenina en Barcelona
  18. 13. El vuelo sin motor
  19. 14. Mari Pepa Colomer: cenit y nadir
  20. 15. Dolores Vives en el conflicto bélico
  21. 16. La Guerra Civil y sus consecuencias
  22. El archivo de un fotorreportero
  23. Agradecimientos
  24. Mecenas
  25. Contraportada

1. Ella siempre quiso que escribiera estas memorias

 

Durante muchos años, la visita semanal de mis nietos se convirtió en un ritual. Era el momento más deseado por mi esposa y por mí. Además de deleitarnos con su presencia y sus comentarios adolescentes, les narrábamos historias de nuestra juventud. En mi caso, las vivencias que les contaba, sentados frente a la chimenea, me permitían retroceder en el tiempo hacia esa etapa maravillosa de la vida.

Sentado en un viejo pero confortable sillón orejero y con mi sempiterna copa de cognac en la mano, les relataba a Ginés y Lucrecia mi carrera fotoperiodística y mis aventuras en el periodo de entreguerras con una precisión casi milimétrica. Parecía que por mi cabeza no pasaban los años. Ellos, hermanos con apenas un año de diferencia, fueron uno de los mayores regalos que nos entregó la vida a mi mujer y a mí. Por eso, los días que se quedaban en casa eran, para nosotros, un soplo de aire fresco. Nos devolvían la ilusión, siempre ávidos por escuchar nuestra azarosa vida. Desde bien pequeños, nos preguntaban una y otra vez por mi trabajo en aquella época. Décadas más tarde, siendo ya adultos, recuerdo que me dijeron que había sido un adelantado a mi tiempo, que mis conocimientos y técnicas les parecían propias de la era moderna. Creo que, finalmente, estas historias fueron el desencadenante de la incorporación de ambos al mundo del periodismo.

Nací en los albores del siglo XX, en la pequeña ciudad castellana de Salamanca donde mis padres trabajaban en una fábrica de curtidos. Y esto suponía estar ajeno a los avances que comenzaban a imponerse en las grandes capitales del país, tras el fin de la Gran Guerra. El acontecimiento bélico, más allá de las pérdidas humanas, las enfermedades y la miseria económica que acarreó la mala distribución de la riqueza, generada por la supuesta neutralidad de España, supuso para las zonas urbanas un avance hacia la modernidad.

En ámbitos como el ocio, la cultura, el deporte, el cine, la radio, los cafés, la fotografía y los nuevos métodos de hacer periodismo se produjo el salto de calidad que demandaba la nueva y elitista sociedad española y que, hasta ese momento, sólo se imponía en Estados Unidos y Centroeuropa. Por suerte, como les decía muchas veces a mis nietos, yo mismo me vi inmerso en todos estos frentes durante mi etapa profesional más prolífica.

Anotaré en estas líneas que los inicios detrás de las cámaras se dieron por casualidad, en mi búsqueda por colaborar en casa. El sueldo que mis padres ganaban, en la fábrica del pequeño pueblo de Vistahermosa, apenas nos daba para comer. Los pocos ingresos que entraban en el hogar se los llevaba el alquiler de la vivienda, situada en el extremo sureste de la ciudad. No tuve más remedio que arrimar el hombro y llevar unas pesetas a la morada. Con tan sólo trece años, encontré un buen empleo como mozo de los recados en una nueva empresa de la ciudad: el estudio fotográfico de Ansede y Juanes. Gracias a mi primo Faustino, que trabajaba allí como aprendiz desde su fundación en 1912, comencé mi carrera laboral en el fascinante mundo de la fotografía. El vetusto local, de pequeñas ventanas y habitaciones de cal, estaba situado en el paseo de las Carmelitas. Había pertenecido a otro reconocido maestro del oficio, Venancio Gombau, quien se había ido encargando de preparar las distintas salas de toma y revelado.

Más tarde, en 1918 y tras cinco años de duro aprendizaje, decidí darle un giro a mi vida. Reuní los pocos ahorros que había podido juntar y me marché a Madrid en busca de una profesión y un futuro que difícilmente podría haber logrado quedándome en Salamanca. Una vez instalado en la capital, pasé los primeros días en una lúgubre pensión de la calle Jacometrezo, a unos pasos de la plaza de Oriente y la puerta del Sol. Desde allí, recorrí todas y cada una de las señas que mi mentor, Cándido Ansede, me había anotado en una pequeña cuartilla. Sin embargo, me cerraron todas las puertas. En todos los lugares me ofrecí como auxiliar fotógrafo sin cámara. Pasé por La Acción, La Época, El Día, La Correspondencia, La Esfera, Gran Vida, Heraldo Deportivo, El Heraldo de Madrid, Mundo Gráfico, Mundo Sport, El Imparcial, Nuevo Mundo, El Sol, El Siglo Futuro y ABC. Pero ni una sola redacción de prensa permitió que iniciara en sus dependencias mi trayectoria fotoperiodística.

Cansado de rechazos, y con mis ahorros agotados, llamé desesperado a Cándido Ansede. Mi preceptor, al que ya le unía cierta amistad con alguno de los corresponsales fotógrafos de la capital, me dio una nueva lista con cinco direcciones. Correspondían a los estudios de los reporteros José Luis Demaría López ‘Campúa’, Vilaseca, Norton, Raimundo Álvaro Santamaría —que estrenaba ese año su sucursal— y Alfonso Sánchez García —que se acababa de trasladar a un estudio de la calle Fuencarral—. Gracias a estos dos últimos colegas, conseguí algo de trabajo. Ambos, rebosantes de encargos, me pagaron decentemente a cambio de realizarles negativos sin firma. En el caso de Alfonso, debía también ayudar a su hijo Alfonso Sánchez Portela, apodado por los más veteranos Alfonsito.

Un par de meses después, logré pagar la cama y la manutención en una fonda más saludable. Me mudé al hostal Santa Cruz, situado en el número 19 de la calle Alcalá, frente a la calle Sevilla. El lugar había cambiado de gerente y por diez pesetas diarias me ofrecían pensión completa y grandes privilegios para la época: ascensor, habitaciones recién pintadas, vistas a la calle, teléfono, baño, calefacción y comedor con mesas individuales. A partir de ese momento todo cambió. El hostal Santa Cruz se convirtió en mi refugio al mismo tiempo que comenzaba una nueva aventura laboral. Y digo aventura porque sólo a un loco se le hubiera ocurrido la ingeniosa pero insensata idea de trabajar por libre, a principios de siglo, en el difícil mundo del periodismo.

Al final de la segunda década del siglo XX, Madrid era la cuna de la modernidad. Y la calle Alcalá el epicentro de la vanguardia. Todo aquello me parecía un sueño del que no quería despertar. Recuerdo que por aquel entonces la producción de cámaras experimentó un importante avance debido a la invención y mejora de los sistemas de fotografía. De ese modo, lentamente, las caras, incómodas y pesadas máquinas fueron sustituidas por otras más reducidas y portátiles. Así que aproveché el conocimiento que ya tenía sobre la materia y le compré a un compañero que se jubilaba su Kodak Vest Pocket Special. Una cámara supercompacta, casi de bolsillo, que me permitía captar unas instantáneas perfectas en formato 9x12. Poco a poco, mi proyecto iba tomando forma en mi cabeza y decidí que, además de aportar imágenes, acompañaría cada una de las placas con un exhaustivo artículo sobre las noticias que cubría. Pero no un simple pie de foto, sino comentarios y opiniones insólitas. Después resolví que, tarde tras tarde, acudiría a las redacciones de los principales rotativos de la capital para ofrecerles mi trabajo, en busca de una exclusiva para su medio de comunicación.

Durante los primeros días, y como ya esperaba, los redactores jefes me tacharon de loco. Varios meses antes ya me habían dado con la puerta en las narices; en aquel momento no iba a ser menos. Sin embargo, paulatinamente, me fueron abriendo columnas y artículos en las cabeceras. En muchos casos se trataba de noticias frescas y con un punto de vista novedoso, innovador e inusual para la España del momento, encasillada aún en los viejos modelos de prensa seria y de difícil comprensión para la mayoría de la sociedad. Mi carácter jovial y mi presencia seductora —siempre con trajes de tres piezas, prenda de cabeza y zapatos bicolor tipo Oxford Brogue— ayudaron bastante.

Por suerte, al redactar sin ideología política entre 1919 y 1939, mi trabajo me posibilitó recopilar miles de imágenes, anécdotas e historias para el deleite del gran público. Pude ofrecer a la masa social las noticias que querían ver y leer. Había nacido el periodismo moderno, y yo con él. Aquel periodo posterior a la Gran Guerra se convirtió en la época dorada de los reporteros y la prensa gráfica gracias a la utilización de un nuevo sistema de envío de fotografías por telegrafía. Todo fluía rápidamente entonces, y la vida, al igual que la música, comenzaba a ser trepidante. Era la época de la velocidad y el futurismo.

La mejora de las telecomunicaciones consolidó la inclusión y expansión de la fotografía en prensa. Los temas más recurrentes eran las competiciones deportivas y la aviación, ambas caracterizadas por su modernidad y su fuerte componente visual. Como no podía ser de otro modo, los reporteros españoles realizamos incontables placas de ambos campos durante aquellos años, permitiendo así la visibilidad de sujetos hasta entonces obviados: entre otros, aviadoras y mujeres deportistas.

El fotoperiodismo se convirtió en pocos años en un elemento imprescindible de la prensa española y en pieza capital para la difusión de la práctica deportiva y aeronáutica, dada la gran demanda de imágenes que se necesitaban para cubrir los artículos y reportajes. La fotografía y la aviación eran dos disciplinas cuyo desarrollo y creciente expansión evolucionaban en paralelo. Ambas se potenciaron, en gran medida, por su fuerte vinculación. Y con ello ganamos ambos, los periodistas y los valientes aviadores.

Mis textos y entrevistas llegaron a todo el país. Como anoté previamente, acerqué al pueblo cada uno de los avances y conquistas del momento. Con el tiempo, mi firma apareció en todos los periódicos y revistas. Independientemente de que fueran diarios o semanarios; de derechas o de izquierdas; monárquicos o republicanos; generalistas o deportivos. Durante décadas, mi nombre —Quintín Briz Benito— fue una seña de modernidad. Pero a pesar de las diferentes temáticas que abordé, principalmente deportivas y culturales, a lo largo de mi vida siempre tuve presente todos los textos que escribí sobre la mujer de entreguerras y su conquista de la sociedad urbana española. De hecho, llevé a diferentes mujeres a la primera línea social. No en vano, aquellos artículos consiguieron dar una visibilidad a las féminas hasta entonces desconocida.

Cuando les contaba esto a mis nietos, les parecía imposible. Pensaban que la grandilocuencia de mis historias estaba determinada por el recuerdo y la edulcoración de los momentos más agradables de mi vida; sin embargo, debo decir que mi rigor periodístico era objetivo. Por eso, tras el momento en que mi amada esposa Isabella se marchó en la barca de Caronte, medité mucho sobre si debía abrir el lugar en el que había almacenado todos los documentos de mi carrera como reportero. Habían pasado ya muchos años y tenía la obligación de volver a sentirme cronista, así que decidí abrirlo. Había llegado el momento de redactar, en forma de memorias periodísticas, las hazañas de unas pioneras injustamente olvidadas: las aviadoras. Ella siempre quiso que lo hiciera, me lo repetía continuamente.

Enseguida me puse manos a la obra. El tintero, que tiempo atrás yo mismo había vaciado a diario, llevaba más de medio siglo sin ser utilizado. Sin embargo, no me costó volver a empuñar la pluma para dar forma a mis recuerdos. Pensaba que recrear, a modo de novela, la época en la que nos conocimos me ayudaría a sobrellevar la soledad. Y es que a lo largo de nuestra vida en común, desde el año 1939, Bella y yo jamás estuvimos separados. Ni un solo día.

En el instante en que destapé ese baúl, me encontré con aquellas cajas que, en su momento, los difíciles y silenciosos años de posguerra me habían impedido remover. Mi mujer, conocedora de su valor, lo había dispuesto todo para facilitarme la tarea de desempolvar los documentos que había guardado de mi etapa como gacetillero. Durante años, sin que yo lo supiera, había organizado aquel arcón convirtiéndolo en un cofre repleto de lo que para mí eran tesoros y joyas. Unos archivos que, tras una calculada represión política, habían quedado relegados al olvido y que sólo permanecían en la memoria de quienes sentimos tan cerca aquel legado.

Como si no fuese su autor ni recordara haberlos escrito, fui devorando lentamente todos los textos que estaban allí acumulados. Los recuerdos se agolpaban en mi mente y rememoré las noticias que había ofrecido sobre temas tan variados como el deporte o los bailes de sociedad. Con cada nueva carpeta que leía, revivía una parte de mí que tenía casi olvidada. Por fin, en la parte de abajo del archivo, arrinconados, descubrí los dos cartapacios dedicados a la mujer en la aviación. Sobrevolaron sobre mi imaginación todas aquellas conversaciones que había tenido con mis nietos, especialmente con Lucrecia, sobre las conquistas femeninas en el campo de la aeronáutica durante los años veinte y treinta del pasado siglo.

Como ya he mencionado, en aquella España de entreguerras, el deporte y la aviación eran los nuevos símbolos de la modernidad; ambos aparecían interrelacionados en la prensa. Personalmente acumulé una gran cantidad de información sobre ambas materias. En un principio, mi interés se centraba en la oportunidad que me ofrecían estos temas para escribir noticias diferentes. Sin embargo, la amistad, los flirteos y, por qué no decirlo, el amor por varias de las primeras aviadoras hicieron que convirtiera esa materia en mi pasión. A lo largo de mis dos décadas de cronista, fotografié y entrevisté a centenares de aeronautas, tanto españolas como extranjeras.

Aún recuerdo la primera información aeronáutica que publiqué en papel. Fechada en julio de 1919, versaba sobre la francesa Élise Léontine Deroche, la primera aviadora que recibió una licencia de piloto. El título lo había conseguido en 1910. Era un texto trágico, anunciaba que la mujer que poseía los récords de altitud y distancia había perdido la vida durante un aterrizaje en el aeródromo francés de Le Crotoy. En ese mismo artículo escribí sobre las primeras mujeres que volaron en globo: Elisabeth Thible como pasajera, en 1784, y Sophie Blanchard como aeronauta, en 1804. Además, relataba la experiencia de la primera mujer que voló como pasajera en un aeroplano, en 1908. Se trataba de Edith Berg.

Más tarde compartí sensaciones y experiencias con María Bernaldo Quirós, Margot Soriano, Pilar San Miguel, Pepa Colomer, África Llamas, Gloria de la Cuesta, Dolores Vives, Raimunda Elías, Anita Osona, Amelia Earhart, Jean Batten y tantas otras. Esas impresiones, como comprobará el lector en las próximas páginas, las intenté transmitir después en los artículos de prensa.

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Amelia Earhart. Foto sin autor. Publicada en Crónica el 11/07/1937. Hemeroteca Municipal de Madrid.

2. Abriéndome paso

 

El cambio de ciudad fue muy duro, pero la profesión que había elegido me permitió muy pronto acceder a diversos círculos sociales, algo que jamás hubiera imaginado. En aquel Madrid de entreguerras, con buenos contactos, la vida podía ser maravillosa. Ese fue, precisamente, mi caso. Incluso, gracias a la influencia de varios directores de prensa, quedé exento del servicio militar cuando fui llamado a filas al cumplir los diecinueve años.

Aún recuerdo cómo le contaba a mi nieta Lucrecia los inicios en la capital, donde —debido a mi oficio— tuve la suerte de conocer a una de mis primeras amigas: Pilar San Miguel Martínez Campos. Era nieta del laureado general Anselmo Martínez Campos Antón, artífice del pronunciamiento militar que provocó la restauración borbónica en 1874 y puso fin a la primera experiencia republicana.

Conocí a Pilar en mayo de 1919, mientras realizaba un reportaje para el diario ABC y su semanario Blanco y Negro. En aquel artículo, que trataba sobre las jugadoras de tenis del Real Club Puerta de Hierro y del Athletic Club de Madrid —cuyo número de mujeres deportistas iba in crescendo—, también hablé de otras féminas que, con el tiempo, se convirtieron en personas cercanas a mi entorno más íntimo. Entre otras Carmen Portago, que ese mismo año se convirtió en la baronesa de Segur, Lucía Álvarez de Toledo, María ‘Lilí’ Rózpide o las hermanas Pérez-Seoane, Inés y Josefina, familiares del famoso tenista internacional: conde de Gomar.

Pilar San Miguel pertenecía a la aristocracia, era hija de los marqueses de Cayo del Rey. Por ello, al igual que sus hermanos mayores Justo y Rosa, asistía con regularidad a los novedosos campos deportivos durante su juventud. Pilar, la más risueña y simpática de las tenistas, tenía mi misma edad. Ambos habíamos nacido en 1900, ella el 28 de octubre y yo unos meses antes, de ahí que compartiéramos muchas aficiones e inquietudes.

A pesar de ser un chico de clase baja y de provincias, no me chocaba mucho el modo de vida de la alta burguesía. Por eso, a partir de ese primer contacto, nuestros encuentros fueron continuos, casi semanales. Ella también practicaba golf y tiro al pichón, modalidades que por aquel entonces yo cubría para la prensa. Con el tiempo nos convertimos en amigos inseparables que salían a escuchar las novedades musicales de la época. De hecho, disfrutamos juntos la actuación de la banda de jazz de Sam Wooding, la primera orquesta importante que visitó España, cuyos sonidos nos parecían entonces extravagantes.

Durante ocho magníficos años, entre 1919 y 1927, fuimos más que amigos, confidentes. Nos pateamos los mejores y más modernos bares, cines, teatros y lugares de la capital. Recuerdo que vimos a Bertini, el imitador de estrellas, en el teatro de la Zarzuela de la calle Jovellanos. También fuimos a ver a La Goya, en el teatro Maravillas de Chamberí, cuando estrenó el cuplé La cruz de mayo. Incluso estuvimos varias noches en el circo de Price, disfrutando de las veladas de boxeo, y en el frontón Moderno, viendo jugar a las raquetistas. En aquella casa siempre tenía la puerta abierta; allí jugaba mi amiga Carmen López, apodada la Bolche, quien por entonces era invencible en la cancha. Ella siempre era una apuesta segura, y en alguna ocasión me salvó el mes gracias a sus victorias.

Por aquella época tuve, también, la gran suerte de entrar en el círculo de los aviadores de Madrid. Tras unos meses realizándoles pequeños reportajes, me acogieron en su grupo como a uno más, aunque nunca pensé que esa relación pudiera estrecharse tanto. Sólo gracias a ellos despegó mi carrera periodística.

Benito Loygorri Pimentel era uno de esos aviadores. Quizá fue la persona que más me apoyó. Especialmente tras una fiesta nocturna en el Palace Hotel, en junio de 1921. Me encontraba allí cubriendo uno de los tantos eventos de la sociedad madrileña. En uno de los descansos de la Jazz Band decidí abordar al pionero de la aviación patria. Tras mostrarle mis respetos, le recordé el difícil aterrizaje que tuvo que realizar en Salamanca, en el improvisado aeródromo del prado Panaderos, durante las fiestas de septiembre de 1911. Yo apenas era un crío, pero recordaba muy bien esa jornada.

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—¡Menudo pícaro! Hiciste que ambas creyeran ser la primera. Con razón se desafiaron en público —deduje entre risas.

—Mi querido Quintín, fue necesario esclarecer los hechos ante la prensa. Finalmente, tuve que admitir que ni la señora Bueno ni la señora Rosario Fernández-Santos debían ostentar el título de primera pasajera española.

Esa misma noche acudimos juntos al café Monopol, en la calle Alcalá. Era un lugar donde los clientes podíamos servirnos nosotros mismos a través de modernos tiradores. Entre trago y trago, me contó que, años después, fueron otras las damas que accedieron a la aviación como pasajeras.

—Por ejemplo, Irene Aguilera, que es la esposa de Emilio Herrera, ingeniero y profesor de aeronáutica en Cuatro Vientos. Ella voló en 1913 con uno de los monoplanos Nieuport que utilizaban los alumnos de su marido —me explicó y tras una pausa para hacer memoria añadió—. También Concha Espina.

La autora de El Jalón o Altar Mayor fue pasajera del reconocido aviador deportivo Juan Pombo Ibarra, en 1916. Huelga decir que yo disfrutaba como un niño estas veladas, que trataba de aprovechar al máximo. Benito Loygorri, ingeniero de profesión, además de ladino y astuto, había resultado ser un libro abierto sobre la aeronáutica española.

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Pilar San Miguel Martínez Campos. Foto Benítez Casaux. Publicada en Estampa el 02/09/1930. Hemeroteca Municipal de Madrid.