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Siglo XXI de España / Historia

Alberto Reig Tapia

La crítica de la crítica

Inconsecuentes, insustanciales, impotentes, prepotentes y equidistantes

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«La Segunda República fue un régimen ilegítimo», «la Guerra Civil la iniciaron las hordas rojas en Asturias en 1934», «Franco no fue un reaccionario de ultraderecha» o «la Dictadura fue el germen de la democracia» son algunos ejemplos de las tesis que una serie de historiadores y publicistas esgrimen desde un supuesto revisionismo histórico, desde una postura crítica, que poco o nada tiene de crítica, y menos aún de histórica. Los que se proclaman historiadores jamás deberían abusar ni violar el pasado ni faltar al método historiográfico: no está justificado que nadie haga pasar por verdadero un juicio que no responde a la realidad, y mucho menos si su defensa responde a intereses políticos o acientíficos.

La crítica de la crítica denuncia el espeso muro de propaganda y manipulación históricas que se ha construido en las últimas décadas bajo la etiqueta de revisionismo. El autor, crítico de esos «críticos» (o historietógrafos, como los denomina) hace un repaso de nuestra historia contemporánea, desde la proclamación de la Segunda República hasta la actualidad, a través de un riguroso análisis de sus cuestiones más controvertidas para, acto seguido, diseccionar las intenciones y prácticas espurias de unos pretendidos historiadores que se manifiestan más bien como unos publicistas inconsecuentes, insustanciales, impotentes, prepotentes y equidistantes.

Alberto Reig Tapia, catedrático de Ciencia Política de la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona, ha sido Profesor en New York University in Spain (Instituto Internacional de Madrid) y Visiting Researcher en el Center for European Studies y profesor de Cultura y Civilización Hispánicas en la Faculty of Arts and Sciences de la Universidad de Harvard. Especialista en la España contemporánea desde la perspectiva de la Cultura Política es autor de Ideología e Historia (1984), Violencia y terror (1990), Franco «caudillo»: mito y realidad (1995), Memoria de la Guerra Civil. Los mitos de la tribu (1999), Franco. El César superlativo (2005), La Cruzada de 1936. Mito y memoria (2006), Anti Moa. La subversión neofranquista de la Historia de España (2006) y Revisionismo y política. Pío Moa revisitado (2008). También ha coeditado dos obras consagradas al estudio de Tuñón de Lara con José Luis de la Granja, Manuel Tuñón de Lara. El compromiso con la Historia. Su vida y su obra (1993), con José Luis de la Granja y Ricardo Miralles, Tuñón de Lara y la Historiografía española (1999), y con Josep Sánchez Cervelló, Exilios en el mundo contemporáneo: vida y destino (2016) y Transiciones en el mundo contemporáneo (2016).

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David Ouro

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© Alberto Reig Tapia, 2017

© Ediciones Akal, S. A., 2017

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1879-5

Para Lù Shuî (agua de la mañana)

Que vino desde muy lejos para colmar con su sonrisa inteligente y su ternura una sed ya endémica y un inconmensurable vacío.

Omnes homines, qui de rebus dubiis consultant, ab odio, amicitia, ira atque misericordia vacuos esse decet.

(Todos los hombres que deliberan sobre casos dudosos, deberán pronunciarse sin odio, amistad, ira y misericordia.)

Salustio, Catilina 51, 1

Nihil est autem tam volucre quam maledictum: nihil facilius emittitur, nihil citius excipitur, nihil latius dissipatur.

(No hay nada tan rápido como la calumnia; nada es más fácil de lanzar, nada se impone tan deprisa, nada se propaga tanto)

Cicerón, Pro Plancio 23, 57

Ut sementem feceris, ita metes.

(Tal como siembres, así recogerás.)

Cicerón, De Oratore 2, 65, 261

Ex abundantia cordis os loquitur.

(De la abundancia del corazón habla la boca.)

Mateo, Vulgata 12, 34

In hominem dicendum est igitur, cum oratio argumentationem non habet.

(Por lo tanto, cuando el discurso carece de argumentos, se difama a la persona.)

Cicerón, Pro Flacco 10, 23

Corcillum est quod homines facit, cetera quisquilia omnia.

(El corazón es lo que hace a los hombres; todo lo demás son pamplinas.)

Petronio 75, 8

PREÁMBULO

Como dijo Jon Juaristi, criticar al crítico no es otra cosa que «señalar los errores de los hipercríticos»[1]. De acuerdo con esta idea nos proponemos hacer en este ensayo algo un tanto insólito pero que nos parece de estricta justicia: ejercer el saludable ejercicio de criticar al crítico que, desde nuestro punto de vista, no hace honor a su importante papel social y cultural. A muchos de ellos les ocurre lo mismo que a otros muchos escritores, que incurren en la soberbia presunción de considerar que lo que ellos afirman va a misa, «razón» por la cual no suelen encajar deportivamente la menor crítica a lo que dicen o a lo que escriben, o a lo que no dicen… Consideran que sus ideas las tienen muy bien pensadas por lo que quien las ponga en cuestión solo puede hacerlo por ignorancia o mala fe sin considerar, ni como simple hipótesis de trabajo, que el autor criticado pueda haber reflexionado más y mejor que su crítico sobre el tema debatido, que no es necesariamente idiota por ello y, sin embargo, ha llegado a conclusiones diferentes a las suyas.

Vamos a referirnos críticamente en las páginas que siguen a las cuestiones más controvertidas de nuestra más reciente historia desde la proclamación de la Segunda República hasta el día de hoy lejos de abstracciones confusas o discursos multiuso, y vamos a hacerlo con ejemplos puntuales de una serie de historiadores, autores, publicistas y críticos que consideramos no hacen el debido honor al oficio que de sí mismos tanto reivindican cuando analizan las obras de otros colegas. De ahí el título de este modesto ensayo ajustándonos a modo de orientación intelectual a las sabias recomendaciones latinas que lo preceden. Confiamos que nuestra crítica sea puntual, quizá excesiva, pero a nuestro juicio justa y verdadera frente a la que nos parece improcedente, inconsecuente, insustancial, impotente, prepotente y pretendidamente objetiva por equidistante y supuestamente imparcial. Tratamos de evidenciar la viciada y extendida práctica tan latina de hablar por no callar.

En cualquier caso, aseguramos firmemente que hemos tenido en todo momento muy presente la sabia advertencia de Salustio con la que encabezamos estas páginas. No nos ha movido a escribirlas el odio, más bien la amistad y el reconocimiento, tampoco la ira, si acaso la indignación, y desde luego tampoco la misericordia. Nosotros no vamos por ahí presumiendo de santos laicos incoloros, inodoros e insípidos. Lo políticamente incorrecto sería tratar hipócritamente de quedar bien con todo el mundo. Eso es imposible, así que optamos por decir lo que pensamos tratando de ser todo lo intelectualmente honestos que nos esforzamos por ser en nuestro trabajo con resultados obviamente distintos desde la perspectiva de quien leyere. Somos conscientes de lo difícil que es poner freno a la calumnia y que en esta vida si no se siembra, difícilmente podrá recogerse fruto alguno, tal como señala el sabio Cicerón. Quien siembra vientos, recoge tempestades, y si cosecha trigo, tendrá pan, y si no lo hace pasará hambre; muy mala consejera para reflexionar con equidad. Humanos al fin, nuestra boca habla cuando rebosa nuestro corazón pues, como señala Petronio, la medida del hombre es el corazón y lo demás son pamplinas. Puede que el hombre sea una pasión inútil, según Jean-Paul Sartre, pero consideramos que sin ella no puede hacerse nada que verdaderamente merezca la pena. Como dijo Hegel: «Nada grande se ha hecho en el mundo sin una gran pasión».

En el capítulo I empezaremos por hacer una breve reflexión general a modo de introducción sobre el objeto principal de este ensayo a propósito de la crítica de la crítica historiográfica especialmente de la que se ocupa de la Guerra Civil, sus antecedentes y sus consecuentes. Lógicamente lo hacemos desde nuestro exclusivo ámbito de competencia: la política española contemporánea. La única manera de poder entendernos es manifestarnos sin doblez y haciendo un uso adecuado de la terminología científica común y denunciando las distorsiones ideológicas provocadas por la propaganda política y la abrumadora falsificación que ha producido en la cultura política de los españoles cierta publicística, así como las manipulaciones interesadas que inciden a nivel educativo en el conocimiento de la propia historia común a lo largo de los dos últimos tercios del siglo xx.

En el capítulo II nos referiremos de la manera más sucinta posible, pues ya lo hemos hecho anteriormente con cierta extensión, al tan traído y mal llamado «revisionismo histórico» y a las banalidades pretendidamente historiográficas que de él se derivan, cuyo concepto es sistemáticamente mal empleado por muchos autores. Lo haremos sobre la base del estado de la cuestión existente sobre la «malhadada» Segunda República española, pues de un tiempo a esta parte parece haberse abandonado el razonable campo en que la situaban la inmensa mayoría de los estudiosos e investigadores sobre el periodo, con sus luces y sus sombras por supuesto, para situarla en el punto de mira principal de la crítica más acerba donde solo hallaríamos la más fosca oscuridad, y que explicaría el conjunto de desgracias que a partir de su esperanzada y entusiasta proclamación cayó sobre las espaldas de los españoles de su tiempo, y cuyas consecuencias todavía llegan hasta nosotros. Trataremos de hacerlo sin caer en ninguno de los dos extremos que expresaba el profesor Cuenca Toribio en el título de uno de sus trabajos historiográficos, si bien tratar de explicar el fenómeno Moa como una consecuencia inevitable del «unilateralismo de la producción historiográfica dominante en torno a las raíces inmediatas del presente» nos parece un exceso retórico que no obedece a la verdad de los hechos[2]. La historia no es unilateral ni multilateral; ni las leyendas rosas o negras son historia. La historia es o no es, como nos permitimos presuponer que el mismo profesor Cuenca no nos desmentiría.

En consonancia con ello abordaremos los aspectos más controvertidos de la inacabable cuestión de la Guerra Civil, una verdadera historia interminable que, obviamente, no hay que confundir con su necesaria y permanente renovación historiográfica. Lamentablemente se hace un uso político de ella y se impide por todos los medios que quede reducida a simple objeto de estudio por parte de los historiadores y los especialistas convirtiéndola en un arma arrojadiza de destrucción masiva con una finalidad política presentista manifiesta. Tratar de escribir una historia de la Guerra Civil con pretensiones de neutralidad e imparcialidad (que no es lo mismo que hacerlo con objetividad) sin maniqueísmos ni falsa «moralina» de buenos y malos, no implica que pueda hacerse al margen de unos valores (los democráticos, que asumimos absolutamente) que todos tendemos a considerar universales. Todos escribimos desde una determinada tabla de valores e inevitablemente habrán de producirse equívocos y malinterpretaciones si no nos expresamos con prístina claridad. Aun así, muchos que se reivindican también demócratas por encima de todo se mostrarán contrarios a nuestros planteamientos negándonos nuestra propia condición, así que no será una tarea ociosa confrontarnos con ellos para que el que leyere pueda hacerse un juicio preciso de lo que sostenemos unos y de lo que dicen otros que decimos o pretendemos decir.

Siguiendo el orden cronológico seguiremos con un repaso al estado de la cuestión referido a la dictadura del general Franco aún objeto de discusión teórica y su más adecuada conceptualización. ¿Régimen fascista y totalitario, cuando menos de inicio, similar al de sus fraternales aliados que tanto le ayudaron a ganar la guerra o régimen autoritario que, en definitiva, nos habría salvado a los españoles de que en España se hubiera implantado un régimen comunista, auténticamente totalitario, que habría hecho bueno el régimen de Franco? ¿Es factible definirlo en su conjunto al margen de las bien definidas etapas históricas por las que transcurrió? ¿Habría sido capaz de situarse según los falsos revisionistas y algunos de sus «compañeros de viaje» por encima de la confrontación ideológica partidista que divide y debilita a los pueblos? ¿Habría sido, sobre todo, un Estado eficaz, tecnocrático, «de obras» (Gonzalo Fernández de la Mora) que permitió sacar a España de su secular subdesarrollo? Semejante éxito, ¿habría sido factible sin la decidida intervención de su líder visionario, el caudillo Franco, que la modernizó e hizo posible el «milagro económico español» para asombro del mundo occidental? ¿O, por el contrario, fue sobre todo una cruel dictadura, maniquea y sectaria que nos apartó del lugar en el mundo que empezábamos a recuperar gracias al reformismo emprendido por la Segunda República e interrumpió de un tajo brutal el pretendido salvador de España? En definitiva, que el lobo no habría sido tan fiero como lo pintan las izquierdas, que el «canalla» (¿cómo no conceptuarlo así a estas alturas?) habría sido en realidad y sin exagerar, que no hace falta –dicen–, solo un poco «canallita». Lo imprescindible. ¿O, a base de rebajarle los cargos, va a acabar resultando que el gran caudillo habría sido poco menos que el mejor y más eficaz gobernante de España del siglo xx?

Pasamos enseguida a abordar la transición a la democracia, periodo histórico que tampoco ha podido hurtarse a los malos revisionistas de uno u otro signo y que dispone de un sinfín de hermeneutas, incluso de quienes ni la vivieron ni la han estudiado con un mínimo de atención. De haber sido quizá excesivamente elogiada y considerada como modélica, algunos, cada vez más numerosos, pretenden resituarla como causa principal de los males que vienen aquejando al país desde la crisis económica y financiera del 2008, hasta el punto de haber considerado la transición un proceso fallido por lo que habría que acometer una segunda que nos llevaría a la verdadera democracia tras el simulacro de la misma que habríamos vivido desde 1977. Curiosamente coinciden en ese planteamiento José María Aznar[3] y los líderes de Podemos, con Pablo Iglesias a la cabeza, quien tras ser elegido secretario general reclamaba «un proceso constituyente para abrir el candado del 78 y poder discutir de todo» al tiempo que proponía a su partido como «alternativa frente a un régimen que se derrumba»[4]. Una indiscutible simplificación no puede sustituirse por otra aún más simplificadora y falsa. Lo más insólito de todo es pretender que lo mejor de la transición y de la democracia se lo debemos a Franco y a los franquistas. Es ciertamente una manifestación de humor, pero eso sí, del negro negrísimo. O quizá peor si se insinúa que habría poco menos que arrojar directamente el régimen del 78 a la basura.

Y cerramos el capítulo con una reflexión general sobre la tan traída y llevada memoria histórica que algunos confunden con la producción historiográfica que invade todo el tiempo histórico abordado, y que es una de las cuestiones más importantes que la transición misma dejó suspendida. Quizá los principales protagonistas de la transición estuvieron acuciados por resoluciones políticas y económicas más perentorias que exigía el país imperativamente, y que se ha convertido también en un nuevo casus belli por los inmovilistas de uno u otro signo y también por otros más sensatos que, sin embargo, se enzarzan en querellas que muchas veces son apenas hijas de un simple mal entendimiento mutuo. Ciertamente, si bien algunos ingenuos (obviamente mal informados) llegamos a considerar que estábamos a las puertas de alcanzar ciertos consensos académicos a la altura de 1986 (con motivo del 50.o aniversario del comienzo de la Guerra Civil), la dura realidad de los hechos nos ha hecho reconsiderar tres décadas después, y en plena conmemoración del 80.o aniversario de la misma, ese equivocado diagnóstico. Tal pretendido consenso habría sido apenas el sueño de una noche de verano.

En el capítulo III nos referimos a la crítica insustancial que se pretende renovadora en un campo de estudio del que disponemos de abundantes trabajos muy solventes y que, sin embargo, son rechazados en su conjunto por considerarlos desmedidos en uno u otro sentido frente al suyo propio que consideran la quinta esencia de la historiografía académica. No obstante, sus resultados son triviales. El análisis de una obra concreta de un par de autores nos mostrará de forma inequívoca que la distancia entre lo que se pretende y lo que se consigue realmente, es sencillamente sideral. Tan exaltada obra es tan improcedente e inconsecuente como banal a fuer de pretenciosa. Se debe a un reconocido hispanista al que se le ha sumado para la ocasión un sorprendente compañero de viaje procedente de banderías políticas sencillamente fascistas. Se trata de una biografía que toca a un personaje del que nosotros mismos nos hemos ocupado bastante. ¿Cómo se puede ver al protagonista absoluto de la misma y su contexto político de forma tan absolutamente contradictoria? Es la pregunta que inevitablemente nos ha suscitado su atenta lectura y la consiguiente denuncia por haberse atrevido sus autores a publicar con ínfulas académicas semejante banalidad. ¿Es que acaso cualquier opinión vale tanto como su contraria? Es del todo imposible que ambas sean ciertas o falsas al mismo tiempo. Que juzgue el lector quién las fundamenta mejor y quién no fundamenta con rigor nada de lo que afirma.

En el capítulo IV nos ocupamos de la crítica impotente, si es que de crítica cabe hablar para referirnos a aquella que falta de argumentos mínimamente sólidos se lanza por el peligroso camino del insulto, la descalificación y la calumnia más burda. No nos referimos ya a los Ricardo de la Cierva (q.e.p.d), Jiménez Losantos, Pío Moa (recientemente jubilado) o José María Marco, que podrían descansar un poco para no cansarnos tan desconsideradamente a los demás, todos ellos grandes insultadores profesionales de los que ya dimos cumplida cuenta en su día y ya quedaron suficientemente vistos para sentencia. Ahora se trata de nuevos (por apenas conocidos) historiadores o pseudohistoriadores que sufren por el éxito y proyección pública ajenos y no saben qué hacer, salvo insultar y calumniar para salir en la foto. Se acomodan a modas o circunstancias, deambulan e incluso saturan revistas de nula influencia en el campo académico por lo que cada vez se prodigan más en el ciberespacio donde pueden desahogarse a sus anchas. Su característica principal es la inanidad de su discurso, son escritores populares o populacheros, pero anónimos o completamente desconocidos fuera del estrecho círculo de los especialistas en propaganda y «revisionismo» neofranquista o similares, que habiendo criticado a algunos de los más destacados de la «escuela» historietográfica franquista o neofranquista, se han creído que con ello se han ganado los galones de la independencia y la preeminencia y, en consecuencia, pujan desesperadamente por hacerse notar en el ámbito de influencia académica. Como no lo consiguen han considerado que a base de atacar con gruesas descalificaciones a autores académicos consagrados podrían así alcanzar un mínimo de proyección social que de otro modo jamás alcanzarían.

A la vista de lo visto y de lo que mostraremos a continuación se nos presentan como firmes candidatos a ingresar, si no en el campo de la historietografía, pues los Jiménez y Moa citados dejaron el listón muy alto, sí en el de los pseudohistoriadores o escritores frustrados incapaces de alcanzar un más alto rango por sus solos méritos historiográficos. Pero obvio es decirlo: que dejen de hacer méritos para alcanzar tan grande «reconocimiento» como el de los citados. Juzgamos con dureza pero creemos que con justicia pues ya fue advertido en su día el caso aquí tomado como paradigmático y, sin embargo, se obceca por seguir embistiendo contra el sólido muro de la realidad. Pero que juzgue el lector.

En el capítulo V abordamos corporeizado un caso singular de entre el numeroso gremio de los críticos fatuos y presuntuosos que se creen con derecho de repartir sus propias bendiciones a quienes son sus amigos y, a su vez, descalifican sin ton ni son ni con la mínima competencia requerida, como veremos, a los que tratan infructuosamente de enmendarles la plana y, además, les dan capones con el codo en lo que a categoría intelectual y competencia académica se refiere. Por causas ignotas consideran que son atacados personalmente ellos mismos y que quienes lo hacen son peligrosos radicales y dogmáticos izquierdistas (aislados y ya irrelevantes los equivalentes derechistas) a los que hay que poner en vereda por una simple cuestión de funcionalismo político. Les replicamos con contundencia ya que, a nuestro juicio, no solo no se han ajustado mínimamente a las normas deontológicas a las que en principio todos nos debemos, sino que además también mienten y calumnian. Pero, sobre todo, porque vienen dando muestras de un desconocimiento que debiera obligarles a ser más prudentes en el ejercicio de la crítica si no quieren cubrirse del mayor de los ridículos. Y como se insiste tanto en que quién calla otorga, que quede claro al menos en el caso que aquí abordamos que ni callamos ni mucho menos otorgamos. Hemos sido igualmente duros con el crítico que traemos a colación, un broncas –como él mismo ha reconocido ser–, un provocador nato, pero hemos intentado ser igualmente justos y, aunque a veces nuestras palabras puedan malinterpretarse, rechazamos la argumentación ad hominem (con la excepción de un simple comparsa o ayudante de cámara del verdadero «prota», que es el paradigma supremo de cierta corrupción moral universitaria al que aludimos, soi dit en passant) y nos centraremos en lo que consideramos es el núcleo de su crítica. Que juzgue el lector.

Y cerramos nuestro ensayo con un último capítulo mucho más breve que los anteriores con dos ejemplos puntuales. Uno, dedicado a una profesional razonable aunque contradictoria, y otro a un enterado y exquisito de excepción recién incorporado a la gresca historiográfica. Aquí somos más breves porque no tiene sentido repetir los argumentos ya suficientemente expuestos en los capítulos anteriores para no resultar redundantes o aburridamente reiterativos. Pero que se solapen en ocasiones o sean desafortunados en sus juicios no quiere decir que los pongamos al mismo nivel que los anteriores. Pero decimos lo mismo que ya advertimos a uno de los autores aquí comentados: que se anden con un poco de tiento y no incurran en parecidos vicios formales que puedan inducirnos a error.

Hacemos también una brevísima reflexión a modo de guía para los jóvenes felizmente ilusionados con el cultivo de la historia, para lo cual es imprescindible leer de todo, pero al mismo tiempo hay que saber elegir adecuadamente nuestras lecturas pues es imposible poder abarcar toda la masa bibliográfica que se ampara bajo la etiqueta de «Historia». Hay que ejercitar el oído para aprender a distinguir las voces de los ecos. Aunque la experiencia pueda ser la madre de la ciencia no todos los jóvenes y menos jóvenes que tienen algún tipo de vocación intelectual disponen de esa capacidad si no han tenido la fortuna de haber podido disponer de un Juan de Mairena particular que les sirviera de brújula para no perderse por el camino[5].

Rematamos la faena con un brevísimo colofón final no exento de ironía a modo de simple y elemental reivindicación personal de todos aquellos que nos hemos venido dedicando a lo que nos hemos venido dedicando por simple vocación de servicio público, y a lo que creemos son los intereses generales de nuestro país. Por consiguiente, si estas breves reflexiones críticas pueden serles de alguna utilidad a los apasionados por la historia que se inician en su cultivo, a los que comprenden que la verdad absoluta es utópica y cosa de los dioses benevolentes que vagan por los espacios infinitos, en la apreciación de Epicuro, sin ocuparse de las cuitas y querellas de los humanos y, al mismo tiempo, saben distinguir entre neutralidad e imparcialidad valorativa y objetividad y honestidad intelectual, pues miel sobre hojuelas. Llegar a la conclusión de que toda la historiografía está condicionada por la ideología y valores del historiador y que por tanto toda ella es rechazable sería un error garrafal. Ser radical no significa ser un extremista sectario, sino tratar de ir a la raíz de las cosas. Que lo logremos es harina de otro costal. Que juzgue el lector.

Por regla general un libro, una obra intelectual por modesta que sea como es el caso, suele ser una obra concebida y desarrollada en solitario por las razones personales que irán quedando meridianamente claras a lo largo de estas páginas. Pero, al mismo tiempo, no somos seres asociales que vivamos aislados de los demás colegas, compañeros y amigos. Hemos recibido información y ayuda técnica de muchos de ellos a los que no voy a citar como sería obligado pues así lo hice en Anti Moa y el criticado entonces, que no entiende una palabra del mundo académico, pues le es completamente ajeno, les obsequió por elevación con una sarta de insultos y descalificaciones tomando por un libro colectivo contra él (qué pretensiones) lo que era una exclusiva obra mía necesariamente crítica con su pretenciosa obra, así que no quiero poner de nuevo en el punto de mira a quien no tiene más responsabilidad que la derivada de la amistad o la colaboración entre colegas. Que me insulten y me descalifiquen los aludidos exclusivamente a mí, pues soy el único responsable de este texto en sus motivaciones y en sus resultados, si eso los relaja y les repara la autoestima. Mal está, pero es despreciable que arremetan contra quienes no tienen arte ni parte en lo que aquí decimos. Quienes me han ayudado no tienen nada que ver con los agraviados y tampoco les he dicho a ellos el uso que iba a hacer de la información y la documentación solicitada y generosamente servida. A la defensa y reivindicación de la honorabilidad de algunos de nuestros mejores especialistas van destinadas fundamentalmente estas páginas cuyo resultado –insisto– es exclusiva responsabilidad mía para bien y para mal.

Tratamos de escribir para todos aquellos que pujan honestamente por acercarse al inalcanzable tótem de la Verdad (solo existente para dogmáticos vocacionales). Es decir, nosotros nos conformamos apenas con tratar de establecer pequeñas verdades (en minúsculas), casi siempre provisionales sin más fin que intentar facilitar la comprensión de este país llamado España que nos ha tocado en suerte (buena o mala, mejor o peor) vivir. Y, sobre todo tratamos de dirigirnos a los nuevos estudiantes de las nuevas generaciones todavía no prejuiciados por sus antecesoras, que no juzgan lo que leen por la adscripción política o ideológica atribuida al autor de marras (falsamente la mayor parte de las veces) al que se disponen a estudiar en su afán por aprender. Que no se dejen engañar: participar de un determinado sistema de valores no invalida la profesionalidad y menos aún la honestidad personal del historiador. Nos dirigimos a aquellos que ni siquiera siguen a determinados autores por la trayectoria académica o proyección pública, aunque mejor será si disponen de alguna que de ninguna, como tantos que escriben y publican tan a la ligera, para que de ese modo su proceso de aprendizaje sea más fructífero.

Aspiramos a que todos esos jóvenes con curiosidad intelectual, y especialmente interesados por la política y la historia de su país, en vez de despreciar el mundo de sus mayores que consideran rancio y obsoleto, quizá porque se lo han enseñado mal o han estado faltos de referentes o de tutores adecuados o porque los propagandistas interesados de turno así les interesa que sea, para poder manipularlos mejor, sean conscientes de la imperativa necesidad de pensar por sí mismos. Les animamos a que no rechacen o acepten cualquier escrito que caiga en sus manos a priori por la simple adscripción ideológica de su autor, muchas veces falsamente atribuida, sino por su contenido específico, y una vez leído de la cruz a la fecha y no en diagonal o saltándose páginas. Es la única manera de poder evaluarlo con equidad y no equivocadamente inducidos por los falsarios habituales.

Que se esfuercen en comprender ese mundo que no les gusta (a nosotros tampoco) y de ese modo poder transformarlo con mayor eficacia que la mostrada por las generaciones precedentes, porque si creen que a los adultos nos gusta el que nos toca compartir se equivocan de medio a medio, y esa sería la mejor manera de empezar a errar el tiro. Si no es así y logramos animarlos a que se esfuercen con nosotros en traspasar mínimamente el muro espeso de la propaganda y la manipulación historiográfica, estas páginas habrán alcanzado el mejor y más ilusionante de los objetivos que nos propusimos de inicio, pero que tengan siempre presente que nada verdaderamente fructífero podrá alcanzarse sin una sabia combinación de constancia, pasión y razón, con mucho esfuerzo y sincera vocación.

Sapere aude[6].

[1] J. Juaristi, «Falsarios e hipercríticos», El País Libros, Babelia, 1 de agosto de 1992, p. 7.

[2] J. M. Cuenca Toribio, «La Segunda república. De la leyenda negra a la rosa», en Ocho claves de la historia de España, Encuentro, Madrid, 2003, p. 149.

[3] J. M.a Aznar, España. La segunda transición, Espasa Calpe, Madrid, 1994.

[4] F. Manetto, «Pablo Iglesias promete acabar con el “régimen” de la Transición», El País, 16 de noviembre de 2014, disponible en [http://politica.elpais.com/politica/2014/11/15/actualidad/1416044494_928494.html].

[5] Juan de Mairena es un personaje inventado por Antonio Machado, un poeta y filósofo (como él mismo) sevillano discípulo a su vez del maestro igualmente sevillano, Abel Martín, personaje apócrifo inventado también por él, lo que le permitía siendo de natural modesto expresar desde un segundo plano pensamientos y reflexiones tan sencillas como profundas con discreción y sin engolar la voz. A. Machado, Juan de Mairena, 2 vols., ed. de A. Fernández Ferrer, Cátedra, Madrid, 1986.

[6] «Atrévete a saber». La expresión proviene de Horacio de su Epístola II del Epistularum liber primus, «Dimidium facti, qui coepit, habet: sapere aude, / incipe» («Quien ha comenzado, ya ha hecho la mitad: atrévete a saber, empieza»), aunque fue Immanuel Kant quien la divulgó en su ensayo ¿Qué es la Ilustración?, y otros escritos de ética, política y filosofía de la historia (Alianza, Madrid, 2013). La frase bien puede traducirse como: «Ten el valor de confiar en tu propia razón. ¡Piensa por ti mismo, no dejes que otros piensen por ti!». Tal fue el lema de la Ilustración.