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RICHARD CONNIFF

es un escritor y periodista estadunidense especializado en comportamiento animal y humano. Ha escrito en publicaciones periódicas como The New York Times Magazine y National Geographic. Su trabajo de divulgación ha merecido diversos reconocimientos como el John Burroghs Award, en el año 2000, y la Beca Guggenheim, en 2007.

SECCIÓN DE OBRAS DE CIENCIA Y TECNOLOGÍA


CAZADORES DE ESPECIES

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RICHARD CONNIFF

Cazadores de especies

HÉROES, LOCOS Y LA DELIRANTE BÚSQUEDA DE LA VIDA SOBRE LA TIERRA

Traducción
MARIANA HERNÁNDEZ CRUZ

Fondo de Cultura Económica

Primera edición en inglés, 2011
Primera edición en español, 2016
Primera edición electrónica, 2016

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

contraportada

Para aquellos que murieron
en la búsqueda de las especies.

ÍNDICE GENERAL

Sumario

Introducción. Cosas extrañas, tierras extrañas

“Sacrificios humanos, extraña moneda”

“Bicho raro”

“Un placer singular”

Descubrimientos sin límites

I. Londres, esa bestia

La “clase virtuosa”

“Ron para el topo”

Bestias salvajes de Londres

“Vísceras de un pangolín”

“Una chispa eléctrica”

II. En busca del hilo

El laberinto de la naturaleza

Un refugio en el orden

Declaraciones reprehensibles

“Matices imperceptibles”

III. Recolección y conquista

“Conocimiento útil”

Amor y ambición

Por la naturaleza y por la nación

Hijos del Imperio

El fin de Joanna

IV. Locura por las conchas

Pasión por las conchas

“Mansiones más imponentes”

Ver las cosas con sus propios ojos

El vidente ciego de Ambon

V. Extinto

“Comer o ser comido”

El problema de la plenitud

Anatomía jeffersoniana

VI. El alba

Cuando toque la trompeta

“La correlación entre las partes”

Romper los límites del tiempo

VII. El río que fluye hacia el oeste

El barco de vapor, monstruo marino

Extraños compañeros de cama

Cómo describir una especie

Unas pocas palabras amables sobre Rafinesque

VIII. “Si pierden la cabellera

“El gran desierto estadunidense”

Vieja discordia

Perdidos en la naturaleza

La ciudad de los muertos

IX. El peso de los especímenes

El arte de matar

Preparación de campo

X. Arsénico e inmortalidad

Buenos amigos

“Micos” y “piñatas hinchadas”

Brujería y encantamiento

El alba de la eternidad

XI. “¿Acaso no soy un hombre y un hermano?

“Una peca universal”

Igualdad y ángulos faciales

XII. Deseos craneológicos

El Gólgota estadunidense

La teoría de la repugnancia

Para hacer estallar la Biblia

“Tonterías científicas”

XIII. “Un loco por la naturaleza

“Ese vampiro, ennui”

Nuestros demandantes corresponsales

“Trilobite fantástico”

Te alabarán todas tus obras

XIV. El mundo de cabeza

“Lombrices y monos”

Ciencia para todos

“Un pobre escritorzuelo”

Estabilidad

“Más patadas que laureles”

Encuentro con Mr. Arthrobalanus

“Una hipótesis ingeniosa”

XV. Un primate llamado Savage

A la caza de almas y especies

“Un animal de extraordinario carácter”

Ambición indecorosa

“Cuadrilla gorila”

XVI. “Los hombres de las especies

Los mejores años de sus vidas

“Extraño en una extraña misión”

Ver más allá de las apariencias

“Una pequeña carrera de ligereza”

XVII. “Trabajador de campo

Al este y hacia el sol

Notas de campo

XVIII. El lento poder de las fuerzas naturales

Palomas buchonas y tejedores de Spitalfields

Aquel año tumultuoso: 1857

La burla

El más apto sobrevivirá

“Mi originalidad”

“Hombres eminentes”

Dios y las alas del escarabajo

Nuestros gustos, nuestras necesidades, nuestra vanagloria

XIX. La guerra del gorila

“Una criatura de sueño infernal”

Malignidad

Ponerse la cara negra

“Un negro en el barril”

Regreso a África

XX. Fisgones y bebedores de té bajitos

“La abadía de Westminster de los animales”

El lejano Catay

“Estoy acostumbrado a todo”

“Uno oye el hacha”

Una especie salvada

XXI. Historia natural a escalas industriales

“¡Qué... ningún fondo!”

La naturaleza como atracción popular

En grande estaba bien

“No tengo duplicados”

Posdata

XXII. “La bendición de una buena falda

“La moral de las doncellas”

Los pantalones bajo la falda

Gloria y pavor

Una posdata elefantina

XXIII. La bestia dentro del mosquito

XXIV. “¿Por qué no hacer el experimento?

“Tengo la teoría”

“La puerta está abierta”

“Recoger los tesoros”

Para escapar de la selección natural

Epílogo. La nueva era de los descubrimientos

Necrología

Agradecimientos

Bibliografía

Índice analítico

 

SUMARIO

Introducción. Cosas extrañas, tierras extrañas

I. Londres, esa bestia

II. En busca del hilo

III. Recolección y conquista

IV. Locura por las conchas

V. Extinto

VI. El alba

VII. El río que fluye hacia el oeste

VIII. “Si pierden la cabellera”

IX. El peso de los especímenes

X. Arsénico e inmortalidad

XI. “¿Acaso no soy un hombre y un hermano?”

XII. Deseos craneológicos

XIII. “Un loco por la naturaleza”

XIV. El mundo de cabeza

XV. Un primate llamado Savage

XVI. “Los hombres de las especies”

XVII. “Trabajador de campo”

XVIII. El lento poder de las fuerzas naturales

XIX. La guerra del gorila

XX. Fisgones y bebedores de té bajitos

XXI. Historia natural a escalas industriales

XXII. “La bendición de una buena falda”

XXIII. La bestia dentro del mosquito

XXIV. “¿Por qué no hacer el experimento?”

Epílogo. La nueva era de los descubrimientos

Necrología

Agradecimientos

Bibliografía

Índice analítico

Índice general

 

Introducción
COSAS EXTRAÑAS, TIERRAS EXTRAÑAS

¡Qué éxtasis debieron sentir cuando desembarcaron en regiones donde todo era nuevo para ellos!1

Reverendo W. SHEFFIELD

En el punto más crítico de la Batalla de Alcañiz, el 23 de mayo de 1809, cuando estaba a punto de ordenar un ataque desesperado de las tropas francesas al centro de la línea española, el coronel Pierre François M. A. Dejean miró hacia abajo por casualidad. El aire a su alrededor estaba cargado del olor a pólvora y sangre, pero en una flor, junto a un arroyo, vio algo extraordinario: un escarabajo de especie desconocida. Desmontó de inmediato, recogió el espécimen y lo prendió al corcho que llevaba pegado en el casco.

Dejean era un importante líder de la armada napoleónica experimentado en batalla. Sin embargo, además era, sobre todo, un coleopterista, un especialista en escarabajos. Sus hombres lo sabían porque muchos de ellos cargaban frascos de cristal y tenían órdenes de recoger para él cualquier cosa de seis patas que caminara o volara. Sus enemigos lo sabían también y, por cortesía y respeto al descubrimiento científico, le enviaban los frascos que recuperaban de los muertos en el campo de batalla.2

Una vez que hubo recogido su más reciente premio, Dejean volvió sobre su silla de montar y se lanzó al ataque. Con las bayonetas preparadas, las tumultuosas fuerzas francesas avanzaron cuesta arriba hacia la artillería española. La brecha entre ellos se fue cerrando poco a poco, todo estaba tenso y en silencio. Después, en el último momento, los cañones soltaron una tormenta de metralla a los rostros de la línea of ensiva. Cientos de soldados franceses murieron. El casco de Dejean quedó destrozado por el disparo del cañón, pero él y su espécimen sobrevivieron intactos. Años más tarde, le daría a su premio de Alcañiz un nombre científico, por género y especie: Cebrio ustulatus.

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Para los lectores modernos, la temeraria pasión de Dejean por los escarabajos aun frente al fuego enemigo podría parecer una locura. Es probable que haya millones de especies de escarabajos en el mundo, pero incluso en esa era de gran entusiasmo por las especies había pocas esperanzas de obtener la gloria por sumar uno más a la lista. Al final, resultó que Dejean ni siquiera obtuvo el crédito por su descubrimiento. Para cuando consiguió describir su botín de Alcañiz, años después, alguien más ya había encontrado y registrado la especie en una revista académica. Con las reglas del descubrimiento científico, esto redujo el nombre propuesto por Dejean a un simple sinónimo, un término secundario. De todas formas, el mundo se olvidó enseguida de ambos naturalistas, al igual que de sus escarabajos. Y, sin embargo, en ese entonces la gloria y el asombro flotaban en el aire.

Dejean y otros naturalistas con ideas afines estaban dispersándose por todo el globo para desempeñar su papel en una fabulosa historia de aventuras. La caza de nuevas especies les parecía una de las cruzadas intelectuales más grandes de la historia de la humanidad, y con justa razón. Al principio, los naturalistas no conocían más que algunos cientos de especies y, con frecuencia, la información básica con que contaban era incorrecta. Incluso la gente instruida vivía todavía en el mundo del jabberwocky, en el que abundaban los monstruos y una especie indecisa podía convertirse en otra. Nuestros propios ancestros, hace tan sólo ocho o 10 generaciones, seguían pensando que en una tierra lejana vivían humanos con cabeza de perro, quizá basándose en las primeras descripciones de los babuinos. Cuando apareció el esqueleto fósil de una salamandra gigante, un médico suizo lo identificó como un pecador que se había ahogado en el Diluvio Universal.3 Los naturalistas de entonces no podían distinguir con claridad entre algunas plantas y animales, y debatían con pasión sobre si uno podía transformarse en otro y después volver a como era antes.4 (Una manera de medir el estado de conocimientos del momento es que se consideraran a sí mismos sólo como naturalistas o “filósofos naturales”. Las palabras “científico” y “biólogo” aún no existían.)

Todo eso fue cambiando a partir de que un pequeño grupo de exploradores se propuso abrirse camino entre el misterio y la confusión. La gran era de los descubrimientos sobre el mundo de la naturaleza fue un periodo de menos de 200 años, del siglo XVIII al siglo XX. Su punto de partida fue en 1735, cuando el botánico sueco Carlos Linneo inventó un sistema para identificar y clasificar las especies. Linneo era un profesor carismático, al mismo tiempo procaz y lleno de fervor religioso por las maravillas del mundo natural. Sus palabras inspiraron a 19 de sus propios alumnos a emprender viajes de exploración. La mitad de estos “apóstoles”, como él los llamaba, morirían en el extranjero, al servicio de su misión.5 Pronto los siguieron exploradores de otras naciones, inspirados también por Linneo, que llevaron la caza de nuevas especies hasta los más alejados confines de la Tierra. Ellos hicieron del descubrimiento de las especies uno de los más importantes y perdurables logros de la época colonial.

Puede ser que al lector moderno la palabra “descubrimiento” se le atore un segundo en la garganta. En muchos casos, la gente local había conocido estas “nuevas” especies durante miles de años y con un detalle íntimo inalcanzable para cualquier recién llegado. Sin embargo, cuando se hacía bien, el proceso de recolectar una especie y describirla en términos científicos permitía que ese conocimiento estuviera disponible en todas partes, aunque el objetivo primordial era, sin lugar a dudas, que estuviera disponible en Europa. No obstante, en el curso de su labor, los buscadores de especies presentaron por primera vez a la humanidad a nuestros compañeros de viaje en este planeta, desde los escarabajos hasta los piqueros patiazules. Y poco a poco, salimos a tropezones de la seguridad de un mundo centrado en nuestra especie, creado para nuestra comodidad y salvación, a un mundo en el que sólo somos una especie entre muchas otras.

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Sería difícil exagerar de qué manera tan profunda cambiaron el mundo los buscadores de especies a lo largo del tiempo. Muchos de nosotros, por ejemplo, hoy estamos vivos porque los naturalistas identificaron oscuras especies que después resultaron ser la causa de la malaria, la fiebre amarilla, el tifus y otras enfermedades epidémicas. (Ésta es una de las lecciones recurrentes de la historia del descubrimiento de las especies: el conocimiento inútil tiene una forma insidiosa de guiar a la gente en direcciones útiles. Muchas madres se desesperarían, por ejemplo, si tuvieran un hijo que hiciera carrera en el estudio de los murciélagos frugívoros de cabeza de martillo del género Rhinolophus. Pero ese tema cobró importancia mundial cuando esos murciélagos resultaron ser la fuente del síndrome respiratorio agudo severo [SARS, por sus siglas en inglés], que amenazó con volverse pandémico.)

El descubrimiento de las especies también modificó las bases del conocimiento y las creencias. Mientras que los primeros buscadores de especies se propusieron glorificar a Dios celebrando su Creación, el paradójico resultado de su trabajo fue que arrojaron dudas en muchas mentes sobre la propia existencia de Dios. Especies que en sí mismas parecían insignificantes plantearían preguntas perturbadoras sobre los orígenes del hombre, la edad del planeta, la naturaleza del sexo, el significado de las razas y las especies, la evolución de los comportamientos sociales y un infinito etcétera. Cuando hoy nos miramos en el espejo, no podemos evitar ver lo que los buscadores de especies nos enseñaron.

 “SACRIFICIOS HUMANOS, EXTRAÑA MONEDA

Pero todo empezó con la aventura. Los naturalistas habían merodeado por las playas y los bosques, reflexionando en torno a las conchas y las plumas, por lo menos desde Aristóteles. Pero no fue sino hasta el siglo XVIII cuando un ejército unificado de naturalistas que hablaban el mismo lenguaje científico viajó a los más lejanos rincones de la Tierra para ver el mundo desconocido con sus propios ojos. Armados con el sistema de Linneo, además de pistolas, redes, cajas de recolección y una razón de ser casi misionera, los naturalistas estaban en todas partes: en las profundidades del desierto de Namib, remontando el río Japurá y sobre las aguas inexploradas de la Gran Barrera de Coral, y regresaban con criaturas que ni siquiera los autores de los bestiarios medievales podrían haber imaginado. ¿Quién habría podido soñar con el espléndido e indolente perezoso de tres dedos, cuyo género, Bradypus, significa “pies lentos”? ¿Quién habría podido evocar al equidna, un mamífero australiano descrito por un of icial naval inglés como “un tipo de perezoso de más o menos el tamaño de un puerco asado, con una trompa de cinco a siete centímetros de longitud” y “púas cortas como las del puercoespín”? (Como se necesitaba un examen más detallado “se rostizó” al animal “y resultó tener un sabor delicado”.)6

El apetito por las nuevas especies era casi insaciable y los naturalistas recorrieron distancias extraordinarias para obtenerlas. Cuando navegaba sobre las aguas del Antártico, el ornitólogo del siglo XIX Titian Peale trató de recolectar aves marinas disparándoles mientras volaban contra el viento, con la esperanza de que el fuerte vendaval llevara sus cadáveres caídos hacia la cubierta de su barco.7 En otra expedición en aguas más cálidas, el excéntrico y adinerado Charles Waterton of reció dinero a cualquiera que fuera nadando por sus especímenes y de esta manera un marinero estuvo a punto de ahogarse por recuperar un pájaro muerto.8 En la India, el coronel Howard Irby, un ornitólogo de la Armada Inglesa, “tenía un curioso soldado-sirviente al que entrenó como perro de caza, quien, sin importar cuán profunda fuera el agua donde el pato había caído, enseguida se lo llevaba a su amo”.9 Muchos exploradores también tuvieron que soportar la inquietante experiencia de descubrir una especie en la olla de su cena. Charles Darwin, por ejemplo, había estado buscando un pequeño tipo de ñandú en la Patagonia, cuando se dio cuenta, en una cena de Navidad, de que se lo acababa de comer. Tuvo que conformarse con recoger los huesos y las plumas de las sobras de la cocina.10

Tanto entonces como ahora, los naturalistas tendían a recolectar de manera compulsiva, incluso con desenfreno, poniéndose a menudo al borde de la muerte. (He viajado en varias ocasiones en expediciones biológicas modernas y recuerdo con claridad que en un viaje a Ecuador me quedé casi catatónico de fatiga y me acosté para tomar una siesta con la mitad superior del cuerpo dentro de la tienda y la mitad inferior afuera porque mis pantalones tenían una costra de lodo tropical como si fuera un molde. Dos naturalistas con los que viajé murieron más tarde cuando su avión de exploración se estrelló en un bosque de altura. Otro sobrevivió a la malaria en Gabón sólo porque una mujer pigmea kwele lo cargó sobre su espalda casi 30 kilómetros para que le pusieran la inyección que le salvó la vida.) La rutina normal de los buscadores de especies era salir al amanecer y otra vez al anochecer, o casi a cualquier hora entre ambos, para recolectar especímenes. Luego, por lo general trabajaban hasta tarde en la noche para preservar e identificar su botín antes de que los insectos y la putrefacción lo redujeran a andrajos. Este ritmo cobraba un precio hasta a los recolectores más racionales.

A mediados del siglo XIX, por ejemplo, Henry Walter Bates pasó 11 años felices recolectando especies en la selva del Amazonas, impertérrito incluso cuando lo robaron y lo dejaron descalzo (“un gran inconveniente en las selvas tropicales”, reconoció).11 Podía observar con cariño durante mucho tiempo a las hormigas cortadoras de hojas y su curioso hábito de caminar en largas filas cargando fragmentos de plantas en vertical sobre el lomo, como si fueran pancartas. Pensaba que usaban los fragmentos de hojas para construir techos contra la lluvia.12 (En realidad, las hormigas ponen los fragmentos de hoja en cámaras subterráneas para cultivar el hongo que comen. Son los primeros granjeros de la Tierra.) Sin embargo, las hormigas también volvían loco a Bates. Una noche se despertó y cuando las encontró en una larga fila asaltando sus “preciosas canastas” de farinha, o harina de yuca, él y su sirviente recurrieron a pisotearlas con sus zuecos de madera. Como las hormigas regresaron a la noche siguiente, “me vi obligado a formar regueros de pólvora por donde pasaba su hilera y hacerlas saltar por los aires. Esta operación, repetida muchas veces, pareció intimidarlas al fin”.13

El lepidopterólogo estadunidense William Doherty, quien trabajó en el IndoPacífico en las décadas de 1880 y 1890, también se vio afectado a menudo por los sufrimientos tropicales. Escribió a casa que no podía evitar que los alfileres que sostenían sus especímenes se oxidaran en las estaciones de lluvia. “El azúcar y la sal aquí se licuan cada noche y hay que secarlas al fuego todos los días”, añadió, “y las botas que me quito en la noche a veces aparecen cubiertas de moho por la mañana”.14

Doherty por lo general estaba demasiado ocupado como para mortificarse por sus infortunios. Una vez resumió un año de trabajo en las islas del Indo-Pacífico con un estilo telegráfico en el que sonaba un poco como Fearless Fosdick, un héroe de historieta que aunque una metralleta hubiera convertido su tronco en un queso gruyer describía aquello como “apenas una herida superficial”: “Pérdida de todas mis colecciones, diarios y notas científicas en Surabaya, en Java. Continué pasando por Macasar a la isla de Sumba. Viaje peligroso en el interior. Descubrimiento de una región de bosque tierra adentro y muchas nuevas especies de Lepidoptera. Rey Tunggu, sacrificios humanos, extraña moneda… Visita al país Smeru. Perseguido por tigre cuando cazaba palomillas. Perseguí tigres a mi vez. Camino a Borneo. Remonté el río Martapura desde Banjarmasin. Vida entre los dyaks en el país Pengaron. Cacería de cabezas. El orangután”.15

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Los naturalistas estaban tan concentrados en la persecución de especies que los grandes acontecimientos de la historia mundial podían parecerles simples distracciones o, incluso a veces, oportunidades. En 1848, cuando la sangre de revolucionarios corría por las calles de París, un entomólogo estadunidense escribió a casa desde Europa: “Los insectos están muy baratos en París en este momento; ahora es cuando hay que comprar”.16 Ese mismo año, un soldado del ejército estadunidense que estaba en la guerrilla contra México escribió a casa: “A nuestro paso dejamos sangre y fuego, incendios y saqueos… no dejamos a nadie más que a las mujeres y los niños”. Luego añadió: “Vas a ver entre los Coleoptera que envié a casa muchos que no están duplicados. Los recolecté en excursiones a lugares que no he tenido la oportunidad de volver a visitar”.17 No es de extrañar.

Cientos o, más posiblemente, miles de naturalistas murieron por la sagrada causa de la historia natural. Una historia moderna, The Bird Collectors, de Barbara y Richard Mearns, presenta una desapasionada muestra de accidentes:

John C. Cahoon se cayó de un acantilado en Terranova; William C. Crispin se despeñó hacia su muerte cuando buscaba huevos de halcón peregrino; Francis J. Britwell, en su luna de miel en Sierra Nevada, trató de alcanzar un nido en un pino alto, perdió pie y cayó; su cuerda lo ahorcó hasta matarlo mientras su esposa no podía hacer otra cosa más que mirar. Otro estadunidense, Richard P. Smithwick, se asfixió mientras cavaba en un banco de arena para asaltar un nido de martín pescador gigante.18

Las heridas graves eran un lugar común. Benjamín Walsh, el primer funcionario entomólogo de Illinois, perdió un pie en un accidente de tren y trató de consolar a su consternada esposa con una broma: “No te das cuenta de las ventajas que voy a tener con un pie de corcho cuando vaya al bosque a cazar insectos: puede ser un excelente alfiletero y si acaso perdiera el corcho de una de mis botellas sólo tengo que cortar otro de mi pie”.19 Desafortunadamente, murió por la herida antes de que pudiera probar su idea en el campo. Cuando Edward Baker, un ornitólogo inglés en la India, murió en paz en su casa a los 79 años, su obituario mencionaba que había perdido el brazo izquierdo al meterlo en la garganta de un leopardo que lo había atacado; que lo había embestido dos veces un bisonte y lo había pisado un rinoceronte; pero que había seguido siendo (gracias a Dios) un buen jugador de tenis y de excelente puntería.20

La enfermedad, aunque menos colorida, era una asesina más eficiente. En una carta que envió desde Kenia en 1901, William Doherty escribió con su típica displicencia sobre lo que él llamaba “las aventuras de siempre. Las primeras fueron con leones y rinocerontes. Recientemente, fueron con un búfalo salvaje, un elefante solitario y un leopardo que viene a nuestra boma [un corral o cercado] todas las noches… Apenas la otra noche tuve que luchar por mi vida contra unos masais saqueadores”.21 En esas fechas, un amigo le envió a Doherty una nota desde Inglaterra. Regresó unos meses más tarde con el sello décédé (fallecido). Resultó que la causa fue disentería.22

 “BICHO RARO

¿Por qué lo hacían? ¿Qué los conducía a los más lejanos rincones de la Tierra? Era natural que los “nativos” pensaran que los recién llegados estaban locos. Además de su pasión por las mariposas, los escarabajos y otras especies sin valor aparente, la piel blanca y fantasmal de casi todos estos nuevos exploradores agravaba la impresión de una psicología anormal. En sus viajes por las islas del Pacífico, el recolector de conchas Hugh Cuming mostró su genialidad (y también su cartera) para reclutar la ayuda de la gente local en la búsqueda de nuevas especies. Sin embargo, un amigo escribió más tarde que su “inquietud al parecer imposible de aplacar” también los ponía nerviosos, sobre todo cuando lo vieron a través de la ventana de su casa, trabajando con sus especímenes tarde en la noche, “merodeando y vagando” a la luz de las velas. En las Filipinas, Cuming aprendió a fingir que necesitaba las conchas para un proceso de producción, a la manera como los filipinos usaban las cenizas de ciertas conchas para hacer que las nueces de areca fueran más fáciles de masticar.23 Si les hubiera dicho que las quería para abastecer una colección de historia natural habría sonado como un ritualista, lo cual podría ser inquietante.

De regreso a casa, por otro lado, la persecución de nuevas especies era un tema de ferviente interés público en todos los niveles de la sociedad, desde los campesinos hasta los presidentes y reyes. Los naturalistas se volvieron los héroes del momento, como los caballeros errantes lo fueron en la Edad Media.

El naturalista perfecto —escribió el novelista inglés Charles Kingsley en 1855— debe ser físicamente fuerte; capaz de cargar una excavadora, escalar una montaña, dar vuelta a un peñasco, caminar todo el día, sin certeza de dónde comerá o reposará; listo para enfrentar sol y lluvia, viento y escarcha, y comer o beber cualquier cosa con agradecimiento, aunque no esté madura o sea escasa; debe saber nadar por su vida, jalar los remos, navegar un bote y cabalgar el primer caballo que tenga a la mano; y, por último, es fundamental que tenga buena puntería y sea un pescador hábil; y, si va muy lejos, debe ser capaz, de vez en cuando, de luchar por su vida.24

Como muchos otros escritores, Kingsley también se burlaba de los naturalistas. En su popular libro infantil Los niños del agua aparecía un bobo pero amable profesor polaco, Ptthmllnsprts, a quien le gustaba recolectar nuevas especies y, justo como su nombre sugiere, meterlas todas en alcohol (put them all in spirits).25 A veces, los naturalistas se burlaban de sí mismos. Cuando conoció a John James Audubon, el excéntrico biólogo Constantine Rafinesque le entregó una carta de presentación en la que declaraba: “Mi querido Audubon: le envío un bicho raro que como usted comprobará aún no se ha descrito”. Cuando Audubon preguntó por la especie, Rafinesque contestó: “Yo soy ese bicho raro”.26

Sin embargo, era obvio que predominaba la imagen heroica de los naturalistas. Un típico joven estadunidense de Iowa, inspirado por el relato de una exploración en el Amazonas, se sintió “encendido por el anhelo de remontar” el río y se marchó enseguida a esa “tierra romántica donde todas las aves y los demás animales eran variedades de museo”. Sin embargo, quebró en Nueva Orleans y tuvo que conformarse con el río que tenía a la mano. La experiencia, registrada en Vida en el Misisipi y otros libros, le daría su seudónimo: Mark Twain.27 La imagen heroica de los naturalistas era tan poderosa como para que las naciones organizaran grandes expediciones de recolección biológica a todos los rincones del planeta. En el mar, con la Expedición Wilkes de 1838, por ejemplo, un joven of icial naval escribió sobre su admiración por estos naturalistas que abandonaban las comodidades de sus casas “para conseguir cosas extrañas en tierras extrañas”.28 También le encantaban sus camarotes atestados de “lagartos vivos y muertos y peces flotando en alcohol y mandíbulas de tiburones y tortugas disecadas y vertebrados y animales microscópicos que se movían en tarros de agua salada y conchas viejas”.29

Al final, en casa también compartirían su deleite: especímenes de la expedición mencionada pronto serían la base de la colección de historia natural del recién fundado Instituto Smithsoniano de Washington, D. C. Inglaterra, Alemania, Francia y otras naciones también financiaron grandes museos de historia natural para preservar y exhibir el botín biológico que sus propias expediciones llevaron a casa con ellos y para vencer a las naciones rivales. De este modo, algunos naturalistas no sólo consiguieron la gloria, sino algo parecido a la inmortalidad: Carlos Linneo, Georges-Louis Buffon, Joseph Banks, Alexander von Humboldt, Jean-Baptiste Lamarck, Georges Cuvier, John James Audubon, Charles Darwin, Alfred Russel Wallace y Patrick Manson, todos ellos cambiaron nuestra manera de ver el mundo y nuestro lugar en él. Se convirtieron en nombres grabados en las paredes de los museos de historia natural.

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 “UN PLACER SINGULAR

Pero el aplauso del público rara vez fue el objetivo de la mayoría de los naturalistas. La mayor parte se contentaba con habitar los cuartos traseros de dichos museos en of icinitas polvosas durante sus vidas y después continuar viviendo en los nombres garabateados en las diminutas etiquetas pegadas a las especies que habían descubierto. Vladimir Nabokov, que fue lepidopterólogo así como novelista, una vez afirmó que la gloria de nombrar una nueva especie (“la inmortalidad de esta etiqueta roja junto a una pequeña mariposa”) excedía incluso a la aclamación literaria, aunque su manera de exponer esta idea fue con un poema.30

Ser naturalista significaba interpretar un papel en la construcción de un conjunto de conocimientos grande y permanente. Sin embargo, había algo más, por supuesto. El mundo estaba lleno de cosas que eran nuevas y desconocidas (o “no descritas”) y, en sus corazones, los buscadores de especies estaban tan desesperados como cualquier otro coleccionista por tener en sus propias manos el tesoro aún no descubierto. “La verdad es”, escribió Charles Kingsley

que el placer de encontrar nuevas especies es demasiado grande. Es peligroso para la moral; porque conlleva la tentación de ver la cosa encontrada como una posesión, casi por completo una creación propia; de enorgullecerse de ella, como si Dios no la hubiera conocido ya por años; incluso de disputarse celosamente el derecho de nombrarla en tu honor y de entrar en las Actas de quién sabe qué Sociedad como su descubridor: como si todos los ángeles del paraíso no la hubieran admirado desde mucho antes de que uno naciera o lo pensaran siquiera.31

Por ese sentimiento de alegría oculta en los breves instantes del descubrimiento, los naturalistas con frecuencia consideraban el hambre, la soledad, la enfermedad y otras adversidades de la vida en el campo como molestas distracciones. “He bajado 15 kilos, pero me siento igual que siempre y trabajo igual que siempre”,32 escribió con aire despreocupado “Willie” Dall, de 19 años, a su madre, cuando acababa de completar el viaje de Boston a San Francisco, en 1865.

Las cosas se pusieron considerablemente más duras una vez que hubo llegado a Alaska. Entre otras muchas aventuras, tendría que soportar un largo y gélido viaje en un bote para pieles de foca a través del mar abierto, tratando de evitar que los aplastaran las olas cargadas con pedazos de hielo. (“Era una sensación extraña”, escribió, “sentir el fondo y las paredes de nuestro bote latiendo al ritmo de las olas, y más extraño aun cuando provocamos una filtración.”)33Por fin, llegaron en la oscuridad a un puesto ruso, donde el lugar que les dieron para acostarse estaba infestado con “un millón de cucarachas… empeñadas en convivir con nosotros toda la noche”

Dall era un especialista en moluscos marinos y le dio a su familia una elocuente explicación de lo que lo motivaba a él y, por extensión, a la mayoría de los naturalistas:

Hay un placer singular en tomar a estos animales delicados y casi microscópicos y ponerlos bajo un cristal, para ver cómo late el minúsculo corazón y la sangre circula y las branquias se expanden; para contar los músculos y los vasos sanguíneos y casi hasta los discos diminutos que forman la sangre y saber que eres el primero que ha penetrado estos misterios y que quizá vayas a ser el único que lo hará, y que todas tus notas, dibujos y observaciones son un muy sólido conocimiento añadido al poder, la gracia y la belleza del Infinito.34

DESCUBRIMIENTOS SIN LÍMITES

Nadie pensó en lo variado que resultaría el infinito. Linneo le había dado a la gente la seductora creencia de que era posible dar sentido al mundo, y esa creencia surgió en parte de la idea de que la naturaleza era limitada. Los naturalistas asumieron que cada especie era distinta, una creación separada, sin importar lo mucho que una pudiera parecerse a otra, y que Dios sólo habría puesto cierto número de especies en el Jardín del Edén. De igual forma, sólo un número relativamente bajo de especies podría haber sobrevivido en el Arca de Noé. Por consiguiente, en la década de 1770, cuando apenas había comenzado el trabajo de exploración, la adinerada coleccionista Margaret Bentinck, duquesa de Portland, ya había declarado su intención de que “se describieran y publicaran para el mundo” todas las especies desconocidas. Es posible que incluso hubiera pensado que estaba cerca de la meta. Cuando murió, en 1785, poseía miles de especímenes y la subasta para disponer de sus colecciones duró 38 días.

Unas cuantas décadas más tarde, el gran anatomista francés Georges Cuvier afirmó que ya no quedaban muchas “esperanzas de descubrir nuevas especies de cuadrúpedos grandes” vivos en el mundo moderno. Suponía que los fósiles abrirían paso a mayores descubrimientos. De igual modo, a mediados del siglo XIX el anatomista inglés Richard Owen se imaginaba que “no les quedaba a los naturalistas más que el trabajo de clasificación y disposición”,35 sólo para que el mayor primate sobre la tierra, el gorila, fuera descubierto por un par de estadunidenses advenedizos. (Esta “diabólica caricatura de la humanidad”, como la llamó Owen,36 pronto tendría un lugar central en el debate darwiniano y amenazaría la posición especial del Homo sapiens en un universo ordenado por Dios, de una manera casi tan profunda como la comprensión de que el sol no giraba alrededor de la Tierra.) La verdad es que cada vez que alguien tenía la arrogancia de declarar que en efecto nos estábamos quedando sin especies nuevas, la naturaleza parecía siempre responder con un desfile espectacular de criaturas novedosas y extrañas: el okapi, el hipopótamo pigmeo, el manatí, el macaco japonés y el panda, por nombrar sólo unas pocas de las que aparecieron en el periodo posterior a Cuvier.

Sin embargo, la gente sigue insinuando que ahora hemos llegado al fin de los descubrimientos, cuando los científicos han descrito, catalogado en museos y con frecuencia estudiado en detalle cerca de dos millones de especies. Sin embargo, el cálculo actual es que quedan alrededor de 50 millones de especies por descubrir, un número que los primeros naturalistas difícilmente hubieran imaginado.

Eso quiere decir que aún vivimos en la gran era de los descubrimientos. Este libro es la historia de cómo comenzó.

 

I. LONDRES, ESA BESTIA

Me mostraron un escarabajo valuado en 20 coronas y un sapo en 100… aquello que parece trivial y obsceno para las ideas comunes del mundo es serio y filosófico a los ojos de un virtuoso.1

JOSEPH ADDISON

EN NOVIEMBRE de 1774 llegó a Londres un barril de ron mezclado con cuatro anguilas eléctricas muertas; la más larga medía casi 1.20 m de largo y cerca de 35 cm de grosor. Eran de cuerpos suaves y serpentinos, cabezas planas, hocicos achatados con un prognatismo pronunciado y tenían dos pequeñas aletas a los costados que parecían orejas. Sus ojos eran pequeños y redondos y la oscura piel de la cara estaba llena de marcas, como si las hubieran picado con la punta de una aguja de tejer.

Las anguilas, que en realidad eran morenas de la especie Electrophorus electricus, provenían de Surinam, en la costa noreste de Sudamérica, y provocaron en Inglaterra una sensación, literalmente, electrizante. Una quinta anguila había sobrevivido en el barco hasta el puerto de Falmouth y, como estaba previsto, dio unos choques eléctricos a los buscadores de emociones ingleses antes de expirar finalmente.2 Pero incluso muertas y sumergidas en ron, que en ese entonces era un conservador común, los especímenes todavía tenían el poder de excitar las mentes cultivadas.

Entre los que esperaban las anguilas en Londres estaba John Hunter, quien, en estricto sentido, no tenía ningún tipo de formación. Comenzó como carpintero en Escocia y consiguió, con la ayuda de William, su hermano mayor, “soltar el cincel, la regla y el mazo, y tomar el cuchillo”,3 hasta convertirse en el más importante cirujano de Londres y cirujano extraordinario del rey Jorge III. Su educación médica formal había consistido en unos pocos meses de trabajo en un hospital de Londres y varios años a prueba y error con la Armada Británica en la guerra. Asistió a un periodo de estudios en medicina en la Universidad de Oxford, que duró sólo un mes, y después escribió con su típica tosquedad: “Querían hacer de mí una vieja, que aprendiera latín y griego en la universidad, pero yo destruí esos proyectos, como a tantas alimañas como se me pongan enfrente”.4

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A Hunter sólo le importaba una cosa: la anatomía (y le importaba en demasía). Por su mesa de disección pasarían “unos miles” de cadáveres humanos y más de 500 especies animales a lo largo de su carrera, la cual lo convertiría en un cliente regular tanto de los ladrones de tumbas como de los buscadores de especies, y lo que aprendía en los muertos lo aplicaba enseguida en los vivos. Su habilidad con el cuchillo y su disposición para desarrollar nuevos y radicales procedimientos, siempre con base en lo que aprendía en sus disecciones, le merecieron una perdurable reputación como “el padre de la cirugía moderna”. Hunter fue la vanguardia de un movimiento que estaba desarrollándose en esos tiempos y que tenía como objetivo que nos comprendiéramos a nosotros mismos y nuestro mundo por medio del estudio de otras especies. Su vida también demostró cómo la pasión por el nuevo conocimiento podía a veces zanjar el vasto abismo que separaba a las clases sociales en Inglaterra.

Hunter “bailó una giga cuando vio [las anguilas muertas]; están tan completas y bien conservadas”, escribió un amigo. John Walsh, un miembro del Parlamento y naturalista aficionado que se había vuelto rico en la Compañía Británica de las Indias Orientales, pagó de inmediato 60 guineas por los tres mejores especímenes —en ese entonces, aproximadamente el salario de dos años de un trabajador de Londres promedio—. Sir Joseph Banks, un joven dios por su trabajo como naturalista, que viajó alrededor del mundo a bordo del H.M.S. Endeavour, tuvo que volver apresuradamente a la ciudad porque Walsh y Hunter estaban afilando sus bisturís, “estoy resuelto… a abrir por lo menos una a principios de la próxima semana”.

No fue algo sorprendente que estos preciados especímenes hubieran llegado a Londres y provocado tanto entusiasmo. De hecho, se tenía la intención de pedir que se recolectaran más anguilas eléctricas en Sudamérica para el próximo año. En esta ocasión, fueron entregadas directamente en la residencia de Walsh en Chesterfield Street, donde una anguila demostró repetidas veces su capacidad de enviar una descarga de 600 voltios a través de las manos unidas de hasta 27 personas a la vez. Al parecer, nadie sufrió efectos negativos después de estas extrañas reuniones (aunque pueden ocurrir electrocuciones fatales incluso con voltajes menores). Por el contrario, todos salieron sintiendo la emoción característica de esa época por las ilimitadas posibilidades del mundo natural.

En la ciudad de Londres de ese entonces, la ciencia y los espectáculos emocionantes parecían estar por todas partes. Para la década de 1770, la ciudad se había convertido en el centro del mundo, con su escandalosa población de 700 000 personas hacinadas en 11 km2 en una curva del río Támesis, y el río mismo parecía un bosque en invierno tupido por los mástiles de las naves al servicio de un imperio mundial. (Las multitudes no pudieron impedir que John Hunter, que también era amante de los animales vivos, condujera su carruaje por las calles detrás de un grupo de cebús, un tipo de ganado asiático con joroba y amplias papadas bamboleantes.) Eran el lugar y el momento en los que el mundo moderno de la industria, la vida urbana y el comercio local e internacional estaba formándose. Junto con París, fue la tierra de desarrollo, si no es que de nacimiento, de la ciencia de la historia natural. Carlos Linneo había publicado y popularizado el primer sistema moderno de nomenclatura y clasificación de las especies. Sin embargo, Linneo vivía en la apartada ciudad de Upsala, Suecia, un pueblo universitario de tan sólo cinco mil habitantes. Londres pronto se convertiría en la ciudad más grande del mundo y la pasión de los ingleses por la historia natural haría de ella el centro del descubrimiento de la vida sobre la Tierra.

LACLASE VIRTUOSA

El interés de los ingleses por los animales exóticos tenía raíces profundas. La colección de animales de la casa real ya hospedaba un león y un leopardo durante el reinado de Enrique I en el siglo XII. En 1252 incluía un oso blanco noruego, al que los of iciales de Londres tenían que esperar mientras pescaba en el Támesis atado a una cadena de hierro con una cuerda larga.5 (Desafortunadamente, la historia no nos dice qué tan larga tenía que ser la cuerda, sobre todo si el oso regresaba con las manos vacías.)

Al inicio del siglo XVIII, el estudio de plantas y animales se había vuelto la obsesión de la que Alexander Pope llamó “la clase virtuosa”, que eran naturalistas aficionados y adinerados que rivalizaban para ver quién añadía la última concha o el último esqueleto a sus colecciones privadas.6 Y a mediados de siglo el furor por la historia natural se había extendido al resto de la población, convirtiéndose, en palabras de un historiador moderno, en “el pasatiempo británico universal, si no es que el deporte nacional”.7

Entonces, como ahora, los naturalistas, con sus redes para mariposas y sus frascos letales, se prestaban al ridículo. El ensayista Joseph Addison se burlaba de ellos por acumular los “rechazos de la Naturaleza… esas criaturas que otros evitan esforzadamente tener a la vista”.8 El crítico e ingenioso Samuel Johnson creó a un terrateniente ficticio llamado Quisquilius cuyo fervor por el coleccionismo era tal que permitía que sus inquilinos le pagaran la renta en mariposas y “tres especies de lombrices de tierra desconocidas por los naturalistas”.9 Sin embargo, aunque desdeñaba la insignificante labor de recolectar especies, incluso el doctor Johnson aceptaba que “no hay nada más digno de admiración para el ojo filosófico que la estructura de los animales”.

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