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La Dama de la Selva
La Dama de la Selva

ANTONIO RAMOS REVILLAS

ilustrado por
ZUZANNA CELEJ

Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2017
Primera edición electrónica, 2017

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contraportada

Índice

ÍNDICE

PUNTOS DE REFERENCIA

LISTADO DE PÁGINAS

Viajeros de la selva

Cuando las aves lo dejaron en silencio, Manuel se encontró a mitad de una selva con mucha luz. Aún calzaba los huaraches que Zuna le había dado. A lo lejos escuchó las sierras que se hundían en los árboles que empezaban a talar. Corrió seguro de la dirección que debía seguir. Continuó corriendo y no tardó en reconocer el camino, porque las raíces de los árboles habían empezado a descender, hasta tener una forma tan natural que casi ninguna se veía por encima de la tierra. Escuchó el largo canto de las cigarras, la temperatura subió de inmediato y pronto alcanzó una hilera de árboles de guayabas, pero no se detuvo. No quería dejar de correr, al menos no hasta que estuviera en casa, si es que podía estar allí de nuevo.

Al poco tiempo, escuchó un murmullo atronador en la selva y lo siguió: trastabilló de felicidad cuando escuchó el motor de la estación móvil de electricidad que estaba a la vera del camino y que tenía, en sus costados, el logotipo de la empresa para la que trabajaba su padre. Un hombre asomó el rostro por la ventana de una pequeña camioneta de redilas y lo saludó:

—¡Ey, Manuel, dile a Juan que al rato quiero ver el partido!

Manuel no le alcanzó a contestar. Siguió corriendo hasta que salió a un camino que ya conocía. Aquello lo hizo sonreír y soltar varias carcajadas de felicidad. Siguió el camino con pisadas constantes hasta que empezó a descender y vio a lo lejos, en el pequeño valle a un lado del río, el humo que salía de algunas cocinas de las casas de El Colmenar. Cruzó una carretera y empezó a descender hasta el caserío. No tardó en salir de la selva al amparo de las casas de madera con sus techos de palma. Entró por la calle principal, la misma que había abandonado la noche anterior, y descubrió para su sorpresa que un grupo de hombres veía la televisión en la tienda de abarrotes del negro Juan, negro como todos ellos. Se dirigió a él y le gritó que al rato Elpidio iba a querer mirar el partido. Juan se quitó el puro de la boca para agitarlo, y lo que fuera que le respondió no lo escuchó.

La calle se encontraba en paz. Entró a su casa y lo primero que hizo fue abrazar a su abuelo. Éste se encontraba sentado en una mecedora rodeado de sus viejos periódicos. Su madrastra apareció y le preguntó dónde había estado y si ya se le había desaparecido el coraje. Manuel se quedó muy serio, y entonces hizo algo sin pensar: la abrazó.

—Sé que no siempre eres cariñosa conmigo, pero sé que yo tampoco te lo hago fácil. Y tampoco es fácil para mí que mi mamá no esté.

Cleotilde no cabía de la sorpresa.

—Está bien, ven, ayúdame a preparar la cena —y lo miró por primera vez como a alguien cercano, alguien con quien no debería de estar riñendo siempre.

—¿Y dónde dejaste los tenis que te regaló tu abuelo? —preguntó su madrastra, un poco descompuesta ante el repentino abrazo y la actitud del chico, quien había ido ahora a la hamaca donde estaba su medio hermano y le había dado un beso.

Manuel no supo qué responder. No quería decir que los había olvidado en la otra selva, porque nadie le iba a creer.

—Los guardé y cuando me los haya ganado los voy a usar.

La mujer vaciló, pero había deseado desde hace tanto tiempo ese abrazo, que decidió no insistir.

—Está bien, mejor cuida a tu hermano, que ya voy a preparar la cena. Aun así, tendrás que contarle esto a tu padre.

Manuel no podía olvidar lo que la Dama de la Selva le había dicho, sabía que no podía hacer nada, más que abrazar a su abuelo. Éste soltó los periódicos y empezó a sonreír.

—¿Y ahora, qué dengue te picó?

Manuel tenía los ojos arrasados por las lágrimas. Su abuelo, su abuelo que pronto iba a morir.

—Espera, ¿qué es eso que tienes? —le preguntó y puso las manos sobre su sien—. ¿Es una raíz? ¿Quién te la hizo? ¿Dónde?

Manuel empezó a titubear, pero el viejo se quedó pensativo. Finalmente sonrió.

—Hace mucho que no veía una así, o mejor dicho: que no veía una así fuera de mis sueños. Porque, ¿sabes?, si algo tenemos los viejos es que nuestros sueños y nuestra realidad a veces se parecen mucho. Déjame ver bien tu tatuaje.

El abuelo se levantó, con algo de esfuerzo que no pasó desapercibido para el chico.

—Cada vez es más difícil ponerme en pie, esta pierna… Ah, pero supongo que así como yo estoy viejo, el gran Parvo Nurmi también…, o tal vez hasta ya esté muerto, como muchos viejos.

Salieron al pequeño porche. La calle había empezado a llenarse de música. Luego acercó sus ojos grises a la sien del chico.

—Hace mucho que no veía tatuajes como ése, y me recuerda la vieja historia de la Dama de la Selva. ¿Sí recuerdas que te he hablado de ella?

—Claro que lo recuerdo.

—¿Sabes a qué velocidad cruzan las sombras en el viento?

—No.

—Un día lo sabrás. Yo lo aprendí hace mucho, cuando vi por primera vez a la Dama de la Selva.

—Sí, abuelo —la sola mención de la Dama lo reconfortó. En todas las historias que su abuelo le contaba, ella siempre era una suposición, algo que estaba ahí en la selva, invisible, casi fantasmal, pues siempre se volvía brumosa entre las ceibas.

—Pero también, y no sé si estés ya muy grande para esto, quiero contarte que cuando yo era muy joven viví muchas aventuras. Seguro dirás que soy un viejo tonto, pero yo tuve amigos en una selva muy lejana de aquí: cinco chicos que usaban máscaras de lince y una gran cazadora, se llamaba Zuna y disparaba flechas como nadie y podía salir ilesa del ataque de una manada de jabalíes. Una vez tuvimos un gran enfrentamiento contra los Púcari porque buscábamos hongos venenosos…

Manuel se quedó en silencio.

—¿Y qué más, abuelo?

—Pues… hay ciudades perdidas con grandes escalinatas y figuras de tigres esculpidas en la pared. Los Púcari, de los que te he hablado, andan entre los árboles cuyas cortezas tienen forma de hombres caídos en batalla. Lo viví tal y como si fuera un sueño, pero de esos sueños que son tan reales que a veces me parece sentir en la mano la manopla que me regaló un chico lince, e ir corriendo en la selva con mi amiga Zuna al lado, en busca de cuatro objetos para curar a su abuelo, quien había sido mordido por un sirviente de los Púcari…

Al hablar, la mirada de don Luis Fernando Vargas, la gran Pantera de la Selva, parecía saltar entre las ramas de las copas de los árboles, donde se encontraban los chicos lince y, más allá, los monos aulladores correteándose.

—Esas historias no me las habías contado.

—No te he contado muchas, pero ahora ya tienes edad para saberlas.

—¿Y era guapa Zuna?

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—La cazadora más hermosa que ha existido… pero de eso no me di cuenta hasta mucho después.

—¿Y volviste alguna vez a la Sindale?

—¿Quién te dijo que se llama así?

—Tú, abuelo, tú me dijiste.

—Claro que volví, como que corrí varios maratones y me llamaban la Pantera de la Selva.

Manuel empezó a llorar de nuevo.

La noche empezaba a caer. De la cocina de su casa se desprendió un olor a tamales y en ese instante las luces de la calle se encendieron. Su abuelo moriría, lo había dicho la Dama de la Selva y nada podía hacer él para evitarlo. En ese momento, mientras el viejo hablaba de Sindale, la enfermedad ya estaba dentro de su sangre. Ocurriría pronto. Pero Manuel no correría de nuevo, se quedaría ahí junto a él y escucharía todas sus historias y más tarde se las contaría a su hermano y a su padre y a su madrasta.

—No existe mejor aventura que aprender a conocerse —le dijo a su abuelo, y Manuel pensó que no era él quien llegaba a esa conclusión, sino Zuna o su abuelo o la Curandera de Almas. Se sorprendió un poco de pensar en esas palabras y no supo si eran ya palabras de hombre, de ésas que su abuelo le había dicho que un día nacerían del fondo de su corazón y las entendería.

Las cigarras siguieron cantando. Manuel tenía hambre. Sólo entonces se quitó los huaraches y extendió las rodillas, qué fresca ca era la tierra de la selva. Por observar los bordes desgastados de los huaraches, Manuel no descubrió a la guacamaya roja que pasó por en medio de la calle y se posó sobre una de las luminarias. Ni vio cuando el ave se zampó a la primera palomilla de la noche que venía a posarse en el foco y luego emprendió el vuelo hasta perderse en las primeras copas de los canelos.

Dondequiera que busques hay una selva,
en cada silla, en cada esfera;
una selva te espía
en cada libro, en cada vía.


Joumana Haddad