Francisco Bassante


La Leyenda

de la

Tiempera













tg

EDITORIAL

TREGOLAM


© La leyenda de La Tiempera

© Francisco Bassante


ISBN ebook: 978-84-16882-44-1


Editado por Tregolam (España)

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1ª edición: 2017


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«Los grandes sucesos, aquellos que nacen de hechos tan simples y trascendentales como el amor, sobreviven al paso del tiempo por el milagroso influjo de la fantasía.

En aquel momento supremo, cuando el calor de la vida pugnaba por llenar sus ateridos cuerpos, sus miradas alcanzaron a cruzarse a través de la bruma que levantaba el agua de la cascada.

Jadeantes por el esfuerzo realizado, se contemplaron uno al otro en su respectiva orilla, sin pronunciar una sola palabra.

Obra del frío, o de las circunstancias... ¿Quién sabe?

Lo cierto es que ninguno de los dos se atrevió a moverse, como temiendo que el encanto que los mantenía ahí parados, uno frente al otro, se rompiera y la ilusión vivida, hasta entonces, se diluyera, se escapara; llevándose para siempre el extraño y maravilloso sentimiento que habitaba entre ellos, sucumbiendo por fin en la lucha continua que sostenían entre el deseo y la obligación, que por más que quisieran siempre estaría allí para separarlos; al igual que aquellas furiosas aguas que se empeñaban en mantenerlos en márgenes tan opuestos.

Pasaron unos minutos, hasta que el ruido de los caballos que se acercaban y los gritos de sus perseguidores, se dejaron sentir a espaldas de él. Entonces ella, que lo miraba todo desde el otro lado, se dejó llevar por la desesperación y pensando que todo estaba perdido para aquel hombre, dio media vuelta y huyó, perdiéndose en la maleza.

Los jinetes que llegaban eran más y más. Quizá veinte o treinta. Daba igual. Él no se movió. Se quedó parado, viendo cómo ella desaparecía y le dejaba abandonado a su suerte. Tan solo cruzó los dedos de las manos por detrás de la cabeza, sometiéndose a su destino; mientras en su boca, un triste murmullo que brotaba de lo más profundo de su alma, susurraba, tal vez, por última vez, el nombre de ella…».

Capítulo I

Cuatro años después, desde la misma torre del vigía, donde ahora, el puesto de La Raya era un fuerte construido de piedra y mortero y no el improvisado sitio de avanzada del Ejército Pacificador, que era antes; el coronel La Roja realizó un último recuento de lo sucedido hasta entonces, mientras observaba parsimoniosamente el arribo de los refuerzos pedidos a la capital.

Ni en la peor de sus pesadillas se hubiera imaginado que las cosas iban a llegar hasta el punto en donde estaban.

Cuatro años combatiendo en El Llano y la situación en vez de componerse, había empeorado.

Súbitamente, como siempre solía suceder cuando se estresaba, estrelló dolorosamente la lengua contra las muelas, al tiempo que sus dedos inquietos hurgaban en el bolsillo del pantalón en busca del metálico intrumento, que además de medir el tiempo, también le servía de talismán.

Al parecer, los detalles de su plan se iban completando sin contratiempos; pero no podía confiarse. Tenía que afinar todos los detalles, cubrir todas las posibilidades y preveer todas las circunstancias posibles, ya que cualquier eventualidad podía complicarle la situación. De hecho, las experiencias vividas desde su llegada a aquella tierra maldita, así se lo demandaban.

Se quedó mirando la inmensidad de El Llano desde la atalaya en donde estaba y se preguntó si podría llevar a cabo lo que se proponía desde hace tiempo. Las nubes negras que se formaban sobre la explanada semejaban un oscuro velo que se cernía sobre un futuro cada vez más incierto…

Creo que fue en los tiempos en que aquí no había presidente de la República ni constitución que prohibiera las cosas del otro mundo, que sucedió todo. Cuando no existían jefes que sustentaran el poder acumulado y solo los caudillos tiraban para un lado y para el otro, sin un líder que nos emblemara y nos permitiera quitarnos el título de «Tierra de Nadie», que tan bien nos lo habíamos ganado.

Sí, en esos tiempos fue, cuando el territorio este, nuestro,en el que «malvivíamos», no era sino de los coroneles dueños de las caballerías y del suelo que en esos momentos pisaban sus corceles. En los tiempos de la masacre, esos, cuando la vida no valía más que lo que podía costar un arma para defenderse.

En ese lugar y tiempo sin nombre, fue. Justo cuando la mano dura de don Ataúlfo comenzó a hacerse sentir en El Llano, junto con los albores de la nueva república que estaba naciendo.

Cuando llegó don Ataúlfo y «El Despertar».

«El Despertar». Como si los que vivíamos aquí en El Llano hubiéramos estado dormidos todo un siempre.

Cierto es que aquí cada cual hacía lo que le daba la gana y que no teníamos Dios ni ley; pero así éramos felices, porque cada cual era libre de ir a donde quisiera, de vivir como quisiera y con quien quisiera, sin tener que rendirle cuentas a nadie. Vida libertina, es verdad; pero, al fin y al cabo, nuestra vida.

Todo se acabó cuando llegó ese don Ataúlfo. «El Salvador», como él se hacía llamar. El que venció a los últimos señores de La Sierra y expulsó a los colonos holandeses, con los que nosotros teníamos trato para sacar sus mercancías hasta el mar.

A encausarnos dizque venía, como un profeta o un santo, cuando en realidad no era sino otro tirano más, como los muchos que deambulaban por aquí saqueando y pilleando. Y por eso fue que pasó lo que pasó.

«Don Ataúlfo y la Fe republicana». ¿Quierde, pes, tanta maravilla?

Si los coroneles de La Sierra y los indios del borde de La Selva, que con él estaban, no pretendían ninguna otra cosa más que imponernos su sacrosanta voluntad.

«A pacificar El Llano», dizque llegaron. «Y a librarnos del yugo del anacronismo perverso que no nos dejaba ver la luz». Pero, sobre todo, a integrar las regiones de la incipiente nación bajo el soleado adventicio de su morrada inconciencia.

Así que como en El Llano todo era roña y sarracina, no encontraron mejor pretexto que este para adueñarse de todo. El sagrado deber de unificar a un país que no existía.

Solo bastó que vinieran, para darnos cuenta de lo que en verdad querían. Apoderarse de todo, por supuesto, asentarse en nuestras tierras, olvidarse de las aristas y extenderse con sus haciendas y encomiendas hasta donde a ellos les diera la gana. Tragarse lo que podían, y violar a las mujeres. Todo en nombre de aquella república que ellos andaban formando.

Que querían llegar hasta el mar, decían, y claro, lo único entre ellos y el montón de agua, éramos nosotros. El Llano. El lugar en donde vivían los últimos hombres libres. El sitio en donde moraban los salvajes que no rendían cuentas a nadie y que no pagaban impuestos de los que pudieran servirse El Salvador y sus coroneles.

Así que no fue, sino que llegaran, para que sus intemperancias se manifestaran y nos impusieran la efemérides de su conquista. A sangre y fuego, desde luego. Pues los que se les opusieron, las gavillas y coroneladas que abundaban en nuestra tierra, fueron una a una cayendo bajo las patas de sus caballos, abrumadas por su arrollador avance, despedazadas entre las filas de sus hordas asesinas, o bien absorbidas por el ingente crecimiento del Ejército Pacificador.

Se adueñaron de El Llano y nos hicieron parte de la gloriosa patria que ellos habían parido... sin consultarnos.

Empezó como una proclama sobre una de las perreras de los tiranos, a unos kilómetros del pueblo de «La Carmelita». Justo en medio del montón de perros que se retorcían agonizantes con los efectos del veneno que les dieron. Era un cartel hecho en cartón, pintado con sangre y clavado sobre el mortero, que decía:


«¡LARGO DE AQUÍ SERRANOS HIJUEPUTAS! ESTE ES EL PRINCIPIO DEL FIN, EL MOMENTO DE LA LIBERACIÓN SE HA LLEGADO».


Y así fue. Veintisiete perros buscadores murieron ese día, víctimas de la estricnina que les pusieron en los platos de comida. Pero eso era solo el principio.

Cinco noches más tarde, una cosa de cincuenta «ashucos», «camisas blancas», hombres de El Llano que servían al lado del enemigo y que estaban a órdenes del coronel Ataúri, apodado «El Guaco», debido a su labio leporino, fueron pasados a cuchillo mientras dormían en una casa «patera», confiscada en un poblado llamado «Las Fuentes», donde repostaban de sus pillerías.

«Ni sintieron cuándo les llegó la muerte» fue lo que le dijeron al coronel, los que los encontraron, cuando tres días después de un viaje a la capital, regresó y se encontró con el macabro suceso. Porque ni un grito, ni una queja, nada se oyó esa noche, nada que diera la señal de alarma... Nada.

Unos decían, que porque se mearon en la esquina, para que se durmiera toda la cuadra. Otros en cambio, porque dizque quemaron caca de vaca con «guanto» en un fogón de la casa de al lado —lo que nunca se pudo comprobar—. Que por eso era que todos estaban más que dormidos cuando les cortaron el pescuezo. ¿Quién sabe? Lo cierto es que todos los de las «cumbres» se pusieron a parir mientras averiguaban lo que pasaba.

Mas, entre estas y las otras, los muertos siguieron llegando.

Se morían por tandas. Indios y montunos. A veces, al terminar el almuerzo o cuando salían de patrulla, la muerte les encontraba en los sitios menos esperados. En los alrededores, en las pampas donde no hay dónde emboscarse, a campo abierto y no se diga, en los pajonales. Mañana, tarde y noche. No tenían cómo ni dónde esconderse. «La Mala» se ensombrecía encima de todos ellos.

Hasta que el colmo de los colmos se dio un día, en que un poco más de cien indios de la selva que apoyaban la causa republicana, fueron muertos de manera tan espectacular y silenciosa, que hizo que todo el ejército de ocupación se pusiera a temblar de los pies a la cabeza.

«Kokoi les dieron» fue el diagnóstico de su «diablero» cuando encontraron los cuerpos. «Clarito está, pes».

Y claro que era evidente; pues los cadáveres, adornados con dardos multicolores, tenían una rigidez tensionada, llena de exasperación; hasta el punto de que la piel comenzaba a desgarrarse por el engarrotamiento y la contorsión. Estaban morados por la hemólisis y tenían la lengua y los ojos de fuera, como si más bien hubieran muerto del susto que por el dolor. Signo inequívoco del tipo de muerte que todos sufrieron.

Fue durante una fiesta, en un pueblo a orillas de El Llano, el que llamaban de «La Raya», según contaron. Cuando los «verdes», de tanta chicha, bailaban borrachos alrededor de una hoguera.

Fue un plan siniestramente efectivo, pues desde la oscuridad, las bodoqueras de los asesinos fueron liquidando a los aborígenes con el mismo veneno lechoso que ellos usaban en sus mortales dardos.

«Pero ¿a más de cien y sin que ninguno lo notara?».

«Sí, es fácil, verá… De esta manera, calladito y rapidito, sume y multiplique usted: Lanzando un dardo cada diez segundos, entre cargar, tomar aire y soplar, se matan seis en un minuto, estando de apuro. Así, en menos de un cuarto de hora puede matarse a los cien, sin que nadie se dé cuenta. En lo que dura la pachanga, claro está. Eso, contando con que el asesino haya sido uno solo, lo que de ninguna manera es probable, ya que de seguro debieron ser más, pues los dardos al parecer llegaron de todos lados, porque por todas partes se veía a los muertos».

En tales circunstancias, don Ataúlfo se puso bravísimo, a decir de las malas lenguas. Sobre todo, porque el cacicazgo de La Selva se vio ofendido por la matanza de que sus hermanos fueron objeto, en tierras supuestamente amigas, poniendo en serios aprietos la alianza que el viejo luchador mantenía con los indios de esta región.

Esa fue la gota que derramó el vaso.

Así que cuando el ataque de ira le fue pasando y pudo pensar claramente, decidió actuar y después de deliberar con su estado mayor, acordaron mandar llamar al mejorcito de sus coroneles, para que de una vez por todas pusiera paz en El Llano, recayendo tal dignidad en un oficial distinguido en las luchas por la unificación y cuya lealtad para la causa estaba por demás comprobada. Su nombre era Ricardo La Roja.

El coronel La Roja era un recio oficial con más de cuarenta años de haber nacido y por lo menos veinte de haber abrazado la causa republicana, en la que se inauguró siendo solo un mocito, luchando con los grupos guerrilleros que don Ataúlfo organizara para combatir a los terratenientes y expulsar a los colonos holandeses definitivamente del territorio. Así mismo, su destacada participación, le valió el alto grado de coronel, el cual ejercía a la sazón en el momento en que se dieron los acontecimientos que estamos relatando. De voluntad inquebrantable y muy osado, lo que de ninguna manera representaba nada especial en el ejército republicano, en donde, de hecho, la mayoría de los hombres tenía ese calibre de gentes de acción y de ímpetu atrevido; lo singular en el coronel La Roja era su prudencia, una característica muy rara entre los que llegaron a conquistar la Tierra de Nadie y por la cual se le tenía en gran estima en el estado mayor de don Ataulfo. «Prefería que la sangre que se derramaba le sirviera perfectamente para lograr su cometido». Parsimonioso y de rostro adusto, no permitía que nadie pudiera saber lo que estaba pensando. Dueño de un efectivismo innatural, había llevado a cabo las empresas más difíciles que se le encomendaron, sin detenerse nunca ante lo espinoso o arriesgado de la tarea. Así mismo, su valentía y arrojo, su don de gente y la fidelidad a toda prueba que sus subordinados le profesaban, hicieron de él uno de los favoritos de don Ataúlfo y el indicado para llevar a cabo el último y más difícil puntal de la causa republicana: El sometimiento de El Llano. Pero además de todo esto, existía un motivo especial por el cual el viejo zorro de don Ataúlfo se decidió a confiar en él para este trabajo. Un motivo que tal vez, solo él y el mismo coronel aludido conocían y era que Ricardo La Roja no era serrano como todos los demás, sino que hacía cuarenta y cuatro años exactamente, que había nacido en El Llano.

—El coronel La Roja, señor —interrumpió un ordenanza, asomando la cabeza discretamente por la gran puerta entreabierta, justo cuando el bigote blanco y grueso de don Ataúlfo ya no podía más con tanto manoseo y tirazón.

—Dígale que pase.

Entonces, la hoja de roble de la gran puerta del salón presidencial se abrió completamente y un oficial enfundado en un uniforme tricolor penetró en la amplia habitación, saludando a sus superiores con marcial respetuosidad.

—Descanse coronel —exclamó el viejo Ataúlfo, al tiempo que se acomodaba la capa con la que se cubría para darse calor y disimular así el ligero temblor de que su cuerpo era presa. Era evidente que los achaques de la vejez hacían cada vez más mella en el mentado prócer republicano.

Dentro, un profundo olor a naftalina lo inundaba todo.

Era una estancia grande, con el tumbado alto y adornado con dos formidables lamparones de hierro. Forradas las paredes de un tapiz anaranjado, muy decorado, en el que se intercalaban una serie de retratos del generalísimo y de otros tantos héroes de la República. Mientras en una esquina, debidamente protegida por una vitrina de madera y vidrio, permanecía inmutable la bandera del nuevo orden; la que, confeccionada en azul, blanco y rojo, lucía en el medio, fundidas en plata y oro, las egregias armas de la nueva república: un sable y un fusil cruzados bajo una estrella de tres puntas, cada una de las cuales simbolizaba una de las tres regiones naturales del naciente país: La Sierra, La Selva y El Llano. Muebles Luis XV, hechos de los chaguarqueros y pegados a las paredes, completaban un mobiliario sobrio de sillas y mesones, sobre uno de los cuales —atiborrado de mapas y papeles y situado frente a un gran ventanal de cuatro módulos, el que comunicaba con un balcón, que de seguro daba a una plaza, en la ciudad capital, condición sine qua non de cualquier despacho presidencial que se respete—, departían el caudillo y otros tantos oficiales de edad y apariencia severa.

—Acérquese coronel —le pidió el viejo militar, muy amablemente—. Sé que hoy cumple cuarenta y cuatro años. Me complace que así sea. Mi enhorabuena —terminó diciendo, al tiempo que le ofrecía su mano, sin sacarla del todo del capote que la cubría.

—Gracias señor —respondió el recién llegado, estrechando fuertemente la mano del anciano.

—Este es el coronel La Roja, señores, de quien tanto les he hablado —dijo don Ataúlfo, dirigiéndose a los demás oficiales— y es, como les he dicho, el único que puede sacarnos del aprieto en el que estamos metidos.

Entonces, olvidando el malestar que le aquejaba, se puso de pie y después de rebuscar un gran pliego entre el montón de mapas que estaban sobre la mesa, lo extendió hábilmente para que todos y en especial aquel coronel, pudieran verlo.

—¿Lo reconoce… coronel?

—Sí señor, es el mapa de nuestra patria —fue la respuesta, nada meditada, del coronel La Roja.

—¡Ja! —Sonrió complacido, el viejo.

—¿Lo han oído, señores...? Esa actitud es la que me gusta. Por hombres como este, hemos podido llegar hasta donde estamos. ¡Nuestra patria!, ha dicho. ¡Ja! Y con el convencimiento de que es precisamente eso... ¡Nuestra patria!

Los otros oficiales parecieron sonrojarse, pero pese a todo, el coronel La Roja permaneció sereno.

—Pues verá coronel —continuó don Ataúlfo—. Esto que usted llama nuestra patria y que muy a mi pesar, y me cuesta admitirlo, aún no es del todo nuestra, necesita de su ayuda. ¿Hace cuánto que usted esta con nosotros?¿Veinte... veinticinco años, tal vez?

»No lo recuerdo y tampoco viene al caso. Soy muy viejo ya, y tal vez lo que me quede de vida es muy poco, pero no quiero irme de aquí sin haber acabado lo que comencé, hace ya mucho. Quiero ver este territorio, desde La Sierra hasta el mar, pasando por La Selva y El Llano, unidos bajo la bandera tricolor... Nuestra bandera. —Señaló la esquina de la sala en donde la bandera tricolor permanecía y continuó:

—Hemos luchado mucho para conseguir eso. En La Sierra primero. Tanto con los colonos extranjeros, como con sus protectores, los terratenientes, los cuales les permitían enriquecerse con los ricos yacimientos de minerales existentes en nuestras montañas. Y nunca retrocedimos, pese al mundo de sacrificios y vidas que se han ofrendado, tanto antes como después de que se fueran los holandeses. Todo, con tal de hacer una realidad la unificación de los pueblos de la cordillera, la que hoy por hoy es nuestro principal baluarte. Hasta nos ha tocado pactar con los indios del borde de La Selva para asegurar nuestra frontera y tener una salida segura hacia el mar, donde nos dirigimos a través de El Llano...

Dicho esto, puso su arrugado índice sobre el mapa, señalando una extensa zona semicircular que colindaba con el gráfico del océano.

—... Y esto es lo que hasta ahora no se ha podido hacer, mí estimado amigo.

—Pero... —replicó pausadamente el coronel, no queriendo pecar de ignorante— pensé que El Llano estaba bajo nuestro poder desde hace tiempo.

—¡Ja!, eso pensábamos. Pero El Llano es muy grande. Casi el doble de La Sierra y mucho más que la franja de selva que ahora nos pertenece. Además de que su gente es brava y muy difícil de «domesticar».

—Sí, lo sé —aceptó el coronel, al tiempo que bajaba la cabeza resignadamente.

—Sí, supongo que sí, que lo sabe sobradamente —continuó el viejo, consciente perfectamente de su imprudencia—. Y es justamente por ello, que necesitamos que usted vaya allá y averigüe qué es lo que está pasando.

»Seguramente ya debe haberse enterado de que los soldados de El Ejército de Ocupación están muriendo, al igual que los indios que nos han estado ayudando; sin que ninguno de los esfuerzos hechos hasta el momento nos haya permitido resolver este engorroso dilema. —Se acarició el blanco bigote y señaló con su acostumbrada autoridad—. Es por esto, coronel, que debe encontrar a los culpables, escarmentarlos como es debido y asegurar de una vez por todas ese maldito lugar, para que nuestra salida al mar no tenga problemas.

»Voy a darle dos compañías y los pertrechos suficientes… Y además el título de Oficial Plenipotenciario de El Llano, con lo cual tendrá bajo su mando a todos los coroneles del Ejército Republicano asentados en esa tierra perversa. Quiero resultados muy pronto, coronel. ¿Cree que podrá con el trabajo?

El coronel La Roja no pareció inmutarse con lo que acababa de oír, solo respondió:

—Sí, señor.

—Pues en ese caso, buena suerte —exclamó con sobriedad el viejo caudillo, al tiempo que le entregaba en sus manos un sobre acartonado, lacrado y sellado con las armas de La República...

—A sus órdenes, coronel.

Entonces dio la vuelta sobre sus pasos y se fue a sentar en una butaca frente al gran ventanal, concluyendo despóticamente, como era su costumbre.

—Eso es todo, señores.

Los oficiales presentes en el salón salieron por la gran puerta de roble. El coronel La Roja esperó hasta que el último de todos sus superiores saliera y cuando iba a hacer lo mismo, la voz grave del hombre a cuyas órdenes había estado en una importante parte de su vida, lo contuvo.

—Ricardo... espere, por favor.

Se detuvo y sin que el anciano aquel se lo pidiera, cerró la puerta y se dirigió hasta donde el viejo Ataúlfo estaba.

Con la blanquecina luz del sol que se filtraba a través del cristal de la ventana, aquel viejo guerrero parecía más acabado de lo que en realidad estaba. Mil arrugas surcaban el ajado rostro lleno de petequias. Su cuerpo temblaba descompasadamente, sacudiéndole los pocos cabellos que aún poblaban esa cabeza libre de sombras.

En cuanto la mano de Ricardo La Roja se posó sobre su hombro, los ojos del caudillo, enrojecidos por la luz del día y por el cansancio de tantas batallas, lo miraron con cierta pesadumbre.

—Me alegrò mucho el verlo de nuevo, Ricardo.

—A mí también, señor.

Por fin, después de tanto protocolo, los dos hombres estaban solos y podían permitirse exteriorizar sus sentimientos sin forzados acomodos.

—En cuanto supe que usted estaba entre la nómina de oficiales disponibles, no tuve dudas acerca de que era el único que podía ayudarme con esta empresa.

—Es que, ¿tan grave es?

—Y no se imagina cuánto. Todo el esfuerzo que hemos hecho para unificar el país se podría venir abajo. Estoy muriendo, ¿sabe? Y si yo muero antes de que el trabajo esté concluido, ninguno de los mequetrefes esos que estuvieron aquí hace un momento, servirá para tal efecto. Por eso lo he mandado llamar a usted, porque además de que es un hombre con los méritos suficientes y que siempre ha demostrado fidelidad y patriotismo absoluto, los dos sabemos que usted viene de allá, de El Llano, y por lo mismo conoce mejor que nadie a ese pueblo, razón por la cual, le será más fácil desentrañar el misterio de los que están matando a nuestra gente. Antes de que el miedo haga, lo que ni los colonos, ni nuestros enemigos de antaño pudieron —hizo una pausa y concluyó—: acabar con la causa republicana.

El coronel La Roja arqueó significativamente las cejas.

—Sí, no me mire así. No se trata de un simple descontento en nuestras filas por la falta de resultados. No. Esto se ha convertido en una especie de miedo morboso que se está apoderando de todos, hasta el punto de que he oído rumores de deserción y abandono y lo que es peor, hay informes, no comprobados desde luego, de que algunos coroneles se aprovechan de estas circunstancias para lucrarse del erario público, so pretexto de mejorar una seguridad que no existe. Son cosas simples, tal vez, por el momento; pero que a la larga pueden transformarse en grandes problemas que echarían al traste todos nuestros planes.

Don Ataúlfo tomó aire y continuó:

—Y no los culpo, ¿sabe? Sé que en nuestras filas hay hombres muy valientes y eso me consta; pero ninguno sabe a lo que se enfrenta y eso los asusta. Usted es un hombre inteligente y práctico y sabe mejor que yo, que si no aseguramos una salida al océano, el comercio con las naciones de ultramar será imposible y por lo tanto nuestra economía se colapsará y la República por la que tanto hemos luchado… desaparecerá... Es por todo esto que lo necesito allá, a pesar de que un día le prometí que nunca volvería.

El coronel La Roja no dijo nada, solo dejó que su penetrante mirada atravesara el cristal del ventanal junto al cual permanecía de pie, permitiendo que un desasosiego guardado desde antaño, lo embargara. Era obvio, sus pensamientos volaban hasta un lugar más allá de las montañas, en las tierras bajas de las AARDE ONGASTRVRIJ, desde donde un hecho del pasado volvía para atormentarlo.

Don Ataúlfo lo comprendió al instante. Tomó las manos del coronel entre las suyas y después de suspirar profundamente, le profirió suplicante y en un tono que más era de amigo que de superior suyo, las siguientes palabras:

—Sé en lo que piensa, Ricardo. Es obvio que pese a todos los años que han pasado, el recuerdo del incidente aún está fresco en su mente y no ha dejado de atormentarlo… Lo sé… porque igual me pasa a mí. ¡Pero, por favor!, es usted la última carta que me queda. —Pareció descomponerse aún más—. Por lo que más quiera, vaya y piense que la última esperanza de la República va con usted. Descubra lo que está pasando, asegure El Llano para nosotros y tráigame a los asesinos de mis hombres.

Al salir, el coronel Ricardo La Roja, silente y acontecido, veía y reveía un delicado reloj con leontina que hacía tiempo guardaba como preciada joya, haciendo ademán de consultar la hora, aparentemente, pues aquella alhaja mecánica, siendo para él mucho más que un reloj, constituíase en un amuleto, una brújula del tiempo y del espacio, así como en una verdadera guía del porvenir y de su suerte, que le indicaba qué hacer en los momentos más aciagos de su existencia. Lo obtuvo un día, como botín de guerra, de un colono muerto en una de las innumerables batallas que sostuvo con los holandeses, y era uno de los pocos objetos que retuvo para sí a lo largo de toda su carrera militar.

Algo especial, sin duda. Sin embargo, en aquel momento, al parecer, ni siquiera los mágicos efluvios del talismán parecían aliviar su ansiedad. Tenía la mente velada por las dudas, la lengua le dolía de tanto pasársela por las muelas y parecía estar en otra dimensión, porque...

Quiubo patrón... ¿Para qué lo llamó el viejo?... ¿Vamos de campaña otra vez?

—¿Qué? —musitó el coronel, no queriendo ser muy expresivo.

Volvía a la realidad desde el fondo de sus pensamientos y no quería aparentar de ninguna manera el desasosiego que sentía. Se sabía uno de los mejores oficiales de la República y debía guardar las apariencias a toda costa, para que sus subordinados pensaran que él estaba consciente todo el tiempo y que tenía las respuestas para todo.

A su lado, parado y con el cuello de la casaca desabrochado, su segundo, un hombre llamado Benancio Moganas, lo miraba desconcertado. Lo había visto salir de la casa presidencial, dubitativo y confuso, bajar las gradas del edificio como si no pensara tomar rumbo alguno y casi llegar a la calle, donde los carruajes y los caballos que deambulaban entre el tráfico del mediodía, hubieran dado fácil cuenta de él. Por eso, siempre dispuesto, como fiel perro guardián, corrió a socorrerlo, pero eso sí, sin hacer alarde ni barullo; pues su patrón, el gran coronel La Roja, podía molestarse.

Odiaba el alboroto y él lo sabía, pues lo conocía demasiado bien, tanto que sabía lo que le iba a pedir con solo mirarlo. Y era por eso que aquella actitud, esa expresión de confusión que sorprendiera en el rostro de su coronel, le inquietaba sobremanera.

Es que también ya eran años de estar juntos. Desde lo ocurrido en aquel reducto de los terratenientes, allá en La Sierra, en donde el pobre Moganas servía como un esbirro más del dueño de la hacienda.

En el momento en que conoció al coronel, un destello de luz inexplicable le atravesó el cerebro y lo cambió todo para siempre.

Sucedió allá, en la hacienda de «Los Chirinos», hace ya años, cuando los republicanos de don Ataúlfo se quedaron atascados en las montañas, entre la espada y la pared, atrapados por los ejércitos de los hacendados que los seguían, bajando por la cordillera y el de los holandeses que subía desde El Llano. Claro que entonces los de la República no eran el bien organizado y pertrechado ejército de ahora. A lo mucho, llegaban a ser una banda de desharrapados, como los llamaban los extranjeros y por eso se dejaron agarrar, sin más salida que forzar una brecha por el casco de la hacienda, para huir a las montañas. Así que mientras don Ataúlfo y el grueso del ejército soportaban lo duro de la refriega, mandaron un grupo a tomar la casa grande, por si acaso tocaba acuartelarse o fortificarse en ella.

Moganas lo recordaba como si lo estuviera viviendo entonces, cuando solo era uno más entre los hombres del patrón, del amo de la hacienda, los que armados hasta los dientes, aguardaban en las afueras de la casa.

—¡Allá vienen los alzados! —gritó el centinela desde lo alto del soberado, cuando los vio venir.

No llegaban a veinte; pero se veían decididos. Algunos estaban heridos, pues cargaban cabestrillos y llevaban las camisas ensangrentadas; de seguro, de resultas de la batalla que se oía al otro lado de las colinas.

Los dirigía un muchacho. Un jovencito no más, un mocito que apenas debía bordear los veinte años, el que arengaba a los rezagados y daba órdenes aquí y allá, haciendo que sus soldados se prepararan para el asalto. Moganas logró verlo bien cuando los primeros atacantes cruzaron la muralla de piedra que protegía la propiedad, pues la orden del amo era esa, dejarlos entrar para acorralarlos y exterminarlos.

¡Qué iluso! Nunca habría imaginado lo que estaba por ocurrir, ya que tanta era su confianza, que apenas comenzó el barullo le ordenó a él y a otro de sus peones, un grandote al que todos llamaban el Colorado, que lo siguieran adentro, hasta que todo terminase. Afuera, parecía que el infierno se hubiera desatado. El fragor de la contienda llegaba hasta el gran salón de la casa y parecía no querer terminar nunca.

Moganas recordaba cómo entre él y el Colorado se miraban sin atinar cómo explicárselo. Se suponía que los peones eran más que los atacantes, que estaban mejor armados, que no tenían heridas y que iban a acabar de inmediato con los intrusos; pero el combate seguía interminablemente y el viejo del dueño no los dejaba acercarse a las ventanas tapiadas para ver que mismo es lo que ocurría.

Entonces, el alboroto cesó.

Ni un ruido, ni un disparo, ni un grito, se oyeron más. Por lo que los de adentro pensaron que todos estaban muertos. Mas, cuando iban a salir para ver qué es lo que pasaba, la puerta se abrió y el jovencito aquel que dirigía la carga, entró solo. Vacilaba, estaba herido en un costado y además estaba desarmado y sin embargo, avanzaba desafiante.

—¡Entreguen esta casa al representante de la República! —gritó.

Moganas siempre recordaría lo que pasó entonces. Las risas estentóreas del patrón y del Colorado, mientras él, Benancio Moganas, no podía explicarse cómo aquel muchachito, siendo el único sobreviviente y estando tan mal herido y desarmado, seguía con tantas ínfulas.

El patrón dirigió una mirada cómplice al Colorado cuando las risas cesaron y este, con el rifle en la mano, se dirigió a rematarlo.

Moganas sentía la sangre correr con tanta fuerza por sus venas, que no pudo evitar el aferrarse con todas sus fuerzas al rifle que sostenía en sus manos.

El duelo fue rápido. El peón se llevó el rifle al hombro y disparó; pero pese a que el hombrecito estaba a menos de cinco metros, solo atinó a rozarle el hombro, debido a la maniobra evasiva que este hizo. Rastrilló e iba a disparar de nuevo; pero antes de que pudiera hacerlo, el jovencito estaba sobre él, forcejeando para quitarle el arma.

Esta se disparó una, dos veces, balas que por igual llegaron a los dos cuerpos; pues al final de la lucha, el del muchacho apenas sí se movía sobre el inerme cadáver del peón. Entonces, el patrón desenfundó el sable que llevaba al cinto; pero apenas hubo levantado el arma para darle el golpe de gracia, un disparo rompió el silencio de la escena y el amo solo pudo volverse para ver a Moganas sosteniendo la humeante arma.

Fue desde aquel momento que lo comprendió todo. El porqué tuvo que matar a su señor, el terrateniente aquel, su amo, cuyo nombre ahora ni siquiera recordaba y al cual debía proteger, en vez de al joven guerrillero ese, que caído en el suelo, con un agujero de bala en el pecho, no hubiera podido defenderse del sable alevoso de su dueño. Así lo hizo y desde entonces, él y el coronel fueron inseparables. Lo llevó a donde su gente para que lo curaran y abrazó la causa de la República, acompañándolo luego en todas sus campañas, siempre.

El coronel lo miró desde la última escalinata de piedra, en donde permanecía parado y recobrando su aire severo, bastante disgustado, le dijo:

—¡Abróchate la casaca, so cojudo! ¡Qué!, ¿no ves que aquí en la capital en todo se fijan?

Ricardo La Roja recayó en lo que había dicho, sin querer. «La capital». Así la había llamado mientras veía con ironía a su alrededor. La capital, la ciudad… Sí, algún día aquello llegaría a ser una ciudad, una capital; pero cuán mordaz resultaba llamarla así, ahora, cuando no era sino un poblado en el que lo único que sobresalía era la casa presidencial, un gran caserón que faltaba por terminar, el cual estaba rodeado por una explanada de tierra, en donde la majada de equinos y vacunos se evaporaba constantemente, dejando sentir el olor a campo y hacienda en los alrededores erizados de empalizadas, donde unos pocos cuarteles, conformados por lanchones, tiendas y atalayas, transigían con el sustento militar de la incipiente nación y junto a los cuales, apenas sí se insinuaban los cimientos de unos pocos edificios del ayuntamiento, que se construían junto a las casitas confiscadas a los antiguos pobladores del villorrio, donde la capital estaba asentada. Idea propicia del viejo luchador, que carecía de presencia al igual que de nombre… por el momento.

Una capital sin nombre, qué más daba. Lo importante era comenzar, tener un lugar desde el cual ejercer autoridad. La piedra fundamental de la futura nacionalidad de un país, que al igual que su capital, carecía de nombre.

La febril actividad del lugar indicaba que así sería. Bastaba esperar a que el estado mayor se dejara de politiquerías y se pusiera de acuerdo para la nominación definitiva de una y otro y mientras tanto, lo único que quedaba; seguir poniéndole ganas.

Asunto bien difícil, considerando el lugar en donde estaban. En medio de tierras inhóspitas, en las «AARDE ONGASTRVRIJ», como llamaban los holandeses a las tierras de nadie que formaban parte del país que antes no existía y que hoy por hoy no tenía nombre.

Esta nación, aún en embrión, estaba formada por tres regiones naturales: El Llano, La Sierra y La Selva, ninguna de las cuales, nunca, se vio reclamada para sí por ninguno de los países vecinos, debido a que las condiciones de vida en cada una de ellas, hacía sumamente difícil la existencia, lo que las convertía en un lugar de paso o de comercio, nada más. Incluso, algún geógrafo, en una delirante carta geográfica del continente, las llegó a nombrar como tierras comunales, por su misma naturaleza, ya que eran regiones de la que todo el mundo se servía y a las que nadie aportaba nada.

Imagínense 242.000 km de tierras comunales. ¡Habrase oído tamaña tontería! Pero así era; pues, por increíble que pareciera, políticamente no existían.

De las tres regiones, El Llano había sido la más reciente en integrarse a la incipiente nación. Era una gran franja de terreno bajo, agreste y peligroso, que corriendo paralela al litoral, iba hacia el norte, donde colindaba con el mar. Esta región, la más espinosa de las tres que el mentado Cristóforo Ataúlfo Santillán Meléndez, alias don Ataúlfo y los republicanos, unificaran en más de veinte años de lucha interminable y fratricida, estaba formada en su mayor parte por una extensa sabana surcada de numerosos ríos, los cuales, naciendo por igual de la cordillera y de las lagunas circundantes —las mismas que los lugareños nombraban de una manera muy especial—, bajaban serpenteando por entre las bajas colinas, yendo a verter su cauce en una infinidad de estuarios que se abrían en el mar. Tenía fama de inacabable e inconquistable. Estaba llena de numerosos villorrios, anejos y poblados asentados en todo lo largo de su extensa geografía. Los mismos que, en su mayoría, eran el hogar de bandas de contrabandistas que traficaban con los países vecinos, así como de ladrones que tenían sus guaridas a lo largo de las tierras bajas, donde nadie venía a importunarlos, ya que era muy difícil encontrarlos, y sobre todo, ¿quién iba a atreverse a penetrar en sus dominios? Al sur de El Llano se extendía La Sierra, una cadena montañosa feudalizada antaño por inmensas haciendas, en su mayoría ganaderas, propiedad de contadas familias terratenientes, las cuales hacían y deshacían en sus dominios. Eran Dios y ley en sus comarcas. Estos dueños ancestrales debían su bonanza a un singular medio de producción, que por estar reñido con la ley y la moral, era, a propósito, ideal para aplicarse en La Tierra de Nadie, ya que todo delincuente: asesino, estafador, ladrón, etc., que tuviera problemas en las regiones vecinas, podía considerarse digno de pedir asilo en las haciendas para sentirse seguro. Aquí, en los patrimonios de las tierras altas, ninguna autoridad en su sano juicio iba a venir a buscarlos. Era el paraíso, ya que en las fértiles mesetas, el pasto crecía por arte de magia hasta casi dos metros, por lo que el ganado se criaba solo, sin casi nada de trabajo, generando una producción de carne magnífica y abundante que se comercializaba en las fronteras a precios mucho más bajos que en los países del orbe, dejando enormes dividendos a los hacendados. Esta situación, provocaba que la peonada, en vez de ser una fuerza de trabajo, se transformase en un ejército privado al servicio del terrateniente. Esta era la vida en La Sierra, hasta que llegó «el boom» de los metales.

Un grupo de geólogos holandeses, que cruzando la cordillera realizaba un trabajo de prospección pormenorizado en todo el continente, dio sin querer con formidables yacimientos de metales en toda La Sierra Alta: oro, plata, hierro y manganeso, en cantidades industriales, tal parecía que las montañas tuvieran el alma de metal.

Entonces todo cambió en La Tierra de Nadie; comenzaron a tomar conciencia de su verdadera importancia, los holandeses empezaron a llegar por el mar; pero para alcanzar La Sierra necesitaban pasar por El Llano y una vez allí necesitaban gente de las alturas que les ayudase en su proceso de explotación. Entonces vinieron las alianzas, tanto en La Sierra, con los señores y en El Llano con los contrabandistas. Así, en pocos años, la instalacion de La Compañía Metalúrgica Holandesa fue una realidad que les dio un poder omnímodo a los terratenientes en La Sierra y a los contrabandistas en El Llano, aunque a estos últimos, no con la misma espectacularidad que a los primeros, ya que en El Llano, los réditos políticos y económicos no eran tan sensibles entre una y otra personalidad.

Miles de toneladas de metales se explotaban en los yacimientos metalúrgicos de las montañas y con ayuda de la gente de El Llano eran exportados al otro lado del mar, enriqueciéndose todos los agregados: extranjeros, terratenientes y contrabandistas.

Hubo por esto, intentos de conquista, al ver la bonanza socapada que allí existía. Naciones que quisieron tomar parte en lo bueno o en lo malo, intentos de posesión que no se pudieron realizar, porque a la larga se dieron cuenta de que era muy difícil, si no imposible, atravesar la cordillera con un ejército y mantenerlo pertrechado. Igual cosa si se intentaba por el mar. La franja de llanura, más extensa que ninguna y al fin y al cabo en poder de los sin ley, no le permitiría a ningun invasor sustentar una guerra inmarcesible. En fin, midiendo el costo del beneficio, la inconveniencia era obvia.

Sin embargo, a nadie se le hubiera ocurrido que esta situación de explotación, a que las tierras de nadie se vieron sometidas, tan arteramente, durante años, terminaría algún día.

El deseo de emancipación, germinó de pronto en los corazones de muchos de sus habitantes, dando los frutos que se esperaban.

Un joven caudillo, de nombre Cristóforo Ataúlfo Santillán Meléndez, el que más tarde sería conocido con el mote de don Ataúlfo, educado al otro lado del mar, pese a haber nacido y vivido toda su infancia y adolescencia en una hacienda ganadera de las AARDE ONGASTRVRIJ, como trabajador esclavo, de donde escapó para embarcarse rumbo al viejo continente, gracias a la invaluable ayuda de un cura mendicante, regresó para hacer de su sueño de juventud una inquietante realidad. Empezó reclutando a otros trabajadores esclavos y formó una gavilla primero, la que comenzó por asolar las haciendas de La Sierra, armándose y abasteciéndose en las montañas. Eran montoneros que caían sobre los caseríos y que hablaban a la gente de unión, de nación, de país, de una república y así ganaban cada vez más adeptos para su causa. Pronto, la gavilla se convirtió en «Las Gavillas», verdaderos grupos armados que formaban parte de un pequeño ejército, el que no solo se atrevía con los hacendados, sino hasta con lo holandeses. Así, el sueño de una república se extendió hasta El Llano e increíblemente hasta la franja de selva que limitaba con la interminable sabana, en donde moraban los sobrevivientes de las guerras fratricidas de los indios del Chocó. Indígenas, en su mayoría pacíficos; pero que sin embargo, conservaban el carácter belicoso de sus ancestros. Aquí, en esta última región, que en un futuro llegaría también a formar parte de la ansiada república, los indios vivían bajo el mando de exiguos cacicazgos, sobreviviendo de la caza, la pesca y la venta de piedras preciosas que abundaban en medio de la selva.

El Ejército de Unificación fue creciendo, constituyéndose en una variopinta mezcla de blancos, mestizos e indios, que buscaban fundar una nación sobre La Tierra de Nadie.

—¡Oh!, usted perdone patrón —se disculpó Moganas—, es que llevaba mucho tiempo esperando, y con el sol que está en lo alto, me estaba entrando un calor que...

—Ya, ya, déjate de pendejadas y apúrate, que tenemos trabajo que hacer. Hay que ir al cuartel y organizar a la tropa. Nos vamos para El Llano.

Benancio Moganas frunció las cejas, denotando el malestar que sentía con lo que su jefe acababa de decir. Si algo admiraba en el alto mando republicano, era la pericia de sus actos, de manera que, siendo así, no le entraba en la cabeza, cómo es que les iban a mandar a ellos, allá, después de lo ocurrido. Pero, “órdenes son órdenes”, pensó. Pese a todo, interrogó:

—¿Al Llano, patrón? ¿A nosotros? ¿Pese a todo lo que allí pasó? ¡No comprendo!

El coronel le miró enérgico pero conciliador.

—Somos soldados Moganas, no nos corresponde entender, solo obedecer...