portada

Antonio García de León es lingüista, músico e historiador. Obtuvo el grado de maestría en lingüística en la Escuela Nacional de Antropología e Historia y de doctorado en historia en la Sorbona (París). Es doctor honoris causa por la Universidad Veracruzana, investigador emérito del INAH y catedrático de la UNAM. Ha publicado numerosos artículos y ensayos de lingüística, antropología, historia, economía regional, movimientos sociales y musicología. Es autor de varios libros, entre los que se cuenta: Resistencia y utopía. Memorial de agravios y crónica de revueltas y profecías acaecidas en la provincia de Chiapas durante los últimos quinientos años de su historia. Obtuvo el Premio Nacional de Ciencias y Artes en 2015 y en 2016 su libro Tierra adentro, mar en fuera. El puerto de Veracruz y su litoral a Sotavento, 1519-1821, publicado por el FCE, obtuvo el Premio Clarence H. Haring, concedido por la American Historical Association, al mejor libro sobre historia de América Latina.

SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA


EL MAR DE LOS DESEOS

Europa sostenida por África y América,
grabado de William Blake, finales del siglo XVIII. John Carter Brown Library, Brown University.

ANTONIO GARCÍA DE LEÓN

El mar de los deseos

EL CARIBE AFROANDALUZ, HISTORIA Y CONTRAPUNTO

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2016
Primera edición electrónica, 2016

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contraportada

SUMARIO

Por fantasía

Primer tiempo
EL GRAN CARIBE

I. El mar de los encuentros, un Mediterráneo americano

El huracán

El Caribe colonial español: una comunidad histórica

El mestizaje de los vientos y las mareas

El tejido del comercio caribeño colonial

El papel de los puertos

Un código común

II. Retablos del barroco popular americano

Folías del Nuevo Mundo

Viajes y tornaviajes de la historia y la tradición

Elementos sólidos sumergidos por gravedad

Los villancicos de negro

Segundo tiempo
EL CANCIONERO COLONIAL

III. Un piso cultural de mar y tierra

La nao de las coplas

Preludio de signo musical

El Caribe en tres tiempos

Puntos de navegante

IV. El cancionero ternario caribeño

El mundo guajiro

Las estructuras comunes

V. Sedimentos del Siglo de Oro en la poesía cantada del Caribe

Entre lo popular y lo culto

La lírica popular como reminiscencia

La vuelta en redondo

Tercer tiempo
DÉCIMAS, SONES Y AGUINALDOS

VI. La décima en la tradición popular

La versada decimal

Las plantas americanas

El breve laberinto

El aguinaldo como género compartido

VII. El Caribe acoplado… y vuelto a dispersar

La naturaleza histórica de la música

Divertimento de los ritmos fundamentales

Las raíces, los derivados y las expresiones

Los géneros principales

El gran proceso de popularización

VIII. Arribada maliciosa

Bibliografía y fuentes documentadas

Archivos consultados

Fuentes de época

Libros y artículos

Discografía/discos compactos

Porque creo que allí es el Paraíso Terrenal, adonde no puede llegar nadie, salvo por voluntad divina…

CRISTÓBAL COLÓN, Carta anunciando
el descubrimiento del Nuevo Mundo,

ed. facsimilar, Madrid, 1958

Liza,
vientos del Caribe:
tan, tan, tan… tan, tan

POR FANTASÍA

La acústica que el mar improvisa eternamente, el ruido circular e irrepetible de su pulso, el diálogo entre el viento y el estallar de las olas en los farallones apareja el canon de las modulaciones y las cadencias del habla, el ritmo de las caderas al andar. Imprime su huella sobre todo: el acento de la vida, el paso de las horas, los gustos y los sabores. Nunca idéntico a sí mismo, monta su escenario cambiante con las horas, respondiendo al reto de la naturaleza con nuevos argumentos, adaptándose y contrapunteando con el horizonte.

Este acompañamiento natural que se respira por los poros hace que todos los lenguajes converjan en las repercusiones rítmicas que se decantan en la música, cuyo lenguaje simbólico está fuertemente relacionado, en muchos niveles, con el lenguaje natural y con las condiciones de la vida material de los grupos humanos que lo producen. En sus orígenes, corresponde también con un descubrimiento primigenio, en el momento en que el hombre se descubre a sí mismo como un instrumento de música, a través de golpes, palmadas, sonidos, movimientos del cuerpo, gestos que acompañan por encima de la frase al lenguaje verbal, y más claramente en contextos religiosos, en rituales colectivos… Esto explica por qué, en el Caribe primigenio del siglo XVI, la comunicación y el sincretismo musical pudieron haber precedido a la conciliación lingüística y cultural que produjo las hablas criollas y los rituales compartidos. Y así como el papiamento o el créole combinaron léxicos, fonologías y estructuras gramaticales de tres continentes, las nuevas variantes musicales “de mezcla” estaban ya concordando estructuras, ritmos e instrumentaciones, ajustando frecuencias armónicas del canto y creando nuevos productos y nuevas “mercancías culturales”.

En esta geografía donde la improvisación es parte de la naturaleza del vivir, la creación continua se da llanamente, siendo la base sobre la que se construyen los efectos sonoros, invocando a todos los recursos y las desviaciones. Cualquier objeto se transforma en un instrumento, interactuando con el cuerpo y con la mente, y cualquier motivo da pie al argumento poético. En la recreación el mundo ya mestizado gira y la improvisación arranca, siempre por caminos inesperados, formando estructuras mayores reconocibles. Una conformación etérea, que tiene su propia tesitura repentina, permite que una forma poética como la décima se aclimate y encuentre un nicho de reproducción privilegiado. Tratar de desglosar y separar estos elementos con intenciones clasificatorias sería un ejercicio banal, pues una vez que las diferentes expresiones se fundieron, nuevos géneros y especies se explicaron solamente por sí mismos, adquiriendo su propia dinámica y una originalidad local que los hizo singulares desde un primer momento. Una vez flotando en la corriente, el pasado y los orígenes desaparecen.

UNA LENGUA COMÚN EN CANTARES DE IDA Y VUELTA

Cuando penetramos en los barrocos horizontes musicales del Caribe colonial nos encontramos con un continente múltiple hecho de canturías, controversias y resonancias, una Atlántida de mentalidades construida de fragmentos, cubierta de una gran variedad de indicios que aparecen disgregados en el vasto espacio geopolítico de lo que fueron los reinos de España y Portugal en el periodo colonial americano. Este cúmulo, sin duda, forma parte de un universo en gran medida sumergido, como el pecio de un naufragio de restos dispersados en un estuario de baja profundidad; múltiples sedimentos que muestran una gran vitalidad y coherencia.1 Estos remanentes habitan a la deriva, tropezando entre sí, en un horizonte común que, como todo hecho cultural, se recrea y se adapta permanentemente sin perder la impronta de sus orígenes.

Porque cuando se escuchan las formas del acompañamiento musical y del canto para la improvisación de la décima espinela en Canarias y en América, la tonada universal del punto guajiro cubano, del galerón del Oriente venezolano, de la guajira andaluza, el zapateado jarocho, el punto canario o la mejorana panameña —por solamente hablar de algunos entre varios ejemplos—, no cabe duda de que estamos ante un lenguaje compartido, o ante los restos de un género común estallado en un inmenso continente cultural cuya coherencia suele pasar muchas veces inadvertida. Esta sensación de parentesco, que ocurre cuando los músicos y ejecutantes de una u otra parte escuchan por primera vez a los demás géneros, identificándolos como un lenguaje que pueden entender y ejecutar, alude a cierta lírica cantada en español con formas poéticas específicas; a las dotaciones instrumentales, los ritmos y las danzas zapateadas en una extensa parte del mundo ibérico, es decir, del mundo de habla española y portuguesa que en cierto momento constituyó una inmensa comunidad estrechamente vinculada por el comercio y por estas redes culturales. A ese mundo perteneció el espectro musical y poético del primer Caribe colonial, conocido en todas sus regiones como fandango, en alusión a un género de ida y vuelta y a la fiesta en torno de una música común.

Puesto que es el motivo alrededor del cual construimos este ensayo, trataremos de confrontarlo y reconstruirlo insistiendo en su carácter de lenguaje único, resaltando su condición de código compartido y aplicando sobre él la perspectiva de una particular lingüística histórica, cuyo resultado nos conduce poco a poco hacia un “cancionero” original, del cual parecen haberse derivado todas las variantes actuales que aquí mencionaremos. Es decir, nos encontramos ante una colección dispersa de continuos musicales recreados al “aire” de su implante regional: tonadas, canciones, sones y danzas, de formas expresivas emanadas de la antigua lírica medieval hispana y sus mezclas; de sus derivados en los siglos XVI y XVII y de una pauta específica de apropiación literaria oral, o de la música y la danza acuñadas en el Atlántico, el Caribe y la América de tierra firme, que no tienen ahora el significado que tuvieron en el pasado. De allí nuestra insistencia en la época colonial, de la que se sabe poco y cuyas vertientes no han sido analizadas en conjunto.

A lo largo de este ensayo consideramos a estos complejos líricos y musicales como lenguajes, dotados de tradiciones asociadas, concebidos como todo un sistema de interacción, que en ésta, como en otras regiones del mundo, caracterizan a grupos sociales “tónicamente organizados”, para usar el término aplicado por Blacking en su sugerente ensayo sobre el sentido musical.2 Llevando esta idea un poco más adelante, este lenguaje sufre, al igual que los lenguajes naturales, cambios de adaptabilidad que evolucionan con el tiempo hacia “variantes dialectales” de las manifestaciones tradicionales, donde las “isoglosas” e “isomusas” pueden así ser puestas sobre un mapa, y en cuyo despliegue se pueden aproximar a los criterios usados por la lingüística histórica para la reconstrucción de los rasgos y las totalidades de estos códigos en su forma anterior.3 Estos lenguajes, sobre todo en ambientes de turbulencia como los del Caribe, sufren también procesos de fusión y mezcla, generando formas híbridas, lenguajes pidgin, papiamentos musicales que acompañan y semejan a las lenguas naturales de mezcla, tan características de los espacios de fricción creados por el comercio y la interacción étnica, racial y cultural, es decir, códigos de comunicación y fusión adecuados a la inestabilidad y al cambio de sociedades en formación, sociedades de frontera como las del Caribe en la primera globalización.

Un objetivo que buscamos también, derivado de todo esto, es demostrar históricamente la estrecha relación que suele haber entre la historia social, el despliegue de ciertas formas y redes económicas y políticas, y los cambios culturales a lo largo del tiempo, intentando hacer una contribución que se enmarcaría más claramente dentro de la historia cultural de un espacio inmenso construido por el comercio y las costumbres.

Y al igual que en la lingüística comparativa y en la reconstrucción de las “protoformas” resulta fundamental y es posible datar estos rasgos de manera acumulativa y cronológica, relacionándolos con las instituciones, las redes y los procesos económicos, comerciales y sociales que sirven de trama para la consolidación de procesos culturales, sobre los que se forman a lo largo del tiempo estos particulares arrecifes dotados de vida propia. Así, en una región conformada y labrada por el mercado resulta inseparable el tráfico de las mercancías con el comercio inmaterial de estos trazos formativos mantenidos por la constancia, es decir, por la apropiación colectiva y el intercambio, ambos dotados de sentido histórico y que trascienden las generaciones al constituirse en hechos culturales heredados y sustraídos del devenir histórico por medio de la dinámica repetitiva de la costumbre. Las expresiones escritas de músicos de la época dan cuenta de este carácter y del “valor particular” de su arte como “mercancía” asociada simbólicamente, por las vías del Siglo de Oro, al “tesoro americano”.4

En el mismo sentido, el Diccionario de Autoridades, un inventario léxico del español del siglo XVIII, cuando se refiere al término fandango —que resume la totalidad de este cancionero de celebración colectiva tañido en la guitarra española de cinco órdenes— menciona que esta expresión afroespañola tenía que ver con un género y una fiesta acompañada de instrumentos de cuerda, con las danzas y los cantos aprendidos y apropiados por “los españoles que han estado en las Indias”, subrayando su carácter mestizo y universal en el Atlántico de Sevilla,5 carácter continuado en los fandangos para cuerdas de Santiago de Murcia, Vargas y Guzmán, Minguet e Yrol, el padre Soler, Domenico Scarlatti y Luigi Boccherini, a fin de cuentas derivados de los compuestos desde el siglo XVII por Manuel de Sumaya y Sebastián de Aguirre en una Nueva España donde el fandango desde entonces era moneda corriente popular apropiada por los músicos versados en la escritura pautada.6 Todo en una continuación de esa permanente inmersión de los colonizadores ibéricos en las aguas erotizadas de los ritmos afroantillanos y el mestizaje, lo que influirá a su turno en la imagen del español en la Europa del siglo XVII: alguien desenfadado, pícaro y amante del baile, la música y las mujeres. Unas aguas en las que predominan la improvisación y la fantasía, en el sentido que Sebastián de Covarrubias da a este término en 1611:7 “Una compostura gallarda que el músico tañe de su imaginación, sobre algún passo, cuyo tenor sigue en tono y en discurso, pero a su albedrío […] una presunción vana que concibe de sí el vanaglorioso, philáutico y enamorado de sí mesmo; es fantasía de negro porque los negros son amigos de andar galanes, aunque con cualquier cosa se contentan, y siendo favorecidos toman gran presunción”.

Por todo esto —y en particular por su carácter mestizo—, el padre Labat, un capellán de los plantadores y observador del Caribe francés del siglo XVIII, no podía menos que escandalizarse de la apropiación que los españoles hacían de la calenda, una forma primigenia de la rumba afroantillana, reproduciéndola a su manera y diseminándola por todas partes, pues “los españoles la han aprendido de los negros y la bailan en toda la América de igual manera que aquellos”, constituyendo “la mayor parte de sus diversiones y aun de sus devociones”.8

Lo que queremos destacar es que este “cancionero” es la pauta de la capacidad creativa asociada a un espacio histórico particular durante los siglos coloniales, una de las mejores herramientas para la reconstrucción histórica y cultural de ese circuito. Es por ello que insistimos en que no es posible analizarlo sin remitirlo a los procesos económicos y sociales, y que en sí mismo constituye también una fuente histórica invaluable. Constatamos entonces que las formas literarias de este cancionero son las mismas que se popularizaron en España y América en los siglos XVI y XVII: la décima espinela, la seguidilla, la cuarteta libre y en romance, la redondilla, la sexteta, la octava real, la ensalada, el villancico y otras variantes de los cánones poéticos cultos y populares del Siglo de Oro, sometidos a la conformación de un ethos particular, el de la implantación de los imperios ibéricos en el Nuevo Mundo, por lo que se conservan mejor en la América española y portuguesa que en la península ibérica. Las diversas formas de la transición cultural del Renacimiento al barroco —que en sí reflejan una transformación aun mayor— aparecen en lo lírico y lo musical de alguna manera varadas en la inmensidad de este cancionero y permiten, además, su reconstrucción.

Argeliers León, un estudioso cubano que percibió las ligas estrechas entre la vida material y las formas musicales asociadas, llamó a este piso de expresiones de la historia cultural del Gran Caribe, ahora preponderantemente tradicionales y rurales, el “cancionero ternario caribeño”,9 donde el primer adjetivo se relaciona con un tipo especial de estructura rítmica, muy característica de las danzas renacentistas, del África bantú y del mundo colonial americano y que, después, en el mismo Caribe insular —en especial en las Antillas Mayores de habla hispana—, sería transformado, suplantado y a menudo refrescado por un nuevo piso, el de los ritmos binarios de origen más inmediatamente “neoafricano” y del barroco tardío, que se generalizaron en el mundo caribeño durante el siglo XIX con una mayor separación entre el campo y la ciudad, y un nuevo impulso de la trata negrera y la producción de azúcar, pues sólo en ese siglo penetraron al continente más de tres millones de esclavos africanos, principalmente a Brasil, las Antillas mayores y los Estados Unidos (28% del conjunto de la trata durante cuatro siglos). Este piso binario se muestra en mucho de lo que hoy es su producto: en el complejo musical afroantillano de Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico y Colombia —y en las músicas de Brasil y de la cuenca del Misisipi—, allí donde estas características se dieron hasta finales del siglo XIX. Por su parte, y en virtud de su extrema originalidad, este piso neoafricano —a diferencia del cancionero ternario hispano— logró en el siglo XX internacionalizarse y constituir varios géneros urbanos y “populares” que trascendieron sus marcos nacionales.10

Hoy, por lo mismo, los fragmentos de ese cancionero ternario campesino yacen dispersos como si fueran los restos de un naufragio sobre playas inmensas, aun cuando la metáfora deja de lado el hecho de que no se trata de remanentes muertos o inconexos, sino de toda una dotación sobreviviente que sigue creando otras formas a partir de esa base común que algunas veces ha tendido a fosilizarse, o a mantener rasgos arcaicos —de música barroca y antigua— en el canto, la versificación, los instrumentos musicales y su laudería; en los tonos, las afinaciones y los temples, o bien, en los ritmos, los pasos y protocolos de varios tipos de danza colectiva.

Ahora bien, lo que en este trabajo intentamos de principio es sugerir esa coherencia haciéndola evidente, algo que sólo es posible con la mediación de la historia y aplicando sobre estos variados hechos una mirada diferenciada y única: considerando al mismo tiempo a estas supervivencias vivas en la tradición como indicios claves para la reconstrucción histórica y como formas culturales que pueden trascender su rígido “piso geológico” y alcanzar también rasgos universales. Aquí solamente ofrecemos las posibilidades de mirar todo este inmenso universo cultural en función de los atributos que le dan coherencia, los cuales ya han sido percibidos por varios autores en los países en los que sobreviven los restos de este “cancionero”, pero que no han sido comparados en el espacio mayor del Gran Caribe.

Y en toda esta hibridación, como veremos, hay un índice de retención que es posible cuantificar y seleccionar, un repertorio que aparece en las persistencias populares y que interactúa con la literatura escrita del largo Siglo de Oro (de finales del siglo XVI a principios del XVIII) y en los caminos de ida y vuelta entre la música “culta” y la popular y tradicional del periodo que ahora conocemos como barroco, que en América se prolonga por lo menos hasta el siglo XIX. El animar de nuevo este espacio del cancionero colonial ternario caribeño ofrece sorpresas, y ayudará a entender esa esencia extendida a propósito que le dio vida a un tipo de mentalidad y de respuesta, la del universo cultural hispanoamericano, que sigue manteniendo mucho de estas antiguas preferencias y basando algunos rasgos de sus identidades nacionales en estas tradiciones.

Así, en este ensayo proponemos una secuencia de ocho apartados distribuidos en tres tiempos, un encadenamiento flexible a los acontecimientos de la primera globalización económica y cultural que se dio en los siglos XVI y XVII, enunciando de principio los rasgos relevantes que conforman el territorio que llamamos el Gran Caribe y su pertinencia como un área cultural histórica, tan densa como el Mediterráneo imaginado por Fernand Braudel. Hay una primera mirada a los principales elementos donde la historia y la tradición confluyen en lo que llamamos “retablos del barroco popular americano”, apoyándonos principalmente en fuentes de primera mano y de tipo regional, con algunos primeros escarceos acerca de la popularización de la guitarra española.

Lo referente al “cancionero” propiamente dicho es la parte central del trabajo, y en ella nos referimos a sus principales variantes en la música, la literatura cantada y la danza, así como a sus orígenes en el mundo marinero, la actividad ganadera y el interior suburbano y rural de los puertos. Los vestigios del Siglo de Oro en la literatura, y de lo antiguo y lo barroco en la música escrita, se muestran en los instrumentos y en las permanencias de la música popular del Caribe español. Más adelante, ya en el tercer tiempo, abordamos el fenómeno extenso de la implantación de la décima espinela —sabida e improvisada— en América y España, la incrustación de una planta poética que se sobrepone al género manteniéndolo relacionado y que muestra, precisamente, la unidad del español atlántico y la conformación de las mentalidades del mundo iberoamericano: de cuando el castellano abandonó las interioridades de Castilla y, dispersándose por el mundo como lengua franca de un imperio, se convirtió en español. Después abordamos la naturaleza histórica de la música y las características más específicas de este acoplamiento caribeño de grandes proporciones, algunos casos y ejemplos genéricos de mezcla y fusión en las islas y Tierra Firme, así como las vinculaciones más estrechas entre Veracruz, el Golfo de México y varias regiones del Caribe español insular y litoral (Cuba, Puerto Rico, Santo Domingo, Colombia, Panamá y Venezuela), en lo que se refiere a las danzas del siglo XVI y a los géneros compartidos, como el aguinaldo navideño. Allí se reflexiona acerca de los orígenes y los derivados de este cancionero durante el primer mestizaje del siglo XVI y en un proceso posterior, el de los siglos XVIII y XIX: de “binarización” musical, de crecimiento urbano y de nuevas influencias africanas, en especial allí donde la trata negrera pervivió hasta finales del siglo XIX. Así, el panorama de la música caribeña de este siglo se complica mucho más, por la arribada masiva de nuevas promociones europeas y nuevos aportes del África subsahariana —en el contexto de un nuevo sentido de lo “popular”—, y que, en sí mismo, requeriría un estudio que rebasa las expectativas de este libro.

A lo largo de este ensayo nos referimos a varias articulaciones conceptuales, que intentaremos explicar con más detalle y que tienen que ver con este tratamiento del indicio en función de las mentalidades y de la historia. Primeramente usamos el de comunidad histórica, que se refiere de manera fundamental a los espacios geográficos y sociales que han conformado culturas similares, como el caso del propio Caribe, entendido en su dimensión geohistórica. A la expresión civilización popular le damos una significación tomada principalmente de Georges Duby,11 que se refiere de modo fundamental a considerar a la cultura popular, y a sus expresiones tradicionales, tan complejas como las expresiones “cultas” o “sabias” que le son contemporáneas, y que a veces se manifiestan de manera particular. De allí que al referirnos a la música encontremos también lo que llamamos barroco popular, es decir, formas tradicionales y populares complejas que influyeron también en los compositores “sabios” del periodo, haciendo que en América la frontera entre la cultura de las élites y la “popular” fuera más difícil de establecer y más fácil de trasponer, en la medida en que esta parte del imperio se hallaba en el centro de la primera globalización de los siglos coloniales.

Cuando hablemos del folclor —término desacreditado por el uso y que explicaremos con detalle— trataremos de despojarlo de su concepción romántica, estática y acrítica, y nos referiremos sobre todo al conjunto de rasgos de tradición oral, literaria y musical que se han convertido en tradicionales, es decir, que han sido apropiados por grupos sociales enteros; entonces, los consideraremos parte de una herencia repetida de identidades en constante transformación, reinvención, selección y cambio. El concepto de provincia folclórica12 lo trabajamos a lo largo del texto en relación con las tradiciones líricas y musicales compartidas, y creemos que este término tiene muchas posibilidades de ampliarse y de ser aplicado de manera general al caso que nos ocupa, pues muestra perfectamente la posibilidad de reconstruir espacios que van más allá de los casos particulares, dándoles la concomitancia que han perdido en la incomunicación posterior al siglo XIX. Al final, cerramos la argumentación con una serie de consideraciones y conclusiones sobre lo que creemos podría ser una visión más articulada de los géneros lírico-musicales del Caribe, en esta relación insistente entre instituciones económicas, desarrollos culturales, “costumbres en común y entramado hereditario” (como diría E. P. Thompson). Una bibliografía y un listado de fuentes de primera mano y archivos consultados, en España y América, le dan sustento al cuerpo del trabajo.

Abordamos el tema resaltando las diversas facetas que se desprenden de la palabra vuelta melodía y de un concepto musical híbrido,13 creciendo sobre la arborescencia de una civilización popular viva y actuante que halló en las aguas cálidas del Caribe, y en las de sus islas y Tierra Firme, un nicho privilegiado de reproducción y encantamiento. Ligado al español atlántico y a la forma como la cultura criolla americana se apropió de todos estos mensajes y los hizo parte de “sus diversiones y sus devociones”, el cancionero indiano de las Antillas sigue arrastrando en sus efectos las voces del África, de la España popular y del mundo criollo. Porque la nao de las coplas, vuelta a aparejar incansablemente hasta nuestros días, permanece ajena a los recursos del método y sigue engolfándose hasta hoy en las procelosas aguas de lo humano y lo divino.

PRIMER TIEMPO

EL GRAN CARIBE

Teatre de la Guerre en Amerique, Pierre Mortier, Amsterdam y París, Chez Pierre Mortier, 1708.

I. EL MAR DE LOS ENCUENTROS, UN MEDITERRÁNEO AMERICANO

Había grandes vientos sobre todas las caras de
este mundo,

Grandes vientos regocijados por el mundo,
que no tenían rumbo ni morada…

SAINT-JOHN PERSE, Vientos, 1

A la vela, a la vela,

que en este mar de encanto

se navega.

FRANCISCO ESCALADA,
León, 1659

EL HURACÁN

Caminando por impredecibles rutas y soplando de este a oeste desde finales de la primavera hasta el otoño, los vientos sin rumbo ni morada se maduran en el Atlántico central, apenas rumiando en escarchas lo que será después enorme furia desatada. Y a medida que avanzan, convirtiéndose en huracanes de variada intensidad, se abaten sobre el Caribe insular con particular fuerza, atravesando el ancho mar hasta tocar las primeras islas solitarias. Caminan con las corrientes y a menudo las enfrentan, marcando las fronteras invisibles del mar Caribe, los límites de su navegación, los caminos intangibles de su conformación histórica. Es el viento abatido sobrevolando los puertos, sorteando las aduanas y las estaciones, las aldeas, los barrios y los callejones del salitre. En este piélago cálido donde los vendavales y las corrientes más frías del Atlántico buscan refugio y abrigo, donde incluso el agua profunda es atemperada, los arrecifes suelen crecer más rápido y los huracanes son ostensibles por su potencia y su capacidad destructiva. Pero en el Golfo de México, que es hacia donde los conduce su carrera, las aguas cálidas son más superficiales, lo que facilita su transformación en húmedos torbellinos y tormentas eléctricas. Es por eso que en el Caribe los huracanes son dioses de la fertilidad por la vía de la destrucción previa, y en el Golfo se transforman, como el Tajín de los totonacas, en dioses agrícolas del trueno y de la lluvia. En su integración al mar, en la turbulencia de un fenómeno que confunde oleajes y ventarrones —y que en su violencia borra los límites entre el aire y la superficie marina—, el Golfo es el sitio ideal para el suicidio de estos gigantescos monstruos helicoidales, que los indios del Caribe y Mesoamérica imaginaban marchando en destrucción con la ayuda de una sola extremidad.1 Por la temperatura de las aguas las ráfagas tienden a perder intensidad una vez que penetran más allá de la península de Yucatán, donde los ríos del litoral irrumpen en largos surcos de agua lodosa sobre el verde marino. Pierden fuerza al atravesar la plataforma de la península, arrastrando su extremidad sobre casas y sembradíos, pero al hundir de nuevo su giratoria pierna en la superficie marina del Golfo de México terminan convirtiéndose en caóticos “nortes” que sortean en su ruta el obstáculo de los relámpagos.

Un huracán al interactuar con el mar afecta su propia intensidad, y al engolfarse en estas aguas entreveradas se dispersa en vientos huracanados, que no por menores resultaban poco peligrosos para la navegación. Pero a la destrucción, a la lluvia y a las inundaciones, sigue la calma y con ella la fertilidad y la renovación.

EL CARIBE COLONIAL ESPAÑOL:
UNA COMUNIDAD HISTÓRICA

Emergiendo como refugio de huracanes, este ensamble de archipiélagos moldeados por su impacto constante y cíclico tiene en gestación permanente a las islas antillanas. Es producto de muchos itinerarios aleatorios, siendo el de la conquista europea, el de su integración al imperio español, uno de los más decisivos para la conformación de su historia posterior, para el inicio de una floración múltiple. Allí por primera vez, en las postrimerías del siglo XV, el Viejo Mundo encontró a través de los mares un nuevo preludio, una puerta de entrada hacia un espacio desconocido, haciendo realidad sus fantasías. De un instante al otro, el planeta dejó de ser una superficie plana y se reconoció como una esfera, permitiendo la aproximación de los continentes para iniciar una nueva aventura humana, tan fundadora e infinita como los días del Origen.

Derivado de un huracán de consecuencias mayores, el Caribe es uno de los espacios culturales más complejos que se han formado en los últimos siglos: un arrecife nervioso y enérgico que se fraguó a gran velocidad desde el desembarco de Colón y sus hombres en las Antillas Menores y Mayores, adquiriendo desde un primer momento rasgos particulares. El conjunto de islas y regiones continentales aledañas a esta parte del gran Océano Atlántico conformó en la vorágine huracanada de sus encuentros un universo privilegiado para la génesis del mundo moderno, un laboratorio del cambio social en aguas cálidas, donde se gestaron muchas de las condiciones que harían posible después la consolidación de la dominación europea en Tierra Firme. La transición mundial al capitalismo, el gran proceso que se expande desde el siglo XV hasta la Revolución industrial, tuvo en el Caribe mucho de su concreción geográfica resumida, sobre todo en lo que se refiere al tráfico del llamado “tesoro americano” —el oro y la plata del Perú y Nueva España— y al trasiego de modos y maneras que explica los caminos de la expansión de Europa hacia la periferia. Esto le dio a la región un doble carácter de umbral y de “frontera líquida”: por una parte, en el sentido de ser una estación de paso, de entrada y salida hacia el continente; por el otro, el de haberse convertido en una situación de preludio y avanzada, que prefiguró muchas veces con gran antelación las formaciones posteriores de lo que llamamos “globalización”. El Caribe en ese sentido es el umbral de la vida moderna, el quicio de una integración inconclusa a la economía mundial, pero que, al hacerla posible, aseguró también su posterior marginación. Es por eso que aquí términos como “mundialización”, “capitalismo”, “barroco”, etc., adquieren también el sesgo particular de la manera como la gran región asumió estos fenómenos, los hizo suyos y los transformó.

En el sentido de más larga duración, el Caribe fue y sigue siendo un crisol de culturas, razas y costumbres, un espacio intrincado que prefiguró en los primeros siglos coloniales mucho del cosmopolitismo actual, así como los primeros avances universales de lo que hoy conocemos como “modernidad”. Sin embargo, gran parte de esa anticipación del futuro se basaba en un sistema intensivo de explotación de la fuerza de trabajo, originalmente indígena, diezmada por el empleo forzoso y las epidemias y, después, en el uso, el control y la reproducción de la mano de obra forzada de origen africano. Su impulso llegó hasta tiempos muy recientes con el mantenimiento de la trata esclavista hasta finales del siglo XIX en algunos países, y marca todavía los grandes atrasos de la región, la huella indeleble de la condición colonial. En el siglo XVIII, mientras en Inglaterra se daba el gran salto de la Revolución industrial, en las islas del Caribe francés (principalmente en Saint Domingue, hoy Haití) —y en el proyecto urbanizador y productivo de los holandeses en las Guyanas— una “revolución agrícola” en la producción de caña de azúcar sentaba las bases para la segunda fase de la expansión europea, la que ya no se basaría exclusivamente en los “tesoros” de las minas españolas sino en el aumento y la calidad de la esfera de la producción textil y agroindustrial. Así, sobre los aspectos arcaicos de la esclavitud se prefiguraba y se entrelazaba la modernidad capitalista, la que siempre cargó, y aquí como en ninguna parte, con el “pecado original” de la rapiña, el hurto, la destrucción ambiental y la explotación más despiadada.

Lo significativo para el tema que tratamos de desplegar es que, entre 1492 y la Gran Depresión de 1873, la que concluye en la guerra hispano-norteamericana de 1898 —en un lapso de casi cuatro siglos—, el Caribe logró constituir una comunidad histórica fuertemente ligada por rasgos comunes, enlazada por un sistema de circulación mercantil que conectaba entre sí a las islas de las Antillas y el Atlántico, las regiones vecinas de la Tierra Firme, la costa occidental de África y la península ibérica. Esta intercomunicación externa e interna se perdió desde finales del siglo XIX, en gran medida debido a la dominación de los Estados Unidos sobre el área, cuando el Caribe pasó a ser el mare nostrum de su hegemonía regional. Pero antes de que esto ocurriera, y a lo largo de los siglos, las diferentes orientaciones económicas de la colonización y del poblamiento español, francés, inglés, portugués, danés y holandés iban imprimiendo su carácter particular, separando y distinguiendo las diversas regiones entre sí. De hecho —en función de la circulación de metales preciosos a la metrópoli— se pueden distinguir dos etapas en la historia del Caribe propiamente colonial: primeramente, la comprendida entre 1492 y 1660, cuando más de los dos tercios del oro y la plata circulante que pasaba hacia la península venía del Potosí, del Perú por la vía de Portobelo, convirtiendo al istmo panameño en el eje articulador del Caribe, y, posteriormente, la que va de 1660 a 1800, cuando el eje se estableció en el Golfo de México, con puntos clave en Veracruz y La Habana, y en función de la plata de las minas mexicanas.2

Las orientaciones productivas también fueron creando diferencias regionales, incluso en entornos muy cercanos. Por ejemplo, ya en el siglo XVIII, en la isla que Colón llamara La Española, y luego Santo Domingo, dos sistemas coloniales convivían y se distinguían: la parte española, atrasada y girando alrededor de una ganadería extensiva, y la parte francesa —altamente productiva—, que haría de Haití el enclave azucarero más desarrollado del área, y no en balde el primero que emprendiera una revolución anticolonial. Pero el atraso de la primera era paradójico, pues se basaba en el mestizaje racial y cultural y contaba con el espacio urbano de Santo Domingo, lo que le daba un aspecto “moderno”, mientras que el progreso de la segunda se daba sobre un sistema cerrado, de separación humana, de barreras raciales y eficiencia productiva, mucho más depredadora de los ecosistemas originales, confiriéndole un carácter “atrasado” y rural.3 El contrabando, el comercio ilícito y la piratería, en los que interactuaban los colonos españoles y los tratantes, colonos y piratas ingleses, franceses y holandeses, operaban en el Caribe como una tendencia contraria, que rebasaba las ineficiencias de la Corona española y el rigor relativo de su sistema monopólico, y que, al mismo tiempo, contribuía a que se relacionaran colonos y vasallos de lengua española, portuguesa, inglesa y francesa, así como de varias lenguas del Caribe indígena, lenguas africanas y variantes “criollas”, lenguas pidgin, sabires o papiamentos surgidos de esta particular amalgama entre las lenguas europeas, las africanas y las arahuacas.

Así, el Caribe español era solamente la extensión del complejo mercantil establecido por el monopolio comercial de Sevilla, enlazado permanentemente por el sistema de flotas que iban y venían extrayendo las materias primas y los metales del continente e inundando los mercados con productos manufacturados en el Viejo Mundo. El Caribe no era, sin embargo, el centro del imperio colonial español, sino la primera estación de paso, la garganta comercial y un espacio de tránsito de los metales y las materias primas. Era también un área donde se dirimían los conflictos de España con las otras potencias europeas, impidiendo de paso el arribo de las guerras europeas a la Tierra Firme americana y sirviendo de resguardo y vigía a los dos principales territorios del imperio en el continente: la Nueva España y el virreinato del Perú. Fue esa gigantesca transferencia de valor la que permitió el desarrollo europeo, y no propiamente español, pues, al paso de los años, España devino en “las Indias de Europa”, financiando con el “tesoro americano” la Revolución industrial en Inglaterra y en otros países del viejo continente. En el contexto de un creciente atraso, la colonización española de este norte tropical del imperio de los Austria en América enlazó también las mentalidades, la cultura y las ideas, creando, como veremos, saberes particulares, comunidades de habla y provincias folclóricas de intensa interacción, fricción y mestizaje, que respondían de manera similar ante los retos naturales y sociales, y que conformaban un código común que ya era visible desde el siglo XVII.

Enunciado ya como “el Caribe andaluz”,4 el espacio geohistórico español en esta parte de América fue producto de una primera colonización, de manera primordial procedente en esos siglos del sur de España —de Andalucía y Extremadura—, que estuvo fuertemente marcada por las rutinas culturales de esa antigua Bética romana: un espacio que ya en el siglo XV era intensamente cosmopolita, con restos de las antiguas poblaciones ibéricas y romanas sujetas a la prolongada dominación árabe y musulmana, con un comercio controlado por los judíos sefarditas, los genoveses y los venecianos, y con un número creciente de los primeros negros ladinos traídos de Guinea y otras partes del mundo subsahariano. Desde allí se difundió el primer ensayo de establecer encomiendas, esclavización africana y colonización en la misma Andalucía y en las islas cercanas a África, principalmente en el archipiélago de las Canarias, una vez que las trabas de la Reconquista se rompieron en el mismo año de 1492, año de la caída de Granada bajo el poder de los Reyes Católicos y del arribo de Colón al Nuevo Mundo. Estas islas de acceso al Atlántico —originalmente llamadas “Islas Afortunadas”—, junto con las Azores, Madeira y Cabo Verde, fueron estaciones de paso y grandes avanzadas del mundo mediterráneo; en ellas surgieron modelos de conquista y colonización de la América española y portuguesa, y un lugar de aclimatación de plantas y animales, lo que las convirtió también en retaguardias y anticipaciones del Caribe.5 Ese año del desembarco es también el parteaguas del fin de la dominación árabe, cuando la intolerancia cristiana impondrá para siempre una norma única, dominando a los musulmanes y convirtiéndolos en moriscos, expulsando después a los judíos e imponiendo la hegemonía económica y cultural de los “cristianos viejos”. Así, el Caribe andaluz —y en general el traslado de la cultura andaluza a la América colonial— será la continuación lógica de este proceso paradójico, pero donde la población esclava arrancada de varios grupos tribales y naciones de la costa atlántica africana tendrá, sobre todo cuando los “indios” desaparezcan de las islas, un papel fundamental y definitorio en varios aspectos. El Caribe no se explicaría, sobre todo después de la segunda mitad del siglo XVI, sin la presencia creciente y variada del mundo africano, que resulta definitiva y que estaba ya fuertemente implantada en España desde mucho antes.

Este Caribe andaluz, y más propiamente afroandaluz,6 tiene entonces una concreción económica fuertemente marcada por el comercio marítimo a gran distancia y por lo que le subyace: una mentalidad abierta al cambio y al intercambio, una memoria fragmentada, una reunión de partes rotas donde el suspiro de la historia se disipa en aras de lo inmediato. De hecho, este Caribe está configurado sobre una estructura anterior prehispánica, el área Circuncaribe, que compartió rasgos culturales comunes, de cuando constituía para las etnias indígenas un mar interior encerrado en sus propios vientos y corrientes: conectado al sur con la Tierra Firme y separado al norte por la barrera de los canales de la Florida y Yucatán. Así se constituye en un espacio geográfico determinado por una frontera natural, en una elaboración histórica largamente construida, donde la naturaleza insular, la inmensidad marítima y el carácter litoral del paisaje no son solamente un accidente geográfico sino la parte más recóndita de la conciencia de los hombres que lo habitan.

Sin embargo, a lo largo de los siglos coloniales este espacio sufrió cambios fundamentales en su conformación. En el siglo XVI era todavía un mar cerrado y controlado por la Corona española, mientras que después tuvo que abrirse a la presencia agresiva de otras potencias, las que colonizaron de grado o por fuerza partes de su territorio insular y litoral. Estas etapas, en su configuración, fueron modelando un Caribe “nuclear” que era el área original de la expansión española sobre las Antillas, y, a través de una serie de redes económicas y culturales, un Caribe “ampliado”, determinado por la actividad comercial a gran distancia.

Este Caribe cambiante se extiende principalmente desde el siglo XVI alrededor del eje de los puertos de la famosa Carrera de Indias: Sevilla (y Cádiz como su terminal marítima) en Andalucía y Veracruz en el Golfo de México. De esta columna vertebral, la “ruta de las flotas” centrada a menudo en la ciudad de México (de la cual Veracruz era su puerto y garganta) y que se prolongaba hasta las Filipinas, surgen inmensas ramificaciones, afluentes y círculos de influencia a gran distancia. La otra columna, la “ruta de los galeones”, se estableció entre Sevilla y Portobelo y Cartagena de Indias, y es la que adquiere una inicial preponderancia por ser el camino hacia el Perú. Con un conjunto muy diversificado de puertos marítimos, el Caribe es también un mar poblado de fortalezas, desembarcaderos circunstanciales, bahías y ancones que favorecían el contrabando, muelles fortuitos y litorales llenos de una vigorosa vida comercial, legal e ilegal.

Comprende pues un espacio nuclear conformado por el mar de las Antillas propiamente dicho, con su rosario de islas mayores y menores que emergen desde la Florida y el archipiélago de las Bahamas hasta el oriente de Venezuela, formando un arco de islas que se extiende, como la parte que sobresale del espinazo de una inmensa bestia marina, a lo largo de unos 5 000 km y siguiendo una dirección de noroeste a sureste. Este Caribe insular es el núcleo de la gran región y tiene una superficie de 238 400 km2 , de los cuales Cuba, una de las cuatro islas mayores, ocupa casi la mitad, 114 524 km2 , o sea, 48.04% del total de la superficie emergida de las aguas. Las islas de Cuba, Jamaica, Santo Domingo y Puerto Rico, llamadas las Antillas Mayores, se extienden sobre 210 900 km2 , o sea, sobre 89% de la superficie antillana. Por lo contrario, el encadenamiento de islas, isletas y cayos de las Antillas Menores ocupa 13 600 km27