cover

 

RELIGIOSIDAD E IMAGEN
APROXIMACIONES A LA COLECCIÓN DE ARTE COLONIAL DE LA ORDEN DE PREDICADORES DE COLOMBIA

Carlos Mario Alzate Montes, o.p.

Fabián Leonardo Benavides Silva

Andrés Mauricio Escobar Herrera

(Coordinadores)

RELIGIOSIDAD E IMAGEN
APROXIMACIONES A LA COLECCIÓN DE ARTE COLONIAL DE LA ORDEN DE PREDICADORES DE COLOMBIA

Vicerrectoría Académica General
Instituto de Estudios Socio-Históricos Fray Alonso de Zamora

logo

Religiosidad e imagen : aproximaciones a la colección de arte colonial de la Orden de Predicadores de Colombia / coordinadores Carlos Mario Alzate Montes, O.P., Fabián Leonardo Benavides Silva, Andrés Mauricio Escobar Herrera – Bogotá : Ediciones USTA, 2013

302 p. : ilustraciones, fotografías ; 23 cm

ISBN: 978-958-631-840-2

Contenido: Dominicos, Arte y Predicación. -- Barroco y Modernidad en el Nuevo Reino de Granada. -- Los temas de la pintura dominica en el Nuevo Reino. -- El arte de la palabra: las obras de arte de la Orden de Predicadores como medio de evangelización en el Nuevo Reino de Granada. -- Arte y claustro: la imagen en la vida conventual de los dominicos durante la Colonia. -- Cuerpo y territorio: la serie de mártires de la iglesia de santo Domingo en Tunja. -- El retablo de Nuestra Señora del Rosario del templo de santo Domingo de Tunja. -- La imagen de la Virgen de Chiquinquirá: historia, sistema iconográfico y sistema cultural en la Colonia. -- Percepción del cuerpo femenino en la obra Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá de Jerónimo Acero.

1. Dominicos – Iconografía -- Colombia 2. Dominicos – Historia – Colombia 3. Arte colonial – Colombia 4. Arte y religión – Colombia 5. Arte cristiano – Historia -- Colombia 6. Evangelización – Historia – Colombia I. Alzate Montes, Carlos Mario, coord. II. Benavides Silva, Fabián Leonardo, coord. III. Escobar Herrera, Andrés Mauricio, coord. IV. Universidad Santo Tomás. Instituto de Estudios Socio-Históricos Fray Alonso de Zamora.

271.2 CDD 21

© Carlos Mario Alzate Montes, o.p.

Fabián Leonardo Benavides Silva

Andrés Mauricio Escobar Herrera

Héctor Llanos Vargas

Jaime Humberto Borja Gómez

Carlos Rojas Cocoma

Marta Fajardo De Rueda

Julieth Andrea Rincón Avendaño

Lina María Cedeño Pérez

© Universidad Santo Tomás, 2014

Ediciones USTA

Carrera 13 n.º 54-39

Bogotá, D. C., Colombia

Teléfonos: 249 71 21/235 19 75

editorial@usantotomas.edu.co

http://www.editorial-usta.edu.co

Hecho el depósito que establece la ley

Diseño de portada y diagramación: Alejandra Anzola Bravo

Corrección de estilo: Leonard Mauricio Múnera Villamil

Fotografía: Diego Felipe Espinosa Cifuentes

Se prohibe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sin la autorización expresa del titular de los derechos.

  

ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS

PRESENTACIÓN

Carlos Mario Alzate Montes, O.P.

ESTUDIO INTRODUCTORIO: DOMINICOS, ARTE Y PREDICACIÓN

Carlos Mario Alzate Montes O.P.
Fabián Leonardo Benavides Silva
Andrés Mauricio Escobar Herrera

BARROCO Y MODERNIDAD EN EL NUEVO REINO DE GRANADA

Héctor Llanos Vargas

LOS TEMAS DE LA PINTURA DOMINICA EN EL NUEVO REINO

Jaime Humberto Borja Gómez

EL ARTE DE LA PALABRA: LAS OBRAS DE ARTE DE LA ORDEN DE PREDICADORES COMO MEDIO DE EVANGELIZACIÓN EN EL NUEVO REINO DE GRANADA

Fabián Leonardo Benavides Silva

ARTE Y CLAUSTRO: LA IMAGEN EN LA VIDA CONVENTUAL DE LOS DOMINICOS DURANTE LA COLONIA

Andrés Mauricio Escobar Herrera

CUERPO Y TERRITORIO: LA SERIE DE MÁRTIRES DE LA IGLESIA DE SANTO DOMINGO EN TUNJA

Carlos Rojas Cocoma

EL RETABLO DE NUESTRA SEÑORA DEL ROSARIO DEL TEMPLO DE SANTO DOMINGO DE TUNJA

Marta Fajardo de Rueda

LA IMAGEN DE LA VIRGEN DE CHIQUINQUIRÁ: HISTORIA, SISTEMA ICONOGRÁFICO Y SISTEMA CULTURAL EN LA COLONIA

Julieth Andrea Rincón Avendaño

PERCEPCIÓN DEL CUERPO FEMENINO EN LA OBRA Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá de Jerónimo Acero

Lina María Cedeño Pérez

AUTORES

  

AGRADECIMIENTOS

A la Provincia San Luis Bertrán de Colombia de la Orden de Predicadores y en particular a su prior provincial, fray Orlando Rueda Acevedo, O.P., por permitirnos consultar el acervo documental que reposa en el Archivo Histórico de la Provincia y la colección de arte colonial de sus iglesias, conventos y casas ubicados en Bogotá, Tunja, Chiquinquirá y Villa de Leyva. A fray Giovanni Humberto Guarnizo Valenzuela, O.P., por acompañarnos en nuestras visitas a estos repositorios y compartir su conocimiento sobre las obras de arte que los componen.

Asimismo, a la Universidad Santo Tomás, sobre todo a la Unidad de Investigación, por avalar académica y económicamente este proyecto. Al equipo de ediciones USTA, especialmente a sus dos últimos directores, fray Javier Antonio Hincapié Ardila O.P. y Daniel Mauricio Blanco Betancourt, por las labores de corrección de estilo, diagramación, diseño e impresión del libro. A la directora del Departamento de Comunicaciones, Clara Inés Betancourt Quinayas, y al productor audiovisual Diego Espinosa Cifuentes, por el trabajo fotográfico de la obra.

A los autores que nos acompañaron con sus escritos y le proporcionaron un corpus (teórico-metodológico) a la obra: Marta Fajardo de Rueda, Lina María Cedeño Pérez, Julieth Andrea Rincón Avendaño, Héctor Llanos Vargas, Jaime Humberto Borja Gómez y Carlos Rojas Cocoma. De manera especial, queremos agradecer a Lina María y a Julieth Andrea, quienes como investigadoras del IESHFAZ participaron además en la formulación del proyecto y colaboraron en la identificación de las imágenes contenidas en el libro.

Finalmente, a los auxiliares de investigación del IESHFAZ: Juan Sebastián Ochoa Ramírez, Jesús Orlando González y Juan Guillermo Miranda Corzo, por la búsqueda, transcripción y tematización de fuentes.

Los Coordinadores

Bogotá, noviembre de 2013

 

PRESENTACIÓN

Esta obra partió de la pregunta por las características del arte religioso que se conserva en los templos y otros repositorios de la Orden de Predicadores, particularmente en Bogotá, Tunja y Chiquinquirá. La investigación, formulada y dirigida por el Instituto de Estudios Socio-Históricos Fray Alonso de Zamora de la Universidad Santo Tomás, estuvo inicialmente muy ligada al ámbito de los diagnósticos o de los balances, pretendiendo justamente llegar a un “estado de la cuestión” en el que se destacaran el volumen, las particularidades y la situación de estas colecciones. Se trató, en últimas, de un trabajo más del orden de las descripciones técnicas o formales, inscritas en series de fichas a modo de inventario o catálogo.

A más del registro de esos elementos compositivos (líneas, colores, texturas, distribución, formas, figuras, planos, etc.) y de precisar en unos casos (y aventurar en otros) autores, talleres y periodos de producción de las piezas, imperó la pregunta por la funcionalidad de estas imágenes. Como se aprecia en mucha de la historiografía sobre el arte colonial, las peculiaridades de las obras adquieren mayor relevancia vistas en diálogo con los rasgos del contexto histórico y cultural en el que (y para el que) fueron concebidas y producidas. En otras palabras, la “vocación de servicio” que varios autores le atribuyen al arte del periodo colonial, su carácter esencialmente instrumental, se comprende mejor en el marco de los móviles doctrinales y políticos que incentivaron esa íntima conexión entre la religiosidad católica y el uso de la imagen.

Pero además del influjo de las líneas pastorales de la Iglesia en la configuración de las imágenes como un recurso didáctico para la evangelización, vimos que también tenían una relevancia especial las singularidades de la religiosidad y las devociones de las distintas comunidades religiosas. Los conventos de regulares, al fin de cuentas otra de las aristas del arsenal perfilado por la Contrarreforma para la predicación, apropiaron y adaptaron a las necesidades de sus propias obras misionales el empleo de las manifestaciones artísticas. Esto se vio reflejado en el lustre de varios de los altares en los templos y en los profusos repertorios de piezas (unos más cuantiosos que otros), pero principalmente en la construcción de muchas de las concepciones que mediaron el desarrollo de sus actividades conventuales y la relación con sus devotos.

La conjunción de esos dos escenarios de reflexión (el del arte religioso colonial en general y el del uso de esa iconografía por comunidades religiosas particulares) nos llevó a preguntarnos: ¿cómo se dio esa apropiación funcional de las imágenes en el caso de la Orden de Predicadores? ¿Cuáles fueron las temáticas más recurrentes en sus obras? Tratando de despejar estas y otras inquietudes, se reunió a un grupo de investigadores para que, según los campos de su experticia o sus propias problematizaciones, analizaran las peculiaridades de la colección de arte religioso colonial de los dominicos, de acuerdo con varias crónicas y documentos, una de las más ricas en Colombia.

En el primer capítulo Héctor Llanos traza un panorama histórico general que sirve de preámbulo a toda la obra, hilando los grandes flujos socio-históricos que posibilitaron la titánica empresa de conquista y colonización americana. En este ensayo la referencia a esos amplios antecedentes no sirve como mera contextualización, sino que muestra la génesis de muchos de los rasgos materiales, intelectuales y espirituales de las complejas sociedades que se instituyeron en el Nuevo Mundo, en particular esa sensibilidad especialmente dispuesta a aprehender las significaciones de las imágenes sagradas.

Enseguida, Jaime Borja identifica las principales temáticas de la iconografía perteneciente a la Orden de Predicadores, enmarcándolas en el proceso de evangelización del Nuevo Reino. Relevando el papel preponderante de las órdenes mendicantes en la conquista espiritual de las Indias, este autor muestra la correspondencia entre muchas de las imágenes que se pintaron y las prácticas devocionales de los Padres Predicadores. Así, por la difusión de ciertos valores y modelos de comportamiento propios de la prédica dominicana, se terminaban privilegiando en las representaciones artísticas unos pasajes, unas advocaciones y unas vidas ejemplares distintivas.

Fabián Benavides hace un ejercicio similar al anterior en el capítulo tres, pero extendiéndose más en la explicación del carácter “híbrido” de este tipo de arte, en particular el perteneciente a los dominicos. Según argumenta en su estudio, a la par de las líneas magistrales y doctrinales que instituyeron el uso de las imágenes como un medio de cristianización, es necesario tener en cuenta los rasgos culturales, sociales y hasta étnicos de los grupos que interiorizaron o adaptaron estos preceptos en sus propios sistemas de creencias. Fabián lo muestra, por ejemplo, en el caso de los esclavos cimarrones, quienes en su huida (y aún para favorecer el escape) veneraban imágenes de santos católicos.

En el capítulo cuatro, Andrés Escobar aborda el uso de las imágenes religiosas en la cotidianidad conventual de los padres de la Orden de Predicadores del Nuevo Reino de Granada. Apoyándose en fuentes del Archivo Histórico de la Provincia de San Luis Bertrán, Andrés documenta casos de donaciones de obras (o de dinero para adquirirlas o repararlas), de imágenes afamadas como milagrosas (hecho que desde luego redundaba en el fervor de los creyentes) y de los fuertes vínculos que se trabaron entre los laicos y algunas de estas piezas a través del culto cofradial.

Luego, Carlos Rojas explora la compleja relación entre religiosidad, control y espacio, a la luz de la serie de retratos de mártires dominicos que se conserva en la Iglesia de Santo Domingo en Tunja. Dado que el martirio fue reconocido como un símbolo por excelencia de la defensa de la Iglesia (el último sacrificio), la gran campaña de expansión del cristianismo en América magnificó ese tipo de representaciones por su poder de persuasión, dándoles un sitial privilegiado en la ornamentación de los templos.

También sobre Tunja discurre el escrito de Marta Fajardo, el capítulo seis de nuestra obra. En este caso, la investigadora describe el retablo del Rosario ubicado en el templo dominicano de esta ciudad, tanto en su composición y otros elementos técnicos como en su valor histórico y simbólico. En este último sentido, la doctora Fajardo de Rueda sitúa la pieza en mención como un engranaje de la larga tradición espiritual y cultural alrededor de una de las prácticas devocionales más distintivas de la Orden de Predicadores: el rezo del Rosario.

En el capítulo siete, escrito por Julieth Rincón, se retoma el tema ya clásico de la imagen de la Virgen de Chiquinquirá, pero en esta oportunidad para evidenciar los mecanismos que durante la Colonia permitieron cimentar una tradición devocional e iconográfica, o en palabras de la autora, configurar un “sistema cultural” alrededor de esta obra y su milagrosa renovación.

Justamente en el último capítulo Lina Cedeño analiza una de las secuelas de la zaga fundada por la obra de Alonso de Narváez, al explorar la temática de la representación del cuerpo femenino en la versión de mediados del siglo XVII, hecha por el artista Jerónimo Acero de la Cruz. La peculiaridad de esta obra, que pertenece a la colección del Museo de la Basílica de Chiquinquirá, radica en que la Virgen y los santos acompañantes aparecen coronando un purgatorio, otra de las tramas recurrentes de la prédica contrarreformista.

En suma, la obra presenta un conjunto de aproximaciones o miradas a uno de los repertorios de arte religioso más prolíficos del país, tratando de dilucidar cómo los padres predicadores del periodo colonial articularon el uso de las imágenes en sus prácticas religiosas para introducir y fomentar la religiosidad en el Nuevo Reino de Granada.

Carlos Mario Alzate Montes, O.P.

Director del Instituto de Estudios Socio-Históricos Fray Alonso de Zamora

Rector General de la Universidad Santo Tomás

 

Esta obra se editó en Ediciones USTA, Departamento Editorial de la Universidad Santo Tomás. 

2014

  

ADVERTENCIA

Esta obra es uno de los productos del proyecto de investigación titulado “Estudio piloto del arte religioso colonial en la iglesias de la Orden de Predicadores en Colombia” (código 85001102), desarrollado por el grupo de investigación IESHFAZ de la Universidad Santo Tomás, el cual fue financiado en el marco de la VI Convocatoria Interna de Proyectos Fodein-USTA 2011.

 

ESTUDIO INTRODUCTORIO: DOMINICOS, ARTE Y PREDICACIÓN

Carlos Mario Alzate Montes O.P.

Fabián Leonardo Benavides Silva

Andrés Mauricio Escobar Herrera

El propósito general de esta obra es contribuir al estudio del arte religioso en la Orden de Predicadores del Nuevo Reino de Granada durante la Colonia. Si bien es cierto que la temática del arte colonial ha cobrado recientemente un gran protagonismo en la historiografía nacional, esta era prácticamente inédita en el horizonte historiográfico sobre los dominicos en Colombia, a pesar de que la comunidad fue depositaria de una amplia colección de arte. En este sentido destacamos el papel del padre provincial Orlando Rueda Acevedo, O.P., quien desde hace ya un par de lustros se ha preocupado porque en el ambiente cultural en general, y entre la misma familia dominicana, se conozca, rescate y valore su patrimonio artístico (Rueda, 1995, p. 565).

El trabajo inicial se orientó hacia la descripción del estado y la cantidad de las piezas, lo que nos llevó en un periplo por los conventos y templos dominicanos de Bogotá, Tunja y Chiquinquirá1. Una vez elaborados estos catálogos, surgieron varias preguntas: ¿qué importancia tenían las obras de la Orden de Predicadores en el concierto de los demás repertorios de arte colonial?, ¿cómo operaban en esta colección en particular los principios conceptuales y técnicos que varios expertos han identificado o acuñado en sus estudios sobre el arte religioso de la Colonia? Para tratar de dar respuesta a estas inquietudes, se adoptó como fórmula editorial la elaboración de capítulos monográficos, de tal manera que la obra abarcara un espectro temático amplio. Los escritos debían responder además a unas líneas críticas y conceptuales básicas que permitieran dimensionar los usos de las imágenes en la época, las líneas doctrinales que posibilitaron y legitimaron su apropiación, y el influjo de las técnicas y los patrones culturales y artísticos tanto locales como europeos. El resultado, es justo decirlo, por ahora quizá no avance demasiado con respecto a lo ya dicho en estudios recientes, como algunos impacientes hubieran deseado. Sin embargo, sí se pone en contexto histórico y teórico buena parte de la colección de arte colonial de una de las órdenes religiosas que contribuyó decididamente en la configuración espiritual, social y cultural de las sociedades coloniales.

El uso de la imagen en la Colonia: ¿evangelización, predicación o decoración?

El protagonismo de la temática religiosa en el arte colonial es incontestable. Salvo muy contadas excepciones, los temas profanos prácticamente no figuraron en los repertorios artísticos, probablemente ni siquiera en aquellos destinados al uso privado o doméstico. La explicación de esa preeminencia radica desde luego en la propia primacía de la institución eclesiástica en la conquista y la colonización de América, como quiera que “el poder político español se asentó en las colonias apoyado, fortalecido y ejercido en profunda interacción con la Iglesia católica” (Fajardo, 1989, p. 7). Aunque para algunos este aserto cuadricula o simplifica otros alcances del uso del arte en los tres siglos de dominación hispánica en América, no se puede desconocer el gran influjo de las instituciones religiosas católicas en la vida colonial. Por lo mismo, no debe causar extrañeza que el arte de este periodo haya tenido como su principal consumidor y promotor a la Iglesia.

Para no caer en explicaciones un poco planas, debe dimensionarse primero a la Iglesia en su complejidad institucional, es decir, conformada no solo por las altas jerarquías, los sacerdotes y los clérigos, sino también por el conjunto de los fieles y creyentes, organizados unas veces alrededor de las parroquias, otras en estructuras más complejas como las cofradías. Así, como señala Marta Fajardo, se avizora un arte que, según las circunstancias, pudo estar orientado “a satisfacer las necesidades del culto, de la propagación de la fe o del afianzamiento del poder eclesiástico” (Fajardo, 1989, p. 8).

El estudio del uso de la imagen religiosa adquiere también una mayor riqueza si se aprecia en el contexto de los complejos mecanismos que permitieron la conquista y la colonización. En efecto, la introducción en América de los modos de la sociedad española –en los cuales ya de por sí confluía una gran diversidad cultural–, varió sustancialmente de un siglo a otro. Esto quiere decir que la producción y el uso de la imagen no tuvo las mismas implicaciones durante los primeros contactos con las prácticas y las tradiciones de las diversas culturas autóctonas a comienzos del siglo xvi, que cuando se consolidaron las grandes sociedades virreinales (en Nueva España y el Perú) en el siglo XVII, ni cuando se intentó la reorganización institucional del modelo colonial en el siglo XVIII. Como señala María Concepción García, se trató de un largo diálogo que no siempre fue fluido, en el cual intervinieron diversos interlocutores que, para edificar el sistema político y administrativo bajo el que se integraron los nuevos territorios en la Monarquía española, echaron mano “de la imposición, la persuasión, la resistencia, los pactos, el enfrentamiento o la suplantación” (García, 2004, p. 18).

De una u otra manera, la Iglesia católica tendió a ocupar el lugar más importante dentro de las dinámicas de trasmisión de la cultura a los nativos de América, principalmente porque estuvo “en capacidad de someter a las tribus indígenas con recursos más sugestivos y por lo general menos violentos que los empleados por los soldados” (Fajardo, 1999, p. 40)2, entre ellos el recurso a las imágenes sagradas. “El brazo armado de la Iglesia”, compuesto por los misioneros de las órdenes religiosas españolas que estuvieron presentes en el Nuevo Mundo casi desde el descubrimiento, acometió una acción doctrinera tan vasta que tuvo que recurrir a “la fuerza penetradora de la imagen junto a la palabra” (Gil, 1988, p. 729).

Aunque la iconografía cristiana constituyó una novedad para los nativos americanos, ya que su religiosidad se fundamentaba en conceptos, creencias, mitos y actitudes muy distintas, conquistadores y conquistados (al menos entre las culturas americanas más desarrolladas) se identificaban en una cosa:

en la necesidad de visualizar lo sagrado y, por tanto, en la de conceder importancia suma a la imaginería. Así, la conversión al cristianismo de todo un continente se fue operando más con ella como instrumento que con la fuerza de la palabra: a unas imágenes hieráticas e impresionantes esculpidas en piedra sustituyeron otras más realistas y “vivas”, no menos impresionantes, talladas en maderas policromadas, que aportaban un repertorio de signos culturales completamente distinto (Gil, 1999, p. 465).

Dicha afinidad también contribuyó al predominio del arte de temática religiosa como medio evangelizador. Así, a la llegada de las órdenes religiosas y la fundación de misiones y pueblos, se intensificó la recepción de obras en el puerto de Cartagena de Indias, en su gran mayoría embarcadas (más no todas fabricadas) en Sevilla3.

Debe tenerse en cuenta que, aunque la temática haya sido predominantemente religiosa, en las obras de arte colonial confluyeron diversos motivos, destacándose, entre otros, las escenas bíblicas –incluidas varias narraciones apócrifas–, la vida de Jesús y la Virgen María –desde antes de sus nacimientos hasta la ascensión al cielo–, las vidas de santos –principalmente los fundadores de las órdenes conventuales–, las advocaciones de la Virgen, las series de mártires, la Sagrada Familia, la Trinidad y una amplia colección de exvotos y retratos que honraban la memoria de los donantes y de otras dignidades eclesiásticas (ver Vargas, 2012, p. 67)4.

No obstante ese privilegio de la religión, a despecho de algunos que quisieran ver agenciadas en las obras verdades más teologales, el recurso al arte no estuvo mediado únicamente por una vocación espiritual. Si bien la Iglesia contrarreformista se esmeró en ejercer el control del adiestramiento de los artistas y la elaboración de las obras, el “espíritu tridentino” influyó en los autores de forma más bien indirecta. Esto quiere decir que a pesar del gran protagonismo de las imágenes en la evangelización y la propagación de la fe en los territorios coloniales, los maestros artistas asumieron actitudes terciadas más por el “compromiso y la conveniencia que por una convicción personal de sentido místico. Se trataba tal vez de un asunto de pura religiosidad formal (evangelización iconográfica) antes que de una vocación espiritual (éxtasis místico)” (Rueda y Leal, 2001, p. 54). Así, como señala Yobenj Aucardo Chicangana, al menos entre los artistas neogranadinos la “representación del éxtasis teológico fue más exógena que endógena, se representa pero no se vive”, lo cual los convirtió en “artistas de religión más no religiosos”, constreñidos al cumplimiento de los contratos o a satisfacer las exigencias de las comunidades y órdenes conventuales (citado por Rueda y Leal, 2001, p. 54).

Pudiéramos decir entonces –siguiendo a Jaime Borja– que los fuertes nexos entre predicación e imagen tuvieron una naturaleza esencialmente retórica, pues, de acuerdo con las técnicas de construcción de los discursos en la época, estas representaciones adquirieron la función esencial de persuadir5. Así está plasmado en varios manuales de sermones, algunos editados en el Nuevo Reino de Granada6, en los cuales se encarece a los predicadores que para “hacer ver a los oyentes tanto las verdades tangibles como las intangibles, [se debía] hablar pintando o pintar hablando” (Borja, 2012, p. 86). Esta premisa selló, pues, una simbiosis entre prédica e imagen, de tal manera que mientras en la construcción de los sermones, las homilías y demás discursos religiosos se empleaban figuras de la práctica pictórica, los tratadistas de la pintura e incluso algunos artistas tomaban prestados los símiles del predicador para acreditar la importancia de sus obras. Como dijera el artista español Francisco Pacheco en su Arte de la pintura, publicada póstumamente en 1649, un “efecto importantísimo derivado de las cristianas pinturas, [es que] el pintor católico, a guisa del orador, se encamina a persuadir al pueblo, y llevarlo por medio de la pintura, a abrazar alguna cosa conveniente a la religión” (p.143, citado por Borja, 2012, p. 86).

Así, con un carácter profundamente pedagógico, en América las imágenes cumplieron una triple misión: por un lado, una doctrinal, pues se emplearon para instruir al nuevo creyente induciéndolo a obrar de acuerdo con los preceptos de la religión católica; por el otro, una devocional, animando y despertando la piedad y el recogimiento entre los colonos (laicos y religiosos), a quienes de todas maneras era necesario reafirmarles la fe; y finalmente, una cultural que contribuyó a cimentar una nueva sociedad, trasmitiendo no solo los mensajes moralizantes de tipo religioso, sino también los fundamentos del nuevo contexto social (ver Fajardo, 1999, p. 40, y Rodríguez, 1999, p. 90).

El papel de las líneas magistrales: una nueva política de la imagen apoyada en una vieja tradición

Aunque se considera que la Contrarreforma apuntaló los principios que rigieron el uso de la imagen en la predicación, no debe olvidarse que ya desde la Summa de santo Tomás de Aquino en el siglo XIII se recomendaba la utilización de las imágenes con un fin pedagógico. Según el doctor Angélico, las imágenes de Cristo, María y los santos son aceptables por tres razones: “uno, para la instrucción de los ignorantes e iletrados; dos, para que los misterios de la encarnación y los ejemplos de los santos se graben fácilmente; y tres, para excitar el afecto y la devoción que se siente más por lo que se ve que por lo que se escucha”. Incluso desde antes el papa San Gregorio Magno (540-604) había aseverado que “la pintura debía ser la principal cultura de las muchedumbres” (citados por Rueda y Leal, 2001, p. 110).

En América, conscientes del importantísimo papel que desempeñaban las imágenes en el proceso de cristianización del nuevo continente, las autoridades eclesiásticas locales se ocuparon de este problema incluso antes de que lo hiciera el concilio tridentino, el cual solo sesionó sobre el tema hasta su conclusión en diciembre de 1563. Por ejemplo, en el primer Concilio Provincial de Nueva España, celebrado en 1555, las imágenes fueron ponderadas como un “instrumento auxiliar de primer orden en la evangelización de los indios y en la promoción de la piedad y del culto”, razón por la cual también se advertían los “serios inconvenientes de provocar en aquellos la idolatría, la superstición o, simplemente la irreverencia, si no eran satisfactoriamente realizadas por artistas competentes, los cuales deberían ser previamente examinados por los jueces eclesiásticos” (Rodríguez, 1999, p. 89). Similar amonestación dejó consignada fray Juan de los Barrios, primer arzobispo de Santafé de Bogotá, cuando previno en las Constituciones Sinodales de 1556:

Deseando apartar de la Yglesia de Dios todas las cosas que causan indevoción, y a las personas simples causan errores, como son abusiones y pinturas, indecencias de imagenes estatuimos, y mandamos que en ninguna Yglesia de nuestro Obispado se pinten historias de Santos en retablo, ni otro lugar pio, sin que se nos dé noticia, o a nuestro Visitador general para que se vea, y examine si conviene, o no. Y el que lo contrario hiciere incurra en pena de diez pesos de buen oro, la mitad para la tal Yglesia, y la otra a nuestra voluntad (Transcrito en Romero, 1960, p. 528).

La nueva política de la imagen se funda, entonces, en una antigua tradición de la Iglesia7. De hecho, varios autores plantean que el tema de las imágenes se abordó en Trento con una vertiginosa falta de originalidad, presionado el episcopado porque ante la inminente clausura del Concilio, un tema tan caro dogmáticamente se fuera a quedar sin regular, especialmente por las fuertes reprensiones protestantes sobre el asunto. De todas maneras, los lineamientos tridentinos, así retomaran principios de añosa formulación, tuvieron notorias repercusiones en América dada la coincidencia de su promulgación con la conquista espiritual de los nuevos territorios.

En nuestro caso, por ejemplo, el segundo arzobispo de Santafé, fray Luis Zapata de Cárdenas, imbuido por el contexto del posconcilio mandó en su catecismo de 1576 como “remedio contra la idolatría de los indios, destruyr y asolar del todo, sin que aya memoria de ellos”, todos los santuarios e ídolos, calificados como el principal “tropieço y estorbo [para] que los infieles no se conviertan, -y assi mismo para que los nuevamente convertidos buelban a idolatrar” (Acosta, 2010, p. 69). Conocedor de la profunda veneración que suscitaban las imágenes entre los naturales, el prelado dispuso también que no se pusieran en lugar de los adoratorios e ídolos, ermitas, cruces ni ninguna otra imagen cristiana, “por la mucha experiencia que se tiene de la malicia de estos indios, que debaxo de especie de piedad van al mismo lugar a idolatrar”. Antes bien, ordenó por “más conveniente raer en la tierra totalmente la memoria de [estos] sanctuarios” (citado por Acosta, 2010, p. 70)8.

La difusión de unos valores católicos renovados y la defensa de aquellos dogmas de la Iglesia sobre los cuales los protestantes volcaron sus más agrias críticas (tales como el purgatorio o sacramentos como la penitencia, la confesión y el matrimonio), dependieron en gran parte del adecuado uso y difusión de la imagen. Según Jaime Borja, la reevangelización de la cristiandad católica se apoyó en una nueva política de la imagen, la cual tuvo “tres funciones fundamentales: debía contener verdades dogmáticas además de suscitar sentimientos de adoración a Dios y, en consecuencia, incitar a la práctica de la piedad” (Borja, 2012, p. 30). Como venimos indicando, estos principios no eran desconocidos sino que formaban parte de una doctrina de larga tradición en la cristiandad. Las verdaderas modificaciones fueron más bien propiciadas por el movimiento cultural barroco, principalmente por la exteriorización de la religiosidad y de los valores espirituales. Aquella piedad surcada por la teatralidad, “puesta en escena” según el argot barroco, fue la forma de contrarrestar la propuesta protestante de desarrollar una experiencia cristiana interior, es decir, sin la intermediación de instituciones ni ministros:

En consecuencia, toda práctica debía ser visible desde el exterior de manera que asegurara su efectivo control. Este era precisamente uno de los grandes proyectos de la Contrarreforma, el control sobre las conciencias, los cuerpos y las actitudes. Tal propósito se llevó a cabo a través de diversos mecanismos como la instauración de la confesión obligatoria y el desplazamiento de la mística, a manera de concepto autónomo, visible, cercado y controlado, de lo cual también da testimonio el acto de hacer públicas las biografías y/o autobiografías de quienes manifestaban actitudes místicas. Las imágenes, por supuesto, formaban parte de este engranaje (Borja, 2012, p. 31).

El temor porque la receptividad hacia las imágenes derivara en errores y abusos dio lugar a la elaboración de varios tratados que contenían los principales lineamientos de Trento, cuyo uso y consulta fue exigido por la Iglesia. Entre ellos se destaca el de Jean Molanus, De picturis imaginibus sacris (1570), según se dice copiado por Juan Interián de Ayala en su famoso Pintor christiano y erudito (1730). Sea como fuere, los tratadistas recomendaban muy especialmente que:

a fin de que la piadosa y loable costumbre de venerar las sagradas imágenes produzca el efecto para el que fueron instituidas, conserve el pueblo la memoria de los santos y los venere arreglando a su imitación la conducta de su vida y costumbre, es muy conveniente que no haya en las imágenes nada de profano e indecente que pueda impedir la devoción a los fieles (J. Interián, citado por Rodríguez, 1999, p. 90)9.

En estos escritos, además de estar consignados prolijos detalles sobre la manera de representar los misterios cristianos y los autos de la Iglesia, también se encontraban algunas historias que por ser “conmovedoras, impresionaban mucho más que la lectura de la Biblia y por tanto eran aceptadas por la piedad popular” (Gutiérrez, 1989, p. 33).

En términos generales, los principios compendiados en el precepto tridentino promovían el cultivo de la memoria a través de la imagen. Quizá por esta razón, el arte barroco de la Contrarreforma alentó un excesivo cultivo de la imaginería, pues se concibió que una adecuada renovación de la sensibilidad católica dependía de un reiterado bombardeo de los sentidos de los fieles:

El arte de la memoria que subyace la política tridentina es, entonces, uno de los factores esenciales detrás de buena parte del despliegue artístico del barroco, con sus ceremonias monumentales, sus representaciones teatrales, artes plásticas y literatura ilustrada (…) Como foco importante de la Contrarreforma europea, España habría de llevar la política de comunicación visual tridentina a Indias, convirtiéndola en poderoso instrumento de catequización (López-Baralt, 1990, p. 59).

En definitiva, la cultura católica postridentina propendió por el cultivo de la piedad y la devoción a Dios, no solo a través del culto público (como las procesiones y fiestas), sino también en actitudes como la abnegación y la compasión, de tal suerte que junto con las prácticas devocionales se delineara también un ethos, un conjunto “de aquellos valores considerados esenciales para la construcción de los sujetos coloniales, qua a su vez constituían el eje sobre el cual se ensamblaba el cuerpo social” (Borja, 2012, p. 21).

El influjo de los patrones europeos y la presencia de las técnicas artísticas locales

Al igual que su verdadera funcionalidad o los alcances de los lineamientos doctrinales de la Iglesia, los modelos o las influencias del arte colonial constituyen otro tema que suscita gran controversia. Algunos con una mirada un tanto romántica reclaman una raigambre indígena que es necesario revisar con cuidado; otros se empeñan en delimitar cotos hegemónicos de ciertos patrones estéticos europeos; y unos más imbuidos de cierto nacionalismo (o americanismo), proclaman la originalidad de un arte de factura local.

Obviamente en América la pintura era aprendida de los cuadros europeos. Los libros teóricos, la estampería y los grabados constituían los principales referentes visuales de los que se valían los artistas locales para proponer sus obras. De hecho, los especialistas en arte colonial han encontrado innumerables referencias documentales que dan fe de la presencia de este tipo de imágenes en los inventarios de los talleres e incluso en los legados testamentarios de los artistas. Desde luego no se trató de calcos exactos de los originales, pues cada artista adecuaba el modelo “a su gusto y a sus posibilidades técnicas; en no pocas ocasiones, enriqueciéndolos con elementos diferentes, tales como jerarquías angélicas, flora y fauna diversas” (Fajardo, 1989, p. 14). Algunos prescindían de ángulos o perspectivas que les resultaran complejas o combinaban elementos de varias estampas.

Reconocer este innegable afluente de referentes pictóricos no soluciona la controversia de los modelos. En primer lugar, hay que tener en cuenta que para la época no se podía hablar de un arte europeo unificado ni conceptual ni estilísticamente. Asimismo, la gran diversidad que caracterizó a las sociedades coloniales dio lugar a otras tantas expresiones artísticas, por lo que pretender rotular el arte colonial en un molde generalizado es por demás arriesgado e injusto. Como señala Francisco Gil, “los estilos históricos nacidos o reproducidos en la España colonizadora se manifestaron con frecuencia simultáneamente aquí. Es necesario insistir en ello, toda vez que esa simultaneidad, esa mezcla de estilos, se nos muestra como una de las características peculiares del arte colonial” (Gil, 1999, p. 466). Esto no quiere decir, sin embargo, que los artistas locales hayan sido dueños de una agudeza y una sagacidad que les permitía combinar libremente las tendencias estilísticas. Por el contrario:

toda transculturación de temas, formas y signos expresivos, supone por lo general una comprensión limitada o distorsionada de lo que ellos significan en su origen. Ello supone también un cambio o un desvanecimiento de sus valores y una indelimitación de sus fronteras estilísticas. Así en la Nueva Granada como en toda la América española, pero más que en otras provincias, los pintores y escultores criollos, tan alejados de las fuentes de unos estilos rutinaria y artesanalmente practicados por ellos pero no comprendidos en sus raíces, no podían entender que las técnicas y las formas barrocas eran ya distintas y en muchos casos opuestas a las renacentistas; y que las neoclásicas aparecidas muy al final del período, representaban ya un pensamiento y una actitud diametralmente opuestos a la del católico barroco (Gil, 1999, p. 466).

A pesar de esta divergente pluralidad, persiste un mismo marco conceptual estético, en gran parte debido a los lineamientos magistrales que reseñamos en el acápite anterior. Asimismo, dentro del conjunto de tendencias cuyas huellas son reconocibles en la producción estética colonial, el estilo barroco tiende a ocupar un lugar preponderante, quizá por su afinidad con algunas formas prehispánicas como el sentido geometrizante y el ímpetu ornamental (ver Gil, 2003, p. 94), pero principalmente con el proyecto cultural de la Contrarreforma. “El interés por plasmar la esencia interior de las cosas, la dimensión psicológica de los personajes y el momento de máxima tensión”, fue hábilmente aprovechado por la Iglesia, que “promovió ex profeso” este tipo de arte, “pues consideraba que las imágenes debían impresionar a los creyentes e inducirlos a la vez al discernimiento” (Borngässer y Riestra, 2010, p. 582).

Podemos decir, entonces, que en el Nuevo Reino de Granada sí se configuró una cultura visual barroca, aunque es necesario guardar una mesurada distancia de los niveles de elaboración y del volumen de producción de los grandes centros artísticos americanos como México, Perú e incluso Quito. De todas maneras, debe resaltarse que dicha apropiación se dio

pese a las limitaciones materiales, la ausencia de una corte virreinal durante el siglo XVII, la pobreza económica de la región, las dificultades de comunicación que impidieron el acceso de estilos, modos y modas artísticas e intelectuales, y la falta de procesos de evangelización compleja, entre otros problemas (Borja, 2003, p. 164).

En cuanto a la huella telúrica del ancestro indígena pretendida por algunos, aunque llevamos dicho que las culturas de conquistadores y conquistados guardaban cierta afinidad por su inclinación a lo icónico, en nuestro contexto la mixtura de tradiciones fue “débil y no muy apreciable”, a diferencia nuevamente de los casos de Nueva España (México) y Nueva Castilla (Perú), territorios en los que los españoles encontraron “una base de artesanías indígenas más fuerte y unos aborígenes más organizados o más habilidosos en aquellos oficios que, como la talla, la escultura y la pintura, podían utilizarse al servicio de la decoración de iglesias y de casas” (Gil, 1999, p. 483).

A modo de conclusión: entre las limitaciones documentales y la dispersión de las colecciones

Según parece, la colección de arte que se documentó a propósito de este estudio no es sino una ínfima parte de aquella que la Orden de Predicadores logró acopiar durante su labor espiritual en el Nuevo Reino de Granada durante los tres siglos de dominación española. Las impiedades del tiempo y varios accidentes en diferentes periodos y lugares, sumadas las implicaciones de la confiscación de todos los bienes muebles e inmuebles de la comunidad en 1861, cobraron un alto precio a este legado cultural.

Aunque persisten algunos testimonios documentales que nos permiten avizorar al menos una parte del esplendor con que los padres predicadores ataviaron sus templos y claustros, debe advertirse que los propios archivos son a su vez un reducto de los repositorios originales, mermados por similares o iguales circunstancias que los inventarios de piezas artísticas. Si bien las referencias a las obras dan cuenta de su uso en la obra misional de la Orden, ya como ornamento o ya como herramienta pastoral, en uno u otro caso con claros propósitos devocionales y doctrinales, son realmente muy limitados los datos acerca de los procesos de elaboración de la obras. De ahí la importancia de trabajos como el que en esta oportunidad nos permitimos entregar al público lector y a la comunidad académica, pues no solo se sopesa un estado de la cuestión, sino que quedan marcadas nuevas necesidades de análisis y de fuentes, las cuales trazan ya un derrotero sobre el que será necesario volver en el futuro.

Bibliografía

Acosta, O. (2010). Las “milagrosas imágenes” a la luz de los textos conciliares y sinodales en la Nueva Granada. En Y. Chicangana (Ed.). Caminos cruzados: cultura, imágenes e historia (pp. 61-72). Medellín: Universidad Nacional de Colombia.

Borja, J. (2003). Discursos visuales: retórica y pintura en la Nueva Granada. En A. Maya y D. Bonnett. (Eds.). Balance y desafíos de la historia de Colombia al inicio del siglo xxi (pp. 163-181). Bogotá: Uniandes.

Borja, J. (2012). Pintura y cultura barroca en la Nueva Granada: los discursos sobre el cuerpo. Bogotá: Alcaldía Mayor de Bogotá.

Borngässer, B. y Riestra, P. (2010). El periodo de la restauración católica. Barroco y Rococó, 1600-1770. En R. Toman (Ed.). Ars sacra. El arte y la arquitectura cristianos de Occidente desde sus inicios hasta la actualidad (pp. 572-687). Barcelona: Tandem Verlag GmbH.

Fajardo, M. (1999). El arte colonial neogranadino a la luz del estudio iconográfico e iconológico. Bogotá: Convenio Andrés Bello.

García, C. (2004). Un arte nuevo para un nuevo mundo: la colección virreinal del Museo de América de Madrid. Bogotá: Museo de América, Museo de Arte Colonial.

Gil, F. (1988). Un arte para la propagación de la fe. En M. Salvat (Dir.). Historia del arte colombiano (vol. 3, pp. 721-744). Barcelona: Salvat.

Gil, F. (1999). Las artes plásticas durante el periodo colonial. En J. Jaramillo (Dir.). Manual de historia de Colombia. Bogotá: Tercer Mundo, Ministerio de Cultura.

Gil, J. (2003). El arte en el Colegio Mayor del Rosario. En B. Villegas (Ed.) Tesoros del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario (pp. 73-194). Bogotá: Villegas.

Gutiérrez, R (Coord.). Pintura, escultura y arte útiles en Iberoamérica, 1500-1825. Madrid: Cátedra.

López-Baralt, M. (1990). La iconografía política del Nuevo Mundo: el mito fundacional en las imágenes católicas, protestantes y nativas. En M. López-Baralt (Ed.). Iconografía política del Nuevo Mundo (pp. 51-116). Puerto Rico: Universidad de Puerto Rico.

Museo de Arte Religioso. (1989). Revelaciones: pintores de Santafé en tiempos de la Colonia. Bogotá: Museo de Arte Religioso.

Rodríguez, A. (1999). Usos y funciones de la imagen religiosa en los virreinatos. En Los siglos de oro en los virreinatos de la América: 1550-1700 (pp. 89-105). Madrid: Sociedad estatal para la conmemoración de los centenarios de Felipe II y Carlos V.

Romero, M. (1960). Fray Juan de los Barrios y la evangelización del Nuevo Reino de Granada. Bogotá: Academia Colombiana de Historia.

Rueda, A. y Leal, M. (2001). Arte y naturaleza en la Colonia. Bogotá: Museo de Arte Colonial, Ministerio de Cultura, Universidad Nacional de Colombia.

Rueda, O. (1995). Los dominicos y el arte en la evangelización del Nuevo Reino de Granada. En Los dominicos y el Nuevo Mundo, siglos XVIII y XIX. Actas del IV Congreso Internacional de Historiadores Dominicos. Bogotá, 6 al 10 de septiembre de 1993 (pp. 565-578). Salamanca: San Esteban.

Toquica, C. (2004). Barroco neogranadino o la colonización del alma. Bogotá: Embajada de España, Museo de Arte Colonial.

Vargas, L. (2012). Del pincel al papel: fuentes para el estudio de la pintura en el Nuevo Reino de Granada (1552-1813). Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH).

____________________