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Déjame hacer
algo por ti

En cuanto sus amigos se marcharon, Tito se dispuso a hablar con su abuela. Por más que la buscó, no la encontró ni en la cocina ni en la sala ni en el jardín… y cuando llamó a la puerta de su habitación, no obtuvo respuesta.

Estaba decidido a tocar de nuevo, pero su madre se le acercó y, poniéndose un dedo sobre los labios, susurró:

—Úrsula no se encuentra bien. Déjala descansar.

Tito sabía por qué su abuela se sentía mal y quién era el culpable. Por eso, en cuanto su madre volvió a su escritorio, tocó a su puerta, murmurando:

Abue, ábreme. Tengo algo muy importante que decirte…”

La abuela no respondió. Ni el más mínimo sonido escapó de la habitación, y Tito, abatido, giró sobre sus talones.

Sólo había dado dos pasos cuando escuchó, no a través de la puerta, sino directamente en su cabeza, una voz que decía: “Si tú lo crees, es posible. Si dudas, todo ha terminado”.

Tito se volvió y se puso a golpear la puerta gritando: “¡Yo creo, abue, yo creo…!”

Con semejante escándalo sólo consiguió atraer a su madre, que lo agarró por una oreja y lo arrastró hasta su propio cuarto.

—¿Cómo puedes ser tan egoísta? —le gritó, roja de ira—. Te digo que tu abuela no se siente bien y no se te ocurre nada mejor que molestarla con tus niñerías. ¡Estás castigado! ¡De aquí no te mueves hasta la hora de la comida!

Tito se dejó caer en el borde de la cama. Durante un largo tiempo sus ojos no vieron nada: ni el suelo ni los muebles ni las paredes de su cuarto. Estaba como atrapado dentro de una enorme mancha de color neblinoso. Casi sin percatarse de lo que hacía, se sentó frente a la mesa donde habían quedado las acuarelas y los dibujos que hiciera en presencia de Alondra y Ramón.

En una de las hojas se reconocía a Ramón, aunque en lugar de sus enormes dientes, que Tito había dibujado con color explosivo, lucía una sonrisa chamuscada. Alondra estaba en otra hoja, pero sus largas pestañas habían abandonado sus ojos de almendra. Tito las había dibujado con saltimbanqui y ahora las pestañas se movían sobre el papel como dos orugas rojiverdes, deseosas de tener al fin alas y echarse a volar.

Sin embargo, lo más sorprendente era el retrato de Amicus: se había esfumado sin dejar la menor huella. Y eso que para dibujarlo Tito había utilizado movedizo y neblinoso; colores que cambiaban de matiz, no de sitio. Su retrato debía haber permanecido en la hoja, pero… ¡se había marchado!

¿Era buena o mala señal? ¿Amicus volvía a hacer de las suyas o, por el contrario, ya no había manera de hacerlo aparecer: ni siquiera pintándolo en una hoja de papel?

Tito intentó dibujar a su misterioso tío con un rotulador normal y corriente, y ocurrió lo mismo: la imagen desaparecía del papel, como si estuviera siendo trazada con agua en una de las losas del patio que el sol de la tarde abrasaba.

La abuela no bajó a comer.

Tito se acostó temprano, pero tardó mucho en dormirse. Y soñó. Soñó que bajaba al patio a encontrarse con Amicus y juntos comenzaban a tirar piedritas a la ventana de la abuela: una piedra Tito, una piedra Amicus…

Cada vez que lanzaba su proyectil, Amicus cambiaba de aspecto: niño, adolescente, joven con uniforme del Servicio Militar, apuesto mozo con camiseta de marinero, hombre de seca musculatura y ropas de leñador, de nuevo un niño…

Ya habían tirado doce piedritas, cuando al fin la abuela se asomó a la ventana.

—¡Mira, abue! —gritó Tito—. Amicus no es un fantasma. Tú estás despierta y él sigue aquí a mi lado. Tío Amicus me ha enseñado a hablar con desconocidos, a trepar árboles, a escalar montañas, a nadar debajo del agua y un montón de cosas más. ¡Nunca he tenido mejor amigo! No te pongas triste: Amicus siempre estará con nosotros.

Tito se despertó de pronto y descubrió que estaba realmente en el patio, descalzo y en pijama, con una piedra en la mano. La abuela estaba de verdad en la ventana y se reía.

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—¡Calla, loco, que vas a despertar a todo el mundo! Vuelve a la cama y mañana hablamos de tu tío…, que se llama Amílcar, no Amicus.

Tito entró por el cobertizo trasero, subió la escalera, atravesó el corredor y se detuvo en el baño a lavarse los pies. Cuando al fin llegó a su cuarto, Amicus estaba sentado a horcajadas sobre el respaldo de la cama. Tenía las acuarelas encantadas en una mano y el pincel en la otra.

Tito se acostó y Amicus dijo:

—Cuando alguien se ausenta durante mucho tiempo, quienes lo quieren piensan en lo peor: que está gravemente enfermo, que lo han metido en la cárcel y hasta que se ha muerto. Pero quienes te quieren mucho, mucho de verdad, nunca van a conformarse. Ellos te esperan toda la vida… hasta que tú encuentras la manera de regresar.

Y como si le disgustara hablar con un tono tan serio, se puso a dibujar estrellas de color explosivo, espirales de color saltimbanqui, monigotes de color contagioso y nubes de color vaporoso. Incluso dibujó con escalofriante un monstruo pequeñito.

Los dibujos armaron un alboroto monumental, pero hacía falta mucho más que eso para impedir que Tito se durmiera.

Estaba demasiado feliz por lo que acababa de hacer por su abuela, por su tío misterioso… y por sí mismo.

Las vacaciones, se dijo, acababan de comenzar. Y esta vez, estaba absolutamente convencido, iban a ser las mejores de su vida.

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Primera edición, 2017
Primera edición electrónica, 2017

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JOEL FRANZ ROSELL

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ilustrado por

LUIS SAFA

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Para mi tío perdido,
aunque no sepa siquiera su nombre.

J.F.R.