portada

MARTHA RODRÍGUEZ GARCÍA. Licenciada y maestra en historia por la Universidad Iberoamericana campus Santa Fe. Catedrática de la Universidad Iberoamericana en Saltillo y Torreón. Se especializa en guerras indias e historia familiar.

MARÍA ELENA SANTOSCOY FLORES. Licenciada en lengua y literatura españolas y en ciencias sociales por la Escuela Normal Superior de Coahuila y maestra en historia por la Universidad Iberoamericana. Catedrática de la Escuela Normal Superior desde hace 33 años e investigadora de la vida cotidiana en México.

LAURA ELENA GUTIÉRREZ TALAMÁS. Licenciada en sociología y maestra en historia por la Universidad Iberoamericana. Catedrática de la Universidad Iberoamericana en Saltillo y Torreón e investigadora en historia política de México.

FRANCISCO JAVIER CEPEDA FLORES. Originario de Saltillo; egresado de la UNAM con maestría en matemáticas aplicadas. Catedrático, fundador de la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas de la Universidad de Coahuila. También tiene una maestría en historia por la Universidad Iberoamericana. Se especializa en historia de la ciencia y la educación y en historia regional.

SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA

Fideicomiso Historia de las Américas

Serie
HISTORIAS BREVES

Dirección académica editorial: ALICIA HERNÁNDEZ CHÁVEZ

Coordinación editorial: YOVANA CELAYA NÁNDEZ

COAHUILA

MARTHA RODRÍGUEZ
MARÍA ELENA SANTOSCOY
LAURA ELENA GUTIÉRREZ
FRANCISCO JAVIER CEPEDA

Coahuila

HISTORIA BREVE

Fondo de Cultura Económica

EL COLEGIO DE MÉXICO
FIDEICOMISO HISTORIA DE LAS AMÉRICAS
FONDO  DE  CULTURA  ECONÓMICA

Primera edición, 2000
Segunda edición, 2010
Tercera edición, 2011
Primera edición electrónica, 2016

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

contraportada

PREÁMBULO

LAS HISTORIAS BREVES de la República Mexicana representan un esfuerzo colectivo de colegas y amigos. Hace unos años nos propusimos exponer, por orden temático y cronológico, los grandes momentos de la historia de cada entidad; explicar su geografía y su historia: el mundo prehispánico, el colonial, los siglos XIX y XX y aun el primer decenio del siglo XXI. Se realizó una investigación iconográfica amplia —que acompaña cada libro— y se hizo hincapié en destacar los rasgos que identifican a los distintos territorios que componen la actual República. Pero ¿cómo explicar el hecho de que a través del tiempo se mantuviera unido lo que fue Mesoamérica, el reino de la Nueva España y el actual México como república soberana?

El elemento esencial que caracteriza a las 31 entidades federativas es el cimiento mesoamericano, una trama en la que destacan ciertos elementos, por ejemplo, una particular capacidad para ordenar los territorios y las sociedades, o el papel de las ciudades como goznes del mundo mesoamericano. Teotihuacan fue sin duda el centro gravitacional, sin que esto signifique que restemos importancia al papel y a la autonomía de ciudades tan extremas como Paquimé, al norte; Tikal y Calakmul, al sureste; Cacaxtla y Tajín, en el oriente, y el reino purépecha michoacano en el occidente: ciudades extremas que se interconectan con otras intermedias igualmente importantes. Ciencia, religión, conocimientos, bienes de intercambio fluyeron a lo largo y ancho de Mesoamérica mediante redes de ciudades.

Cuando los conquistadores españoles llegaron, la trama social y política india era vigorosa; sólo así se explica el establecimiento de alianzas entre algunos señores indios y los invasores. Estas alianzas y los derechos que esos señoríos indios obtuvieron de la Corona española dieron vida a una de las experiencias históricas más complejas: un Nuevo Mundo, ni español ni indio, sino propiamente mexicano. El matrimonio entre indios, españoles, criollos y africanos generó un México con modulaciones interétnicas regionales, que perduran hasta hoy y que se fortalecen y expanden de México a Estados Unidos y aun hasta Alaska.

Usos y costumbres indios se entreveran con tres siglos de Colonia, diferenciados según los territorios; todo ello le da características específicas a cada región mexicana. Hasta el día de hoy pervive una cultura mestiza compuesta por ritos, cultura, alimentos, santoral, música, instrumentos, vestimenta, habitación, concepciones y modos de ser que son el resultado de la mezcla de dos culturas totalmente diferentes. Las modalidades de lo mexicano, sus variantes, ocurren en buena medida por las distancias y formas sociales que se adecuan y adaptan a las condiciones y necesidades de cada región.

Las ciudades, tanto en el periodo prehispánico y colonial como en el presente mexicano, son los nodos organizadores de la vida social, y entre ellas destaca de manera primordial, por haber desempeñado siempre una centralidad particular nunca cedida, la primigenia Tenochtitlan, la noble y soberana Ciudad de México, cabeza de ciudades. Esta centralidad explica en gran parte el que fuera reconocida por todas las cabeceras regionales como la capital del naciente Estado soberano en 1821. Conocer cómo se desenvolvieron las provincias es fundamental para comprender cómo se superaron retos y desafíos y convergieron 31 entidades para conformar el Estado federal de 1824.

El éxito de mantener unidas las antiguas provincias de la Nueva España fue un logro mayor, y se obtuvo gracias a que la representación política de cada territorio aceptó y respetó la diversidad regional al unirse bajo una forma nueva de organización: la federal, que exigió ajustes y reformas hasta su triunfo durante la República Restaurada, en 1867.

La segunda mitad del siglo XIX marca la nueva relación entre la federación y los estados, que se afirma mediante la Constitución de 1857 y políticas manifiestas en una gran obra pública y social, con una especial atención a la educación y a la extensión de la justicia federal a lo largo del territorio nacional. Durante los siglos XIX y XX se da una gran interacción entre los estados y la federación; se interiorizan las experiencias vividas, la idea de nación mexicana, de defensa de su soberanía, de la universalidad de los derechos políticos y, con la Constitución de 1917, la extensión de los derechos sociales a todos los habitantes de la República.

En el curso de estos dos últimos siglos nos hemos sentido mexicanos, y hemos preservado igualmente nuestra identidad estatal; ésta nos ha permitido defendernos y moderar las arbitrariedades del excesivo poder que eventualmente pudiera ejercer el gobierno federal.

Mi agradecimiento a la Secretaría de Educación Pública, por el apoyo recibido para la realización de esta obra. A Joaquín DíezCanedo, Consuelo Sáizar, Miguel de la Madrid y a todo el equipo de esa gran editorial que es el Fondo de Cultura Económica. Quiero agradecer y reconocer también la valiosa ayuda en materia iconográfica de Rosa Casanova y, en particular, el incesante y entusiasta apoyo de Yovana Celaya, Laura Villanueva, Miriam Teodoro González y Alejandra García. Mi institución, El Colegio de México, y su presidente, Javier Garciadiego, han sido soportes fundamentales.

Sólo falta la aceptación del público lector, en quien espero infundir una mayor comprensión del México que hoy vivimos, para que pueda apreciar los logros alcanzados en más de cinco siglos de historia.

ALICIA HERNÁNDEZ CHÁVEZ
Presidenta y fundadora del
Fideicomiso Historia de las Américas

 

PRÓLOGO

UNAS LÍNEAS PARA ADVERTIR A LOS LECTORES algunas cosas sobre el sentido y la hechura del texto que a continuación se presenta y aprovechar este espacio para hacer unos precisos reconocimientos. Trabajos como éste, que aspiran a ofrecer recapitulaciones generales, no dejan de ser polémicos. Intentan varios propósitos disímiles entre sí. Cuando se cumple alguno, se desmerecen los demás: presentar una visión amplia y panorámica de manera breve y concreta; lo suficientemente general pero que dé cuenta de lo particular; que hable de una totalidad social que no admite fronteras fáciles, pero que al mismo tiempo se circunscriba a una jurisdicción político-territorial relativamente reciente y determinada sólo por el ámbito político; que ofrezca una obra de síntesis y al mismo tiempo “con la más alta calidad académica”, entre otras antinomias.

Ante eso, no queda más que reconocer los límites que conlleva tal empresa y compartir con el lector los temores que nos invaden en el sentido de que esta “historia compartida” no lo sea tanto. Es decir que, al hablar de la historia del territorio hoy conocido como Coahuila, no lo hagamos a la vez de sus pueblos, villas y ciudades por igual; que al aludir a sus habitantes en general, no tratemos de las personas que nacieron, anhelaron, lucharon, amaron y murieron en ese territorio, al grado de que un buen número de ellas no encuentren lugar en estas líneas; que se hable de procesos tan amplios y generales que bien cuenten la historia no sólo de otras regiones desérticas y septentrionales, sino la consabida historia novohispana y mexicana, sin descubrir plenamente las particularidades locales, o, por el contrario, relatemos una historia estrecha y comarcana que impida admirar cómo el mundo ha transitado por los campos, las veredas, los caminos de tierra y de hierro y, más recientemente, por las supercarreteras de Coahuila, entre otras flaquezas que con seguridad invaden un trabajo de esta naturaleza.

Como todas las historias, la que contiene este libro es también una historia selectiva y, por tanto, incompleta, de manera que sólo nos resta ofrecer al lector algunos de los elementos que buscaron configurar este relato particular, sin dejar de considerar que, circunstancial o inconscientemente, se hicieron otros recortes que definieron la narración. Tal es el caso de la inclusión de temas e interpretaciones incrustados en la pupila de los autores, en las expectativas de los lectores, en la costumbre de los historiadores, o bien la exclusión de aquellos tópicos que podrían modificar esta historia y no están, por ahora, en el horizonte de nuestra mirada.

Para la elaboración de esta breve historia se adoptaron algunos ejes temáticos y a la vez interpretativos que pudieran articular una breve historia de Coahuila, a manera de hilos conductores más o menos coherentes. Tratamos de ofrecer sentidos regionales —que no exclusivos— a los pasajes que aquí se narran y evitamos dejarnos conducir por el peso irresistible de la historia nacional, lo cual es común en trabajos de este corte. La selección también pretendió reducir el universo de las observaciones posibles y crear un espacio para que saltaran sobre las líneas algunas particularidades regionales, así como la complejidad de la vida en este territorio. Con esas directrices, nos propusimos narrar procesos y escenas en forma más o menos sintética, inmersos en contextos extralocales, así como, en la medida de lo posible, dar cuenta de la generación de una cultura matizada por el contexto regional.

Los ejes o direcciones hacia los cuales apuntó la observación de los historiadores refieren a cinco asuntos —y uno más para tiempos recientes— que si bien merecen una historia propia, forman parte del contexto inmediato con el cual interactuaron los habitantes durante siglos y que, en buena medida, perfilaron la historia de la región, a saber:

—un extenso territorio apostado mayormente en el desierto y en menor medida entre matorrales, con distintos hábitats en su interior conformados por una orografía irregular y escasos puntos de agua;

—una población crónicamente escasa y aislada en un amplio territorio, pero a la vez desgranada en pequeños grupos cercanos a los puntos de agua y, a partir de la industrialización, concentrada en centros urbanos;

—un estado de guerra permanente caracterizado por la disputa de los puntos de agua y de los territorios más feraces que, no siendo extraña entre los nómadas nativos, durante la Colonia y hasta 1880 enfrentó a pobladores y grupos indígenas por la ocupación de ese espacio, a un grado tal que generó la aparición de una “cultura de guerra” en los habitantes de la región;

—la presencia en los distintos pueblos y villas de una organización con rasgos de autonomía y, en consecuencia, el despliegue de una lógica local, elementos que son plenamente visibles cuando dichas poblaciones fueron alcanzadas por la acción del estado colonial, nacional o regional;

—la condición de frontera experimentada por los pobladores desde el siglo XVI hasta el XX, configurada en distintos momentos como frontera de colonización, frontera de guerra, frontera de civilización, frontera política o frontera cultural, y

—una dinámica industrial y urbana que paulatinamente ha impuesto sus ritmos y formas de vida a la mayor parte de los habitantes de la entidad en el último tramo de su historia.

En lo que toca a su estructura, el libro se dividió en cuatro grandes apartados. El primer segmento habla de la configuración natural y social que encontraron los españoles al entrar en este territorio y recorre la época colonial hasta la primera mitad del siglo XVIII, de manera que da cuenta del proceso de colonización de estas tierras. El segundo narra las reformas administrativas y otros desplazamientos sociales en la región durante las últimas décadas del gobierno español, así como las primeras de la existencia del estado de Coahuila. El tercero relata la historia regional desde la segunda mitad del siglo XIX hasta la Revolución mexicana, dando cuenta de las transformaciones y vicisitudes de tipo político, económico y cultural que concurrieron en la región durante la consolidación del Estado mexicano. Por último, el cuarto hace un acercamiento a la Coahuila moderna, llegando a nuestros días.

En este trabajo se resumen los saberes de otros muchos historiadores que han aludido o trabajado en la historia de esta región en diferentes momentos, con distintos propósitos y abordando diversos tópicos, de manera que la deuda con todos ellos y con los archivos locales que hicieron accesibles ciertos documentos es más que patente.

Por último queremos agradecer al Centro de Estudios Sociales y Humanísticos de Saltillo (CESHAC), que permitió la coordinación de los trabajos y la escritura del libro, a Francisco Rodríguez y Fernando Valdés por la localización de materiales y, de manera particular, a algunos especialistas en temas puntuales que generosamente ofrecieron sus materiales de investigación, la mayor parte de ellos no publicados: Francisco Dávila, Rita Favret, Arnoldo Hernández, Andrés Mendoza, Juan Luis Sariego, Gerardo Segura y Alma Valdés. Vaya a todos ellos nuestro afecto y reconocimiento.

LAURA GUTIÉRREZ
Centro de Estudios Sociales
y Humanísticos de Saltillo

PRIMERA PARTE

EL AGUA ORGANIZA EL ESPACIO

por María Elena Santoscoy

I. EL TERRITORIO Y SUS RECURSOS

HÁBITATS EN EL DESIERTO

DURANTE EL PERIODO CRETÁCICO, la región coahuilense constituía una pequeña península que a lo largo de su conformación aportó una buena cantidad de sedimentos al mar que la rodeaba. Algunos científicos consideran que en ciertas épocas pudo ser una isla, mientras que otros afirman, incluso, que la zona estuvo completamente cubierta por las aguas del mar. Hoy, millones de años después y salvo excepciones aisladas, casi todo el territorio coahuilense se ha convertido en un desierto formado por valles, resecas serranías y algunos lomeríos donde, a simple vista, existe muy poca vida. Hablar del desierto chihuahuense, en el que se inscribe el territorio coahuilense, no necesariamente significa referirse a un lugar de arenas calcinantes y a una carencia total de agua. No obstante existir franjas pequeñas de ese tipo en el norte y noreste de Coahuila, no corresponden a la totalidad de la región. El territorio coahuilense es inhóspito, pero no yermo, puesto que posee una flora y una fauna ricas y variadas. En general, puede decirse que cuenta con varios ecosistemas diferenciados. En la época precolombina, algunas de esas regiones poseían ciertas características que permitieron asentamientos de grupos sociales, en ocasiones numerosos.

Los hallazgos arqueológicos muestran que el hombre llegó a nuestro país hace 21 000 años, aproximadamente. Cuando los primeros grupos humanos llegaron al sitio que hoy forma el estado de Coahuila y a sus regiones cercanas, encontraron un paisaje agradable, con un número considerable de áreas boscosas y suficiente humedad. Biólogos y arqueólogos opinan que en las tierras aledañas al Río Bravo había especies de árboles adaptados a vivir en condiciones húmedas. En las planicies había bosques, pastizales y manantiales permanentes. No obstante, el proceso de desertificación que actualmente afecta a la zona fue acelerado por la erosión natural y el excesivo sobrepastoreo posterior. De tal modo, el antiguo paisaje tendió a cambiar hasta llegar a tener el aspecto desértico que presenta hoy en día.

Los grupos indígenas locales lograron sortear, con habilidad y destreza, prolongadas sequías, e inventar instrumentos con los materiales que tenían a mano. Prueba de ello son las ingeniosas trampas que idearon para cazar animales. Asimismo, podían hervir el agua sin contar con objetos de cerámica, hacer barbacoa en hoyos bajo la tierra e hilar el ixtle; poseían conocimientos sobre plantas comestibles y medicinales, y sabían confeccionar armas y utensilios. Básicamente, estos grupos se diferenciaban de los indígenas sedentarios en el hecho de desconocer por completo la forma de habitar en un solo lugar de modo permanente, y no tanto en sus características étnicas.

En el momento del contacto con los occidentales, los grupos humanos que habitaban esta región estaban distribuidos de la siguiente manera: al sureste los cuauchichiles, pachos, rayados y borrados, y un poco más al sur los zacatecos. En la actual Región Lagunera vivieron los laguneros e irritilas; en el centro y el oeste, los todomameros, colorados y cocoyomes; en la parte oriental, los alazapas, coahuiltecos y cabezas; en el noreste, los jumanes, julimes y momones, y en el noroeste, los chisos y tobosos.

Entre las huellas dejadas por las sociedades antiguas del noreste se pueden citar fogones, petroglifos, abrigos rocosos cubiertos de pinturas rupestres y puntas de flecha que presentan pocos rasgos de similitud con las manifestaciones e instrumentos de los pueblos mesoamericanos. En opinión de estudiosos y conocedores, a pesar de que hay elementos comunes entre los diversos grupos norteños, definitivamente no existió entre ellos un desarrollo conjunto sincrónico. Por lo que, en lo que a población se refiere, la característica principal de la región norestense fue una ausencia total de grupos sedentarios o agricultores. Las tribus locales se conservaron dentro del patrón nomádico de cazadores-recolectores hasta su total extinción en tiempos históricos.

OASIS Y LAGUNAS

Los oasis permanentes propiciaban un fenómeno muy particular. En algunas partes del actual territorio coahuilense, los riachuelos y grandes arroyos crearon una serie de pequeños pantanos, denominados ciénegas, los cuales se caracterizaban por no tener salida, con una exuberante flora a su alrededor, aunque reducida al área húmeda. En su interior había algunas variedades de peces y en sus orillas hacían escala parvadas de ocas que emigraban durante el invierno. La villa de San Francisco de los Patos (General Cepeda) y Cuatrociénegas constituyen ejemplos de oasis. Otro microclima lo creaban los pocos ríos de la región. Los árboles que crecían en sus orillas e inmediaciones eran sabinos y nogales, pero en algunas otras riberas se podían encontrar encinos, sauces, fresnos y álamos. Entre la fauna propia de estas regiones se pueden mencionar diversas especies de peces, tortugas, nutrias, palomas, ardillas, patos, martas, tlacuaches, osos y jabalíes. Otros ejemplos de oasis son Saltillo y Parras. En cambio, la región de La Laguna es una zona desértica que con el tiempo llegó a convertirse en la comarca agrícola más importante de México, gracias a los ríos Nazas y Aguanaval, y a las aguas subterráneas. En las partes altas de Zacatecas, por ejemplo, se encuentran depósitos subterráneos que tienen su salida en los manantiales de Viesca y Hornos, a 1 100 metros de altitud, y también en el Valle de Parras, a mayor altura. En la región de Cuatrociénegas y en las faldas de las montañas que se levantan entre las haciendas de Sardinas y Múzquiz se registran grandes saturaciones. En las propias laderas, de igual forma, en otros tiempos hubo manantiales tan importantes como los que dieron origen a los ríos Sabinas y Nadadores. Otros veneros copiosos brotan en el noreste de Coahuila, en la región denominada Zona de los Cinco Manantiales, que comprende los actuales poblados de Allende, Nava, Morelos, Zaragoza y Villa Unión.

Los integrantes de la tribu cuauchichil acostumbraban traer la cabeza rapada y coloreada de rojo, característica que les servía para diferenciarse de otros grupos. Eran errabundos, siempre en pos de lo necesario para su subsistencia. En los antiguos territorios de Coahuila y Texas se han encontrado petroglifos, pinturas rupestres y otros restos de origen prehispánico; pero entre éstos no aparecen ídolos, ni cerámica, ni monumentos sepulcrales que hayan pertenecido a los antiguos pobladores. Algunos cronistas consideran que las tribus que vivían en estos territorios eran enteramente nómadas y se alimentaban de frutos silvestres, la caza y la pesca; sin embargo, se ha encontrado que algunas cuevas sirvieron de depósito de cadáveres, los cuales generalmente estaban cubiertos con tejidos confeccionados de fibra de lechuguilla y estaban provistos de sandalias de palma.

La región lagunera se encuentra situada en una zona desértica de muy baja precipitación pluvial; si bien, gracias a su orografía, la lluvia que caía en apartadas serranías llegaba hasta ahí para formar enormes lagunas que perduraban durante muchos meses del año y que aportaban a los naturales comida en abundancia: peces, patos, plantas acuáticas y venados que se acercaban a beber en sus bordes. En esa región todo se transformaba en nutrientes debido a las lluvias distantes que corrían río abajo. La gran extensión de esas lagunas así como los islotes que en ellas se formaban sirvieron para que una gran cantidad de grupos nómadas se aposentaran ahí durante buena parte del año, alimentándose de los nutrientes que arrastraban las corrientes. Algunas de las tribus que habitaban la región fueron miopacoas, tobosos, yaomamas, irritilas y zacatecos. Estos últimos ocupaban las tierras del poniente, los irritilas las del sur y los demás estaban dispuestos en áreas adyacentes.

Una de las actividades que habitualmente realizaban era la pesca, para la que se auxiliaban de cestos —llamados nasas— y redecillas, elaboradas con ocotillo o con ixtle de lechuguilla, así como de pequeños arpones. Cuando las aguas se encontraban en calma, proliferaban en ellas animales acuáticos de todos tamaños, como tortugas, matalotes y peces dorados, así como gansos y pa-tos. La pesca era una actividad realizada por ancianos, mujeres y niños, quienes a la vez desempeñaban algunas otras actividades, como la recolección de arbustos como el mezquite y el tule.

EL DESIERTO

El área del Bolsón de Mapimí conforma en sí misma una región. Su flora y fauna son escasas y su precipitación casi nula. Los grupos humanos que ahí habitaron lograron adaptarse extrayendo recursos bióticos de sus inmediaciones. El hallazgo in situ de morteros, metates, raspadores, puntas de lanza, flechas y navajas de piedra indican que encontraron comida suficiente para su subsistencia diaria y la de sus familias.

En general, desde hace algunos miles de años el ser humano logró adaptarse al desierto y ha sabido vivir en él. En estas latitudes, los indígenas podían encontrar mucha tuna y palmito para alimentarse; tales nutrientes, además, podían ser muy apropiados para ingerir durante la época de cacería. Muy pronto los conquistadores pudieron percatarse de que hasta en el sitio más árido los naturales encontraban el sustento necesario. El adelantado don Pedro de Ahumada, por ejemplo, constató que los nómadas podían subsistir sin comer ni beber otra cosa que no fueran las tunas.

La región noreste de Coahuila es la mejor irrigada; no es el caso de las regiones central y occidental. En la central se encuentran las llanuras y cañones del Espinazo, La Joya y Baján, mientras que la occidental atraviesa el reseco espacio de La Paila, las polvorientas llanuras del sur de Coahuila y la hoya de La Laguna. Fray Agustín de Morfi, quien recorrió esos territorios en los años 1777-1778, dejó escrito que “el pasto era muy poco y hecho tierra, porque la sequía había sido tan furiosa que los nopales parecían tostados a la lumbre”.

Uno de los muchos grupos que habitaban el desierto comarcano estaba integrado por los bobosarigames. El lenguaje hablado por este grupo era diferente del empleado por las tribus situadas al sur y al este; no obstante, se entendían con varios grupos regionales, por ejemplo nonojos, jaques, ocomes, zaguales, cocoyomes, chizos, etc. Aunque los bobosarigames cuidaban celosamente su autonomía, solían mantener relaciones de intercambio con otras parcialidades. Ciertamente, el gran aliado de los grupos nómadas era el desierto, del que sabían extraer todo el provecho posible: podían encontrar agua en los cactus así como conseguir diversos nutrientes a lo largo y ancho de todo el territorio. El desierto, asimismo, les servía como escondite y refugio contra sus enemigos; una vez que se internaban en el desierto, los conquistadores no se animaban a perseguirlos. En lo que se refiere a su alimentación, puede decirse que su agua de uso corriente era el aguamiel, y su sustento básico, el mezquite; al menos así lo afirman estudios recientes. También acostumbraban cazar venados y bisontes. Estos últimos eran llamados cíbolos por los naturales. Entre las prácticas alimentarias empleadas por los nómadas del noreste se pueden citar el asado, la cocción y el horneado, pero sobre todo la barbacoa. Ésta se hacía tanto de diversos animales como de quiote, maguey, tuna, nopalito, mezcal y peyote. También horneaban pan entre brasas y cenizas, mientras que en morteros, metates y molcajetes molían las semillas y los huesos para transformarlos en harina. Para hervir agua colocaban piedras ardientes dentro de una botija. En resumidas cuentas, la dieta indígena estaba compuesta de plantas, frutos silvestres y porciones de carne. En cuanto a los grupos laguneros, además de pescado, solían comer aves. Un alimento común a casi todos los grupos era el mezquite, que transformaban en harina, junto con algunos huesos de animales. La tuna era otro fruto básico; su cosecha podía durar de dos a varios meses, pero los indígenas conocían la forma de transformarla en pasta para que les durara hasta el invierno. Se dice que algunos de estos grupos nómadas conocieron la cerámica, pero no pudieron emplearla debido a sus constantes desplazamientos. En cambio, supieron confeccionar ollas de cuero y fibras, que eran más ligeras y resistentes.

 

FIGURA I.1. Variedad de alimentos de los grupos que habitaban las distintas regiones del área estudiada

La industria textil practicada por los nómadas del noreste fue variada, amplia y desarrollada, ya que podían confeccionar diversos tejidos a los que aplicaban sustancias colorantes a base de lechuguilla, yuca y palma. Otros productos eran las cuerdas de arco, sandalias, cobijas, redes, cordeles y muchos más. Ciertas tribus confeccionaban vestidos de cuero de venado o conejo, y excepcionalmente, algunas otras emplearon el algodón.

Los bobosarigames andaban por lo general desnudos, aunque algunos solían taparse con pieles. La mayoría utilizaba sandalias de fibra de palma o yuca. Es probable que sus arcos estuvieran confeccionados de raíz de mezquite, y en sus flechas colocaban plumas de guajolote, tal vez como divisa. En ocasiones, cuando algún guerrero joven quería demostrar su bravura, podía desafiar a los miembros de otros grupos, quienes se vengaban atacando o matando a alguno de los de la tribu agresora. Crónicas antiguas refieren que algunas veces, como muestra de paz, se enviaba a otra tribu a una doncella con una flecha muy adornada, pero sin punta. Si la embajadora regresaba en paz, posteriormente enviaban otras mujeres con algunas pieles como regalo. De ese modo se consideraba que la paz estaba sellada y enseguida se concertaba un acuerdo para celebrar un mitote (momentos de esparcimiento en los que se intercambiaba mujeres y regalos). Los relatores dan cuenta de que, a diferencia de otras tribus, los bobosarigames acostumbraban bailar junto a sus mujeres alrededor de una gran fogata.

El grupo cuahuilteco habitaba en territorios de la actual Monclova. Entre los grupos indígenas que lo conformaban se pueden citar a pajalates, orejones, pacoas, tilijayas, alasapas, pausanes y otros. Se sabe que existía una lengua muy extendida que se hablaba en algunas porciones de Texas, Coahuila, Nuevo León, Zacatecas y San Luis. Los investigadores han encontrado que entre los hablantes de dicha lengua había más de 200 tribus pequeñas y medianas. Entre las tribus más extensas estaban aranames, pachales, quesales, cacaxtles, cotzales, catujanos y coahuiltecos. Estos últimos también eran denominados cuahuitlas.

A su llegada, los españoles bautizaron a las diversas tribus regionales, cuyos apelativos subsistieron. Algunos de esos nombres fueron: nadadores, tobosos, cuauchichiles, borrados, rayados, cabezas, laguneros, mezcaleros, etc. Por lo que se refiere a los borrados, quedaron vestigios de ellos en los actuales estados de Chihuahua, Coahuila, Texas, Nuevo León y Tamaulipas. Al parecer, a excepción de unos cuantos, como cuauchichiles, tobosos y varios pueblos de Parras y La Laguna, casi todos los grupos indígenas del noreste se definían por línea paterna.

En general, los varones indígenas tenían estatura media, eran esbeltos y muy resistentes; podían pasar muchas horas sin beber agua ni tomar alimento alguno. Mientras algunos grupos, como los laguneros, conseguían su sustento de una forma relativamente fácil, los de las regiones de Monterrey, Saltillo y otras de Coahuila, como el Bolsón de Mapimí, desplegaban un esfuerzo extraordinario para obtener alimento.

Los antiguos cronistas cuentan que las tribus locales eran gobernadas por jefes con virtudes especiales. Eran generosos, buenos oradores, valerosos, conciliadores y buenos cazadores. Con todo, la elocuencia parece haber sido una de las cualidades más estimadas.

LA INTELIGENCIA DE LA VIDA NÓMADA EN EL DESIERTO

Los cronistas afirman que los grupos nómadas del norte se dividían en rancherías de hasta 100 indígenas cada una, que conformaban entre 12 y 20 familias. En ocasiones, los miembros de varias rancherías se daban cita en lugares donde abundaba la comida y, otras veces, durante la realización de mitotes, en los que hacían gala de su dominio de la palabra o se embriagaban con licor de mezquite y peyote.

Durante mucho tiempo, los indígenas del noreste se mantuvieron como cazadores-recolectores, desplazándose hacia la cultura guerrera y ecuestre. Por tal motivo, su instrumental de caza y su conocimiento de los recursos naturales llegó a ser altamente desarrollado y diversificado.

Entre las técnicas perfeccionadas por los grupos locales se pueden citar principalmente las vinculadas con la industria textil y la fabricación de armamento. Sobre esta última puede decirse que la industria lítica alcanzó una gran fineza de estilo. Puntas de flecha de mayor tamaño se han encontrado en el norte de Coahuila, Nuevo León y sur de Texas, en los hábitats propios del búfalo y el venado bura. En cambio, cerca de la Región Lagunera se han hallado puntas más delicadas, que seguramente corresponden a los sitios donde se cazaban patos y se flechaban pescados.

Las chozas, formadas por esteras sobre cuatro arcos, eran transportables, pues cada tres o cuatro días se desplazaban en busca de comida. Los indicios muestran que la vivienda común del indígena se elaboraba de fibras y carrizo, y tenía una entrada muy reducida. También utilizaron como abrigo algunas oquedades de las montañas, en las que se han encontrado evidencias líticas y pictóricas, así como algunos enterramientos funerarios.

Alonso de León refiere que los cuahuiltecos generalmente vivían en rancherías de a lo sumo 15 chozas alineadas, cada una con un fogón en su interior, pero que esa disposición variaba en tiempos de guerra. Para tales ocasiones, las chozas se disponían en forma de media luna para poder protegerlas de las incursiones de otros grupos. Las camas por lo general eran de piel de venado, heno o petate. El cronista informa que por lo regular andaban desnudos, excepto de los pies, pues calzaban unas suelas amarradas con cordones. Asimismo, dice que llevaban los cabellos largos hasta la cadera.

La guerra fue práctica común entre estas sociedades, fundamentalmente por pugnas suscitadas entre diferentes grupos por la apropiación del espacio y el sustento. También hay evidencia de la reunión de diferentes grupos en sitios donde abundaba la comida, como por ejemplo en los tunales.

Los informes disponibles dan cuenta de que los naturales gustaban de teñirse el cuerpo y la cara, cada grupo de forma diferente, y algunas tribus acostumbraban rasurarse desde la frente hasta la coronilla, tanto los hombres como las mujeres. También refieren que se cubrían los genitales con heno, zacate o alguna otra hierba, sobre la que colocaban cueros de venado muy bien aderezados, de los cuales colgaban “cuentas, frijoles o frutillas duras, u otro género de caracoles o dientes de animales que hacían un ruido al andar, algo que tenían por gran gala”; asimismo, solían usar otro cuero colgado al hombro como cobija.

Los chichimecas del norte eran, antes que nada, guerreros consumados. Solían tender emboscadas a sus enemigos, infligiéndoles graves daños con sus inesperados ataques, para luego desaparecer rápidamente tras las montañas circundantes. Al principio, este método de guerra confundió mucho a los españoles: de improviso, una partida de guerreros desnudos aparecía gritando desatinadamente como locos. Aunado a la frecuencia de sus ataques, el respeto de los españoles a la capacidad guerrera de los indígenas se incrementó conforme avanzaba el tiempo. En 1582, el fraile franciscano Jerónimo de Mendieta informaba a la corte que la sola mención de la palabra chichimeca era suficiente para engendrar aprensión entre los españoles de toda la frontera.

Ciertamente, los nómadas que antaño hicieron habitaron las áridas montañas y los resecos llanos de Aridoamérica fueron muy distintos de los “dóciles” y sedentarios que encontraron los españoles en las costas y la porción central de la Nueva España; debido a eso se desarrolló un intenso drama entre ellos y los conquistadores.