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Memoria y canon en las historias de la
literatura colombiana (1867-1944)

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© Diana Paola Guzmán Méndez

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Bogotá, D. C., Colombia

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Directora editorial: Matilde Salazar Ospina
Coordinación de libros: Karen Grisales Velosa
Asistente editorial: Andrés Felipe Andrade
Diagramación: María Libia Rubiano
Diseño de cubierta: Kilka Diseño Gráfico
Corrección de estilo: Lorena Cardona

Hecho el depósito que establece la ley

ISBN: 978-958-631-861-7

Todos los derechos reservados
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, sinla autorización previa por escrito de los titulares.

  

Contenido

Presentación

Introducción

Capítulo I
Historia de la literatura de la Nueva Granada: cimientos del canon

La génesis de un modelo: el nacionalismo católico

El esfuerzo fundacional a través de la palabra

El canon conservador en la Historia de la literatura de la Nueva Granada. La invención de la tradición

Lengua y poder: un hito en la invención de la tradición

La épica independentista: las armas y las letras

La biblioteca es la nación: principios de la memoria nacional

Derechos de memoria: principios para la transmisión del legado

Capítulo II
La Novela en Colombia: la promesa del progreso

La memoria visitada por el pasado

Novela y progreso

Manuela: la novela de los desheredados

Los escultores de la memoria: el principio de una historia localista

La novela histórica: un espectro de la herencia

María como ilusión fundacional

La novela en Antioquia: la escritura de la raza

El escritor de las clases ínfimas

La novela reciente: el tiempo del pueblo

Novelistas recientes: legitimidad del legado nacional

Capítulo III
Historia de la literatura colombiana: el canon como mecanismo de memoria

La transmisión del legado

Del monumento al documento

Hacia una historia revisionista

Cartografías del legado: del genio nacional a la transmisión

Primer territorio: la instrucción del legado

Segundo territorio: la opinión pública

Rutas del archivo accesible

La Expedición Botánica: principio de la cultura nacional, independencia de las letras colombianas

Del poeta al escritor público: las puertas del progreso

Capítulo IV
Letras colombianas. Principios de la promesa moderna

La irrupción del oficio crítico

La construcción de un juicio. De los arcontes a los profetas

Las letras críticas como configuración de una historia literaria

Hacia una historia crítica de la literatura colombiana

La época del sujeto: apuestas a la construcción de una literatura

De la protección y transmisión del legado a la reterritorialización: la profesionalización del escritor

El modernismo: autonomía incipiente del campo literario

Conclusiones

Aceleramiento de la historia y socavamientos del canon

Historia de la literatura colombiana. El canon como mecanismo de memoria, la transmisión del legado

La novela en Colombia. La promesa del progreso

Letras colombianas. Principios de la promesa moderna

Bibliografía citada y consultada

  

Presentación

«Escribir no tiene nada que ver con significar,sino con medir territorios, cartografiar regiones futuras».Deleuze–Guattari. “Rizoma”, Mil Mesetas

Escribir e historiar tienen que ver necesariamente con la exploración de geografías, de caminos y rutas que exigen, cada uno en su especificidad, el adentrarse en los tejidos más profundos de las cartografías historiográficas. Memoria y canon en las historias de la literatura colombiana (1867-1944) inicia su trasegar con la figura del primer historiador de las letras colombianas, José María Vergara y Vergara, quien establece, desde el principio de su Historia de la literatura de la Nueva Granada. De la Conquista a la Independencia (1538-1810), un camino que repetirá estaciones hasta 1944, con la aparición de Letras colombianas, del antioqueño Baldomero Sanín Cano.

La ruta trazada de 1867 a 1944 tiene como punto de inicio de esta investigación la relación ambivalente entre poder y literatura; traducida en el vínculo entre hegemonía política y canon literario. Es claro que nuestra historia ha estado sellada por conflictos políticos que se han transparentado en los parangones estéticos. Un ejemplo de ello es el pensamiento conservador, que gobernaría con altibajos y de manera intermitente hasta 1930, y que mantuvo como una de sus premisas la conformación de mecanismos simbólicos como la literatura y la presentación de una escritura ideal que descansara sobre la seguridad del «buen hablar» y del «buen pensar».

Muestra de ello es la fidelidad promulgaba por el primer historiador de la literatura colombiana hacia el pensamiento conservador y la Iglesia católica; presentados como principios absolutos de la civilización. La inclusión de autores y obras que funcionan como centros ejemplificantes transhistóricos, marca el inicio de una historia monumentalista que tiene por objeto ser una directriz de lectura y organización de un archivo, cuyo destino fue convertirse en el legado custodiado por historiadores subsiguientes como Antonio Gómez Restrepo o Roberto Cortázar.

La publicación de Historia de la literatura colombiana (1938) de Antonio Gómez Restrepo es, a nuestro modo de ver, el siguiente momento fundamental de la dinámica de una estructura canónica que comienza a funcionar como mecanismo de memoria, puesto que marca aquello que debe ser recordado, legado e imitado, pero también aquello que debe ser olvidado y exiliado de una memoria histórica1. La relación de Gómez Restrepo con aquel que fuera su maestro, Marcelino Menéndez y Pelayo, inaugura una praxis del canon que se entronca con la taxonomía de la memoria, su genealogía y las relaciones de parentesco entre el padre, el hijo y el hermano menor. Sin embargo, esta «historia» no se erige como una simple continuidad del camino emprendido por Vergara; en sus páginas comienza a clarearse la figura de un escritor público que trae consigo la necesidad urgente de situarse en el presente.

Aquella memoria cifrada en la estabilidad de un pasado terminado y nacionalizado debía enfrentar el carácter de un país que se veía de cara al progreso material. Durante el gobierno de Rafael Reyes (1904-1909), Roberto Cortázar publica La novela en Colombia (1908), primer trabajo que tendría como centro exclusivo la novela como género que reflejaba perfectamente al tiempo-ahora. De Gómez Restrepo sobrevivirá la figura de un letrado que comienza su metamorfosis a intelectual, de poeta a novelista capaz de denunciar las inequidades de un gobierno dictatorial. Aunque Cortázar seguía defendiendo aquel legado hispanófilo, tal vez sin saberlo, abrió la puerta para que la literatura iniciara su ruta hacia la autonomía.

Con la aparición de Baldomero Sanín Cano, la idea de un historiador que como un juicioso y resignado archivista cumpliera la función de arconte y luego vigía de aquel archivo, se ve socavada y reemplazada por la voz crítica de un sujeto que reconoce su conciencia histórica. Muestra de ello es la presentación que hace del modernismo como voz principal de la expresión americana y que se divorcia de aquel yugo que la ata a España; medra la idea de una literatura nacional que sirve como reflejo de una identidad ideal y homogénea.

Así, nuestras cuatro estaciones se encuentran habitadas por herederos que proponen, cada uno a su manera, modos de leer la historia, de interpretar sus relaciones y de evidenciar genealogías que marcan la transición de un legado. La herencia exige derechos de entrada y, claro está, de memoria que pueden ser vistos como modos de eternizar la deuda y, finalmente, de saldarla.

José María Vergara y Vergara, junto con Antonio Gómez Restrepo, conviven con los espectros del pasado y los hacen sobrevivir en un presente que solo puede ser accionado, a partir de las pervivencias axiológicas. Roberto Cortázar los hará vivir con las leyes propias de un presente que tenía como objetivo el progreso comandado por unos pocos. Sanín Cano, por su parte, ya no vincula la idea de la herencia como apropiación mecánica de un bien adquirido desde el nacimiento, desde la transmisión y el testamento, sino como un proceso de lectura, interpretación y crítica de dicho legado.

Pervivencias y dinámicas, traslados y socavamientos, convierten al canon en un mecanismo de memoria y a esta en el cuerpo propio de un sujeto que, poco a poco, comienza a ser consciente de la multiplicidad de sus orígenes. La cartografía de la historia literaria es, en realidad, la geografía de una polifonía, cuyas voces mutan de arconte a guardián, de guardián a transmisor y de transmisor a crítico. En los intersticios de las «historias» estudiadas se encuentran las configuraciones del intelectual, de la idea de literatura y del modo como debe periodizarse.

En este sentido, transgredimos la concepción de un canon que permanece y se vincula a la repetición desnuda de un pensamiento «conservadurizante». Proponemos un canon que, en cuanto legado, se convierte en un pasado movible, una forma de memoria que conecta al pretérito con el presente, con sus configuraciones y representaciones, en la cual los sujetos heredan, pero también son capaces de renunciar a la «bondad» de la riqueza.

Este libro se presenta como una genealogía del canon, de los modos como se configuran las relaciones de parentesco, las fisuras que con el devenir se van marcando en el testamento y, finalmente, la carta de renuncia de aquel legatario que exige un principio nuevo y diverso de aquella memoria. Cada individuo es depositario de la totalidad o de una parte de la memoria familiar, a partir de lo que ha vivido y de lo que le fue trasmitido. La herencia familiar condiciona, de manera consciente o inconsciente, las orientaciones, las inclinaciones, las elecciones; pero también cifra la posibilidad de que estos mandatos sean cambiados, cuestionados. El final no será más que el principio y el recuerdo del futuro.

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1 Jacques Le Goff (1991) definió la memoria histórica como un recuerdo colectivo, un ejercicio de evocación volcado hacia el presente y con el valor simbólico de las acciones colectivas. Si unificamos el concepto dado por Le Goff con la reflexión de Paul Ricoeur (1999), ésta última más avocada a la praxis de dicha memoria en el discurso narrativo de los hechos, podríamos decir que la memoria histórica en cuanto recuerdo colectivo, toma forma en un discurso que puede tener diferentes agentes, dinámicas y lugares de enunciación. Es decir, se convierte en un escenario discursivo que puede preservar el poder de la hegemonía o cuestionarlo.

 

Capítulo I
Historia de la literatura de la Nueva Granada: cimientos del canon

LA GÉNESIS DE UN MODELO: EL NACIONALISMO CATÓLICO

A mediados del siglo XV, en la Península Ibérica no quedaban más que cuatro reinos cristianos: Portugal, Castilla, Aragón y Navarra. Los cuatro se consideraban originales, distintos, pero hermanos: todos eran españoles. A pesar de las diferencias políticas, existía una solidaridad indudable que se basaba en la idea de reconstituir la unidad política perdida. Sin embargo, ya era tarde para una unión que no fuera dinástica, y esta solo podía hacerse desde Castilla, debido a su posición central, ya fuera desde la alianza con Portugal o con Aragón.

Los enlaces matrimoniales estaban destinados a recuperar la unidad peninsular y la boda de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, en 1469, puso los cimientos de ese proceso. Por otra parte, esta unión dinástica condujo a España a una toma de posición en relación con la conciencia nacional; esta última se fundamenta, casi en totalidad, en la consigna del católico en contra del moro. Por lo tanto, el primer atisbo de identidad nacional se orienta hacia la conciencia de no ser moros, de rechazar el islam con filiación en la cristiandad occidental.

La unión entre coronas con una independencia económica marcada presentó otro elemento fundamental dentro de la conformación de una nación sólida: la lengua. Desde el punto de vista literario, en el Siglo de Oro, el castellano representó la lengua de la cultura, incluso para los portugueses. Desde 1580 en adelante, muchos cancioneros y romanceros se publicaron en la región de Valencia en castellano. Lo mismo se puede decir de Cataluña; el catalán seguía siendo la lengua de la administración, pero la lengua cultural, la que hablaban los letrados, era el castellano. Por otra parte, el territorio que se fortalecía contó con la presencia de múltiples culturas, que con el tiempo y con el arraigo de los preceptos conferidos por los Reyes Católicos, fueron vistos como extraños y foráneos que amenazaban la homogeneidad del proyecto ibérico de nación.

De esta forma, se planteó la creación de una conciencia nacional, a partir de unas coincidencias de tipo cultural, principalmente la lengua, la defensa de la cristiandad y, finalmente, la consolidación de una imagen hacia el exterior. El principal objetivo de la unión entre estas dos dinastías consistió en la expulsión de los moros, reafirmando aún más la unión íntima con el catolicismo1. Una muestra de la relación dependiente de los reyes con la Iglesia fue la Inquisición, que marcó el ejercicio de fiscalizar cualquier movimiento que contradijera la filosofía y normatividad de la religión. De esta forma, la idea de nación estaba ligada al ser católico y, desde allí, configuraba al defensor de las raíces que se creían totalmente españolas.

La imagen de España fuera de su territorio se consolidó con su presencia en el Nuevo Mundo. En este sentido, la religión vuelve a constituirse en un elemento vital de conquista y reafirmación nacionalista; la Iglesia no solo se proyectó como un estandarte de civilización –al que nos referiremos más adelante–, sino como un mecanismo de dominación ineludible.

Muestra de ello es el enfrentamiento entre españoles e indígenas, basado en la imposición de un sistema religioso, devino, a su vez, en la fuerte jerarquización social e histórica entre opresores y oprimidos; por ende, la religión también fue el bastión sobre el cual se generarían sistemas de aprehensión de los modelos españoles que encontrarían su mayor desarrollo en el siglo XIX.

En este sentido, la llegada del ideario de la Ilustración ibérica a América, a través de la imagen de Benito Jerónimo Feijoo y Gaspar Melchor de Jovellanos, motivó una lenta toma de conciencia de su situación colonial, sobre todo en la dimensión económica. Las aspiraciones de reforma de los iberoamericanos se hacen patentes en el entusiasmo con que critican la realidad colonial, a la luz de las nuevas ideas económicas y sociales circulantes en Europa:

A este fenómeno contribuyó muy especialmente, en las colonias hispánicas, el auge de la literatura económica española, sobre todo a partir de la circulación del famoso informe de Campillo [Nuevo sistema de gobierno económico para la América, Madrid, 1789]. Posteriormente, la obra de los ministros borbónicos, Aranda, Campomanes, Jovellanos, Floridablanca, se convirtió en autorizado estímulo a la literatura económica colonial. (Chiaramonte, 2004, p. 22)

El pensamiento de los ilustrados españoles fue configurando una incipiente resistencia que, si bien no se oponía de forma radical a la presencia de España en suelo americano, generó una suerte de posición crítica en contra del escolasticismo. Poco a poco, el poder religioso heredado del nacionalismo católico fue perdiendo seguidores, que se oponían a la excesiva división social2. De este modo, la población criolla empezó a reclamar cierta autonomía en el gobierno de la Colonia y creyó, llegado el momento, conseguirla aprovechando la coyuntura de una España invadida por los franceses3. Aquella minoría que fue oponiéndose progresivamente a la presencia monárquica y a la categorización de América como colonia, sería una piedra angular para lo que se conformaría como el movimiento de Independencia.

La crítica y la resistencia traía consigo, necesariamente, un regreso a lo propio; una mirada que había sido conformada por la presencia española y que dibujaba una América inferior, conformada por habitantes sin mayores capacidades4. De esta forma, los movimientos emancipadores, dentro de los distintos países americanos, van estructurando una serie de mecanismos que, como en el nacionalismo español, encontraron una veta de suma importancia en las letras y la lengua. Los esfuerzos se centrarían en la construcción de una nación ideal, perfecta, que lograra entrar y ser reconocida por los propios opresores.

EL ESFUERZO FUNDACIONAL A TRAVÉS DE LA PALABRA

El optimismo que acompañó la lucha por la emancipación en la América hispana, se convertiría pronto en una realidad que no superaba las aspiraciones independentistas de los americanos. La relación de subalternidad mantenida con España continuaba, sobre todo, en los territorios de un poder simbólico que consideraron las letras españolas como el modelo ideal y definitivo; los escritores ibéricos estaban más arraigados que nunca en la labor de algunos escritores.

La aparente derrota de la Independencia, dentro de la dinámica social y pragmática de América, fomentó una serie de mecanismos que pugnaban por la construcción de una identidad nacional que, a su vez, justificara la presencia de un nuevo orden político. Desde dicho esfuerzo se pueden evidenciar las siguientes relaciones: memoria/nación (Gillis, 1994); historia/nación; etnia/nación; género/nación; identidad/cultura (García, 1990). Nos interesa, especialmente, la relación nación y literatura que se constituye en el lugar desde donde se habla. Dicho lugar es afín a lo que Walter Mignolo propone como loci de enunciación o los que Michel de Certeau (1999) llama el lugar desde donde se discute la cultura5. Este sería el escenario construido por las historias de la literatura y los periódicos. Por ende, el objetivo principal de las letras se centraba en la construcción de una memoria colectiva que reconociera a América como un territorio digno de una tradición. Los lugares de enunciación como constructores de la memoria, traen consigo lo que John R. Gillis llama políticas de la memoria, las cuales se traducen, en el caso de las historias de la literatura, en el criterio de selección del corpus y conformación del canon:

La memoria nacional es compartida por gente que, aun cuando se ha visto o ha oído hablar del otro, se consideran como teniendo una historia en común. Esta gente está unida tanto por el olvido como por el recuerdo, pues la memoria moderna nació en el momento en que americanos y europeos lanzaron un esfuerzo masivo por rechazar el pasado y construir un futuro radicalmente nuevo. (Gillis, 1994, p. 7)

Por tanto, las obras que conforman las historias se convierten en esfuerzos fundacionales en cuanto construcciones de un futuro nuevo. Dicha dinámica se transforma en un esfuerzo fundacional incipiente, pues la ruptura total con el pasado colonial español no es una propuesta radical, por el contrario, funciona como una legitimación de la tradición en construcción.

Es así como las historias de la literatura participaron en la constitución de dicha tradición cumpliendo la función, no solo de crear una memoria sino, como lo afirma Walter Mignolo (1995), de colonizarla. Las expresiones de los pueblos indígenas y de los negros esclavos no tenían espacio en dicho imaginario, ya que estaban desprovistos de una «escritura» aceptada por Occidente y, en consecuencia, no fueron sujetos activos de la incipiente tradición.

Para Mignolo, este fenómeno resulta de la incapacidad occidental de entender y valorar sistemas historiográficos no alfabéticos amerindios tales como la Totlecáyotl mexicana; lo que nos ha llevado a equiparar la alteridad cultural con la carencia de la historia. La construcción de la memoria pública en estos espacios no presupone que este sea un concepto homogéneo, pues «la memoria pública es el campo de batalla en el que dos tipos de memoria (la oficial y la popular) compiten por la hegemonía» (Achugar, 1998, p. 18).

Vale la pena preguntarse, entonces, si los historiadores de la literatura como sujetos de la enunciación, proponen el discurso nacional o nacionalista con el objetivo de fundar una memoria oficial que se haga pública, dejando de lado la memoria oral. Desde la enunciación de un discurso nacional podríamos incluso pensar que las historias mismas son lugares de la enunciación que dan materialidad oficial a la memoria pública dispersa. Es así como la construcción de la memoria se transforma en un escenario de pugnas ideológicas y de situación autoritaria e impuesta, ya que

El sujeto enunciador del discurso fundante del Estado-nación en América Latina durante el siglo XIX –independientemente de su individuación– tuvo un proyecto patriarcal y elitista que excluyó […] no sólo a la mujer sino a indios, negros, esclavos, analfabetos y, en muchos casos, a quienes no tenían propiedades. (Achugar, 1998, p. 20)

En consecuencia, Vergara y Vergara –como historiador fundante de la memoria– se convierte en un sujeto enunciador que construye el perfil del sujeto de la nación: perfil que, por demás, no es pasivo, en cuanto constituye comunidades interpretativas (Fish, 1989)6. Dichas comunidades, por lo menos las que apoyan La historia de la literatura de la Nueva Granada, tomaban en sus manos la estructura de lo que debía ser recordado y la forma como era insertado en la memoria. De esta forma, la comunidad interpretativa letrada funda un orden ritual7. La pertenencia a estos órdenes rituales trae consigo unas dinámicas ideológicas, religiosas e incluso estéticas: «la pertenecía a estas comunidades suponía, de hecho, participar en un “orden ritual” que implicaba adherir y ser leal al proyecto ideológico y ético que estructurara dichas comunidades» (Achugar, 1998, p. 20).

En América Latina, ese orden ritual se replanteó en torno a la Independencia que reemplazó la figura emblemática del Rey de España por la de presidente; fundando, como es lógico, una estructura ritual de naturaleza análoga. Este nuevo orden ritual republicano se convertiría en una memoria pública en manos de letrados e intelectuales, cuyos elementos constitutivos estarían cifrados en torno a la nación republicana:

Precisamente, la creación de poemas, imágenes visuales, himnos, monedas, sellos y monumentos formaron parte de la labor por construir la serie de símbolos necesarios a ese “orden ritual” que operaría como uno de los elementos centrales del esfuerzo fundacional para la constitución de un imaginario nacional que, a su tiempo y vez, terminaría por ser objeto de recordación y se objetivaría en la memoria nacional oficial. (Achugar, 1998, p. 21)

La elite de los letrados se centraba en el espacio de lo que Ángel Rama (1989) llamó la «ciudad letrada», construyendo allí un escenario en donde la escritura trataba de reemplazar y componer un poder que se presentaba como ausente, en medio del caos propio de la posindependencia. El letrado cumplía las funciones de un sacerdote que oficiaba y promulgaba una serie de imaginarios convertidos, posteriormente, en una identidad nacional más retórica que real y que, además, era protectora de la autoridad: «En el centro de toda ciudad, según diversos grados que alcanzaban su plenitud en las capitales virreinales, hubo una ciudad letrada que componía el anillo protector del poder y el ejecutor de sus órdenes» (Rama, 1984, p. 33). En dicha ciudad, la letra adquiere una centralidad tal que la literatura se convierte, como lo nota Julio Ramos (2003), en un contexto en donde se proyectaba el mapa imaginario de los Estados en consolidación.

La literatura y su historia se erigen como elementos centrales de las políticas de esta memoria, en cuanto su función principal es crear, como primer loci de enunciación, el sistema de interpretación inaugural que perviviera en el tiempo. Con base en la unificación de la memoria histórica y de la tradición, fue necesario buscar las raíces iniciáticas en un lugar diferente a los pueblos nativos de América. Es aquí en donde la Independencia, como motivo de una épica embrionaria, se convirtió en el vehículo idóneo para inaugurar la tan requerida tradición memorable. La centralidad de la literatura y su historia hacen parte de las políticas de esta memoria, debido a que en su seno se configura un canon homogenizador, alimentado por la idea de una lengua única y de una historia común.

EL CANON CONSERVADOR EN LA HISTORIA DE LA LITERATURA DE LA NUEVA GRANADA. LA INVENCIÓN DE LA TRADICIÓN

Historia de la Literatura de la Nueva Granada. Parte primera desde la Conquista hasta la Independencia (1538-1820) fue publicada en 1867 en la Imprenta de Echevarría Hermanos. Su autor, el bogotano José María Vergara y Vergara, nacido en el tradicional barrio de La Candelaria, en 1831, demostró un interés capital por las letras desde muy temprana edad, bajo la guía de los jesuitas y de su padre, el periodista José María Vergara Tenorio. Vergara, al igual que sus contemporáneos, fue testigo de la transición entre el modelo colonial absolutista y la construcción de la República, lo que habla de la vigencia de una sociedad posindependentista que seguiría obedeciendo al modelo jerárquico colonial, en donde la alta burocracia, conformada por los españoles y uno que otro criollo, ostentaba todo el poder adquisitivo8.

La dinámica no había cambiado sustancialmente; las ideas venidas de Europa constituyeron, más que una forma de conciencia práctica y aplicada, un elemento político-teórico, puesto que la universalización del enunciado de tales teorías, no podía disimular la oposición feroz que encontraban en formas de conciencia impermeable a la identificación con los intereses de una clase. Estas aspiraciones no coinciden con el contexto del país, pues seguía existiendo una sólida barrera racial que los separaba de la mayoría de la población granadina. La parte que constituía el grupo letrado conservador de la nación, se oponía a la ruptura radical y definitiva con España, y jugaba a ser la contraparte de los militares que buscaban la constitución de un Estado totalmente soberano.

El fracaso de las políticas económicas de corrientes liberales francesas marcó el derrotero de afirmación de los presupuestos conservadores que le hacían contrapeso9. El movimiento conservador encontró en el fracaso de los modelos económicos una razón más para sustentar su idea conservadora. La experiencia histórica concreta que tuvieron los granadinos, desembocó en una frustración y desmoralización; los grandes negociantes estaban en bancarrota. Así, por ejemplo, mediante la descripción que hace el mismo Vergara en su obra, podemos tener una perspectiva del Estado de la sociedad nacional de mediados del siglo XIX:

Algo parecido al delirio se ha apoderado de la población y todos, previendo una catástrofe inevitable pero que se difería a una fecha posterior al plazo de los billetes que se poseería, iban a confiar su fortuna a hombres cuya “capacidad” financiera parecía fabulosa. Estos suspendieron los pagos y no hay acaso diez familias en la ciudad que no se encuentren arruinadas. Este acontecimiento sin ejemplo en el país domina necesariamente a todos los demás y es todavía un nuevo flagelo que debe añadirse a todos aquellos que han desolado la República. (Vergara, 1867, p. 399)

Entonces, resultaba necesario para Vergara, seguir fortaleciendo el cordón umbilical que nos unía con España; era fundamental unificar la nación alrededor del nacionalismo católico, de la lengua y de la religión, siguiendo el ejemplo de la Península. La sociedad experimenta un cambio de mentalidad, de un proteccionismo colonialista; se pasa sin transición a la aceptación casi general de las teorías sostenidas por el libre cambio.

El fracaso de una incipiente industrialización generó un clima escéptico respecto a las bondades de un sistema europeo y liberal, que exigía mayores sacrificios de una sociedad cansada y golpeada y que esperaba recibir de personajes fantásticos todos los beneficios de la civilización. Una suerte de nostalgia por el Estado proteccionista colonial invadió a los ciudadanos, quienes criticaban, a la vez, el efecto de la monarquía española sobre sus expresiones culturales; de esta manera fue como emprendieron la constitución de una tradición que mermara el desarraigo.

La necesidad de pertenencia y la ilusión de continuidad histórica evidencian que no todos los individuos estaban de acuerdo con el optimismo liberal; los terratenientes, por ejemplo, se opondrían, por beneficio material, al principio liberal de abolición de la esclavitud. De igual manera, letrados como Vergara veían en el liberalismo la intrusión de fuerzas ideológicas foráneas, el socavamiento de cultura nacional y el distanciamiento de la moral cristiana y de la Iglesia que había traído, según ellos, la civilización intelectual que hizo crecer a nuestra nación.

Vergara elige el terreno de las letras para expresar su posición y su obra histórica se centra en la recuperación y afirmación de la identidad nacional, creada con base en la tradición ibérica. El autor encuentra en los principios de los antiliberales europeos, un punto de partida idóneo para su labor, una justificación con fortaleza histórica y geográfica que no diera lugar a las contradicciones o a los cuestionamientos10. La defensa de la Iglesia como baluarte de la civilización y como punto principal de la labor de Vergara, es tal vez, la postura más recurrente dentro de los conservadores que se dedicaron al estudio de las letras nacionales. El mismo bogotano lo anuncia desde la entrada a su Historia:

Mas, lo que buscaba, las letras, lo encontré siempre en el seno de la iglesia misma, no tenía para que (sic) negar que me es muy grato reunir las glorias de la iglesia a las de la patria. Desearía que todas mis obras estuvieran al servicio de la causa católica, y me parecería perdido el tiempo que no emplease en tal objeto. Al trabajar para mi patria, este querido pedazo de tierra que Dios me señaló por cuna, no quiero olvidarme que también soy ciudadano de la eternidad. (Vergara, 1867, p. 14)

El escenario de las letras, como se afirmó anteriormente, se transforma en el lugar de enunciación donde puede perdurar mejor la Magistra vitae del ideario conservador, y la entrada principal de corrientes como el tradicionalismo, opuesta, claro está, a los principios del utilitarismo inglés11. El advenimiento de filosofías extranjeras en España, como respuesta al absolutismo de los Borbones, trajo consigo un proceso similar al de nuestro país. El tradicionalismo católico, por ejemplo, también se generó como respuesta a todas estas fuerzas ideológicas que abogaban por el fin del poder eclesiástico.

De ahí que Jaime Balmes (1810-1848) se convirtiera en el exponente más ilustre de la filosofía católica española y tradicionalista del siglo XIX, defensor de la Iglesia y de sus principios en todos los campos; protector del matrimonio entre Iglesia y Estado, resultó ser una guía vital entre los pensadores conservadores colombianos: «[…] sus observaciones sociales, políticas y económicas sobre los bienes del clero, lo ponen en primera línea como defensor de los derechos eclesiásticos frente a las pretensiones secularistas del Estado español» (Valderrama, 1989, p. 155).

Balmes y Vergara comparten una misma preocupación, no solo en lo referente a los derechos eclesiásticos, sino que ambos observan con angustia el sometimiento al materialismo de sus respectivas sociedades, la pérdida de los valores religiosos y la importación de ideas del extranjero sin que se produzca un ideario propio. Con la influencia de Balmes, de Francisco Suárez, Francisco de Victoria, el padre Juan de Mariana, quienes trajeron a suelo hispánico la tradición teológica-legal de España, se fundamentó en la Nueva Granada el movimiento reaccionario de los tradicionalistas.

Tanto en España como en la Nueva Granada, el movimiento tradicionalista fue tomando forma en la ideología conservadora. Con el transcurrir del tiempo, se fueron constituyendo ideas clave de dicha corriente ideológica: conciencia histórica, antisuperstición, evolución y asimilación del pasado en el presente, cultura y civilización, que tenía su base en la Iglesia.

Esta visión se refleja en la reflexión que Vergara hace de la importancia de la Iglesia en la revolución de 1810, específicamente, en la formación de los caudillos en sus colegios: «Esos preclaros varones se formaron en aquellos establecimientos, y ellos, fuera de otros hombres eminentes que existieron en todo el siglo XVIII, fueron el fruto de los árboles sembrados por la mano bienhechora de los fundadores de los colegios» (Vergara, 1867, p. 74).

Pero si Balmes le dio la razón a Vergara en la relación irrompible entre Iglesia y civilización, el sacerdote español Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764)12 iluminó al historiador en la importancia de crear y proteger la tradición. La figura del pensador español justifica la elección de Vergara en relación con la base hispanófila, es decir, con la idea de hegemonía histórica, estética y axiológica como un sistema social efectivo que pudiera acomodarse, así fuera de modo aparente, a la realidad nacional. Sobre la concepción de la tradición como una supraestructura en la cual vive el pasado, Vergara retoma del principio feijoniano, en donde la tradición es una fuerza activamente configurativa, un elemento práctico de incorporación y selección de aquello sobre lo cual debe construirse. La ilusión del continuum histórico –en este caso la historia literaria– contribuye a prefigurar un presente que resulta poderosamente operativo con las construcciones identitarias. El mismo Vergara propone una relación entre tradición y civilización que debe pervivir en el individuo católico americano:

Siempre se ha dicho, en boca de aquellos ciegos de su tradición, que España no produjo gran cosa a nivel filosófico. La ignorancia y descreimiento hablan por sí solos. El padre Feijoo es muestra del gran valor que tuvo en España la guía no solo espiritual, sino intelectual de la Iglesia. (1867, p. 101)

Como lo explica Eric Hobsbawm (2002), la tradición impuesta se convierte en un pasado significativo cuando las voces hegemónicas o, en nuestro caso, los sujetos enunciadores, desvirtúan otras fuentes de origen posible de la tradición, como la indígena, por ejemplo. Acerca de la idea conservadora en contra de la superstición, Feijoo presenta el pasado egipcio como un escenario plagado de creencias oscuras y sin fundamento:

La regla de la creencia del vulgo es la posesión. Sus ascendientes son sus oráculos y mira con una especie de impiedad no creer lo que creyeron aquellos. No cuida de imaginar que (sic) origen tiene la noticia; bástale saber que es algo antigua para venderla a manera de los egipcios, que adoraban el Nilo, ignorando como o dónde nacía y sin otro conocimiento que el que venía de lejos. ¡Qué quimeras, que extravagancias no se conservan en los pueblos a la sombra del vano, pero ostentoso título de tradición! (1809, p. 357)

Sobre esta misma premisa se sitúa Vergara quien propone, como inicio de las letras nacionales, las obras del conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada y anula, con el mismo principio de Feijoo, el pasado precolombino en tierras americanas:

Hoy tenemos una verdadera nacionalidad, derivada de un gremio de ciudadanos útiles y cultos, en vez de una turba de esclavos sin cadenas, llenos de supersticiones y ritos que solo representan la desgracia de su ignorancia, de fiestas que no son más que pretextos para tomar la chicha y adorar dioses venidos de la imaginación desbordada y mentirosa de los indios y negros. (Vergara, 1867, p. 66)

Dejar claro que un pasado distinto al hispánico no era semilla suficiente para la construcción de una memoria reconocida, nos acerca a una suerte de genealogía de la tradición, pues ésta se hereda a través de una raza «bien formada» que depende de ser español americano y en el “peor de los casos”, un criollo católico13. Es la Iglesia como ente educador, la que produce generaciones de individuos capaces de movilizar los cimientos de la tradición hacia la Independencia y de preservar los valores fundamentales.

Como resultado, la identidad nacional propuesta se legitima alrededor de dos modos de representación integrados: lo orgánico y la familia. La narración de la vida de aquellos que representan de modo asociativo los valores y su vida, convierte la obra de Vergara en una biografía de la nación, un historicismo del yo/nosotros que genera una construcción del pasado, a partir de la memoria y, por ello, tanto la historia como la biografía son ficción (stories). Si bien aquellos agentes educados por la Iglesia y actores de la Independencia parecen representar la libertad, la ruptura con el agente dominador que los educó, a través del recurso de la metáfora genealógica, de la herencia orgánica, se convierten en simples cortes con un pasado inmediato, incluso, el surgimiento de una nueva voz literaria se debe a un camino recorrido, a una tradición que lo respalda: «[…] el aparecimiento de un escritor jamás es un fenómeno: siempre es un representante de una generación tan adelantada que sea capaz de producirlo» (Vergara, 1867, p. 24).

La visión que presenta Vergara sobre los escritores y sus lazos de herencia, requiere, a su vez, un protopadre que encarne los valores fundamentales de sus herederos y consolide la función principal conferida a las letras: «Es bueno saber, que la literatura nacional tiene por objeto la construcción de una nación cuya identidad se refleje en los valores de la santa Iglesia y de la lengua, hija de Cervantes» (1867, p. 23). Padre que engendró una descendencia capaz de construir un proceso tan complejo e importante como lo fue el movimiento emancipatorio:

Para que hubiera habido entre nosotros esa admirable generación de 1810, era preciso reconocer la presencia de una labor anterior, y muy anterior a ella, de un desarrollo del espíritu, lento si se quiere, pero que existió. Hombres como Caldas no improvisa la humanidad en ninguna parte del mundo. El hombre cultiva en sí mismo el germen de las generaciones futuras. El que explota solamente las fuerzas físicas y las pasiones rudas, tendrá por biznieto un bárbaro. El abuelo de Newton hizo algo en su espíritu para que naciera de su raza aquel genio. Las generaciones anteriores a Caldas debieron ser muy intelectuales para poder producir aquel hombre excepcional. (Vergara, 1867, p. 101)

El canon literario que inaugura Vergara no es otra cosa que un archivo de la genealogía de la tradición que sustenta esta herencia y se convierte en un índice tangible de la identidad nacional propuesta. Por un lado, constituye la aceptación de un orden trascendente que supera el tiempo; por otro, estructura un cuerpo legal axiológico que debe seguir la nueva sociedad americana, es decir, un cuerpo de leyes que son naturales y con las que la sociedad se gobierna14.

Es así como el canon es un lugar de la conciencia donde se diferencia lo bueno y lo malo; lo bello y lo primitivo; lo católico y lo supersticioso. En consecuencia, es reflejo del respeto a las ideas prescriptivas, a esas que establecen lo que debe ser y que provienen de la tradición. Entonces, aquellos que retan dichos principios deben ser excluidos del escenario canónico, con lo cual se regula aquello que debe ser recordado y olvidado. Lo primero que saldrá de la selección serán las expresiones que no devengan de lo católico, ni hagan honor al «buen uso» de la lengua, al igual que las propuestas que no reconozcan la herencia y el peso de nuestros antepasados europeos.

De este modo, la tradición se convierte en un objeto susceptible de ser periodizado y que debe cumplir, al pie de la letra, los procesos genealógicos propios del continuum –Descubrimiento, Conquista, Colonia e Independencia–. En este sentido, la tradición narrada se enuncia como lo legendario, es decir, aquello que puede ser historiado, una zona discursiva donde se perfila el espacio y se introduce el tiempo. La dinámica de la literatura debe representar a ese crescendo de la evolución nacional: la «[…] función de la literatura no es solo representar a la sociedad que la produce, sino crear el terreno donde se siembren y germinen las letras venideras. Desde los jesuitas hasta El carnero, todo es un tejido imposible de desatar» (Vergara, 1867, p. 70).

La literatura es, por tanto, la muestra más diáfana de la constitución de una tradición; encuentra a un Vergara educado por dominicos y jesuitas, profundamente preocupado por evidenciar el vínculo entre tradición y pensamiento conservador al escribir una historia de las letras que no existía en el escenario nacional.

LENGUA Y PODER: UN HITO EN LA INVENCIÓN DE LA TRADICIÓN

La lengua es el elemento preponderante en el canon conservador. La educación formaba parte de una de las grandes reflexiones que propondría Vergara, no solo en su obra histórica, sino en su creación costumbrista. El filósofo católico Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811) es el faro axiológico de Vergara y Vergara15: «Fue Jovellanos un gran norte en la enseñanza que recibí en el seminario de San Bartolomé. Gracias a él comprendí la importancia de la educación para todos y del bien hablar y aún más del bien escribir nuestra hermosa lengua» (1867, p. 98)16.

Ejemplo de ello es que si bien Vergara expone honestamente su preocupación acerca de las letras nacionales y de la importancia que este oficio tiene para los destinos de la nación, al igual que Jovellanos, le parece que la actividad literaria es indisociable de la vida pública y, por ende, de la educación. El filósofo español hace una defensa frontal de los estudios literarios como parte fundamental de la educación positiva y moderna que apunta a la creación de un hombre virtuoso, idóneo para distinguir lo bello de lo feo, el bien del mal, un hombre educado en las buenas letras que al tiempo fuera capaz de legislar y resguardar los valores hispánicos. El mismo José Luis Romero expresa que la influencia de Jovellanos resultó definitiva para configurar el ideal del escritor americano:

La imagen del escritor del siglo pasado, hasta José Asunción Silva, corresponde con un sueño del hombre moderno elaborado a partir de la ilustración española. Autores como Jaime Balmes y Gaspar de Jovellanos tuvieron mucha incidencia sobre la definición del intelectual en Colombia. (Romero, 1986, p. 115)

José Luis Romero, uno de los principales historiadores del conservadursimo en América Latina, deja claro que uno de los objetivos centrales de este ideario era la preocupación y convicción del ejercicio social de la literatura, tal y como lo propondría Vergara. Si bien el bogotano se basaba en algunos juicios estéticos como el uso puro del español y el rechazo frontal al conceptualismo de Góngora, también apelaba al valor que dichas obras podían tener en la educación del lego. Lo que quería decir, simple y llanamente, era que tuvieran capacidad de moralizar, aún si la lectura resultaba poco entretenida y hasta tediosa:

Si bien las obras de algunos Jesuitas no resultaban de entretenida lectura, sí resultaban de gran utilidad en la formación de la moral cristiana. También lo harían los primeros e ilustres cronistas quienes hablaron con vehemencia de la historia nacional, o el mismo Freyle quien con palabras sencillas pintaría con maestría a nuestra ciudad primera y sus costumbres, algunas santas otras mundanas. (Vergara, 1867, p. 333)

Por tanto, la realización de una historia de la literatura nacional garantizaba, hasta cierto punto, la incursión más seria y determinada de las letras dentro del plan de estudios. Para Vergara, al igual que para su maestro Jovellanos, la función principal de la escritura radicaba en inculcar la razón y el juicio, pero también dirigirlos. El hombre tenía que alcanzar la sabiduría y con ella los principios morales de la vida católica.

Si a Jovellanos le preocupó la subdivisión de las ciencias que se convirtió, según él, en el mayor obstáculo para la educación general, a Vergara le preocupó el pragmatismo de los nuevos oficios. Era necesario aclarar la importancia que tenía el uso del lenguaje dentro de la concepción de razón católica y conservadora; sin embargo, esta preocupación también se cifraba en la escritura de la propia historia que al contar lo que sucedió, instituye lo real como representación del pasado. Esto exige que la expresión sea presentada como un constructo claro y diáfano, pues su autoridad proviene del hecho de presentarse como el testimonio de lo que fue, de lo que es y de lo que deberá ser. De este modo el continuum histórico adquiere un sentido y crea un sistema de referencias y valores que garantizan una comunicabilidad simbólica.

La enseñanza de las letras no solo significaba la construcción de un sujeto ideal, sino de un modelo ideal de escritura que contuviera los valores humanos y trascendentes, que evidenciara la unión entre letras y progreso a la vez que la relación entre la literatura y la tradición. El modelo neoclásico, guía absoluta de la expresión proveniente de la Expedición Botánica, sirvió para dejar claro que dicha empresa si bien se había convertido en el reemplazo de la Compañía de Jesús expulsada del suelo americano, también «exploró los bosques, e hizo más aún, iluminó los espíritus» (1867, p. 98).

De acuerdo con Beatriz Sarlo (2005), pensar en un modelo neoclásico, claramente enraizado en la idea de una armonía entre sus partes, un orden meditado y preceptivo para expresar el avance científico de la Colonia, patenta aún más la funcionalidad de la literatura como herramienta didáctica y aleccionadora. Enseñar requería de claridad absoluta, de enunciados que fueran rápidamente entendidos y que reflejaran un camino seguro hacia el progreso ilustrado.

Es así como José Celestino Mutis se presenta como un mesías que traía la luz del conocimiento a una cueva oscura y asustada por el futuro, pero que seguía enraizada en un pasado convertido en un pliegue, una bisagra en la que confluye el progreso devenido exclusivamente de la eterna relación del pretérito con el futuro. De este modo, se obvia la presencia de un individuo capaz de revelar toda su fuerza creativa, ponderando una figura que a manera de monumento, represente una experiencia colectiva17. Vivencia que rompe con la naturaleza discursiva del pasado y lo pone en situación; la Expedición se narró como una realidad que transgredió el imaginario utópico del será para convertirse en él fue tácitamente, es un lugar del hacer que deviene en un camino seguro para el futuro letrado. Vergara presenta la Expedición Botánica como un suelo fértil en donde crecerán espíritus poderosos e ilustrados:

[…] hizo producir excelentes escritos a los neófitos de la expedición. En aquellas ciencias exactas de que se ocupaba la expedición, no podían aclimatarse las hueras imágenes y los rebuscados tropos y alambicadas frases del estilo culterano que primaba entonces en los escritores de la colonia. Precisados a ser sencillos y claros para ser exactos, los discípulos naturalistas se acostumbraron a hablar en puridad; y al tener que describir algún espectáculo de la naturaleza, o hacer un discurso en alguno de los ramos de aquellas nobles ciencias, produjeron escritos clásicos que más tarde veremos cuando aparezcan en el escenario las figuras de Zea, Caldas, Nariño, Pombo, Valenzuela, Matiz y otros más. (1867, p. 115)