Índice

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PUNTOS DE REFERENCIA

LISTADO DE PÁGINAS

A mis hermanos Graciela, Imelda y Gabriel.

El mundo sobrenatural siempre ha
sido para mí más real que el mundo real.

Anne Rice

Morir será una aventura grandiosa.
J.M. Barrie

Su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado.

Francisco de Quevedo

33

Varios meses después de toda la conmoción, ha empezado a hacer frío en el mundo de los vivos; los clientes de El Tiempo Perdido visten abrigos y bufandas, y los sombreros de fieltro han remplazado a los de paja. El calor del pan en el horno y el vaporcillo de cafés y tés empañan los vidrios de las ventanas. Pero hoy han cerrado temprano porque hay fiesta en el patio de la vecindad. Con todo y el frío, les pareció más cómodo que en la pastelería. Mario no sabe qué celebran; desde que ya no anda por todas partes, no se entera de muchas cosas. Oye las risas y las voces como cuando se encerraba a llorar y, a través de la puerta, le llegaban el rumor de la televisión y los comentarios divertidos de su familia.

Arminda ve que está ahí, en la que era su vivienda cuando estaba vivo, y se acerca a tratar de animarlo:

—Vamos un ratito a la fiesta, ándale.

—¿Qué celebran?

—El cumpleaños de Francisca. Cumple 50.

—El mío era pasado mañana —responde Mario, con amargura—. Cumpliría 54 años.

Arminda se ríe:

—Jeje. Podrían ser pareja.

—Lo siento. No es mi tipo.

Arminda insiste:

—Bueno, ¿vamos?

—No. No tengo ganas, de veras. Nunca me gustó el mundo; no va a empezar a gustarme ahora que ya no tengo necesidad de él.

Pero ella presiona:

—Estás triste por Tina, ¿verdad?

—No puedo negártelo —le responde Mario, con una tristeza tan honda que lo haría manifestarse en el mundo vivo como una hoja seca arrastrada por el viento.

—¿Sigues deseando que cruce pronto?

—No, Minda. Ya no. Sí la esperaba, pero… rayos, ella ama la vida. Y me ha enseñado a amarla, aunque un poco tarde y… pues yo tuve mi oportunidad.

Arminda ya no dice nada. Mario tampoco. La verdad, le costó trabajo renunciar al espejo y lo extraña, pero no había otra opción: era necesario cerrar la ventana. Sí, ese espejo era una ventana. A través de él fue posible, por un momento, sentir que vivos y muertos pertenecían al mismo mundo.

—Minda, ¿qué crees tú que pase con Tina y Enrique?

—¿Qué pase de qué?

—¿Crees que finalmente se hagan novios?

—No lo sé, Mario. A esa edad, uno apenas está descubriendo sus emociones —hace una pausa, reflexionando, y continúa—. Enrique, pues tú lo has visto: sigue igual de enamorado y pensando que el amor o es doloroso o no es amor.

—¿Y Tina?

—Tina lo quiere y tiene miedo de decir “No”, pero no encuentra una razón suficientemente fuerte para decir “Sí”.

—Entonces debería decir no.

—No es tan fácil, Mario.

El fantasma niño se encoje de hombros otra vez: no importa.

—Entonces —su amiga hace un último intento—, ¿no vas a la fiesta?

—No. Ve tú. Y luego me cuentas.

La verdad es que Mario está triste también por otras cosas, no sólo por Tina. Porfirio se ha ido. “Ya descansa en paz”, dirían los vivos. Arminda y Mario lo extrañan, pero les da gusto por él: ya no tenía apegos, pues se había liberado con el descubrimiento de su tesoro, y sí una enorme curiosidad de conocer otros mundos. Tal vez Arminda no tarde en alcanzarlo. Entonces Mario se quedará solo, con Chepina. Dicen que los animales nunca pasan del nivel etérico, pero hay diferentes versiones; según unas, se quedan ahí hasta que su existencia se adelgaza tanto que se desvanece en el éter; según otras, luego de un tiempo vuelven a la tierra, quizá como humanos, con lo cual tendrían la oportunidad de evolucionar. Quién sabe. Uno puede conocer su propio mundo y los mundos abajo del suyo, pero nadie tiene idea de lo que queda arriba; sólo se puede imaginar.

Como quiera que sea, Chepina y Mario se quedarán solos, sin más distracción que mantener a los Tenebrosos a raya. A menos, claro, que alguien de la vecindad se muera pronto. Tal vez Claudia. Mario no decide aún qué sentir con respecto a ella.

—También esa mujer está en la fiesta, ¿verdad?

—¿A quién te refieres, Mario?

—Ya sabes: a Claudia.

—¿Y por qué no ha de estar ahí si ahora es la portera del edificio y a todo el mundo le cae bien?

—No sé por qué tenían que darle ese trabajo.

—Pues si hubieras aceptado hablar con ella, ella le habría dado la ubicación del tesoro a alguno de los chicos y no al señor Saavedra. Hiciste a ese viejo todavía más rico de lo que ya era.

—¿Yo? Mi hermana lo hizo rico.

Arminda se le queda viendo, divertida con su rabieta.

—No seas ingrato. Pudo haberle dado el secreto a cambio de dinero. Pero sólo le pidió que no vendiera el edificio.

—También le pidió que le diera la portería.

—Algo tenía que pedir para sí misma. Y de todos modos, el portero ya no quería vivir aquí solo, sin su mujer.

—Lo hizo por joderme.

—Lo hizo por estar cerca de ti. ¿No ves cuánto te ha querido? Y a fin de cuentas eres tú quien debería pedirle perdón a ella.

Tomado por sorpresa, Mario se vuelve a mirarla.

—¿Yo?

—Sí. Hasta ahora no he querido decirte nada porque sé que es doloroso para ti, pero ya son muchos años de injusticia.

—¿De qué hablas?

—¿Dónde te moriste?

—El veneno se guardaba en el mueble del baño.

—Sí, ya sé que ahí fue donde lo tomaste. Pero no te quedaste ahí, ¿o sí? ¿Te fuiste a morir a tu cama?

—No.

—Claro que no. Te fuiste a acostar a la cama de Claudia. ¿Por qué?

Mario se encoge de hombros y pone cara de ofendido.

—Yo te voy a decir por qué lo hiciste: fue para responsabilizarla por lo que te pasara.

—¡No es verdad!

—Te fuiste a morir a su cama para que ella cargara con eso toda su vida. Y lo hizo. ¿Te imaginas lo que tuvo que vivir antes de llegar a dormir en la calle?

—¡Ella me traicionó!

—Eso has estado diciendo desde que estás aquí, pero sabes que no es verdad. Si ella se hizo novia de ese muchacho fue para impedir que siguiera molestándote.

Mario ya no responde: está vencido. Vencido y humillado, como cuando le pegaban en la escuela. Presiente que Arminda tiene razón y que finalmente hará las paces con su hermana. La perdonará y ella lo perdonará a él, si es que de verdad tienen algo que perdonarse. De todas maneras, Claudia ya está vieja, enferma y no tardará mucho en cruzar… tal vez volverán a jugar y a pelearse y a quererse como antes. Piensa en eso y se pone a llorar.

—¡Eso! —Arminda no le da tregua—. ¡A refugiarte otra vez en la lástima de ti mismo! Tienes que ver más allá de eso, Mario, si no, no vas a pasar nunca de aquí. Y también necesitas perdonar a ese muchacho, a El Marrana, como lo llamas.

—¿A él?

—Sí, a él. ¿Nunca se te ha ocurrido pensar que un niño que maltrata es generalmente un niño maltratado?

Mario la observa sin responder, sin entender siquiera: eso ya es demasiado. Arminda lo comprende así y lo deja descansar:

—Bueno, me voy a mirar la fiesta. ¿No vienes entonces?

—Te alcanzo después —le contesta él, con los ojos llorosos.

Se queda solo, pensando. Piensa en que con Claudia o sin ella ahí seguirá, en ese edificio que alguna vez llamó su casa, en ese patio encharcado de luz violeta donde tal vez un día encuentre al niño que fue. Estará ese niño a la sombra de la higuera, jugando en el suelo con un caballo de plástico. Entonces sabrá Mario que ha llegado al final del viaje. Le hará una caricia en el pelo al niño que fue y le dirá que el veneno para ratas sabe espantoso y que no vale la pena. Le dirá que la muerte no vale la pena.

FIN

1

—Hola —saluda Enrique desde el umbroso pasillo de la entrada. Venía con cara de preocupación y de pronto se ha alegrado. Su figura parece más ligera cuando llega al sol del patio de la vieja vecindad.

—Hola —sentada en el rodete de piedra que protege una higuera, Albertina sale de su ensueño un momento, sólo para caer en otro, se acomoda los lentes y sonríe vagamente. Así es ella: siempre distraída, perdida en sus pensamientos.

El muchacho no sabe qué hacer, cómo seguir. Es esa angustia de cuando te gusta una niña, pero tú no le gustas a ella y lo sabes y sientes que todo lo que puedas decir o hacer será idiota. Y, sin embargo, es peor quedarse callado porque en el fondo aún crees que tienes oportunidad.

—¿Meditando?

En lugar de contestar, Tina hace a su vez una pregunta:

—¿Ya te sabes la noticia?

Mario los oye. Ellos no lo saben, nunca lo han visto, pero él los observa todo el tiempo. Y le molesta la amistad de Albertina con ese tonto. “Es un buen muchachito”, le ha dicho Arminda, defendiéndolo, pero a Mario no le cae bien. “Es un simple flaco con cara de lombriz estomacal.”

—¿Qué pasó? —Enrique se sienta junto a ella en el rodete, con tal torpeza que casi vuelca la lata de atún que los vecinos han convertido en cenicero.

—El señor Saavedra quiere vender el edificio.

Enrique no contesta. Se le queda viendo a los labios con un enamoramiento desesperado y, sin embargo, silencioso, cobarde. Mario, que lo ve desde las sombras de su mundo, conoce su sufrimiento.

—Le pidió a mi mamá que ponga un anuncio en el periódico y se haga cargo de atender a los interesados.

En la cara de Enrique, la sorpresa se convierte en pesadumbre.

—Tendremos que mudarnos a otra parte.

—Pues sí —le contesta ella con tono de “es obvio, idiota”.

—¿Y crees que sí lo venda?

—No sé. Mi mamá dice que no pide mucho dinero y eso puede ayudar. Pero ya ves cómo está de jodida la azotea. Tal vez no quieran comprarlo así.

Ese argumento no logra devolverle la esperanza al chico.

—Seguro el viejo la va a mandar reparar antes de ofrecer el edificio.

—A mi mamá no le dijo nada de eso. Pero presiento que de todas maneras no va a haber quien lo compre: la gente le tiene miedo.

—Eso sí.

—Ya ves que ni siquiera se ha podido rentar la vivienda del primer piso. Nadie quiere vivir en una casa embrujada.

—Bueno, pero, ¿por qué el señor Saavedra dejó encargada a tu mamá? ¿Por qué no a la portera?

—Ha de querer dar buena imagen —sonríe Tina.

—¿Con el genio que tiene tu mamá? ¿Buena imagen?

—¿Estás insinuando algo, Enrique?

—No, no. Para nada.

—Además ya sabes que la portera está llena de achaques: un día se levanta de su cama y otro no.

En el rectángulo de luz violácea del patio —que es lo que ve Mario—, Tina es aún más luz, una luz de atardecer deshilada en sombras por el follaje de la higuera.

“A mí me cae muy bien Enrique”, dijo Arminda el otro día que ella también estaba observándolos. “Es un caballerito muy apuesto”, añadió, con el rancio lenguaje de sus tiempos. “Qué apuesto ni qué la manga del muerto”, le respondió Mario.

“Es lo bueno de estar de este lado —piensa él—, que puedes ver lo que hace la gente y ellos no te ven. Puedes acompañarlos en sus ocupaciones diarias: cuando duermen, cuando se bañan, cuando comen, cuando creen que se encuentran solos… como no saben que estás ahí, se sienten libres de hacer cosas que no harían delante de nadie: llorar, maldecir, reírse solos, tirarse pedos o escarbarse la nariz. Es divertido y además aquí no hay otra cosa que hacer más que mirar: ser un mudo testigo de la vida que ya no tienes. Sí, bueno —reconoce Mario—, esto también tiene su lado triste. Un fantasma puede ver el sol, pero no lo siente. Es como si lo viera en una película muy vieja: un sol desvaído, cansado. Nunca es realmente de día y nunca es bien de noche; uno se mueve siempre al atardecer, a media luz, una media luz violeta: el color de la transmutación, del perdón que se espera. Un fantasma puede acariciar, pero no lo siente, y ése es su dolor más grande, cuando tiene poco de haber cruzado y todavía lo une el amor a los vivos. Puede acariciarlos, aun besarlos, pero no siente nada porque no tiene cuerpo para sentir; es como si sólo lo imaginara. Ellos, en cambio, sí llegan a percibir sus caricias, a veces, en instantes muy especiales. Pero esas caricias no les dan placer sino miedo. No son caricias bienvenidas.”

Aun si alguien lograra ver un fantasma al sol de mediodía, no lo verá en la luz, porque donde ellos habitan no hay luz. Los muertos llevan su penumbra a todas partes. Ahí, en el centro, está su cara como un retrato antiguo sobre un fondo oscuro. Hay tristeza siempre en la expresión de los fantasmas, en su mirada ya perdida en el punto más remoto del pasado. Un fantasma es una persona que murió, pero sus ojos no lo recuerdan, no recuerdan que están muertos. Sus ojos son blancos, se dice que porque los ojos reflejan lo que el alma desea y los fantasmas son almas que quisieran ser blancas; es decir, estar vacías, tan vacías como una pared blanca. A veces —en realidad demasiadas veces— lloran. No hay llanto más triste que el de un fantasma. Es que es un llanto sin esperanza y sin remedio, un llanto que para qué llorar. Pero no pueden evitarlo: son sentimentales como lo es todo el que vive de recuerdos. Rara vez se verá sonreír a un fantasma. La sonrisa es algo poco común de ese lado. Tienen momentos de alegría, eso sí. Quienes los han visto en uno de esos momentos dicen que brillan.

—Bueno, ¿y a ti qué te pasa? —pregunta Tina—. ¿Por qué llegaste con cara de que te ladró un perro?

Enrique ansía decirle: “Porque estoy enamorado de ti y tú no me haces caso”. Pero la verdad es que ahora tiene otra preocupación:

—Quieren que pague el vidrio de la biblioteca.

—¿Cuál vidrio?

—El que rompimos el martes con el balón.

Tina reacciona de inmediato, como siempre que ve venir una injusticia:

—Tú no tuviste la culpa. Mauricio lo pateó: él es quien tiene que reponerlo.

—El director no lo sabe.

—Pues se lo vas a decir.

—No puedo hacer eso, Tina. Quedaría como traidor.

—Entonces habla con Mauricio. Tiene que dar la cara.

Enrique se encoge de hombros.

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—Tengo ahorros. Puedo pagar lo que me toca.

—El dinero no es el problema, Enrique. Es que es una injusticia, ¿no lo ves?

El chico no responde ni deja de estar triste.

—¡Tina! —se oye de pronto una voz de niño pequeño que grita desde el barandal del primer piso—. ¡No puedo jugar! Me sale un mensaje de que no hay conexión.

Es su hermano: un gordito cometodo de ésos a los que nadie quiere en su equipo de futbol. Tampoco a él le cae bien Enrique.

—Reinicia la computadora —le grita Tina desde abajo.

—Ya lo hice y no funciona.

—¿Quieres que le ayude? —se ofrece el “caballerito”, que cree saber mucho de esas cosas.

—No ha de ser nada —tuerce la boca Tina—. Sólo quiere que vaya a jugar con él. Escuincle latoso —está a punto de despedirse, pero Enrique empieza a buscarse en los bolsillos y saca un huevo envuelto en papel de aluminio blanco y anaranjado.

—¡Octavio! —le grita al niñito—. Te regalo un Kínder si eres capaz de arreglar el problema tú solo.

—No le des chocolates —susurra ella. Pero el hermano intenta negociar más duro.

—¿Y si luego pasa otra cosa?

—El huevo vale para todos los problemas que puedas tener en la semana.

—Hoy nada más.

—Bueno, hoy nada más. Pero déjanos platicar, ¿sí?

—Está bien. Aviéntamelo.

El chocolate va a dar directo a sus manitas regordetas y avariciosas. Y Enrique y Tina se sonríen cuando ven que se mete satisfecho a su casa.

—Entonces —reanuda él la conversación—, ¿qué opina tu mamá de todo esto?

—No le he contado. Pero diría lo mismo que yo: que tú no debes pagar nada si no rompiste el vidrio.

—No.

—Yo no podría vivir lejos de ti. No me digas nada, no me regañes. Ya sé que sólo somos amigos —y baja la vista al espacio de suelo gris que se ve entre sus pies.

Tina aparta los ojos también.

En el patio, las sombras que la eternidad tiñe de violeta son cada vez más largas. Pronto terminará el día. Un día más para ellos, que todavía tienen días.

—Qué esperanzas que en mis tiempos hubiera esos videojuegos —comenta Arminda—. Lo que sí teníamos era máquinas de escribir: unas máquinas grandes muy bonitas, negras, con las teclas redondas con anillos dorados.

—Tampoco existía esta diabólica luz eléctrica que se usa ahora —añade Porfirio, que quién sabe de dónde apareció retorciéndose su bigote de oficial de caballería.

—Pues fíjate que a mí sí me tocó —le contesta Arminda, acomodándose sobre los hombros su pelisse—. Todavía me acuerdo del miedo que le teníamos. Era una cosa muy peligrosa. Mi papá estaba entusiasmado, pero mi mamá decía que era preferible vivir a oscuras que morir electrocutado.

—¡Yo no podría estar más de acuerdo! Ya el queroseno era desagradable, con esa tétrica luz azulosa que daba. Y el olor.

—Los cables eléctricos eran muy feos al principio, muy toscos, y no iban ocultos como ahora. Eran trampas donde acechaba la muerte.

Siguen repasando sus recuerdos, cada quien en su época. Sus voces, cansadas de repetir las mismas historias, se pierden en el vacío una vez más.