OBRAS ESCOGIDAS
letras mexicanas
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 1961
Segunda edición, 1983
Cuarta reimpresión, 2015
Primera edición electrónica, 2017
D. R. © 1961, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-4477-0 (ePub)
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SE NOS ha ido la tarde
en cantar una canción,
en perseguir una nube
y en deshojar una flor.
Se nos ha ido la noche
en decir una oración,
en hablar con una estrella
y en morir con una flor;
y se nos irá la aurora
en volver a esa canción,
en perseguir otra nube,
y en deshojar otra flor;
y se nos irá la vida
sin sentir otro rumor
que el del agua de las horas
que se lleva el corazón…
LA PRIMAVERA de la aldea
bajó esta tarde a la ciudad,
con su cara de niña fea
y su vestido de percal.
Traía nidos en las manos
y le temblaba el corazón
como en los últimos manzanos
el trino del primer gorrión.
A la ciudad, la primavera
trajo del campo un suave olor
en las tinas de la lechera
y las jarras del aguador…
CON LAS manos juntas,
en la tarde clara,
vámonos al bosque
de la sien de plata.
Bajo los pinares,
junto a la cañada,
hay un agua limpia
que hace limpia el alma.
Bajaremos juntos,
juntos a mirarla
y a mirarnos juntos
en sus ondas rápidas…
Bajo el cielo de oro
hay en la montaña
una encina negra
que hace negra el alma:
Subiremos juntos
a tocar sus ramas
y oler el perfume
de sus mieles ásperas…
Otoño nos cita
con un son de flautas:
vamos a buscarlo
por la tarde clara.
COMO el bosque tiene
tanta flor oculta,
parece olorosa
la luz de la luna.
Como el cielo tiene
tanta estrella oculta,
parece mirarnos
la noche de luna.
¡Como el alma tiene
su música oculta,
parece que el alma
llora con la luna!…
HEMOS alzado el muro y hemos tendido el techo.
Hemos abierto al claro del cielo las ventanas
y hemos regado flores sobre el umbral estrecho.
En una copa, brillan las primeras manzanas.
Desde el umbral, las rosas nos dan la bienvenida.
¿Lo veis? La casa entera tiembla de amor profundo.
¡Si para hacerla amable, la hicimos como el mundo:
un vaso en que pudiera caber toda la vida!
Queremos que una tarde, cuando su puerta se abra
a vuestra voz de amigos, deseosa de acogeros,
el cielo esté contando sus más puros luceros
y el alma ya no pueda ceñirse a la palabra.
Que al advertir la franca presión de nuestra mano,
os envuelva el aroma del huerto agradecido,
y que, al cerrar la puerta, entréis en el olvido
de cuanto fuera origen de vuestro error humano.
TENER, al mediodía, abiertas las ventanas
del patio iluminado que mira al comedor.
Oler un olor tibio de sol y de manzanas.
Decir cosas sencillas: las que inspiren amor.
Beber un agua pura, y en el vaso profundo,
ver coincidir los ángulos de la estancia cordial.
Palpar, en un durazno, la redondez del mundo.
Saber que todo cambia y que todo es igual.
Sentirse, ¡al fin!, maduro, para ver, en las cosas,
nada más que las cosas: el pan, el sol, la miel…
Ser nada más el hombre que deshoja unas rosas,
y graba, con la uña, un nombre en el mantel.
NO NOS diremos nada. Cerraremos las puertas.
Deshojaremos rosas sobre el lecho vacío
y besaré, en el hueco de tus manos abiertas,
la dulzura del mundo, que se va, como un río…
AMADA, en estos versos que te escribo
quisiera que encontraras el color
de este pálido cielo pensativo
que estoy mirando, al recordar tu amor.
Que sintieras que ya julio se acerca
—el oro está naciendo de la mies—
y escucharas zumbar la mosca terca
que oigo volar en el calor del mes…
Y pensaras: “¡Qué año tan ardiente!”,
“¡cuánto sol en las bardas!”… y, quizás,
que un suspiro cerrara blandamente
tus ojos… nada más… ¿Para qué más?
SI YO pudiera acariciarte, oh fina
suavidad de la música del viento,
en las ramas profundas de la encina…
¡Oh, si tuviera tacto el pensamiento
para palpar la redondez del mundo,
el rumor de los cielos transparentes,
el pensar de las frentes
y el viaje del suspiro vagabundo!
¡Si al corazón llegara
en su forma real, el infinito;
lo que fue llanto en la pupila clara,
saciedad en el grito;
si la verdad me hiriera
con su arista cruel, en tajo rudo;
si todo lo que viera
estuviera desnudo!
¿Qué palabra soberbia y rebosante
daría esa expresión apetecida?
¡Pensar que bastaría, así, un instante
para borrar las formas de la vida!
QUIERO doblar el arco de la vida
hasta que forme un círculo.
De mis manos saldrá, entonces, la flecha
de la certeza que persigo.
El aire, desgarrado por su vuelo,
irradiará, y el signo
de las constelaciones
palpitará en lo azul del infinito.
¡Ay, si pudiera el arco doblarse, sin romperse,
hasta formar un círculo!
¡Ay, si la flecha que lanzara el arco
llegara a su destino!
VA A llover… Lo ha dicho al césped
el canto fresco del río;
el viento lo ha dicho al bosque
y el bosque al viento y al río.
Va a llover… Crujen las ramas
y huele a sombra en los pinos.
Naufraga en verde el paisaje.
Pasan pájaros perdidos.
Va a llover… Ya el cielo empieza
a madurar en el fondo
de tus ojos pensativos.
¡RÍO EN el amanecer!
¡Agua de tus ojos claros!
Caer —¡subir!— en lo azul
transparente, casi blanco.
Cielo en el río del alba
—mi amor en tus ojos vagos—
oh, naufragar
—¡ascender!—
¡siempre más hondo!
¡Más alto!
… Río en el amanecer…
¿CÓMO se rompió, de pronto,
el puente que nos unía
al deseo por un lado
y por el otro a la dicha?
¿Y cómo —en mitad del puente
que a pedazos se caía—
tu alma rodó al torrente
y al cielo subió la mía?
NOS HEMOS bruscamente desprendido.
Y nos hemos quedado,
como si una guirnalda
se nos hubiese ido de las manos;
con los ojos al suelo,
como viendo un cristal hecho pedazos:
el cristal de la copa en que bebimos
un vino tierno y pálido…
Como si nos hubiéramos perdido,
nuestros brazos
se buscan en la sombra… ¡Sin embargo,
ya no nos encontramos!
En la alcoba profunda
podríamos andar meses y años,
en pos uno del otro,
sin hallarnos.
COLMENA de la tarde, diálogo en el vergel:
la palabra es abeja, pero el silencio es miel.
NADA más, Poesía:
la más alta clemencia
está en la flor sombría
que da toda su esencia.
No busques otra cosa.
Corta, abrevia, resume;
¡no quieras que la rosa
dé más que su perfume!
DE ORO la arena.
De esmeralda el mar.
La tarde ha tendido
la red de la lluvia a secar.
El silencio suena
bajo el platanar.
El estío esparce ruidos de colmena.
La miel del olvido
quisieran las horas labrar.
Con la luna llena,
corazón, barquero, saliste a pescar.
Regresas vencido:
tus redes cayeron al fondo del mar.
Se aquieta la tarde… Serena
la brisa el palmar.
Se oye al olvido
hilar y cantar:
Yo tuve una pena.
Fue sólo una vela sombría en el mar.
QUERÍA, en la misma flor:
de la de ayer, el aroma;
de la de hoy, el color…
Criterio de mariposa.
Al alma, por los sentidos;
por el perfume, a la rosa.
¿Cómo podía expresar
con la palabra ¡tan lenta!
el corazón, tan fugaz?
Amaba el agua en la fuente.
Pero más en el arroyo.
Pero más en el torrente.
No sabía distinguir
entre pensar y cantar,
entre hablar y sonreír.
Su manera de ser rubia:
la de una tarde con sol
que se peinara en la lluvia.
Pude cortar en sazón
el racimo de sus viñas
¡y no el de su corazón!
SOL DE otoño en las bardas del sendero,
¿por qué alargas mi sombra
del lado en que principian
a amarillear las rosas?
Y tú, luna de invierno,
si voy a medianoche por la costa,
¿por qué me echas al mar y me destrozas
en los espejos de las olas rotas?
En vano en lo más alto de las rocas
detengo el paso. En vano alzo la frente
adivinando la secreta aurora.
¡Ay, que si más mi cuerpo se levanta,
más mi sombra se ahoga!
DUERME ya, desnuda.
El sueño te viste
mejor que una túnica.
AMANECÍA tu voz
tan perezosa, tan blanda,
como si el día anterior
hubiera
llovido sobre tu alma.
Era, primero, un temblor
confuso del corazón,
una duda de poner
sobre los hielos del agua
el pie
desnudo de la palabra.
Después,
iba quedando la flor
de la emoción, enredada
a los hilos de tu voz
con esos garfios de escarcha
que el sol
desfleca en cintillos de agua.
Y se apagaba y se iba
poniendo blanca,
hasta dejar traslucir,
como la luna del alba,
la luz
tierna de la madrugada.
Y se apagaba y se iba
¡ay! haciendo tan delgada
como la espuma de plata
de la playa,
como la espuma de plata
que deja ver, en la arena,
la forma de una pisada.
ERA DE noche tan rubia
como de día morena.
Cambiaba, a cada momento
de color y de tristeza,
y en jugar a los reflejos
se le iba la existencia,
como al niño que, en el mar,
quiere pescar una estrella
y no la puede tocar
porque su mano la quiebra.
De noche, cuando cantaba,
olía su cabellera
a luz, como un despertar
de pájaros en la selva;
y si cantaba en el sol
se hacía su voz tan lenta,
tan íntima, tan opaca,
que apenas iluminaba
el sitio que, entre la hierba,
alumbra al amanecer
el brillo de una luciérnaga.
¡Era de noche tan rubia
y de día tan morena!
Suspiraba sin razón
en lo mejor de las fiestas
y, puesta frente a la dicha,
se equivocaba de puerta.
No se atrevía a escoger
entre el oro de la mies
y el oro de la hoja seca,
y —tal vez por eso— no
supe jamás entenderla,
porque de noche era rubia
y de mañana morena…
TE HE venido siguiendo, Mar de Otoño,
entre las hojas móviles del tiempo,
como se sigue un pensamiento hermoso.
¡Qué azul estabas en la madrugada!
Te vi saltar, desnudo, sobre el lomo
de los caballos vivos de la espuma.
Un látigo de luz cegó sus ojos.
Con rienda de zafiros los guiabas
hacia el ronco archipiélago sonoro.
Y luego, Mar, en esa arena tibia
en que el pie de la tarde
olvidó una sandalia de ceniza,
el pueblo de las barcas pescadoras
dormido entre los mástiles del día.
Mar de ojos delgados
como el filo del alba entre la niebla,
remendando las redes de la lluvia
te sorprendió la tarde, al volver de la pesca.
Ahora estás, fondeando, en la bahía.
Te alumbra,
intermitente faro, la marea
profunda de la música nocturna,
y como un ancla al puerto de lo eterno
has echado el creciente de la luna.
De lo alto del cielo,
con un cansancio de alas que se posan,
caen las velas húmedas del viento.
Vieja nave del mar, atada al mundo,
la tierra te protege
y te arrullan las voces de la orilla.
Esta noche, por fin, duerme seguro…
¡Ya zarparás mañana con el día!
AÚLLA, viento, aúlla.
Miedo mayor el de la pena muda.
Que tus manos sacudan
los troncos de los árboles, y crujan
lo mismo el tallo esbelto del que se hacen las flautas
y el ciprés que señala el sitio de las tumbas.
Incendiarás los campos. Del fuego que devore
la mies de los graneros, sembrarás la llanura.
Se romperán los diques. El agua en que se azula
el tallo de los lirios hará estallar las grutas.
Pastor de cataratas,
llevarás al abismo rebaños de la espuma.
Y más alto que el ala que más subiera un día
subirán los niveles delgados de la lluvia.
Aúlla, viento, aúlla.
Pena mayor la de la pena muda.
VUELVO de andar a solas por la orilla de un río.
Estoy lleno de músicas, como un árbol al viento.
He dejado correr mi pensamiento
viendo en el agua el paso de una nube de estío.
Traigo tejido al alma el olor de una rosa.
En lo blando del césped puse, al andar, mi huella.
He vivido, ¡he vivido!… Y voy, como la estrella,
a perderme en el mar de un alba silenciosa.
TE DESCUBRÍ en el vértigo, diamante.
Aristas luminosas, púas vivas,
claras espadas y saetas finas
en tu nombre me hieren todavía.
¡Míralas!
Vertientes dobles, cumbres en que el cielo
al ojo es frenesí y al tacto hielo.
Frías aristas, enemigas cimas
de la prisa en la luz, islas de liras…
Batallas del sonido contra el aire,
de la voz contra el eco, del calor
contra la geometría del diamante.
Te encarcelé con triángulos, fulgor.
¿Iban?…
Venían mínimas delicias
de antiguas brisas y de cimas frías
en las orillas limpias de tus iras.
LLAMA
que por morir más pronto se levanta,
flotas entre las brasas de la danza.
Y te arranca de ti,
al principiar, un salto tan esbelto
que el sitio en que bailabas
se queda sin atmósfera.
Así el pedazo negro de la noche
en que pasó un lucero.
Pero de pronto vuelves
del torbellino de las formas
a la inmovilidad que te acechaba
y ocupas,
como un vestido exacto,
el hueco
de tu propia figura.
Pareces una cosa
caída en el espejo de un recuerdo:
te bisela
el declive del tiempo.
Un minuto después, estás desnuda…
La brisa
te peina el ondulado movimiento
y a cada nueva línea
que las flautas dibujan en la música
obedece una línea de tu cuerpo.
¡No resonéis ahora,
címbalos, que la danza es como el sueño!
¡QUÉ FIRME apoyas, sobre el lecho duro
por cuyo reino te suponen muerta,
en la corona blanca de lo frío
esta
armadura yacente
de princesa dormida,
de dormida despierta,
Poesía!
¡Cómo,
a los súbditos que te niegan,
señalas estaciones y concilias poemas!
Fijas
desde tu sueño el tiempo que la brisa
pesa en el ala de la golondrina.
El que invierte el arroyo
en llegar hasta el puente del otoño.
El que tarda el poema
en pasar del candor a la pureza…
Indiferente al diálogo, te inclinas
al revés en el tiempo —en la memoria—
y, del espejo al que desciendes, subes.
Y te ves con los ojos que te miran.
Y estás en todas partes
en ti, segura, peregrina, inmóvil,
sonámbula, dormida, despierta, Poesía.
EL AGUA de la sombra nos desnuda
de todos los recuerdos
en esta brusca
inmersión que anticipa, en los oídos,
la sordera metálica del sueño.
Y quedamos de pronto sostenidos
—en este mar en donde nadie flota—
de una cadena lógica de ausencias,
como el buzo que vive, en su escafandra,
de la sierpe del aire que lo sigue.
Ni una burbuja traicionó la asfixia.
Lento
y con ruedas de espuma en el insomnio,
giró el acuario rápido del sueño.
Mas ya el silencio abre
un pozo ardiente en la memoria fría,
un pozo
donde nuestras imágenes
se lavan de la atmósfera perdida.
¿Con qué dedos de música tocarte?
Porque sólo la música podría
devolverte una forma para el tacto
a ti, que tienes tantas
para el oído ávido.
Porque sólo la música
sabría componer con los fragmentos
de tu semblante muchas veces roto,
el nuevo,
el expresivo rostro nuevo
que de tu sueño lento está naciendo…
HIELO de abril, contra el calor fundido
de esta última rosa del otoño
que resulta, de pronto, reflejada
—sobre un tiempo invertido—
la rosa de la nueva primavera.
Labras
al frío el esqueleto de una luz tan exacta
que la boca del aire ya no puede
tocar sin vaho, disolver sin mancha.
Y enseñas al jardín
la geometría blanca del invierno
emplomando con sol esos vitrales
a cuyo lago de cristal te asomas,
príncipe del dibujo,
hielo de abril, maestro del paisaje…
ME HASTÍAS, placidez,
fingido paraíso cotidiano:
dulzura
que me endurece para la dulzura;
calor
de la pereza enferma en que me dejo
llevar por el espectro de los muertos,
como un barco vacío
—a babor, a estribor—
al fuego lento de la chimenea,
a través de los meses
de un mar sin latitudes,
de una alcoba sin islas
y de un sueño sin sueños…
Menos me hospeda el cuerpo, que me entierra…
QUEVEDO
ENTERRADO vivo
en un infinito
dédalo de espejos,
me oigo, me sigo,
me busco en el liso
muro del silencio.
Pero no me encuentro.
Palpo, escucho, miro.
Por todos los ecos
de este laberinto,
un acento mío
está pretendiendo
llegar a mi oído.
Pero no lo advierto.
Alguien está preso
aquí, en este frío
lúcido recinto,
dédalo de espejos.
Alguien, al que imito.
Si se va, me alejo.
Si regresa, vuelvo.
Si se duerme, sueño.
—“¿Eres tú?” me digo…
Pero no contesto.
Perseguido, herido
por el mismo acento
—que no sé si es mío—
contra el eco mismo
del mismo recuerdo,
en este infinito
dédalo de espejos
enterrado vivo.
SECRETO codicilo
de un testamento falso,
verdad entre pudores,
confesión entre líneas
¿quién te escribió en mi pecho
con invisible tinta,
amor que sólo el fuego
revela cuando toca,
dolor que sólo puede
leerse entre cenizas,
decreto de qué sombra,
póstuma poesía?
COMO una enredadera
de la que sólo fueran perceptibles
al ojo las luciérnagas,
el tiempo te rodea
con una eternidad tan estudiada
que, en su nocturna urdimbre, sólo aciertas
a descubrir, de pronto,
las rosas de tus horas verdaderas.
Pero lo que te exalta
ay, corazón, a ti, no es la perfecta
corola de simétricos minutos
en que, de tarde en tarde, un faro extraño
—por azar o con ritmo— se proyecta,
sino la voluntad de esa invisible
enredadera sin descanso
que no sabes aún dónde comienza
y que, con sus guirnaldas, te conduce
hacia el amanecer de un alma nueva.
ANDENES son las horas
en que nos reunimos:
estrechísimas cintas
de cólera y de frío
entre dos paralelos
rápidos enemigos
que timbres y teléfonos
anuncian al oído.
Amor: empalme incierto,
por lámparas y gritos,
de minuto en minuto
cortado y sacudido;
descanso entre dos viajes,
tierra entre dos abismos,
apeadero brusco
por túneles ceñido…
¡Andenes son las horas
en que nos reunimos!
TE IMAGINÉ castillo
ceñido de rencores,
fortaleza entre riscos,
ciudad entre cañones.
Pero tú descansabas
en una azul delicia
de plácidos canales
y torres cristalinas,
feliz como una isla
desnuda y sin memoria,
mujer, junto a la orilla
esquiva de ti misma.
En la mitad de un bosque
poblado de amenazas,
te imaginé… Murallas
y puentes levadizos,
barbacanas, escarpas,
corazas y alabardas
pensé que de tu alma
las puertas custodiaban.
Pero te vi entre flotas
de naves silenciosas,
brocados, azucenas,
crepúsculos y góndolas.
Y me infundiste entonces
horror, pues la batalla
—a sangre, a fuego, a muerte—
que contra mí librabas
no estaba ya ocurriendo
bajo los claros templos
que un pie de mármol hunden
en tus canales trémulos;
sino en esa lejana
bahía solitaria
donde las carabelas
de un almirante muerto
están, desde hace siglos,
venciéndome en silencio…
DE PRONTO, aquí, en las últimas
hojas de la novela
para cuyos extremos nos creara
la pluma de un autor naturalista;
entre el miedo y la cólera
de seres que no hubiéramos dejado
ensombrecer nuestro destino
si fuera nuestro el libro que vivimos;
aquí, junto al epílogo
del que la muerte misma no nos salva,
esta felicidad: página pura
escrita por un mágico poeta,
impresa toda en nobles caracteres,
égloga interpolada
en la nocturna prosa que recorre
con ojos evasivos
un corrector de pruebas sin sentido…
¿QUIÉN, durante la noche,
con mano sin prudencia,
aligeró los astros
que de remotas pesas
servían al destino
para tener en alto
—simétricos y justos—
los dos platillos, alma,
de tu balanza eterna?
Ni la hartura de un cáliz,
ni el eco de una esencia
delataron la ruina
de las estrellas crédulas
que necesita el cielo
mover entre la sombra
para igualar el peso
de una conciencia recta.
COMO cera
—antes de que las llamas la derritan
y de que el molde helado la endurezca—
eras maleable en mí… Tan obediente
a la presión más suave
que la menor caricia te alteraba.
Pero el dolor te disolvió. Corriste
sin forma exacta ya, líquida y pura;
incendiada en rencores
—por su esplendor tan nítido— invisibles.
Y, creyendo que no perdurarían,
que nada queda en lo que a nada opone
voluntad ni temor, tracé en tu alma,
no sé ya contra quién, estas palabras
que, al enfriarte el tiempo, se han quedado
hundidas para siempre
en tu dureza póstuma de lacre.
… sent
to be a moment’s ornament…
WORDSWORTH
SI DAS un paso más te quedas sola…
En el umbral de un tiempo
que no es el tuyo aún y no es ya el mío.
Sobre el primer peldaño
de una escalera rápida que nadie
podrá jamás decir si baja o sube.
En el principio de una primavera
que, para tu patético hemisferio,
nunca resultará
sino el reverso casto de un otoño…
Porque la frágil hora
en que tu pie se apoya es un espejo,
si das un paso más te quedas sola.
MONTAÑAS, pasaportes,
banderas y leyendas
entre mi pensamiento
y tu alma se elevan.
Pero nos une un mundo
sin tiempo ni distancias;
un cielo igual desdeña
nuestras dos impaciencias
y en su instantánea sombra
—cuando decimos “nunca”—
con sólo no mirarnos
vemos la misma estrella.
Telégrafos, idiomas,
costumbres y monedas
ha combinado el hombre
para que no se entiendan
tu cólera y mi asombro,
mi silencio y tus quejas…
Pero de pronto cesan
el odio y la memoria.
En las manos que pugnan
por separarnos quedan
temblando los escudos,
las espadas inciertas
y —entre el arco y el blanco—
inmóviles las flechas.
Y empieza así la tregua
del sueño en que coinciden
—al fin reconciliadas—
nuestras vidas opuestas.
¡El sueño! Única patria
que ahora nos acepta:
litoral sin aduanas,
mundo al que todos entran
… y en el que todos callan,
pero en la misma lengua.
¿QUIÉN sabe qué secreto mecanismo,
como en un teleférico, equilibra
la canastilla en la que yo desciendo
y la que te conduce hasta la cima?
Una justicia extraña —o, tal vez, sólo
una máquina terca y sin justicia—
exige que decline
en mí un destino igual a tu destino
para que mi dolor pague tu dicha.
Pero no importa. Al cielo que pretendes,
renunciaré sin ira.
Y del compacto azul, del que desciendo,
se quedarán teñidas mis pupilas
mientras sepa mi alma
que su fuerza abolida
sirvió para exaltarte
hasta la cima estricta de ti misma.
DETRÁS de cada puerta
que cierras bruscamente,
debajo de la firma
de cada ser que olvidas
—y en cada ventanilla
de cada tren que pierdes—
una mujer sin pausa
medita y envejece.
En su mirada inmóvil
podrías ver la forma
segura de tu muerte.
NO LA toquéis… Si en la yacente estatua
que la encarcela todavía
una sonrisa póstuma os alarma,
sepultadla de prisa;
y, si en los dedos de la noble mano
con que desanudó vuestras caricias,
os duele ver endurecerse el tiempo,
quitadle las sortijas.
Pero no la toquéis en esta carta
escrita para un ser que viaja solo
por un país de lámparas erguidas;
ni en el cristal de la ventana oscura
en que —a veces— venía
a descansar una lejana frente
cargada de tristezas y de cintas;
ni en el libro de versos
en que su pluma tímida
subrayó levemente las palabras:
Aldebarán, camelia, golondrina…
¡Oh, sobre todo en estas
sílabas conmovidas
—clave de los románticos cerrojos
que sólo al eco de su voz cedían—
no la toquéis!…
Las criptas
de la noche y del alba intentaríais
en vano abrir con las sutiles voces
que, para comprender el universo,
—a ella únicamente—
de misteriosas cifras le servían.
¿EN QUÉ luz principias,
repentina dicha?
¿Con qué luz te pones,
sol de medianoche?
Lo que, en otros climas,
de ti espera el hombre
ensartado en finas
hebras de estaciones,
me lo das —de pronto—
aquí, en este polo
íntimo del gozo,
instantáneo vado,
sol entre las puertas
trémulas del año.
Gocen otros seres
inviernos clementes.
Otras almas gocen
júbilos conformes.
Yo, en el propio centro
de mi sombra quiero
sólo tu inmediato
día exasperado:
resplandor sin halo,
tarde sin adioses,
congelado y arduo
sol de medianoche.
ESTÁS —en todas partes—
aprendiendo a morir; cerrando puertas
sobre el paisaje incauto de tu vida
y preparando, en todo,
ese desistimiento
que espera el corazón, pero no encuentra
sino en la resonancia
póstuma de un placer, en las extremas
violencias de una llama o de un volumen,
cimas de una pasión o de una época…
En la flor que deshojas
y del libro que cierras
no sé si lo que gustas es el breve
crepúsculo inmediato de la esencia,
el relámpago brusco del epílogo
o la ceniza lenta
que depositan en el alma
lo mismo una camelia que se rinde
que la disgregación de un vasto imperio
coronado de torres y leyendas.
Porque, en todas las cosas,
ensayas de la noche que anticipas
la paulatina y lenta pérdida,
despidiéndote vives
—aprendiz de fantasma— en una eterna
prisa por ascender a esa terraza
donde te buscarán los que no esperan
hallarte, suspirando,
tras de las puertas rápidas que cierras.
COMO para aprenderte
fue menester pensarte
primero, día y noche,
sobre las blancas teclas
de un instrumento mudo;
ahora que la vida
me deja —a toda orquesta—
interpretarte, dicha
íntima y conmovida,
extraño el puro idioma
de puntos y de cifras,
el piano sin pedales
en que aprendí a tocarte
con notas de silencio
—ahora que, entre cítaras
coléricas y flautas,
la que soñé sonata
me hiere sinfonía…
EN EL fondo del alma
un puntual enemigo
—de agua en el desierto
y de sol en la noche—
me está abreviando siempre
el júbilo, el quebranto;
dividiéndome el cielo
en átomos dispersos,
la eternidad en horas
y en lágrimas el llanto.
¿Quién es? ¿Qué oscuros triunfos
pretende en mí este avaro?
Y ¿cómo, entre la pulpa
del minuto impermeable,
se introdujo esta larva
de la nocturna fruta
que lo devora todo
sin dientes y sin hambre?
Pregunto… Pero nadie
contesta a mi pregunta,
sino —en el vasto acecho
de las horas sin luna—
la piqueta invisible
que remueve en nosotros
una tierra de angustia
cada vez más secreta,
para abrir una tumba
cada vez más profunda.
¿QUÉ PALABRAS dormidas
en páginas de líricos compendios
—o, al contrario, veloces,
de noche —azules, blancas— recorriendo
los tubos de qué eléctricos letreros—
debo resucitar para expresarte,
cielo de un corazón que a nadie aloja,
anuncio incomprensible,
mujer: adivinanza sin secreto?
NO SÉ ya en qué lugar
secreto del invierno
está oculto el botón
mecánico, la rosa,
el vals o la mujer
que un dedo sin esfuerzo
debería tocar
para ponerte en marcha,
automático abril
de un año descompuesto.
Lo siento. Estás ya aquí,
junto a mi pensamiento,
como —sobre el cristal
de una ventana oscura—
la exigencia sin voz
de un aletazo terco.
Pero, si salgo a abrir,
lo único que encuentro
es la noche, otra vez:
la noche y el silencio.
¿Palabras? ¿Para qué?
En ellas, por momentos,
creo tocarte al fin,
abril… Pero las digo
—raíz, pájaro, luz—
y me contesta el viento:
invierno; invierno el sol,
y soledad los ecos.
Libros de viaje busco.
Mapas de amor despliego.
A rostros de mujeres
que hace tiempo murieron,
en retratos y en cartas
pregunto cómo eras;
qué nubes o qué alondras
fueron, en otros puertos,
de tu regreso eterno
lúcidos mensajeros.
Pero nadie te ha visto
llegar, abril. A nadie
puedo pedir consejo
para esperarte. Nadie
conoce tus andenes,
sino —acaso— este ciego
que pugna por hallar
a tientas, en mis versos,
el secreto botón
que pone en marcha al mundo
cuando vacila el sol
y dudan los inviernos…
¡Huyes, pero es de ti!
J. R. JIMÉNEZ
HUÍAS… Pero era en mí
y de ti de quien huías.
¿Cómo? ¿A dónde? ¿Para qué?
Por todo lo que es vial,
ascensor, tragaluz, puerto
para fugarse del hombre
en el hombre: por la voz,
por el pulso, por el sueño,
por los vértigos del cuerpo…
Por todo lo que la vida
ha puesto de catarata
—en el alma y en el alba—
huías… Pero era en mí.
UN JINETE de mármol
oscuramente viene
sobre la flaca yegua
de la noche silvestre.
Bajo el antiguo fardo
la bestia se estremece.
Pero en vano el cansancio
riberas le promete
y luminosas aguas
imagina su fiebre.
Cuando, en mitad del tiempo,
la flaca yegua torva
—con terror o de sueño—
parece detenerse,
una espuela de mármol
en el ijar exiguo
el sórdido jinete
le clava de repente.
Ruedan estrellas lentas
entre la crin rebelde
y los profundos ecos
de la fuga perenne
a poblar el camino
confusamente vuelven:
el camino, los bosques
y los torrentes…
¿A dónde va, en la sombra,
el pálido jinete
que nadie ha visto nunca
pero que todos temen?
En sus manos de mármol
las flojas riendas penden
y de su flaca yegua
una invisible aurora
imita, piensa, evoca
la cicatriz de un astro
en medio de la frente.
PENETRO al fin en ti,
mujer desmantelada
que —al terminar el sitio—
ya sólo custodiaban
monótonos tambores
y trémulas estatuas.
Penetro en ti, por fin.
Y, entre la luz delgada
que filtran, por momentos,
estrellas y palabras,
encuentro a cada paso
que doy sobre los fríos
peldaños que conducen
al centro de tu alma
—un cuerpo junto a otro—
cien horas degolladas.
Me inclino… Una por una
las reconozco, a tientas.
Contra una jaula exacta
en ésta, oscuramente,
un ruiseñor estuvo
rompiéndose las alas.
En ésa… No sé ya
lo que en esa existencia
apolillada y blanda
moría o principiaba:
esquivas formas truncas,
presencias instantáneas,
deseos incompletos,
dichas decapitadas.
Y pienso: en mí, vencido,
y sobre ti, violada,
¿quién izará banderas
ni colgará guirnaldas?
Mujer, fantasmas eran
tus centinelas mudos;
relámpagos de níquel
sus pálidas espadas;
pero las sordas huestes
con que te rodearan
la noche y mis preguntas
también eran fantasmas
y las furias que bajan
ahora, hacia la muerte,
rodando por los bruscos
peldaños de tu alma,
ceniza solamente
serán en cuanto calles:
ceniza, polvo, sombra,
fantasma de fantasmas…
POR MOMENTOS, el alba te devuelve
una tabla, un tornillo enmohecido
del barco en que hace siglos naufragaste..
Quisieras reunirlos
ahora, en plena luz. Pero los días
veleros son que entregan solamente
al océano en que zozobras
una brújula, un ancla, un nombre escrito
sobre la rueda de un timón…
El nombre
del puerto, nunca visto,
donde una mano, entre gaviotas, blanca,
señala —nave o sueño— tu destino.
¡MENTIRA! Tú no estás
aquí, en el paraíso
del júbilo que enciende
—puntual, año tras año—
el mismo inofensivo
y trémulo castillo
de fuegos de artificio;
ni en esa rosa estás,
de mecánico ritmo,
brotada —cada vez
que cierro yo los ojos—
en el cambiante friso
del cielo derruido.
En luces que sujetan
—tradiciones y voltios—
incandescentes hilos
de música a la tierra,
no quieras brillar tú,
corazón imprevisto:
ballesta y flecha a un tiempo
¡cohete de ti mismo!
A TRAVÉS de las frases
que dices, adivino las que callas
como, bajo los versos
de un pergamino antiguo —mal borradas
por la mano del monje
que para un jefe gótico miniara
en su blancura el trance de un martirio—,
aparecen de pronto, reanimadas
por una terca tinta rencorosa
—a contraluz de un sueño—,
las líneas de un colérico epigrama.
PARA escapar de ti
no bastan ya peldaños,
túneles, aviones,
teléfonos o barcos.
Todo lo que se va
con el hombre que escapa:
el silencio, la voz,
los trenes y los años,
no sirve para huir
de este recinto exacto
que a todas partes va
conmigo, cuando viajo.
Para escapar de ti
necesito un cansancio
nacido de ti misma:
una duda, un rencor,
la vergüenza de un llanto;
el miedo que me dio,
por ejemplo, poner
sobre tu frágil nombre
la forma impropia y dura
y brusca de mis labios…
¿POR QUÉ te has puesto a pensar
de pronto, Sol, en voz alta,
esa fuente, ese jardín,
y este rostro de mujer
—desnudo, pálido, lento—
en la mañana de plata?
No grites, Sol, no declames…
De pronto, lo que la noche
no cuenta sino a la noche,
lo que las sombras desean
que sólo la sombra entienda,
estás queriéndolo tú
articular en voz alta:
hasta el lirio, hasta el ciprés,
hasta el aire, hasta la alondra,
¡toda, toda, toda el alba!
Y no es verdad. No es así
como este paisaje hubiera
querido ser deletreado.
Paisaje para una voz
tan imparcial, tan sin énfasis,
que el menor cambio de luz
lo vela, lo desenfoca,
le impone un azul que ya
no es el suyo, un amarillo
que no es su propio amarillo,
una expresión desleal
de aurora de cuadro al óleo
y de jardín de teatro.
Desnudo, fuente, jazmín…
¡Cómo a fuego los burilas,
a fuego, Sol, en acero!
Si estaban mejor pensados
para otra luz, concebidos
para que fuese una voz
de luna la que viniese
a decírmelos, de noche,
no sé cómo, no sé cuándo…
Entonces, ¿por qué los gritas,
Sol, por qué me los declamas?
Déjame al menos oír
lo que callas: el temblor
de esa nube que te pone
una sordina de lluvia;
lo que duda, lo que gira,
lo que ya la niebla está
traduciéndome del mármol
retórico en que lo esculpes
al idioma tornasol
del río en que yo lo entiendo:
a la sombra de esa luz
que tocan al mismo tiempo
el pensamiento y el tacto,
los ecos y los espejos…
¿PARA quién estaban hechos
hoy el tiempo, la ciudad,
la ingenuidad de esta risa
que muere, que no se va,
cual si pudiera su adiós
dolerme más que su muerte,
y este cielo que se empeña
en imitar el color
del cielo que debería
—si fuese lógico el mundo—
gustarle a un ser como yo?
¿Para quién estaban hechos
este día, aquel balcón,
y la flor de esa ventana,
y, en la ventana, esa voz
y, en la voz, esa tonada
en que otro —pues yo no—
tal vez adivinaría
lo que están queriendo ser
flor y sol, lámpara y alba?
¿Para quién, que murió en mí
sin duda desde hace años,
tuvo sentido el rumor
de la calle numerosa
por donde avanza este ser
que a la sombra fue a buscarme
y a la sombra me transporta?