Carlos Ribera


Júpiter


Relatos Breves







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EDITORIAL

TREGOLAM

Primera edición: 2017


© Júpiter

© Carlos Ribera


ISBN ebook: 978-84-16882-40-3




Editado por Tregolam (España)

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INTRODUCCIÓN

Supongo que podría estar bastante cabreado por lo que me pasó, pero cuesta seguir enfadado cuando hay tanta belleza en el mundo. A veces siento como si la contemplase toda a la vez, y me abruma; mi corazón se hincha como un globo que está a punto de estallar. Pero recuerdo que debo relajarme y dejar de intentar aferrarme demasiado a ella, y entonces fluye a través de mí como la lluvia, y no siento otra cosa que gratitud por cada instante de mi estúpida e insignificante vida.

No tienen ni idea de lo que les hablo, seguro, pero no se preocupen: algún día la tendrán.


«American Beauty», monólogo final


La conocí porque estudiaba en el pueblo donde yo vivía. Entonces teníamos la misma edad que los estudiantes y coincidíamos con ellos en los bares; teníamos amigos comunes.

No describiré el proceso de siempre. El caso es que se graduó y volvió a la costa, de donde venía. Incluso estuve en su graduación y conocí a sus padres.

De pronto me di cuenta de lo mucho que la echaba de menos, o más bien, añoré la sensación de estar enamorado, sentirme así por ella. Perdí la cabeza una vez más.

Al principio creí que iba a llevarlo mejor. Me sentía fuerte, capaz de aceptarlo y seguir a otra cosa; sin darme cuenta de que esa fuerza provenía de ella, o de la imagen que me había creado en mi cabeza sobre ella.

De vez en cuando le enviaba un mensaje. No respondía, normalmente. Cegado como estaba por la dopamina, seguí insistiendo (durante años, al final), negándome a aceptar la evidencia.

Aquel verano en que se marchó se casaba uno de mis mejores amigos. La boda era en una ciudad en el norte donde vivía con la que desde aquel día sería su mujer.

A las cuatro de la mañana, después de beber durante prácticamente todo el día y toda la noche, le envié el típico mensaje prescindible de borracho. La noche era templada y el alcohol invitaba. Venía a decir algo así como: «Cuídate, espero que estés bien, bla, bla, bla, desde el norte hasta el mar». Y ella contestó: «Y del mar hasta Júpiter».

Cuando la agonía empezó a devorarme, le escribí una canción. O, más bien, la canción me escribió a mí. Simplemente apareció en mi cabeza, acompañando ese sentimiento de que todo me parecía vacío ahora que ella no estaba. Los mismos lugares eran distintos. Todo era árido, arisco e inhóspito. Y aquella era la banda sonora de mis pensamientos. Tan solo tuve que traducirla a la realidad, pero ya estaba prácticamente completa en mi mente. La llamé, semiinconscientemente, Júpiter, por el recuerdo de aquel mensaje, aun sin saber muy bien lo que significaba.

Me llevó varios años olvidarme de ella. Era el refugio fácil cuando las cosas iban mal o no era capaz de superarlas. Volver a creer que ella era la mejor y la única, era como volver a mi zona de confort. Un paso atrás, detrás de otro. Y así, durante demasiado tiempo, incapaz de superar algo que ni siquiera existía, esclavo de un espejismo creado por mi propia cabeza.

Con el tiempo lo he ido comprendiendo todo. Lo primero: el hecho de que ella no sentía nada parecido ni llegó a sentirlo jamás, con toda probabilidad. Lo segundo: la naturaleza de mi obsesión.

Supongo que me pareció un lienzo vivo sobre el que la dibujé de manera no muy realista. En realidad, lo que echaba de menos era aquel retrato impreciso, el cual no se sostenía sin el bastidor. Debí haber dibujado un lienzo, si es que tiene sentido alguno pintar una cosa sobre sí misma. O, más bien, debí haber dejado que se pintara él solo.

Hace poco, tampoco sé muy bien cómo, leí un artículo en el periódico acerca de Júpiter.

Júpiter. Un cuerpo celeste descomunal que, sin embargo, es principalmente gas. Humo. A simple vista puede parecer una estrella, pero no lo es. Júpiter. Un cuerpo celeste que ejerce una atracción inmensa por su fuerza de gravedad brutal. Atracción hacia una atmósfera asfixiante y hostil, con huracanes salvajes. La famosa mancha roja no es sino una tormenta más grande que la Tierra, la cual lleva varios siglos activa.

Más grande que la Tierra. No deja de ser significativo. Si aun así sobreviviéramos a todo esto, probablemente acabaríamos aplastados por nuestro propio peso. Una fuerza de atracción tan grande que nos hace dirigirnos hacia ella hasta reventarnos contra su superficie, porque es imposible pasar más allá. Al fin y al cabo, ¿se puede estar más cerca de algo que estando apisonados contra su faz?

Probablemente sí, pero en ese momento no podemos entenderlo. Somos incapaces de evitar el magnetismo, no nos deja pensar. Ulises y las sirenas una vez más.

He comprendido eso. Ahora sé que algunas cosas son más hermosas contempladas desde cierta distancia.