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Índice

Cubierta

Gaudí: Símbolos del éxtasis

Agradecimientos

Introducción

Hermenéutica

Zeitgeist

Zeitgeist I. Muerte en Barcelona

Coincidentia oppositorum I

Coincidentia oppositorum II

Zeitgeist II. De Profundis

Símbolo

Zeitgeist III. En busca del símbolo perdido

Los símbolos en la obra

Síntesis, éxtasis

Apéndices

Bibliografía

Notas

Créditos

Gaudí:

Símbolos del éxtasis

A Nadia y Dante, símbolos de eternidad

A Ignacio, símbolo de sabiduría

A Javier, símbolo de modernidad

A mi familia y amigos, siempre

«Se puede dividir a los hombres en dos grupos: los hombres de palabras y los hombres de acción. Yo soy de los segundos. Sería incapaz de explicar mis conceptos artísticos a cualquiera que sea».

A. GAUDÍ

«El hombre se mueve en un mundo de dos dimensiones, y los ángeles en otro tridimensional. A veces, después de muchos sacrificios, de dolor continuado y lacerante, el arquitecto alcanza a ver por unos segundos la tridimensionalidad angélica. La arquitectura que surge de esta inspiración produce frutos que sacian a generaciones».

A. GAUDÍ

«La gloria es la luz, la luz es la alegría y la alegría el placer del espíritu».

A. GAUDÍ

Agradecimientos

Toda obra personal es, en cierta medida, colectiva. Las ideas que creemos originales no existirían sin el humus previo formado por toda la realidad de la cultura a la que el escritor pertenece. Por ello, el capítulo de agradecimientos de una obra que, pese a su brevedad, ha visto dilatada su escritura durante muchos años, debería ser tan largo como el propio texto. Mi gratitud, por tanto, a todas las personas que han contribuido a la configuración definitiva de este libro. Es preciso, sin embargo, resaltar especialmente a algunas de ellas. En primer lugar, a Juan José Lahuerta, cuya interpretación sobre el sentido de la obra de Gaudí resultó una revelación, y buena parte de cuyas ideas son el sustrato de las que aquí se exponen. En segundo lugar, a Ignacio Gómez de Liaño, maestro y amigo, cuyas ideas y sugerencias han resultado fundamentales para las progresivas reelaboraciones del texto. Asimismo, a Roberto Castrillo, quien leyó también una versión temprana del manuscrito —si puede llamarse hoy en día así a algún texto— y me sugirió también valiosas ideas. Y, por supuesto, a Nadia y a Dante, por la cantidad de horas que les he robado, y para las cuales espero que este texto sirva de retribución.

Introducción

Este libro nació como resultado de la intersección de dos fascinaciones. Por un lado, la provocada desde niño por la contemplación casi diaria de la Casa Botines en el León en el que nací y vivo, y por la revelación, primero en forma de imágenes reproducidas en libros, y después en la realidad, del resto de la obra de Gaudí. Por otro lado, la causada, también desde edad temprana, por los símbolos, especialmente los encarnados en aquellas imágenes que unen al deslumbramiento que provocan un carácter hermético que dificulta su interpretación. El placer que siempre he encontrado en la tensión dada entre la certeza inmediata de la existencia de un sentido en estas imágenes y la resistencia que, sin embargo, oponen a su inteligibilidad ha sido fuente de los placeres intelectuales más profundos y punto de partida de la mayor parte de mis investigaciones. En la obra de Gaudí he percibido esta tensión con inusitada intensidad, y ello provocó en mí un vehemente deseo de tratar de aclarar el sentido simbólico de sus creaciones. Con el paso del tiempo, comprobé que no es posible traducir conceptualmente la riqueza simbólica que atesoran, puesto que —y esta es una de las ideas vertebradoras del texto— no fueron concebidas exclusivamente como una traducción visual o formal de conceptos preexistentes, sino que nacieron de un complejo proceso creativo en el cual la ambigüedad y la variedad de niveles de significado propios del símbolo juegan un papel esencial.

Estudiando el pensamiento que Gaudí expresó en sus escritos, o que fue recogido por amigos y colaboradores, percibí asimismo que la palabra «símbolo» aparecía en contadas ocasiones, y casi siempre de un modo superficial, lo cual contrastaba poderosamente con la indiscutible presencia de dimensiones simbólicas en su obra, así como de múltiples interpretaciones sobre su significado, reflejadas en una extensa bibliografía cuyo único rasgo común es precisamente el reconocimiento de la existencia de sentidos simbólicos en la obra gaudiniana. Esta contradicción solo podía resolverse de dos modos: o bien la arquitectura de Gaudí no poseía realmente la riqueza simbólica que tantos y tan variados hermeneutas percibíamos en ella, o bien el símbolo influyó inconscientemente en su creación, de modo que la carencia de reflexiones teóricas del arquitecto debía ser reemplazada por una labor interpretativa que desvelase su importancia como fundamento poiético de su labor creadora.

Convencido de la corrección de esta segunda hipótesis, comencé a analizar la presencia del símbolo en Gaudí en un doble sentido, como clave de su proceso creador y como medio para interpretar las arquitecturas que creó. Para aclarar el primer punto he estudiado durante años su concepción del arte y de la arquitectura, la cual gira en torno a una serie de categorías fundamentales, entre las cuales se encuentran la naturaleza, la geometría, la imaginación y el espíritu, pero también el castigo, el dolor, el sacrificio, la belleza, la técnica, e incluso alguna otra nunca citada, quizá por ser para el mismo arquitecto tan inconsciente como el propio símbolo, pero fundamental para comprender el sentido de la creación de Gaudí, como es el éxtasis.

Paralelamente, descubrí la existencia de reveladoras afinidades entre el pensamiento de Gaudí y su actitud hacia las artes y las obras de algunos coetáneos del arquitecto, en las cuales se manifestaba una similitud realmente sorprendente en las concepciones sobre el arte, la vida, el tiempo, el dolor o la creación, tan estrecha en algunas ocasiones que, aunque no podría hablarse de influencia de unos autores sobre otros, sí que resultaba evidente la presencia paralela y simultánea de unas formas de sentir y entender la realidad que parecían arrojarse luz mutuamente. Estos hilos del tapiz del tiempo, que establecen vínculos —creo que nunca antes explorados— entre Gaudí y Marcel Proust, Oscar Wilde y Thomas Mann, no pretenden en absoluto ser los únicos de la trama que une a Gaudí con otros contemporáneos suyos, pero sí que aspiran a iluminar un poco mejor los oscuros cimientos del laberíntico jardín que es en cada época la realidad cultural y espiritual. Con toda seguridad, otros nexos más pertinentes y profundos podrán establecerse para comprender mejor el sentido de la obra del creador de la Sagrada Familia, pero estos permiten comenzar a formar una suerte de juego de espejos que se iluminan y reflejan mutuamente. He de aclarar que tampoco he pretendido desarrollar con exhaustividad todas las implicaciones que estas conexiones poseen, puesto que ello habría dado lugar a un texto monstruoso y, quizá, repetitivo. He preferido por ello apuntar solamente algunas de las ideas que surgen de su interconexión.

Tampoco es el objetivo de este libro agotar todos los sentidos simbólicos que puedan encontrarse en la obra de Gaudí. Tal tarea es imposible, tanto por la inagotable densidad simbólica que poseen sus arquitecturas, en especial las creadas a partir del cambio de siglo, como por la ambigüedad inherente a la naturaleza del símbolo. Toda realidad simbólica es ambigua, y su sentido no puede ser totalmente clausurado por los conceptos, sino que se presenta rebosante de significados que ningún intérprete puede agotar. Tampoco se ha pretendido elaborar un análisis pormenorizado de toda la obra gaudiniana. He analizado con mayor profundidad aquellas obras que ejemplifican mejor la presencia de los diferentes sentidos del símbolo, y sobre cuyo significado creo que puedo arrojar algo de luz.

Este libro no es, consecuentemente, una enciclopedia de símbolos gaudinianos, ni un texto dogmático sobre cómo debe ser interpretado lo que, por su propia naturaleza, excede los límites de cualquier explicación, sino un intento de profundizar en el fundamento simbólico del proceso creador de Gaudí, alimentado por numerosas tensiones, armonizadas por el símbolo, del cual nacieron obras que seguirán produciendo nuevos sentidos en su viaje por el tiempo.

Hermenéutica

No es esta obra la primera en analizar la presencia del símbolo en la arquitectura de Gaudí, ni será la última. La polivalencia, riqueza y ambigüedad de las formas utilizadas por el arquitecto catalán son tan extremas que ningún intento hermenéutico puede ni podrá con seguridad agotar sus sentidos. La sobreabundancia de significados que se percibe en sus obras estimula intensamente la imaginación del espectador, y se traduce en el despertar de una plétora de intuiciones, sensaciones y asociaciones semiconscientes que son percibidas como poseedoras de una lógica que el lenguaje intenta, en vano, traducir a conceptos precisos. Este juego de retroalimentaciones entre la excitación que la obra produce y el intento de resolverla, y aclararla, mediante las palabras es la causa última —que alcanza en la arquitectura de Gaudí una intensidad extrema— de que, por un lado, el placer estético que produce no pueda ser comparado con el que despiertan otras formas de arquitectura y, por otro, de que, como propone la sexta definición de un clásico defendida por Italo Calvino, la arquitectura de Gaudí nunca acabe de decir lo que tiene que decir.

No debe extrañar, por consiguiente, que sean tantas las interpretaciones del simbolismo gaudiniano como textos hay sobre su obra. La bibliografía existente es inmensa, y no es objetivo de este estudio realizar una crítica exhaustiva de la misma, pero sí resulta obligado trazar un mapa, aunque sea esquemático, de las principales actitudes hermenéuticas que se muestran en alguna de las obras más destacadas.

En determinadas obras, de carácter eminentemente descriptivo o técnico, las menciones al simbolismo apenas aparecen o resultan testimoniales. Sirva como ejemplo el acercamiento de Xavier Güell, en Antoni Gaudí1, que se centra, de modo prácticamente exclusivo, en delinear, mediante un lenguaje arquitectónico tecnicista, las concepciones espaciales y tectónicas de su arquitectura. Labor necesaria, sin duda, pero que en el caso concreto de Gaudí resulta a todas luces insuficiente, puesto que en ella todas las dimensiones posibles del quehacer arquitectónico están interrelacionadas de forma inseparable.

En otras obras, el análisis y la reflexión críticos sobre la obra gaudiniana se ven sustituidos por críticas acerbas, realizadas por importantes historiadores del arte, quienes no logran disimular la antipatía por Gaudí y su labor. En ellas es posible leer que «la fantasía en la obra de Gaudí no va más allá de una pálida imitación de la naturaleza», o que en la Sagrada Familia «todo es ornamental. El mismo planteamiento es ornamental, y como tal, revelador de una concepción religiosa predominante en la época: la pura apariencia como elemento definidor, la grandilocuencia como profundidad, el seudorromanticismo como sentimentalismo y elevación, etcétera»2. No hace falta decir que en muchas obras de esta naturaleza no se concede ninguna atención a la dimensión simbólica de la arquitectura de Gaudí. Este tipo de trabajos resultan sin embargo interesantes, ya que permiten apreciar la existencia de actitudes extremas hacia Gaudí y su obra, que oscilan desde el panegírico hasta la execración visceral.

Muchos arquitectos o estudiosos de la arquitectura han dedicado libros a la vida y obra de Gaudí. El más conocido, puesto que consagró a ello buena parte de su actividad y desempeñó durante muchos años el puesto de director de la Cátedra Gaudí, fue Joan Bassegoda. Entre su copiosa bibliografía destaca El gran Gaudí, su texto más ambicioso3, y un artículo dedicado a analizar críticamente la presencia de significados simbólicos en su arquitectura4. La actitud de Bassegoda hacia esta dimensión de la obra gaudiniana cabe calificarla de académica, escéptica y superficial. Académica, porque solo reconoce la existencia puntual de tres tipos de símbolos —religiosos, mitológicos y patrióticos—, cuya presencia admite además en muy pocas obras, y cuyo significado se correspondería únicamente con el consagrado por la tradición simbólica más superficial. Escéptica, porque niega categóricamente que existan significados simbólicos de otra naturaleza en los edificios del arquitecto, pero por medio de un argumento débil, dado que ataca interpretaciones de naturaleza muy diferente, equiparando sus fundamentos hermenéuticos. Muchas de sus críticas son endebles, y muestran una comprensión superficial de la naturaleza de las imágenes simbólicas. Así, afirma que el tejado de la Casa Batlló no puede simbolizar un dragón porque solo estaría representado su lomo «como una merluza a la vasca (sic)», y que no puede aludir a san Jorge porque este no se halla representado, lo que muestra que confunde simbolización con figuración. Si bien resultan plenamente acertadas sus críticas a los simbolismos fantasiosos e indocumentados que confunden, por ejemplo, a Gaudí con un drogadicto porque emplazó una seta en el remate de una casa del Parque Güell, o que encuentran simbolismos masónicos en elementos que nada tienen que ver específicamente con la masonería, o aquellos que se basan en especulaciones esotéricas absurdas, no lo son tanto sus críticas a aquellas interpretaciones que, como en el caso de las efectuadas por Josep María Carandell o algunas de las propuestas por Eduardo Rojo, se revelan capaces de explicar, por medio de claves interpretativas homogéneas, sencillas y totalmente coherentes con la personalidad e ideario de Gaudí, algunos aspectos de sus creaciones como el sentido de la Casa Milá o la dimensión litúrgica y cristológica de las cruces de la cripta de la iglesia de la Colonia Güell.

Por último, la crítica de Bassegoda es superficial porque trata de limitar la dimensión simbólica de la obra gaudiniana a la condición cristiana de su autor, la inspiración en la naturaleza y el uso de la geometría, todo lo cual es innegable, pero totalmente insuficiente si no se comprenden las profundas tensiones con que Gaudí abordó cada una de estas tres categorías. Si se reduce su significado a la condición de mero uso utilitario de fórmulas exteriores, se traiciona la auténtica trascendencia de la obra del autor de la Sagrada Familia, y no se percibe en absoluto la presencia subyacente del símbolo no como mero recurso superficial, sino como fundamento esencial de su actitud estética.

Otro de los estudiosos destacados de la obra de Gaudí es Carlos Flores. En su Gaudí, Jujol y el Modernismo catalán5, síntesis y superación de numerosos estudiosos anteriores, el autor desarrolla un amplio y riguroso análisis de los presupuestos creativos de Gaudí y su materialización en las obras. Entre sus mayores aportaciones destaca, a mi juicio, la lúcida comprensión de la actitud gaudiniana hacia los estilos, caracterizada por su disolución y trituración como fases previas a la síntesis; la valoración, algo exagerada a mi entender, de la influencia de Jujol sobre la creatividad del arquitecto, y el papel que conceptos como el esfuerzo, el trabajo sacrificado y el dolor jugaron en su vida y obra. En relación con las lecturas simbólicas de las arquitecturas, Flores resume y amplía las tradicionalmente existentes, pero no desarrolla los programas e ideas simbólicos que puedan subyacer bajo sus obras, y no profundiza en el papel vertebrador que la concepción simbólica del arte y la arquitectura jugaron en sus creaciones.

Otros textos poseen una vocación sintética y didáctica, como el de Daniel Giralt-Miracle. En su Gaudí esencial6 lleva a cabo una explicación sencilla y amena, pero a la vez rigurosa, de la multiplicidad de estratos de sentido presentes en su obra. Su visión sobre el papel del símbolo en su arquitectura es correcta, pero algo superficial. Califica al arquitecto de «personalidad inquieta, interesada por su entorno, culta y quizá excesivamente detallista y convulsa, con tendencia a querer expresar en sus obras la máxima cantidad de referencias», especialmente las de naturaleza religiosa, pero suele conceder escasa atención a las interpretaciones simbólicas de sus obras.

La obra de Tokutoshi Torii, El mundo enigmático de Gaudí. Cómo creó Gaudí su arquitectura7, supuso una renovación importante en el estudio de la dimensión simbólica de la obra gaudiniana. El japonés centró sus esfuerzos en el estudio de la gruta como isotopía simbólica fundamental para comprender el proceso creativo y el significado profundo de la obra del arquitecto catalán. El núcleo de su investigación es el estudio del proyecto no realizado para las Misiones Católicas Franciscanas de Tánger, el cual desmenuza con minuciosidad y relaciona con el resto de la producción del arquitecto. La principal aportación de este autor, que es al mismo tiempo su principal limitación, es la constante alusión a la presencia simbólica de la gruta —y en menor medida del palomar— como imago obsesiva para Gaudí. De esta manera, Torii convierte todas las arquitecturas de Gaudí en grutas, ya sean sagradas, civiles, submarinas, artificiales o escenográficas.

Torii percibe con fina sensibilidad cómo en las obras de Gaudí se funden todo tipo de asociaciones icónicas, entre ellas, a modo de catálogo borgiano, las conchas marinas, el retablo de Santa María de Castelló, los castellets, las tinajas de aceite, aldeas, las sinagogas y los palomares africanos, las iglesias capadocias, la arquitectura hitita y persa, las falsas pirámides populares y un inacabable inventario de toda especie de formas, naturales, arquitectónicas e imágenes fotográficas, que Gaudí mezclaba y fusionaba, según Torii, de acuerdo con una combinación de racionalismo funcionalista en el uso de los materiales, racionalismo estructural en la mecánica, geometría planoide, y obediencia a las leyes de la Naturaleza, logrando una fusión e identificación entre la creación humana y la divina8. Las diferentes arquitecturas de Gaudí son concebidas así como variaciones expresivas de las isotopías conformadas por las grutas y los palomares, cuya presencia adivina latente en todas ellas. La arquitectura de Gaudí no sería sino la aproximación sucesiva y obsesiva al proyecto de convertir la arquitectura en expresión formal de una serie de constantes semánticas, en cuya plasmación convergen la actitud romántica hacia la arquitectura, especialmente la ejemplificada por Viollet-le-Duc, y la asombrosa e hiperestésica sensibilidad hacia todas las formas de la realidad, sobre todo las arquitectónicas y las naturales. Particularmente luminoso, en este sentido, es el estudio de las fotografías de revistas y de colecciones de la Escuela de Arquitectura —como las de Laurent—, cuya sola contemplación se convertía, gracias a la genialidad de Gaudí, en un acceso intuitivo, lúcido y exacto, a los principios arquitectónicos y significados latentes en ellas, que luego recombinaría en su mente, en un proceso intenso, fatigoso, sacrificado y gozoso, hasta encontrar en su espíritu la epifanía extática de la forma final del edificio.

Las observaciones del estudioso japonés son acertadas, pero pasa por alto la función del símbolo como único agente capaz de unificar las dimensiones de sentido tan diferentes que se funden en la obra del arquitecto catalán. Y no un símbolo intelectualizado, sino un símbolo sentido, intuido, vínculo de unión entre lo inmanente y lo trascendente, entre la pluralidad y la unidad, entre el sentido y la forma. La palabra «símbolo» apenas aparece en la obra de Torii, pero es la clave última que le habría permitido explicar cómo una forma arquitectónica es capaz de ser, al mismo tiempo, por ejemplo, un arco parabólico, una reminiscencia persa e hitita, un castellet, un panal de abeja, una síntesis de fuerzas, un palomar, una estalagmita, y cualquier otra realidad, en un todo coherente y armónico. El valor de la obra de Torii, pionera en tantos aspectos en la interpretación de la obra de Gaudí, no desmerece por ello, pero su fundamentación teórica sí se resiente, puesto que en muchas páginas parece buscar y no encontrar aquello que le habría permitido hallar la clave última de la obra y del pensamiento de Gaudí: el símbolo.

En el libro de Jan Molema, Antonio Gaudí. Un camino hacia la originalidad 9, la presencia del simbolismo es discontinua. Los análisis de sus obras, que el autor denomina «descripciones», son en la mayor parte de los capítulos de naturaleza exclusivamente técnica y formal, pero, de forma sorprendente, tanto el dedicado al proyecto de las misiones de Tánger, como el que engloba buena parte de las obras tempranas creadas para Eusebio Güell, se desarrollan sobre todo desde el punto de vista de las dimensiones simbólicas que el autor ve en ellas. En el caso del irrealizado proyecto africano, Molema plantea tres hipótesis interpretativas por las cuales Gaudí habría fundido las imágenes del castillo del Grial, del château ideal de Jacques Androuet du Cerceau, y de las formas cuadrilobuladas presentes en la arquitectura gótica. Por desgracia, las referencias al simbolismo del Grial no pasan de ser generalidades relativas al wagnerianismo presente en la cultura catalana fin de siècle, una imprecisa relación entre las luchas de los caballeros del Grial contra la injusticia y la ubicación de las misiones en zona musulmana10. Por su parte, en los proyectos «verdaguerianos», el estudioso holandés percibe una dimensión de sentido simbólica unitaria que estaría determinada no solo por las referencias al poema, sino por la inspiración que Gaudí habría recibido de las formas de la arquitectura maya como propias de la nueva Atlántida que es América11. De ellas habría tomado su primera inspiración y el conocimiento de los arcos catenarios y las falsas bóvedas, así como multitud de elementos formales que aparecerían en el Capricho, el Palacio Güell, el Colegio Teresiano y la Sagrada Familia, fundamentalmente. Esta inspiración se habría producido por la lectura de revistas y libros ilustrados, en especial de J. L. Stephens, D. Charnay y Brasseur de Bourbourg. Las interpretaciones propuestas por Molema son tan sugerentes como desiguales, puesto que unas nacen de sólidas analogías formales, mientras que otras lo hacen de vagos y genéricos paralelismos, algo que abunda más de lo deseable en buena parte de la bibliografía dedicada al genial arquitecto. En parte, ello se debe a la propia dificultad de establecer nexos claros y coherentes entre las formas arquitectónicas y las ideas que hubieran podido componer el complejísimo proceso creativo que, de acuerdo con la concepción que aquí se defiende, caracterizó siempre a Gaudí. Cuando aparece una pista esclarecedora, como las relaciones entre las obras dedicadas a Güell y la Atlántida de Verdaguer, muchos de los sentidos presentes en las creaciones gaudinianas se dilucidan de modo lógico e interconectado. Por eso mismo, otras muchas asociaciones que, en la mente de Gaudí, o al menos en los estratos inconscientes de su titánico, sacrificado e incesante proceso creador, debieron poseer una nitidez meridiana, permanecen de momento, y quién sabe si eternamente, tan crípticas en su sentido conceptual como evidentes en su presencia formal.

La obra de Giampiero Tellarini, A. Gaudí. Architettura e simbolo12, destaca por la capacidad de traducir las sugerencias que la arquitectura provoca en el contemplador. El autor esboza interesantes, aunque poco desarrollados, paralelismos entre Gaudí y Borromini, y ofrece apuntes sugestivos sobre la función simbólica de la luz en la arquitectura gaudiniana, así como una literaria traducción de los elementos formales de la Casa Batlló, pero sus interpretaciones se limitan a analizar cómo Gaudí usa símbolos y los emplea para enriquecer sus obras, y no se percata de la radicalidad de la presencia del símbolo no como elemento decorativo superficial y prescindible, sino como procedimiento arquitectónico estructural plenamente integrado en la unidad de la obra.

Una de las aproximaciones más originales y enriquecedoras efectuadas en las últimas décadas sobre la dimensión simbólica de la obra de Gaudí es la efectuada por el malogrado Juan Antonio Ramírez en su excelente La metáfora de la colmena. De Gaudí a Le Corbusier13. El planteamiento general de la obra es tan novedoso como iluminador, puesto que aborda la presencia de la apicultura como fuente de inspiración para la arquitectura, sobre todo la elaborada por alguno de los más destacados creadores contemporáneos. Las abejas se revelan en este singular estudio poseedoras de una enorme riqueza metafórica y simbólica que se deriva de su condición virtuosa, dado que la tradición simbólica las ha identificado como laboriosas, solidarias y productoras de un bien tan precioso y preciado como la miel, alimento divino y solar por excelencia. En relación con Gaudí, el autor señala la presencia subyacente de simbolismos apícolas en numerosas obras, como la Cooperativa de Mataró, el Palacio Güell, el Colegio Teresiano, la cripta de la Colonia Güell y la Sagrada Familia, y, en general, en todas aquellas que se sirven del empleo del arco catenario, uno de cuyos modelos pudo perfectamente ser, como argumenta convincentemente Ramírez, la organización de las abejas para formar los panales. Comentaremos después algunas de las interpretaciones desarrolladas en este libro, pero la hipótesis general es, no solo fascinante, sino de una gran solidez. En efecto, las abejas hubieron de poseer todo tipo de virtudes a los ojos de Gaudí: son sociales, igualitarias y, sin embargo, jerárquicas. Sirven, por tanto, como modelo simbólico de una sociedad comparable a los fundamentos de la doctrina social de la Iglesia que él siempre defendió. Son, además, castas y trabajadoras incansables, dos cualidades fundamentales del arquitecto catalán. Todas estas virtudes resultaban fundamentales para Gaudí, y asimismo brindaban un soporte idóneo, no solo conceptual o metafórico, sino también formal, para algunas de sus creaciones, como veremos. Las metafóricas colmenas que se agitan bajo varias construcciones gaudinianas no son, por otra parte, meras alusiones alegóricas superficiales, sino que ejemplifican nuevamente la profundidad de la fusión entre forma y símbolo que alcanza en el creador de la Sagrada Familia una intensidad insólita. Con todo, la principal aportación de la interpretación apícola de Juan Antonio Ramírez es la confirmación de que existen capas de sentido simbólico latentes bajo la superficie arquitectónica gaudiniana, esperando la mano de nieve que sepa arrancarlas.

El modelo interpretativo más profundo y coherente sobre la obra de Gaudí, y cuyas ideas han alimentado y servido de punto de partida para este libro, es el llevado a cabo por Juan José Lahuerta en varias obras, entre las que destacan Antoni Gaudí. Arquitectura, ideología y política14, y el catálogo de la exposición «Universo Gaudí». El autor explora hasta sus últimas consecuencias la condición de las formas gaudinianas de ser símbolos de la propia actitud de Gaudí hacia la vida y el arte, de sus aspiraciones e ideas, pero también de sus anhelos, fantasmas y obsesiones, y de los de aquellos clientes para los que construía. Como tendremos ocasión de referirnos a estas obras en numerosas ocasiones en las páginas siguientes, no profundizaremos más en su análisis, pero sí es preciso dejar constancia de una diferencia —que no discrepancia— entre la concepción de Lahuerta y la que fundamenta este trabajo: la presencia del éxtasis, del gozo, de la alegría final de alumbrar la creación, que en nuestra opinión reviste la mayor importancia para comprender plenamente la obra de Gaudí, como culminación y superación de los dolorosos y sacrificados procesos creativos internos que, según Lahuerta, determinaron su actitud hacia el arte y la arquitectura.

En cualquier caso, obras como la de Lahuerta y las que aquí hemos analizado, junto con otras que estudian con seriedad y rigor numerosos aspectos de la obra de Gaudí, solo conforman un átomo de la ingente e incontenible bibliografía hermenéutica sobre el arquitecto catalán. No dedicaremos espacio a glosar y refutar la exorbitante cantidad de obras meramente fantasiosas, que sin pruebas de ningún tipo desarrollan hermenéuticas absurdas sobre la obra y la persona de Gaudí, alentadas por el éxito de novelas que ponen en boca de supuestos maestros códigos misteriosos que prometen desvelar las claves esotéricas latentes bajo las formas de sus arquitecturas. La mayor parte de estas obras son especulaciones carentes de fundamento alguno, que se alimentan de la credulidad acrítica de muchos lectores. Es cierto que, entre ellas, pueden encontrarse algunas excepciones. Como luego trataremos a propósito del Parque Güell o de la cripta de la iglesia de la Colonia Güell, Eduardo Rojo ha propuesto interpretaciones que combinan la lógica iconológica más rigurosa, como las que permiten acceder al simbolismo teológico de las cruces de la cripta, o las relaciones del Parque Güell con la biografía del comitente, con otras mucho más arriesgadas y difíciles de fundamentar, como aquellas que tratan de relacionar a Gaudí con algunas de las corrientes esotéricas de su época, las cuales, con excepción de una forma muy concreta de comprender el rosacrucismo, son completamente ajenas e incluso contrarias a la personalidad y las creencias del arquitecto. Sin embargo, no debe en absoluto confundirse el trabajo de Rojo con las elucubraciones mercantilistas que lo mismo afirman que Gaudí encontraba su inspiración en las drogas, por la ya citada similitud de uno de los remates de los pabellones de entrada del Parque Güell con una seta alucinógena, que lo convierten en templario o masón15.

De todo este inagotable universo bibliográfico han nacido interpretaciones de un Gaudí católico y devoto, otro masón, otro ocultista, otro alquimista, otro rosacruz, otro alucinógenamente iluminado, etcétera, hasta abarcar los extremos más irreconciliables. Gaudí inculto, Gaudí cultísimo; Gaudí místico, Gaudí sobrio racionalista; Gaudí futurista, Gaudí reaccionario; Gaudí nacionalista, Gaudí cosmopolita; Gaudí católico arquitecto de Dios, Gaudí iniciado, rosacruz y masón. Demasiados Gaudís, o quizá todavía muy pocos.

La causa de esta incontrolable «hermenorrea» es la propia ambigüedad inherente al carácter simbólico de la obra de Gaudí, la cual permite generar interpretaciones ilimitadas que nunca podrán ser demostradas con absoluta certeza. De hecho, la tensión entre la literalidad de las formas y la polisemia metafórica que expresan es uno de los fundamentos de la obra gaudiniana, la cual no solo está poblada y atravesada por un tupido bosque de imágenes simbólicas, unido a una creciente e irrefrenable originalidad formal, sino que toda ella descansa sobre el fundamento del símbolo, y más concretamente, sobre una síntesis de la concepción romántica y cristiana del mismo. Sus obras exhiben su condición simbólica, en la que la arquitectura no solo va recubriéndose con el tiempo de formas saturadas de significados, sino que aspira a convertir la propia forma arquitectónica en símbolo, para unir y fundir, realmente, naturaleza, geometría, imaginación y espíritu en la unidad de una obra arquitectónica auténticamente viva, puente entre la materia y Dios.

Zeitgeist

Zeitgeist es una expresión alemana que significa literalmente «espíritu del tiempo»16. Traducida generalmente al castellano como «espíritu de la época», alimenta la idea que toda realidad cultural está unida a otras de su mismo tiempo por hilos invisibles que el estudioso, el hermeneuta, saca a la luz, y cuyas conexiones iluminan el sentido de la obra analizada17. Este libro no aspira a esclarecer todas las conexiones significativas que, como hilos del tapiz del tiempo, o sincronicidades jungianas, pueden establecerse a partir de la obra de Gaudí, pero sí a desarrollar algunas, no señaladas hasta el momento, que permiten añadir varias tramas al mosaico conceptual de la época en la que Gaudí concibió y creó su arquitectura. No puede hablarse, en ninguno de los tres casos, de una influencia directa de los autores analizados sobre el arquitecto catalán, pero sí de intensas coincidencias y afinidades espirituales, de florecimientos estéticos y teóricos que, como rizomas, como flores brotadas al mismo tiempo en jardines distantes, parecen haber emergido como espejos que reflejan entre sí una luz extraña y reveladora18.

Zeitgeist I. Muerte en Barcelona

Si hubiéramos de imaginar un artista confinado en sus últimos años de vida —después de caer enfermo hacia los treinta y cinco años— a los límites de su propia ciudad, absorto en la realización de su última obra, pero consciente de que no podrá finalizarla, entregado a la grandeza del arte, implacable dominador de sí mismo, que vence las tentaciones, los vicios y las pasiones humanas mediante el ascetismo y la mortificación, transmutándolas en una belleza condenada a no alcanzar una total perfección, dedicado a pulir sin descanso los detalles de su empresa artística, que piensa que casi todo lo grande que existe «adquiere forma pese a la aflicción y a los tormentos, pese a la miseria, al abandono y a la debilidad física, pese al vicio, a la pasión y a mil impedimentos»; un artista insatisfecho y autoexigente hasta la mortificación, en permanente tensión creativa, rutinario y austero, que considera que «la entereza ante el destino y la gracia en medio del sufrimiento no solo suponen resignación»; son también actividad, un triunfo positivo, artista de los extenuados y exhaustos, que somete «su voluntad a una especie de éxtasis», pensaríamos instantáneamente en Gaudí, pero nos equivocaríamos, puesto que se trata en realidad de los rasgos imaginados por Thomas Mann para Gustav von Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia19, trasunto a su vez de Gustav Mahler, creador enfermo física y artísticamente que viaja a Venecia al encuentro de la muerte.

La descripción de Aschenbach es una sublimación de las ideas sobre el artista propias del decadentismo, hiperestetizante fruto tardío del Romanticismo, al que las vanguardias y la Primera Guerra Mundial pusieron fin. La muerte en Venecia fue escrita precisamente en 1913, un año antes del comienzo de la contienda, y solo superficialmente es el relato de la muerte de un escritor concreto, porque es en realidad el Schwanengesang de la concepción romántica del arte y del artista. Pero el hecho de que la figura de Gaudí encaje tan exactamente en los moldes literarios de un creador que con seguridad desconocía, o no conocía bien, al arquitecto catalán y su obra, invita a relativizar la consideración de Gaudí como un artista totalmente excéntrico y aislado de las corrientes espirituales de su tiempo, que tantas veces se ha defendido. Es obvio que Gaudí no es Aschenbach, que existen rasgos de este que no encajan en aquel, entre ellos el viaje hacia otra ciudad —metáfora de la decadencia— como forma de huir de la propia creación, así como otros que no aparecen en el texto reproducido. Es evidente que no cabría esperar una coincidencia perfecta, pero el texto caracteriza al artista con unos rasgos tan precisos que invitan a pensar en la existencia de una profunda sintonía entre las cualidades de ambos creadores —el real y el imaginado— y la atmósfera espiritual de su época.

Cabe concebir estas coincidencias como los parecidos de familia que tienen los descendientes de un ancestro común, puesto que tanto Gaudí como Mann son el fruto tardío de las concepciones y sensibilidades propias del Romanticismo, que expondremos más adelante. Las ideas que expresa refinadamente la novela, y que hemos resumido, son similares a las que, de modo más ingenuo, manifestó Gaudí, porque ambas derivan de la exaltación del arte como forma de vida consagrada al cumplimiento de un ideal, del sufrimiento como ingrediente necesario de la existencia y como vía de perfección de la obra vital y estética, la cual redime a la vida de sus imperfecciones. Aunque un abismo separe al imaginado artista homosexual, que sublima su impotencia creativa en la figura de un adolescente, del arquitecto cristiano que consagra su exceso de ideas en el renovado esfuerzo diario, ambos son resultado del último y extremo florecimiento de las ideas alumbradas más de un siglo antes en el seno de los primeros pensamientos románticos sobre el arte y la vida.